EL VENECIANO

 

 

 

BLAS MALO

 

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: noviembre de 2018

Primera edición en e-book: diciembre de 2018

© Blas Malo Poyatos, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2018

Diputación, 262, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-350-4727-2

Producido en España

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NOTA FINAL

Ante todo, esta novela no hubiera sido posible sin John Julius Cooper, segundo vizconde de Norwich (1929-2018), fallecido unas semanas antes de la redacción de esta nota. Su pasión por el Imperio Romano de Oriente dio forma a un ensayo divulgativo en tres tomos que sembró en mí las ansias de ver, conocer, salir al camino de Bizancio. Y entrelazando sus caminos, el destino de Constantinopla se tejió para siempre con las ambiciones de Venecia, república que en 1204 fue la responsable de que la Cuarta Cruzada saqueara la capital del Imperio bizantino en vez de dirigirse a Tierra Santa. En la trilogía de Norwich, la llegada y desembarco del dogo ciego Enrico Dándolo, de noventa y siete años, a los muelles conquistados en el Cuerno de Oro es vibrante, emocionante, terrible. Hizo que quisiera saber más sobre Venecia. ¿Cómo unos fugitivos de las invasiones bárbaras ocuparon un puñado de islas fangosas y rodeadas por una laguna salobre y consiguieron levantar un imperio territorial y comercial capaz de desafiar al trono de Bizancio?

De nuevo John Julius Norwich tenía la respuesta. Su Historia de Venecia es un monumento a la elocuencia. Lo leí (lo devoré) en 2014. Con él reviví los mil cuatrocientos años de vida de la República. Habla de hombres valientes, de grandes gestas, de comerciantes atrevidos, de gobernantes osados y sin escrúpulos, y también de inmensos cobardes, de miedo, de ambiciones, de traiciones. Conocí la razón de la caída de Venecia: el deseo de querer convertirse en un imperio terrestre como Austria, España, Francia o Alemania, descuidando su gran baza, ser una potencia naval. Era el mar quien la salvaba una y otra vez de los enemigos. Era con el mar con quien cada año celebraba esponsales en el día de la Ascensión. Cuando Venecia dio la espalda al mar comenzó su implacable caída. John Julius Norwich narró como nadie el final de la República, la mengua de sus linajes, los palacios vacíos y en decadencia, la ruina de su flota, la podredumbre de sus barcos. La amenaza de Napoleón. Cuando terminé la lectura supe que quería escribir esta novela.

Ludovico Manin fue el último dogo. Pude adquirir el único ejemplar que encontré a la venta sobre sus memorias, publicadas en 1876, en una librería de viejo de Florencia. El libro está bastante deteriorado, pero tiene todas las páginas, que no es poco para un libro de casi ciento cincuenta años y varias guerras a sus espaldas. Recoge las transcripciones de numerosas cartas de los distintos embajadores venecianos y de las actas del Senado en aquellos últimos días de la República, que han sido esenciales para conocer de primera mano qué sucedió en la ciudad contado por testigos directos. La recopilación de los hechos de los últimos días de la República por el abate Cristóforo Tentori da una visión opuesta de los hechos. Mientras Manin defiende que todo lo que se hizo fue buscando salvar la vida del pueblo y evitar la destrucción de la capital, y siempre en veraz cumplimiento de la legalidad, Tentori habla de segundas intenciones nunca aclaradas y que, deliberadamente, el gobierno de Venecia desoyó la voluntad del pueblo: hacer la guerra a Francia, a Napoleón, como antes lo habían hecho a otras potencias, defendiendo las islas con todos los hombres y todos los barcos disponibles. Los escritores ingleses también trataron el tema en el siglo XIX y llegaron a la misma pregunta: ¿por qué la orgullosa Venecia decidió ceder en vez de resistir? ¿Podía haber resistido? La respuesta categórica es sí. Había armamento suficiente en el Arsenal. Tenía pocos soldados, pero muchos venecianos no hubieran dudado en coger las armas para defender su patria. El ejército francés al pie de la laguna no tenía flota. Sus cañones eran inútiles desde la orilla. Eran militares de tierra firme, no marineros. Hasta el más tonto de los venecianos era hombre de mar. Pero Manin apeló al futuro y a la no confrontación. ¿Por qué? Y ahí encontré la razón de mi novela. Los historiadores franceses, por supuesto, también opinaron: con ellos llegó la libertad a una república de oligarcas tiranos. Libertad, Igualdad, Fraternidad. Muchas visiones diferentes de un mismo hecho, que sugerían (de forma excitante para un novelista) una trama llena de conflictos.

