Unas vidas cualesquiera trata sobre la fuerte amistad desde la infancia entre dos hombres, Ignacio y Carlos, compañeros de escuela, de juegos, de filas, y de vida. Consiguen  sobrevivir juntos  a las distancias y a la guerra, y ambos llevan una vida que aparenta normalidad. Pero hay un secreto entre los dos amigos que nunca ha sido desvelado. El gran amor de Carlos desde los once o doce años ha sido Ignacio. Cuando por fin llega la democracia y sale del armario, la reacción de Ignacio no se hace esperar. Esta novela es sin duda un alegato en favor de la libertad, la amistad, el amor, y la solidaridad. Se vierten reflexiones sociales y opiniones muy duras sobre ambos bandos y sobre el papel que desempeñó la iglesia en la guerra civil española y en la post guerra. 



logoequili

Unas vidas cualesquiera

Gabriel Ibáñez

www.laequilibrista.es

Unas vidas cualesquiera

©  2017, Gabriel Ibáñez

©  2017, La Equilibrista 

            info@laequilibrista.es

            www.laequilibrista.es

Primera edición: mayo de 2017

Diseño y maquetación: La Equilibrista

Imprime: Ulzama Digital

ISBN: 978-84-16967-31-5 

ISBN Ebook:  978-84-94725-13-5

Depósito legal: B 4613-2017 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.


Capítulo decimotercero


Reacción de Zabala-Asurmendi



¡Maricón!, ¡maricón! ¿Cómo lograste tenerme tanto tiempo engañado?, ¿cómo no me diste nunca ninguna pista y no te pillé ningún fallo?, ¿cómo no te noté nada anómalo?, ¡si eso se nota!, si a los maricones se les ve el plumero enseguida.

Lloro, lloro intensamente, lloro con toda mi aflicción, no puedo evitarlo. Me meso los cabellos, me doy bofetadas, si te cogiera del cuello y te ahogara me tranquilizaría, me quedaría sereno, pero ¿cómo voy a hacer eso?, ¿cómo voy a matarte, Carlos?, ¿cómo voy a darte una paliza? Si él es tan fuerte como yo, en todo él me puede a mí…

