Cubierta

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Sobre Gustavo Durant

Gustavo Durant nació en Rosario, Argentina, en 1969. Vivió su infancia y su adolescencia en Rufino, Santa Fe, donde aprendió a reconocer la complejidad de las psicologías aparentemente sencillas de la vida provinciana. Lector apasionado de Jack London, escribió para el periódico virtual Fin, en elaleph.com, una nota sobre este gran autor y su sentido de la aventura. Cultor del humor bizarro, ese que al mismo tiempo nos hace sonreír y preguntarnos por qué será que estamos sonriendo, en el año 2013 Durant publicó su primer libro de relatos: Fieles al instinto. Trabaja en su primera novela, una historia de la Argentina moderna atravesada por el fútbol y la política.

Índice

CAMPIÓN

Después del asadito, abstraído de las mentiras y de los versos que soltaban mis rivales de truco, pensé que no estaba tan mal vivir en este pueblo misionero. A orillas del Paraná, Puerto Echeverría era selva, era sinuosas calles de tierra colorada, era la luna blanqueando el río. Es decir, lo que no encontraba en Buenos Aires. Y el grupo del que me había hecho amigo me hacía sentir respetado. Querido, incluso.

Puerto Echeverría quedaba cerca de la nueva planta instalada por la yerbatera, y mis jefes habían levantado ahí una casita para personal itinerante. La primera impresión al llegar al pueblo no había sido la mejor: Echeverría estaba como paralizada en el tiempo, y la quietud del lugar —y sobre todo la resignada inacción de su gente— era muy palpable.

Apenas me estaba adaptando a mi nuevo hogar, cuando esa misma tarde se me ocurrió ir al bar del pueblo. Y fue entrar y toparme con una imagen bastante extraña. Una escena sacada de un thriller psicológico, de esos con hipnotizadores o científicos demenciales. De espaldas a mí, los parroquianos orientaban sus cabezas hacia un punto muy preciso: un televisor en blanco y negro. Nadie me llevó el apunte. Al acercarme, verifiqué que mi comparación era válida: literalmente, estaban hipnotizados. Miraban un noticiero de la Red Globo, en portugués, y por eso sospeché que les daría lo mismo estar “viendo” la transmisión de una misa o una película porno. Encima se sentaban cada cual a una mesa, ignorando a los demás. Sus robóticas miradas y su silencio de muerte impregnaban de una atmósfera sepulcral el boliche. Más tarde descubriría que no siempre eran así.

Al ocupar una mesa hice un poco de ruido, y dos o tres giraron la cabeza, para enseguida volver a la pantalla. A los veinte minutos me fui sin haber oído más palabras que las del bolichero, que se limitó a decir: “¿Qué quiere?”, al principio, y “Son cuarenta pesos”, al final.

Cuando estaba abriendo la puerta para salir a la vereda, me topé con un muchacho de unos treinta y pico. Los ojos a media asta y cierto bamboleo del cuerpo evidenciaban que había tomado de más. Le hice el gesto de que pasara primero él, y entonces me dijo:

—Buenas, amigo —arrastraba las palabras, no era fácil entenderle—. ¿Usted sabe por qué Dios es grande?

—La verdad que no —dije, temeroso de que ese borracho me agrediera si no le gustaba mi respuesta—. ¿Por qué Dios es grande?

—Porque me da cincuenta pesos para una ginebra en el bar, y me da quinientos pesos para una puta en Posadas. ¿Quién otro puede hacer tanto por un pobre gato como yo, eh? No todos tenemos la suerte de ser como el campión.

Lo miré —vaya a saber quién era el “campión”—, y él finalmente entró en el bar. Fue caminando a los tumbos y se arrimó a la barra. Los otros ni lo advirtieron, y ahí tuve una imagen siniestra: cada mesa era una lápida. Y sí: tanto el borracho que explicaba la grandeza de Dios como los demás parroquianos no tenían más futuro que el cementerio. Pensamientos negros que se me ocurren a veces.