¿Qué es verdad y qué es ficción en esta novela? La familia Lascaris es toda ella creación literaria. También la familia Tortelli. Giacomo Tortelli no existió. Pero sí existió, de acuerdo al abate Tentori, un grupo de senadores que se oponía a la política de neutralidad promovida por Ludovico Manin y que defendían, de forma clandestina, la incitación a tomar las armas, a luchar contra los franceses, incluso en contra del gobierno del Dogo. La confirmación está en los resultados de las votaciones en el Gran Consejo. Hay una oposición al Dogo que el propio Manin, a través de los aparatos del Estado, intenta aplastar para que no afecte a las negociaciones con Napoleón Bonaparte y con Villetard. La trama estaba ahí. Como escritor he puesto rostro, carne, corazón y alma a mis personajes para contar toda esta historia a través de ellos.

Y salvo algunos personajes muy secundarios, descontados los Lascaris y los Tortelli y el bibliotecario Tiresias, todos los demás son personajes históricos. Los hechos narrados sucedieron. La cancillería de Venecia era famosa por sus archivos. Todo quedaba registrado, todo quedaba anotado. Venecia, además, fue durante siglos una potencia editorial. Es desconcertante que la mayor potencia editorial de la época tuviera también la vigilancia del mayor sistema de control del Estado, a través de los Tres Inquisidores, de la Señoría, del Consejo de los Diez, de la Quarantía, de la procuraduría secreta, del comisario general... En esta era digital, además, conocer toda la información disponible ha sido más sencillo. El acceso digital a toda esa documentación ha facilitado mucho mi búsqueda de datos, fechas, nombres y hechos.

Mis libros siempre tienen guiños a otros libros. J. R. R. Tolkien no puede faltar si se habla de un anillo. El anillo como ambición, como poder dado que libera de servir a otros pero que también esclaviza la voluntad a la búsqueda del propio máximo poder. Umberto Eco, Homero y Joseph Campbell, incluso yo mismo, y alguno más, estamos repartidos entre tanta palabra. En mi viaje de luna de miel, hace casi nueve años, estuve en Estambul y también en Venecia, y no fue casualidad. Mika Waltari me sorprendió con El ángel sombrío, y Venecia me ha dado la posibilidad de emularlo. Durante la creación de esta novela nació mi hijo Blas, y eso también me dio ideas para dar vida y conflicto a la relación entre Marco Lascaris y su mujer Adriana. Todo ayuda, todo suma, la vida se vierte en los libros, los libros se vierten en la vida. Mi familia ha soportado con paciencia mi concentrada y solitaria labor de escritura, a costa de otras cosas y de muchas horas, así que la novela también está dedicada a ellos.

Por último, gracias a Penélope Acero, editora, y a EDHASA por confiar en este libro, y a mi agente Maru de Montserrat, de International Editors, por su apoyo y perseverancia. También por ellos ha llegado este libro a tus manos, lector. Espero que lo hayas disfrutado.

BLAS CARLOS MALO POYATOS

GRANADA, a 17 de julio de 2018

A María José

A la memoria de John Julius Norwich (1929-2018),

por sumergirme en el Imperio Romano de Oriente

y en la gloria de su pasado.

A Blanca mi mujer y a mi hijo Blas Carlos,

que son mi presente y mi futuro.