¡Qué disgusto!, ¡so cabrón! ¿Cómo me has podido engañar durante sesenta y cuatro años? ¿Desde que íbamos a la guardería juntos eras gay?, ¿y cuando íbamos al colegio también? Te mato, en cuanto te eche un ojo encima te mato, el trozo más grande que dejaré de ti será como la uña del dedo meñique de mi mano, si te cogiese en este instante… No, no respondo de mí. ¿Por qué tengo que llorar por ti? Puto, puto, me las tienes que pagar, todo lo que me estás haciendo sufrir me lo tienes que pagar, pero ¿cómo es posible? Si no lo llego a oír de tu maldita boca yo estaría tan tranquilo, aunque me lo hubiese dicho mi cuñado Genaro, o Pedro Luis, o Teófilo, no les hubiese creído, les habría partido la boca por decir eso sobre ti, tú, mi más querido amigo, mi amigo-hermano, el padrino de mi boda, el padrino de mis hijos, mi amigo del alma, ¿cómo es posible? ¡Esto debe ser una pesadilla, un sueño, un infundio tuyo para darme un disgusto! El mejor amigo de mi mujer, no puede ser, debe ser que yo he oído mal o que tú te has confundido al explicarte, ¿para eso querías reunirnos a todos en la taberna? ¡Vaya día de tu cumpleaños que me has dado! ¿No te podías haber callado toda la vida? ¿Es que te crees que no te quiero aún? Desde luego no voy a seguir queriéndote, por supuesto. Ya se me pasará este berrinche que me has dado y te haré morder el polvo ¡so perro! ¿No sabes que para mí eres tan importante como mi mujer y mis hijos?, ¿no te das cuenta de que me has quitado las ganas de vivir?, ¿no ves que ya llevo una semana sin ir al trabajo porque no quiero pegarte, no quiero insultarte, no quiero maldecirte? ¡Desgraciado!, ¡puñetero!, ¡aborrecible! ¿Es que te crees así más importante? ¡Es el mayor disgusto de mi vida! No he sufrido tanto como ahora ni en la muerte de mis padres; aquello fue algo natural, murieron de viejos, habían hecho todo lo que tuvieron que hacer en la vida, pero esto tuyo ya no tiene parangón, ¡so cerdo!, ¡so imbécil!, ¡tío «tirao»! Tengo algunos recuerdos tuyos increíbles. ¿Cómo es posible que hayamos vivido tantas cosas juntos y que no me dijeses nada de ese «mariconismo» que dijiste en tu confesión pública? ¡No lo dijiste claro, que digamos….! «¡Me gustan los hombres, no soy heterosexual como vosotros!». ¡Pero bueno!, ¿es que no me lo podías haber dicho por lo menos cuando estábamos solos en el apartamento de Deusto? ¡Habríamos corrido cielo y tierra para buscar solución a tu problema! ¡Habríamos ido a psicólogos, médicos, a todos los sitios que hubiera hecho falta. Pero tú no, se te ocurre decirlo ahora, a los sesenta y cuatro años, ahora que seguramente no tiene solución. Pero te tengo que arreglar esta cuenta mal que me pese, no te creas que esto lo voy a olvidar nunca, zopenco, bulto, subnormal; eso, eso es lo que eres, un subnormal. Vamos, no se te ocurre nada mejor que decir tus fallos o tus defectos públicamente, ahora andarás en lenguas de todo el pueblo, se reirán de ti, ¡so burro!, si no supiera que eres inteligente, te llamaría asno, asno de tiro, ¡burro!, ¡más que burro! Crees que así, confesándolo todo públicamente, es mejor o ha sido mejor; te equivocas, sabes que las personas no somos buenas del todo, se reirán de ti y no podré soportarlo; estaré constantemente de pelea, pegándome con los que te digan ese insulto tremendo, ¡maricón!, ¿cómo voy a soportar que alguien te llame marica? Tendré que ir al gimnasio de nuevo a ponerme fuerte para poder defenderte, porque si alguien te insulta delante o detrás de mí, se verá las caras conmigo, aunque yo no te hable; aunque no quiera ya nada, aunque dejes de ser esa persona tan importante que aún eres para mí, ¡pedazo de remo!, ¡tío «equivocao»!

¡Bueno, es el colmo de los colmos! He hablado con María y con mis hijos, tus ahijados y tu mejor amiga, y ellos no le ven la gravedad por ningún sitio, pero ¿será posible que os hayáis confabulado todos contra mí? Manuel, mi hijo mayor, me dice que eso de salir del armario es algo muy actual, estamos en una democracia consolidada, que mejor que hayas sido sincero y que tiene un gran valor tu confesión pública. María también me lo repite a cada instante, cada vez que me ve tan enfadado y llorando por ti. Seguramente ellos no entienden lo que significas para mí ni entienden la amistad que nos ha unido siempre, es que hemos sido inseparables desde la guardería, es que te conocía y te quería antes de conocer a mi esposa y antes de conocer a mis hijos, que te quieren al mismo compás que a mí, ¡mira, lo pienso y se me reviste el enemigo!, ¡qué ganas tengo de darte una tunda de palos! Cuanto más lo pienso más me enfado, más rabia cojo, esto tenemos que solucionarlo de alguna manera porque no puedo vivir así, con esta pesadumbre constante, este sinvivir, este sin saber de ti, ¿estará malo que no viene a darme explicaciones?, o ¡a lo mejor me necesita! Pero nada, cuando me has dado este disgustazo es que no me necesitarás ni me querrás tanto como parecía… Tú nada, a confesar que eres gay. Eso tendría yo que comprobarlo, pero si hemos ido de putas juntos, al primer polvo me invitaste tú y te vi cómo jodías con todas tus ganas, ¿a quién quieres engañar? Mira, lo pienso y me entra una mala leche que no puedo tenerme en pie, ¡ya me las pagarás!