A medida que los fui conociendo mejor, hice buenas migas con algunos más que con otros. Sin dudas, todos en el pueblo eran buena gente, pero en Echeverría no abundaba la sociabilidad. Y, cuando me enganchaba a charlar con alguien, el principal inconveniente era encontrar temas que superaran la media.

Con el Cacha, el bolichero, era distinto. No lo hubiese imaginado cuando me atendió por primera vez, pero el tipo había salido varias veces de Puerto Echeverría, y eso le daba más calle que al resto. A veces yo me inventaba las ganas de tomar un café o un trago en el bar, con la idea de desentumecerme el bocho conversando con él.

Al tiempo, logré unirme a un grupo para jugar al fútbol. Después de cada partido cada uno se iba a su casa sin haber hablado más allá de lo justo y necesario. En un principio dudé si había algún resquemor conmigo por ser porteño, pero enseguida entendí que simplemente ellos eran poco comunicativos. Hasta que me invitaron a este asado en el quincho del club, noche a la que ahora vuelvo.

—El mes que viene festejamos a Josecito, ¿se acuerdan, no? —dijo Chucho Reyes, empinando el centésimo vaso de vino de la noche, y fue al pie con un 4 de bastos—. Josecito es un grande.

—¿Qué Josecito? —dije, y lejanamente entreví la imagen del borracho con que me crucé el primer día: el Darío Mendoza, según supe después. Ahora mismo lo veía rondando la parrilla con unos cuantos vagos de la barra—. Envido.

—José Arroyo, porteño, el campión. —El Chango Martínez se secó el sudor con un pañuelo mugriento—. ¿Qué otro Josecito va a ser? Quiero.

—¿Y quién es José Arroyo, el campión? —dije, con el tono de quien no tiene obligación de saber quién es el tal José Arroyo—. Veintidós —canté a mi turno.

Los tres me miraron. Creí que era porque mentí el envido. Pero enseguida descubrí que el tema se había encarrilado hacia otro ángulo.

—¿Cómo que no sabés quién es José Arroyo, porteño? —dijo Chucho, y dejó sobre la mesa las ofendidas cartas. Noté que algunos de las mesas vecinas nos prestaban atención.

—No lo puedo creer —Artemio me miraba raro.

—Perdón que no sepa —dije, y abarcando a todos alcé las manos en señal de disculpas—. Desde que estoy en Puerto Echeverría, nadie me dijo nada.

—¿Pero cómo puede ser qué todavía no sepas quién es el campión?

—Qué sé yo. No se ofendan, pero en general ustedes son bastante parcos. Una vez, Darío Mendoza me mencionó a un “campión”. Eso fue el primer día, y recién ahora me avivo de a quién se estaba refiriendo.

—¿Y cómo no le preguntaste al Darío Mendoza quién era el campión?

—Qué iba a preguntarle, si el pobre tenía un pedo peor que el de ahora. —Y señalé la parrilla, donde Darío se sostenía trabajosamente de un vaso de vino.

—Para variar —dijo el Chucho.

—Fuera de eso —seguí diciendo—, nadie nunca me habló del Josecito que nombran. Me dijeron que no anduviera en la selva, porque puede aparecer un yaguareté. Y me recomendaron en qué lugar del río puedo pescar los surubíes más grandes. Pero, de José Arroyo, ni noticias.

Entonces mis amigos se miraron y suspendieron el truco. Ya no importaba la hora, ni que al otro día teníamos que madrugar. El Chango Martínez propuso ir afuera a sentarnos en el pastito, porque al sereno estaba más fresco. ¿Más fresco? El calor y la humedad no sólo se mantuvieron, sino que enviaron un escuadrón de mosquitos.

Artemio hizo un gesto de esperen un minuto, volvió a la puerta del quincho y pegó el grito:

—¡Eu, vengan, che, que vamo’ hablá del campión!

No hizo falta dar más explicaciones: Darío Mendoza y su grupo, y algunos que estaban en otras mesas —yo ni el nombre les sabía—, se nos acercaron.

Y así, con un fondo de sapos y de grillos, los vagos fueron desplegando la historia del gran José Arroyo, hijo dilecto de Puerto Echeverría. Dejaron de lado su natural parquedad y dieron paso a una inimaginable verborragia.