EL VENECIANO

PERSONAJES PRINCIPALES

DE LA CASA LASCARIS

Marco Lascaris, mercader de sal en Venecia

Antonio Lascaris, hijo de Marco Lascaris

Adriana, esposa de Marco Lascaris

Beatriz, hija de Marco Lascaris

Ana, hija bastarda de Marco Lascaris

DE LA CASA TORTELLI

Giacomo Tortelli, uno de los Tres Inquisidores

Casandra, hija de Giacomo Tortelli

DE LA CASA CONTARINI

Alvise Contarini, magistrado veneciano en Verona

Lucio Contarini, miembro del Consejo de Venecia

Ludovico Manin, dogo de Venecia

Napoleón Bonaparte, comandante en jefe del ejército francés en Italia

Edme Joseph Villetard, representante francés en Venecia

Augustin Barbarigo, uno de los Tres Inquisidores

Bruno, guardaespaldas al servicio del Consejo de los Diez

Tiresias, bibliotecario de la Biblioteca Marciana (o de San Marco) en Venecia

Cristóforo Tentori, abate de origen español al servicio de Inglaterra

Tomás Pedro Zorzi, veneciano al servicio de Francia

RESTO DE PERSONAJES (por orden de aparición)

Francesco Battagia, proveditor Extraordinario en Tierra Firme.

Antoine Balland, general francés en el sitio de Verona

Sofía, joven veronesa, amante de Antonio Lascaris

Giuseppe Giovanelli, magistrado veneciano en Verona

Eresto Loredan, miembro del Gran Consejo de Venecia

Jean-Andoche Junot, edecán de Napoleón Bonaparte

Alvise Querini, embajador de Venecia en París

Giacomo Brunesi, viejo gondolero al servicio de Marco Lascaris

Bernardo Trevisan, asistente personal del dogo Manin

Francesco Doná, embajador veneciano enviado ante Bonaparte

Leonardo Giustiniani, embajador veneciano enviado ante Bonaparte

Jean-Battiste Lallemand, representante francés en Venecia

Domenico Pizzamano, comandante de la Laguna

Chabrand Víctor y Kilmaine, generales franceses en el sitio de Verona

Nicolás Morosini, comisario de la ciudad de Venecia

Silvio Zapatero, vecino de Giacomo Tortelli

Nicolás Erizzo, proveditor extraordinario enviado a parlamentar a Verona, y miembro de la Consulta Negra

Antonio Stratico, general veneciano enviado a Verona

Louis Antoine Fauvelet de Bourrienne, secretario de Bonaparte

Francesco Pesaro, comisario y proveditor de la Laguna

Zuane Emo, uno de los tres Capii, del Consejo de los Diez. Miembro de la Consulta Negra

Juan Baptista Dolfin, miembro de la Consulta Negra

Juan Minoto, miembro de la Consulta Negra

Alvise Pisani, miembro de la Consulta Negra

Antonio Ruzzini, miembro de la Consulta Negra

Tomás Coldumer, lugarteniente de Francesco Pesaro

Alvise Mocenigo, responsable del Arsenal y también emisario ante Napoleón

Richard Worsley, sire y embajador inglés en Venecia

Grimani, embajador de Venecia en Viena

Juan Zusto, sustituto del caballero Pesaro

Ruzzini de Giovanne, miembro de la Consulta Negra

Andrea Spada, secuaz de Zorzi

Nikolai

Semienovich Mordvinov, embajador ruso en Venecia

Emmanuel-Louis-Henri de Launay, conde D’Antraigues Francés, consejero del embajador ruso

CAPíTULO 34

UN PADRE. UN HIJO. UNA HIJA

Todo era confuso en la plaza de San Marco. Los hombres de Spada y Zorzi vieron la señal acordada colgada desde la ventana de la sala del escrutinio proclamando el resultado de la votación. Un pañuelo azul ondeó sobre el alféizar. Todos ellos, oficiales de palacio y simpatizantes, estallaron con gozo entre la multitud con un único grito.

–¡Viva la libertad!

Muchos senadores escapados del Consejo y sin toga no dudaron en unirse a ellos y abrazarse, y saltar, con lágrimas y con el mismo grito. Como si siempre hubiera sido ese su mismo ideal, su mismo pensamiento.

–¡Viva la libertad!

Pero muchos otros vieron el pañuelo también y callaron. Hasta ese momento, y durante semanas, no habían creído lo que les habían dicho. Ahora conocían a los que de repente mostraban con orgullo emblemas tricolores en sus pecheras y en sus gorros. Ahora conocían al enemigo. Eran esos, y era la traición de sus senadores, de sus patricios. De su dogo. De pronto, lo que comenzó con voces tímidas se alzó como un rugido creciente que retumbó por los soportales y sobre los afrancesados, con un coraje mayor que el demostrado por sus gobernantes.