¡No puedo dormir! Estoy toda la semana sin pegar ojo por tu culpa, ¡so cabrito! No puedo ir a trabajar, tendré la mesa llena de trabajo atrasado, no puedo decirle a mi secretaria el motivo de mi ausencia, no creo que lo entendiera, o tal vez ella es una de esas chicas modernillas que hay ahora y a lo mejor le parece estupendo que el mejor amigo de su jefe, su casi hermano, sea marica, ¿es posible? Voy a llorar de nuevo, a pensar en todos los consejos que mi mujer y mis hijos me dan a tu favor, pero…

El sábado por la mañana, me levanté resoplando, no había pegado ojo y llamé a voces a mi hijo Manuel. Como no me contestaba, entré en su dormitorio y él ya estaba estudiando en su mesa de trabajo. 

—¡Te interrumpo solo un poco!, discúlpame Manuel, pero es que necesito hablar con alguien y recordar viejas anécdotas algo subidas de tono en mi contra, claro, por eso no las puedo hablar con tu madre, se pondría hecha un energúmeno y no sé de lo que sería capaz.

—Venga papá, habla, que lo estás deseando. 

—Mira hijo, es que tú sabes que a Carlos yo lo he querido mucho siempre y él a mí, así que quería contarte y comentarte algo y que tú me dieses tu opinión como hombre que eres, porque esto no es para hablarlo con tu madre, mi mujer, seguro que se pondría hecha un basilisco o se enfadaría conmigo por lo menos para un mes, y eso encima de lo que ya llevo por ese que tú sabes, no lo soportaría...

—¡Venga papá, no le des más vueltas y dime lo que sea, que tú sabes que no me asusto por nada!

—¡Manuel!, cómo es posible que Carlos se haya declarado homosexual públicamente en Aretxabaleta, si he ido con él de putas cuando éramos solteros (¡bueno, él lo es todavía!), y lo he visto disfrutar con una tía a mi mismo compás, follar igual que yo, llegar al orgasmo igual que yo y ahora me sale con esas…, es que no solamente hemos ido una vez, han sido tres o cuatro veces y siempre ha disfrutado con intensidad y placer, igual que yo, con la diferencia de que yo me casé con tu madre a una edad adecuada y él ha permanecido soltero siempre, hasta hoy.

—Eso, papá, creo que debes hablarlo con él, es quien tiene la respuesta correcta y seguro que lo hizo para que tu gozases, y aunque a él no le llamase la atención fue contigo para que no te sintieras solo y pudieses gozar de ese placer que sabes que es exquisito, es el placer más hermoso y completo del que un hombre puede gozar.

—¡Cuánto sabes, hijo! Yo a tu edad sabía de estas cosas mucho menos que tú. Me voy a mi dormitorio, quiero dormir un poco que no he pegado ojo en toda la noche.

—¡Papá, si ya es de día!

—Bueno hijo, a mi edad se me puede perdonar que vaguee un poco, ¿no?

A los veinte minutos, papá vuelve a la habitación y dice:

—Manuel, he llegado, tras mucho meditar, a una conclusión sobre mi problema actual y sobre la confesión dichosa. Pienso que… ¡si Carlos tuviese coño!, ¿con quién podría haber sido más feliz, si hasta en las cosas del fútbol estábamos de acuerdo? No nos habíamos peleado ni enfadado nunca, solo esta vez por mi intolerancia, y además lo conocí mucho antes que a mamá y que a vosotros.

Salió rápidamente de la habitación escaleras arriba, directamente al baño para asearse; yo le grité: «Ve y dile a Carlos que lo sigues queriendo y que te perdone por no haber sabido entenderlo, pero hazlo rápido, cuanto antes mejor, que celebremos vuestro reencuentro».