Nacido en el pueblo, Arroyo había sido Campeón Argentino de Box, allá por 1956. Y todos se peleaban por contar las hazañas del crédito local: sus épicos triunfos, sus defensas de campeonato. Hasta alguno se levantó y tiró unos golpes al aire, demostrándome cómo Josecito había noqueado a un rival. Los desbordaba el orgullo, aunque era obvio —los años cantan— que ninguno de ellos lo había visto sobre el ring.

—¿No vieron si hay alguna pelea en YouTube? —dije.

Se hizo un silencio que hasta las ranas y las cigarras acompañaron.

—¿Lo qué? —dijo Chucho.

—Habla de interné —explicó el Chango, que de todos era el más leído—. Nada de data hay de aquellos años. Nosotros —el tipo sacó pecho— perpetuamos la gloria de nuestro Josecito mejor que una puta máquina. La leyenda viene de padres a hijos, porteño.

Y bueno, me dije. Todo de mentas. Así se hace la historia.

También me contaron que una vez al año lo traían a José Arroyo para agasajarlo. Organizaban una fiesta a la que no faltaba nadie, y hasta le juntaban unos pesitos: años después de sus épocas de gloria, se ve que hoy el campeón andaba en la miseria —aunque ninguno de los presentes se atrevía a pronunciar tan fuerte palabra.

Me fui dando cuenta de que la vida misma del pueblo pasaba por la carrera del crédito local. Carecían de ambiciones, del más mínimo instinto de superación. Dios los había puesto en un lugar del que no les iba a resultar fácil escaparse. Recordé mi primer día en el boliche del Cacha. Las lápidas.

 

Y llegó el Día de Josecito.

Salí temprano a tomar el desayuno, como todos los sábados, y fui caminando al bar. En Echeverría nada queda cerca si no se va en auto: el pueblo se despliega a lo largo de una sinuosa, larguísima calle de tierra roja. Esos cuatro o cinco kilómetros son flanqueados por montes de lapachos y enredaderas, y el verde dominante es apenas interrumpido por casas dispuestas acá y allá. A pesar de las distancias, yo disfrutaba de estos paseos en los que me rodeaba un festival de colores, de naturaleza.

A medida que me acercaba al “centro”, vi los primeros carteles pegados a los árboles aledaños al camino: BIENVENIDO JOSÉ, TE QUEREMOS JOSÉ, GRANDE CAMPEÓN. Innumerables eran las muestras de afecto, expresadas en leyendas escritas sobre cartulinas.

Espero que José Arroyo conserve la vista, pensé, porque desde el auto no va a leer nada.

—¡Porteño! —me saludó Chucho Reyes no bien entré en el bar, que explotaba como nunca—. Hoy vas a ver lo que es bueno.

Me acomodé como pude en el mostrador, pedí un cafecito al Cacha y me dispuse a disfrutar el día de fiesta.

Obviamente, de lo único que se hablaba era de Josecito. Me impresionaba el contraste con aquel silencio general del primer día: nadie dejaba de contar las mismas hazañas, con el mérito de que los detalles no coincidían casi nunca. Cuando le ganó a Rompehuesos Cardozo, por ejemplo, algunos decían que la pelea había sido en Paraguay, y otros que en el Chaco. Había quien aseguraba que ganó por nocaut en dos rounds, y alguien afirmó que fue por puntos.

—Vamos a la plaza, muchachos —dijo el Chango Martínez—, que la fiesta ya empezó.

—¿Y Josecito? —pregunté.

—Cae al mediodía. Ya está grande, y viene directo pal’ morfi.

Al llegar a la plaza, se apreciaba una bandera argentina con el escudo del pueblo, colgada entre dos árboles. La cruzaba una diagonal que decía, está vez con letras más legibles: JOSÉ SOS NUESTRO ROKI. Algunas mujeres todavía estaban poniendo moños de papel crepé de todos colores por todas partes.