–¡Viva San Marco! –Y Antonio Lascaris entre ellos alzó también los dos puños hacia el cielo cobalto.

–¡Allí! ¡Un jacobino!

Los dedos acusadores de los ciudadanos comenzaron a señalar uno a uno a los afrancesados. Spada y Zorzi pasaron de la euforia al miedo. Se sintieron increpados y empujados. Las caras rabiosas les rodearon. Zorzi no podía creerlo. Aquella masa anónima, hasta entonces en silencio, amenazaba sus vidas. Retrocedió escupiendo odio, escudándose tras sus hombres hasta que le quedó claro que les doblaban, que les triplicaban y más en número. No era lo que habían previsto.

Los guardias y los eslavos aún fieles a la República se concentraron en las puertas de acceso al Palacio Ducal. Un exaltado intentó tomar de las riendas a uno de los soldados montados y pronto fue sometido por varios de ellos, quienes desde sus monturas lo derribaron a golpes de culata con sus mosquetes. El capitán de la guardia galopaba de un lado a otro para mantener el orden, pero la muchedumbre ya era como una marea que se apartaba a su paso y se cerraba tras él.

–¡Señor! ¿Los dispersamos con disparos?

–¡No! –El caballo se encabritó. La gente evitó quedarse al alcance de sus cascos. Las voces les hacían comunicarse a gritos–. ¡El comisario Morosini ha ordenado evitar hacer fuego si no hay riesgo contra nuestra vida! ¡Mantened la posición!

–¡Allí!

En medio de la trifulca, tres jóvenes se atrevieron a subirse a los pedestales de los postes de los tres antiguos territorios perdidos y desde ellos hicieron ondear sendas banderas de Venecia, con el león feroz sobre el fondo bermejo. Los gritos patriotas se renovaron. Los ciudadanos se revolvían contra los afrancesados. El capitán podía ver cómo un grupo de ellos salía en persecución de gente a la carrera más allá de la Mercería.

–¡Capitán! –Era Morosini. Se había abierto paso hasta la placeta con ayuda de dos de sus subalternos. Un vecino quiso impedirle el paso y los ayudantes le golpearon en el rostro y en el estómago antes de sacar dos pistolas que apartaron a los más revoltosos. Estaba pálido pero sereno. Con un gesto imperativo señaló a todos los congregados–. ¡Repliega a los hombres al interior de palacio y traslada los cañones al patio! ¡Apuesta nuevos tiradores en el tejado! Quiero que el palacio sea como una fortaleza. ¡No permitiremos que sea asaltado!

–¡Señor! ¿Entregaremos las calles a las turbas?

–¡Ni tenemos guardias suficientes ni es mi prioridad inmediata! ¡No incitaré a la violencia como excusa para una respuesta armada! No ordenaré que venecianos ataquen a venecianos, salvo en extrema circunstancia.

–¡Hay que acabar con toda esa chusma, señor!

Un suboficial llegó a la carrera, llevando consigo un nuevo vocerío. Eran aplausos. Morosini y el capitán a caballo se volvieron hacia el otro lado de la placeta. Los hombres acogían y abrazaban a varios soldados que arrojaban sus gorros al aire. Al caer al enlosado de la plaza, la gente se los disputaba para desgarrarlos y destrozarlos. Pero no solo eran guardias.

–Señor, los soldados de artillería están abandonando sus puestos. ¡Nos faltan hombres para proteger los cañones de las manos de los sediciosos!

–¡Rápido, rápido, tocad las trompetas y abriros paso con la caballería! ¡Comisario, no podemos tolerarlo! ¡Abramos fuego!

El comisario se negaba cuando cinco hombres se abalanzaron sobre el caballo del capitán, tomaron las riendas y derribaron al animal. El suboficial no dudó; disparó su pistola al aire. Los asaltantes se desbandaron. Los vecinos, asustados, despejaron la placeta a su alrededor antes de amenazar con derribarlos a todos. El caballo se revolvió y comenzó a corcovear, lanzando coces. El capitán se encaró con el comisario, tomándolo por la solapas de la chaqueta.