Así lo hice, me afeité, duché y me perfumé, me coloqué un traje bastante nuevo y me encaminé directamente a casa de Carlos Iturbe. Llamé al timbre y él vino a abrir la puerta. Se acababa de levantar y aún se le notaba que casi no había dormido nada. Cuando vio que era yo, su expresión cambió, se puso muy serio, él no sabía si yo iba a pelearme con él, a pedirle explicaciones o a quedar bien. Yo no me pude aguantar y lo cogí entre mis brazos y lo apreté tanto contra mi pecho que es posible que le hiciese daño. Le di muchos besos en su rostro, recuperaba algo que me pertenecía y yo le pertenecía a él, tantos, tantos años. Él se apretó contra mí, me devolvía los besos que yo le daba con todo su cariño, me abrazaba con toda su fuerza y todo su corazón, le pedí perdón por haber sido tan intolerante con él, pero le dije que lo quería demasiado como para perderlo, que jamás volvería a hacer nada que le enfadase o diese pesadumbre y así, fundidos en un abrazo muy apretado, entramos en la casa. Nos pusimos a llorar de alegría, habíamos recuperado la alegría de vivir, recuperamos en un instante el amigo-hermano, ya para siempre, siempre, seguiríamos siendo los mismos que habíamos sido, yo entendí su postura y él la mía, si hasta en el fútbol estábamos de acuerdo, cómo no íbamos a estarlo en lo demás…

Le di tiempo para asearse y vestirse. Le hice venir a casa conmigo, lo llevaba cogido por los hombros, no podía soltarlo ya que lo había recuperado. Ya no pensaba en la confesión pública que había hecho, solo me encontraba inundado de alegría, de paz, de cariño hacia Carlos, hacia el Carlos de nuestra infancia, de nuestra juventud, de nuestra madurez y de nuestra vejez; en el Carlos amigo-hermano, en el Carlos Iturbe con el que había pasado las alegrías y penas de la infancia, la inquietud constante de la carrera, las penas de amor por María Casas cuando era mi novia, el miedo atenazador de la guerra cuando ambos estábamos en el frente, la felicidad de mi boda, el nacimiento de mis hijos y su crianza, la sociedad que habíamos formado con nuestro trabajo, los ratos de esparcimiento con los amigos de siempre, el cariño de mis hijos y mi esposa hacia él, los numerosos partidos de fútbol que disfrutamos, las partidas de pelota y frontón, el mus y el dominó, todo, toda la vida juntos y ahora ¿iba a echar por la borda todo eso? ¡No!, ¡no y no! Carlos era para mí mucho Carlos, nada podía oscurecer aquel afecto, aquel cariño, aquel entendimiento que nos había hecho inseparables toda la vida y que se había oscurecido tanto toda una semana por mi intolerancia, por mi empecinamiento, pero ¿es que Carlos había cambiado?, ¿es que Carlos había dejado de ser él?, ¡no!, pues entonces ¿a qué esos lloros y esos malhumores? ¡Viva el entendimiento entre las personas! ¡Viva la alegría recuperada!, y ¡viva yo, que era capaz de querer tanto a mi amigo-hermano por encima de todo!

Cuando llegamos a casa, ya todos estaban levantados y arreglados. El recibimiento fue para recordarlo siempre: mi mujer y mis hijos, con lágrimas en los ojos, nos abrazaron con todas sus fuerzas, nos fundimos en un abrazo todos a la vez y viví uno de los momentos más dichosos de mi vida, tenía entre mis brazos a todas las personas que más amaba en el mundo, eso no es para describirlo, ¡es para vivirlo! Por suerte, aún no éramos demasiado viejos para poder disfrutar unos años más de esta felicidad intensa que produce la amistad verdadera, el cariño y el entendimiento. ¡Compartiría para siempre con Carlos la amistad, mis hijos, mis preocupaciones, lo seguiría queriendo y él a mí!, menos mal que reflexioné y me di cuenta a tiempo, ¡menos mal!

El sol estaba ya en el ocaso, faltaban por apagarse los últimos resplandores de la luz del día; ellos seguían disfrutando alegremente, sin darse cuenta del paso del tiempo, de su profunda amistad recién recuperada.





Gabriel Ibáñez Martínez, natural de Torreagüera (Murcia), ha cultivado siempre su afición como escritor. En 1998, con motivo de la conmemoración del centenario de la muerte de D. Antonio Gálvez Arce, publica su primer libro de investigación histórica, Torreagüera, torreagüereños que dejaron huella. Ya jubilado publica su segundo libro, Poemario del blanco al negro. Ahora nos sorprende con un nuevo género en su primera novela, y tiene otros títulos ya preparados.