—Mirá l’esenario —dijo Darío Mendoza, mientras señalaba en una de las esquinas un adefesio armado con cajones de frutas—. Lo levantó papito, arreando a un par de vagos de la municipalidá.

—Es por si alguien quiere hablar, porteño —explicó Chucho Reyes—. Vos viste.

A un costado de esa tarima desvencijada había unos tablones soportados por caballetes y cubiertos con manteles de papel de estraza. Ya se sentía el olorcito de una buena choriceada con chimichurri. De un parlante oxidado, atado con alambre a un poste, no dejaban de salir chamamés, zambas y chacareras.

Al lado del mástil de la plaza, se habían improvisado unos puestos de tres tiros por dos pesos, de lanzamiento de dardos —para las bombuchas—, y de bolas de trapo —para las latas—. El puesto más demandado era el de un gordo que ponía a la gente a tirarle trompadas a un muñeco tentempié, un punching ball inflable, mientras el intendente del pueblo relataba los golpes de los participantes como si se tratara de un nocaut de Josecito. Los premios de todos los juegos eran siempre los mismos: telúricos paquetes de yerba donados por el almacén de ramos generales. Supuse que de esta manera armaban la vaquita para Arroyo. Muy triste.

Con cuatro palos de escoba clavados en la tierra y unas sogas deshilachadas, habían armado un ring. Ahí adentro la gente rememoraba las grandes hazañas del campeón, y hasta se daba el gusto de trenzarse en una pelea amistosa: las risas y los zapallazos iban y venían. Y la pasión de los lugareños, las caras felices, felices de verdad, verificaban lo que me habían contado aquella noche de asado y truco: José Arroyo —su carrera, su fiesta— era lo único que a Puerto Echeverría lo hacía sentirse vivo.

—¡Allá está Josecito! —dijo una voz, y vi una combi que se estacionaba en la esquina de la plaza. El flanco visible tenía un logotipo despintado: FERRETERÍA EL CAMPEÓN.

Del asiento del conductor —en el asiento del acompañante no iba nadie— se bajó un pibe, y ante la algarabía que se armaba, nos saludó a todos levantando la mano.

—El nieto —me dijo Artemio al oído, reverente, entre los gritos, los cantos y las serpentinas.

El nieto se mandó para la puerta trasera de la combi, y varios lo siguieron con desbordante ansiedad. Y yo fui de los que más se acercaron.

—Acá está tu gente, abuelo —dijo el nieto después de abrir la puerta.

Yo sabía que Arroyo andaría por los ochenta largos, y conocía lo duro de la vida del boxeador. Y aunque no esperaba encontrarme con un modelo de Armani, mi primera imagen fue la de una momia en silla de ruedas.

Pero poco les importaba a los echeverrienses tal deterioro: los más desesperados lo bajaron de la combi, meta saludarlo y palmearlo y agracederle que un año más estaba junto a ellos.

—¡Grande, campión!

Con lágrimas en los ojos, le recordaban cuando sacó del ring a uno, o mandó al hospital a otro. Y ante todo elogio o evocativa finta, Josecito siempre asentía con el mismo gesto de mirada perdida en el cielo de su gloria.

—Es igual que el negro —me dijo el Cacha, que no parecía consustanciarse mucho con la celebración.

—¿Qué negro?

—El único negro: Alí. Cassius Clay.

—¿Tan bueno era? —dije por cortesía, ignorando lo desproporcionado del comentario.

—La verdad que no, pero yo lo decía porque tiene el párkinson igual que el negro. Vea cómo le tiemblan las arrugas. —Lo miré confundido—. ¿No ve que el pobre no entiende? —Y esto lo dijo haciendo el gesto de revolear el índice por el marote.

Efectivamente, comprendí que José Arroyo no sabía ni quién era ni dónde estaba. Cuando unos chicos le movieron la silla de ruedas —se ve que era una jodita tradicional— y le hicieron dar un par de rápidas vueltas empujándole la silla, el anciano sonrió diciendo:

—Soy Fangio. Fangio soy.

Cuando se aplacó la euforia, el intendente se encaramó en la tarima, y a los gritos pelados anunció:

—¡Vamos, vamos, que se enfrían los choris!