–¡Tenemos que disparar o nos matarán! –Nicolás Morosini, acobardado, solo asintió–. ¡Fuego!

–¡No! –exclamó el suboficial, deteniendo la mano del capitán.

–¡Traición!

–¡Abrid fuego! –escupió Morosini, retrocediendo hacia la basílica–. ¡Es una orden! ¡Segundo oficial! ¡Segundo oficial! ¡Tiradores! ¡Fuego!

Los otros nueve hombres a caballo caracolearon, indecisos. Los eslavos peleaban junto a los vecinos para hacerse con los cañones. Los guardias del palacio se desesperaban por mantener el control, mientras, quitadas las cureñas, empujaban las piezas hacia atrás, hacia una posición más favorable. El comisario se desesperaba y hacía aspavientos hacia los soldados del tejado. Pero ninguno hizo el menor gesto. Y supo que todo estaba perdido.

El suboficial desarmó al capitán. El segundo oficial llegó a caballo y dio orden de maniatar al capitán.

–¡Traidores! ¡Todos sois traidores! –exclamó Morosini, que se había quedado solo en su retroceso. Miraba a todos con la convicción de una muerte próxima.

–No, señor comisario. ¡Somos venecianos! Y todos estos venecianos nos suplican ayuda. ¡Viva san Marco!

DESDE LA PLAZA DE SAN MARCO

Antonio Lascaris estaba eufórico. Lo que sus palabras no habían conseguido lo había logrado la descarada provocación de los secuaces de Villetard. Entre tanto puño contra el Dogo los propios soldados se acobardaban, sin atreverse a disparar contra tanta multitud. ¿Osaría alguien provocar una matanza allí, frente al Palacio Ducal? Era el momento de negarse a rendir la ciudad a los franceses. Escuchó un disparo y la multitud se aquietó un instante. Ese único disparo evaporó su euforia. Vio los caballos. Vio abrirse la Puerta de la Carta.

Reconoció a los dos hombres. Uno era el caballero Doná. El otro era Villetard.

Dio un codazo a varios de sus compañeros para que fueran con él.

También Doná. Quién lo hubiera imaginado. Por todas las calles había confusión y gente a la carrera. Antonio se esforzó por no perderlos. Por otras plazas también se oyeron disparos. Se oían las súplicas de gente acorralada, pidiendo a la guardia que les protegiera del populacho. Algunos exaltados asaltaban casas y arrojaban muebles, espejos, enseres de cocina por la ventana, desgarraban cojines y esparcían sus entrañas desde la primera planta, llenando la calle de plumas blancas que la sofocante brisa esparcía lejos. Otros arrojaban faroles a establecimientos forzados, iniciando fuegos de represalia contra presuntos simpatizantes de Francia. ¿Cómo era posible volver a revivir los incidentes de Verona? Sofía. Pensó en ella al ver las lágrimas de jóvenes desesperadas en los brazos protectores de sus padres. No perdió de vista a Villetard. Aceras, puentes, todo el camino estaba despejado, marchaban hacia la embajada francesa. La presencia de Doná evitaba males mayores al comisario.

Pero la embajada francesa ya no era lugar seguro. El caballero Doná detuvo a Villetard a tiempo de que lo vieran. Unos sirvientes lo reconocieron y corrieron a él. La embajada estaba siendo saqueada. Su jardín era una pira de mobiliario inspirado en Versalles. El fuego ardía alto y feroz, lamiendo y oscureciendo con el humo la fachada del palacio. Edme Joseph Villetard agarró con fuerza el brazo del caballero veneciano.

–¡No podéis dejarme aquí! ¡El Dogo me prometió protección!

El caballero Doná dudó un instante entre la lealtad al Dogo y el desprecio que crecía contra él. Antes de responder ya estaban desde la embajada lanzándoles gritos. Los habían descubierto.

–¡La embajada de España! ¡El embajador De las Casas no dirá que no!

Deshicieron el camino a todo correr, ya sin atender a nada más que al miedo. La embajada española estaba cerca. Parecía intacta. Aporrearon la puerta con toda la insistencia de que fueron capaces; solo tenían unos instantes preciosos. La puerta se abrió. El asistente reconoció a Doná.

–¡Solicitamos acogernos a la embajada! ¡Llama al señor Simón!

–¡No está! ¡Marchó ayer para Brenta!

–¡Abre la puerta! ¡Van a matarnos! –Y muchas manos empujaron desde fuera queriendo forzar la entrada. Pero otras se unieron desde el interior, pugnando por cerrarla. La urgencia y el frenesí aumentaron–. ¡Ya vienen! ¡Abrid! ¡Abrid!

–¡No dejéis que entren! –rugió el hijo del mercader entre resoplidos.

Los criados de los franceses gritaron aterrorizados cuando fueron engullidos por los partidarios de los Lascaris. Pero Antonio Lascaris no buscaba a ningún criado. Villetard le miró con los ojos desorbitados en medio del caos. Antonio Lascaris tenía una idea fija, y nada ni nadie le impediría llegar a él. Lo alcanzó. Le zarandeó, y después de un breve forcejeo su puño alcanzó el rostro del francés. Sin soltarle de la chaqueta y de los brazos, tiró de él para alejarlo de la puerta y de sus criados. El caballero Doná quiso impedirlo, pero no podía separarse de la puerta entreabierta.

–Suéltalo, ¡suéltalo!

–No voy a soltarlo. ¡Aquí! ¡Lo tenemos!

–¡Eh! ¡Eh! ¡Tú, valiente! ¡Suéltale!

–¡No!

–¡He dicho que lo sueltes!

Lascaris hijo aún forcejeaba contra Villetard cuando reconoció aquella voz. Eran Spada y Zorzi, y algunos de sus simpatizantes. Habían escapado de una locura. Grupos de descontrolados habían invadido sus casas y habían arrasado con todo, reteniendo incluso a sus familiares, a mujeres y niños, mientras los saqueadores violaban cada estancia, cada rincón. Sus rostros magullados sangraban. Sus ropas estaban hechas jirones. Sus uñas estaban rotas y los nudillos ensangrentados. Aún les seguían. Zorzi todavía parecía un adversario formidable. Se encaró contra el joven Lascaris, tiró del comisario francés y pugnó por liberarlo. Spada y varios más se unieron a los criados y a Doná contra la puerta, que poco a poco cedía.

–¡No os queda ni un día de vida! ¡Lo lamentaréis!

–¿Dónde está mi hermana? ¿Dónde está mi padre?

–¡Suél-ta-le! –Zorzi atizó al hijo del mercader con el dorso ensangrentado. Sangraba por la nariz, medio partida, y tenía un ojo casi cerrado por la inflamación provocada por un puñetazo certero. Llegó hasta la mano opresora. Levantó dedo a dedo, hasta tirar de Edme Joseph Villetard fuera de las manos de su rival.

Justo entonces, la puerta de la embajada cedió y muchos entraron en tropel. El caballero Doná se hizo a un lado para azuzar a todos al interior con ambas manos. Spada se arrojó dentro. Zorzi tuvo que forzar al comisario a que lo siguiera, mientras repelía a los últimos que les retenían.

–¡Tarde, demasiado tarde para ellos! ¿Para qué te ha valido esta insurrección?

El caballero Doná, espantado, miró a Lascaris a la cara.

–¡Apresúrate, están en palacio! ¡Los he visto!

–¡Ya es tarde! ¡Demasiado tarde! –repitió Villetard desde el umbral, exultante, colérico y vengativo. Doná impidió que los vecinos invadieran aquella embajada soberana, exponiéndose a sus iras, mientras Antonio Lascaris se abría paso en el tumulto de la calle para correr hacia el Palacio Ducal.