La gente se abalanzó sobre el parrillero, y después se fueron a devorar los choripanes en las mesas, o directamente de dorapa, o sentados en el piso.

Josecito tenía su lugar de privilegio, por supuesto. Pero noté que, mientras todos le daban al diente, nadie le ofrecía nada al campeón. Ni un piolín para que chupe.

—Muchachos —les dije a los que me rodeaban, y les señalé a Arroyo—, ¿no le tiran un chori?

Se me cagaron de risa en la cara.

—No tiene dientes, porteño —dijo el Cacha, dándole a mi hombro con la palma grasienta—. Qué va a masticar. ¿Ve? Ahí le traen su sopita. Chori en licuadora, je.

Una vieja se acercó, taza y cuchara en mano, y con gran empeño se dedicó a que Josecito tomara la sopa. Difícil tarea: a él lo atacaba un temblequeo que le hacía caer buena parte del caldo en esos muslos escuálidos como grisines.

Ya avanzada la comilona, varios fueron subiéndose a la tarima para declamar elogios y agradecimientos. José Arroyo ni sabía que le hablaban a él. Pero, cuando cada cual terminaba, el nieto tocaba el hombro del campeón, y Arroyo con un movimiento de cabeza decía:

—Vivan Perón y Evita, carajo.

A eso de las tres de la tarde, el nieto dijo:

—Vayan despidiendo al campeón. Necesita ir a descansar.

Y se armó un ritual de admiración, de abrazos, de saludos. Hasta yo estreché su mano inquieta. Después de que el intendente le entregó en nombre de todo Puerto Echeverría la vaquita que se juntó, la combi se perdió en la calle principal.

Me quedé pensando en la obra de bien que hacía José Arroyo, y sin proponérselo. Su carrera alegraba a generaciones.

La fiesta igualmente continuó hasta que empezó a oscurecer, pero al día siguiente la vida de Puerto Echeverría volvió a las tardes muertas frente al televisor del bar. Al abúlico silencio de las calles. A la falta de mañana. A esperar la nueva celebración de la trayectoria del ídolo. A esperar el año que viene.

Y pude ser testigo de esa fiesta un par de años más. A cada celebración, Josecito se iba envolviendo en sí mismo, se iba estrujando. Aun así, la devoción popular era la misma de siempre.

 

Una tarde en que volvía de trabajar, a medida que avanzaba con mi auto, veía gente llorando abrazada, en pleno desconsuelo. En el bar confirmaron mis sospechas: José Arroyo había fallecido hacía unas horas.

El nieto y un par de familiares más se encargaron de hacer traer los restos, y las exequias fueron lo más fastuosas que Puerto Echeverría pudo permitirse.

Durante varias semanas, todos seguían mostrando la depresión a flor de piel. Por supuesto que surgieron los homenajes, esta vez post mortem; sin que mediara siquiera una junta vecinal, a la calle principal le pusieron José Arroyo, y a un “artista” de Posadas le encomendaron una escultura alegórica. Yo llegué a verla erigida en la plaza, y debo decir que más se parecía a Irineo Leguisamo que al buen Josecito.

 

Los meses iban pasando, y la acedia se volvía crónica. Incluso en la economía se notaba: la yerbatera, el pulso vital de Puerto Echeverría, no rendía como antes.

Cuando llegó octubre, la fiesta anual para Josecito no se hizo. En cambio, se ofició una misa, a la que asistió todo el pueblo.

Pronto le pedí a la empresa que me trasladaran. En Echeverría podía disfrutar de la naturaleza, del río, de las misioneras —las chicas del interior se encandilan por el porteño—; pero el bajón general me estaba contagiando el alma.

El día de la despedida no resultó fácil: era gente tan buena, y yo aprendí a quererla tanto, que a cada uno le prometía caer de visita no bien pudiera.

Además, algo se me estaba ocurriendo.

 

Una vez que volví a aclimatarme en Buenos Aires, con la idea ya madurada, hablé con el dueño de la yerbatera. Por supuesto, él estaba al tanto de la historia de José Arroyo y de lo que representaba para Puerto Echeverría.