la insurrección devoraba venecia. Todo cuanto recordara a Francia y a los jacobinos era destruido. Casas, establecimientos, negocios. Una librería que tenía una enseña parecida al árbol de la libertad francés fue saqueada, sus libros arrojados a las calles y a los canales, sus estanterías incendiadas. Ya no era una revolución, una ideal; todo había degenerado en una feroz depravación. El comisario Morosini estaba desaparecido, y con todos sus hombres atrincherados en palacio las calles estaban indefensas. Antonio Lascaris se sintió, con horror, como en Verona. Corrió, cruzó canales y se detuvo en lo alto del puente de Rialto, entre las tiendas saqueadas, con las puertas descerrajadas y parte de su rico género esparcido y pisoteado sobre el puente. Miró hacia el palacio, poniéndose una mano en la frente a modo de visera. Se veían gruesas humaredas en varios puntos de la ciudad. Pero se alarmó aún más al ver el castigo tremendo que la tropa eslava a caballo estaba infligiendo a los insurrectos al otro lado del puente. Una muchedumbre le evitó, rodeándolo. Venecia estaba herida de muerte entre el clamor de los rebeldes, la furia de los eslavos, la rabia del pueblo y el regocijo de Villetard. La gente huía, pero Antonio no podía detenerse, ¡debía llegar al palacio! Se abrió paso a contracorriente, hasta que descubrió por qué huía la gente. No huían de la tropa eslava. Huían de las bocas de los seis cañones que ya apuntaban hacia la multitud a la carrera hacia el puente de Rialto. Las mechas estaban encendidas.

Muchos desesperados se arrojaron a las aguas del Gran Canal.

–¡Fuego!

El ruido ensordecedor retumbó en todas las islas que formaban la ciudad.

Entre heridos y escombros, Antonio se levantó aterrorizado y con sangre ajena. Le sangraban los oídos y todo había enmudecido para él. Había sucedido lo impensable. El Dogo arremetía contra su pueblo. Trastabilló al levantarse y se esforzó por recuperar el equilibrio. Corrió y corrió atajando por cuanto callejón encontraba. Veía en rojo. Se dio cuenta de que además tenía un corte en la frente. Pero tenía que llegar a palacio. Solo eso importaba.

Con las fuerzas divididas, con el comisario Morosini desaparecido y con las plazas llenas de rebeldes y descontentos airados, al tercer embate la enorme Puerta de la Carta cedió. Una turba armada con palos y cuchillos entró al patio interior del Palacio Ducal para abrir las puertas de las celdas. Y entre los primeros, jadeando de cansancio, estaba Antonio Lascaris.

Quería llegar a tiempo.

Rogaba a Dios poder llegar a tiempo.

Subió las escaleras de mármol pensando en qué encontraría. Su cuerpo y su memoria recordaban aquellos escalones, aquellos pasillos que repetían el eco de los invasores. Su tortura. Otros se le adelantaron. Antiguos presos, antiguos enemigos que se disponían, como él, a saldar cuentas. Los apartamentos del Dogo estaban rodeados de mosquetes y hombres de armas. Y aun así hubo quien se atrevió a arrojarse contra ellos.

Cuando encontró el camino hacia la Sala de Tortura, la halló llena de gente en silencio. Sin resuello y con el corazón palpitándole en los tímpanos, se abrió paso con un inquietante presentimiento. Con empujones furiosos llegó hasta un claro en la sala.

–No, no, no, ¡no!

En el suelo estaba su padre.

Lejos, volvieron a oírse los cañonazos. El sol, inclemente, incendiaba también los tejados de la ciudad. Antonio Lascaris se puso a temblar.

A sus pies, Marco Lascaris abrazaba el cuerpo descolgado de Beatriz. A un lado había una pistola descargada. A otro, una soga de nudo corredizo, cortada como si hubieran disparado contra ella. Un padre, entre lágrimas, acariciaba los dorados cabellos cortados de una hija. Recordaba cuando nació, cuando jugaba con ella y la veía crecer, cuando se hizo mujer. Recordaba que aún era su pequeña Beatriz; siempre sería para él su pequeña Beatriz, de manos blancas, cabellos de oro y ojos de zafiro.

Antonio, llorando también, se arrodilló junto a su padre. Todos los que miraban con los ojos emocionados siguieron en silencio, sin hacer caso a nada más. Tendió una mano hacia ella, pero le temblaba y no llegó a tocarla. No se atrevió.

Su padre entonces se dio cuenta de quién era él. Su hijo estaba allí. Le puso la mano sobre el hombro con tanta fuerza y orgullo que Antonio se sobresaltó.

Lascaris hijo no entendía nada. Su padre le sonrió con infinita tristeza. Beatriz dio un débil quejido en su inconsciencia. Entonces Antonio lo comprendió.