—Armamos un documental sobre el gran Josecito —propuse—, bajo nuestro auspicio. Mi mejor amigo tiene una productora bastante potable, con su propio equipo de filmación. ¿Qué le parece? Conseguimos que algún político lo declare de interés provincial y todo. —Ante su evidente complacencia, expresada en admirativos asentimientos, seguí explayándome—: Gracias al documental volverá la fiesta, y Echeverría no tardará en resurgir de sus cenizas. Si vivían para eso, los pobres.

—No está mal —dijo el dueño, acariciándose la barbilla y con ojos de inversor.

 

Tracé un plan de trabajo:

1. Ir redactando las anécdotas de mis amigos de Puerto Echeverría, para facilitarle al equipo el armado del guión.

2. Buscar información acerca de Josecito en la hemeroteca del Congreso, en los anales de la Federación Argentina de Box, y por supuesto en Google: fotos de Josecito derribando a un oponente, o levantando las manos por un triunfo, le darían sentido al documental. También algún testimonio de boxeadores de aquella época vendría perfecto.

Pero, después de un tiempo de búsqueda, en ninguna fuente encontré ni media línea sobre José Arroyo.

No me di por vencido, y averigüé en gimnasios de boxeadores, y hasta en los propios archivos del Luna Park. Y como me habían dicho que su carrera se desarrolló mayormente en el interior del país, me contacté con algunos periódicos provinciales. Nadie sabía nada.

Incluso un día me lo crucé a Osvaldo Príncipi en el subte, y de caradura me presenté para preguntarle sobre el campeón de Puerto Echeverría. Pero el resultado fue el mismo: tampoco un experto como él sabía de José Arroyo.

Debí asumir que las hazañas del “campión” habían quedado muy atrás en el tiempo, y me enfoqué en lo primero que debía haber hecho: entrevistarme con la gente misma de Puerto Echeverría.

 

Aun desde Buenos Aires, yo seguía supervisando el funcionamiento de la planta. Aprovechando que debíamos inspeccionar unas máquinas nuevas, decidí viajar yo a Misiones. Así que coordiné con los muchachos para vernos, y enseguida el Chango prometió que haríamos un asado en el club.

Alquilé un auto en el aeropuerto de Posadas y enfilé hacia la yerbatera. Una vez que resolví los temas laborales, me mandé a Puerto Echeverría. Advertí que todo estaba exactamente igual que cuando me había despedido. Excepto el nombre de la calle principal; de la desolada calle principal.

Era la tardecita, y no pasé por el bar del Cacha: preferí evitar las lápidas y las miradas robóticas.

 

En el asado había por lo menos unos diez amigos, y me mataron a abrazos. Se los veía bastante bien.

—Tenemos una sorpresa para darte, porteño —dijo Chucho Reyes cuando ya habíamos liquidado la parrillada.

—¿En serio? —dije—. Yo también. Pero empezá vos.

—En octubre, otra vez festejamos a Josecito. Otra vez la fiesta, vos viste.

—Qué buena noticia, Chucho —dije, gratamente sorprendido: la novedad empalmaba con mi proyecto—. ¿Y qué piensan hacer? Digo, ahora que…

—… alquilamos a un pibe y a un viejo —dijo Artemio—, que van a hacer del nieto y de Josecito.

Miré las sonrisas de todos, y me di cuenta de que no era chiste. Me guardé cualquier crítica: qué sentido tenía objetarles lo bizarro de la idea. Ellos eran felices así.

—Bueno —dije—, yo creo que puedo aportar algo a esa fiesta.

Y les presenté la idea del documental. Al principio se mostraron expectantes.

—Ahora bien —dije—: necesito que ustedes me digan con quién puedo hablar para conseguir más información. Estuve averiguando en varios lugares, y en ninguno encontré nada de Josecito.

Todos se miraron, y muy seriamente el Chango Martínez dijo:

—Vos tenés que hablar con nosotros. Nosotros te vamos a contar todo.