–Está viva, hijo. Igual que tú. ¡Bendito sea Dios!

–Entonces, ¿por qué lloras?

Se oyeron nuevos cañonazos en la lejanía. Desde los muelles llegó una descarga de mosquetes.

–¡Lloro por Venecia!

* * *

El Dogo, en silencio, había despedido a los últimos senadores y se había encerrado en sus apartamentos. Ahora nada dependía de él. Tenía que esperar. Su asistente, fiel y servicial, permanecía con él. Buen Trevisan, pensó el Dogo. Una veintena de guardias armados custodiaba el acceso a sus dependencias privadas, conteniendo a los exaltados. Oía el vocerío del pasillo tras las puertas cerradas. Por las ventanas de una de las salas, y al resguardo de las miradas tras las cortinas, podía ver el patio lleno de venecianos que gritaban, bailaban y bebían con júbilo, danzando alrededor de los dos grandes brocales de bronce. Vio a algunos presos abrazándose entre ellos. Pensó en cómo le juzgaría la historia. No tenía descendencia. Era mejor así. Pensó en los ochenta mil franceses impacientes por recibir la orden de cruzar la laguna. Pensó en lo cansado que se sentía y en cuál sería la reacción de Bonaparte cuando supiera que se había producido un levantamiento popular. Su respuesta podía ser terrible. Más valdría que murieran diez mil venecianos y que el levantamiento fracasara a que triunfara. Pensó si le recordarían como un cobarde, cuando su única obsesión había sido salvar la vida de tres millones de venecianos. Pero pensó también que, fuera cual fuese, era el final de una época.

Se sentó al borde del lecho de terciopelo y largas borlas doradas. Sentía un infinito cansancio. Solo deseaba una cosa: que el insomnio acabara. Dormir mil años. Deslizó la mano por una de las columnas salomónicas torneadas que soportaban el dosel. Suspiró. Hizo un gesto a Bernardo Trevisan y comenzó a desvestirse. Se quitó el corno ducal, lo acarició un último momento y se lo entregó a su ayudante de cámara.

–Llévatelo. No volveré a necesitarlo.

PRÓLOGO

VENECIA, 16 DE ABRIL DE 1797. DOMINGO DE RAMOS

Todo son sospechas en el Palacio Ducal. Nadie está a salvo.

En Europa, Austria retrocede ante Francia; y en la Tierra Firme veneciana, las voraces tropas francesas del ambicioso general Bonaparte se han extendido por todo el Véneto y han esparcido su veneno a través de sus agentes. Al amparo de una dudosa neutralidad, han entrado en Padua y Verona. Las ciudades de Bérgamo, Brescia y Saló han escuchado sus ponzoñosas palabras y sus falsas promesas, y se han alzado en armas contra la Serenísima República, su patria madre. Las milicias reunidas a toda prisa por los proveditores, en vez de someter a los rebeldes a los dictados del Senado y del Gran Consejo, se han lanzado como una horda contra los disciplinados franceses.

La neutralidad que mantiene viva a la Serenísima y Dominante se resquebraja. Cada día que pasa, la amenaza de la guerra con Francia crece.

* * *

En la noche de Domingo de Ramos, mientras Venecia duerme aún a salvo rodeada por su laguna, los puños golpean las mesas de ricas maderas en el Consejo y las acusaciones resuenan atronadoras, incluso después de dar por terminada la reunión de urgencia. Ha concluido agria y bronca, entre voces e insultos de los consejeros togados. Uno de los asistentes, un anciano vestido de escarlata, uno de los Tres, hastiado, abandona la sala entre aspavientos, rabia desbordada y reafirmada decisión. Deja atrás la sala, recorre el pasillo en penumbra que lleva hasta las escaleras que conducen a las estancias restringidas y sube a toda prisa, aferrándose a las paredes con sus manos secas y nervudas y la respiración sofocada. Entre dientes, rechina cólera. Alcanza un oscuro y estrecho despacho. Una lámpara de aceite ilumina débilmente la única mesa y las tres sillas alineadas contra un lado de la pared. El anciano rebusca entre los cajones de la mesa, abriéndolos con su llave sin disimular el ruido, y esparce documentos e informes sin importarle que estén bajo secreto de Estado y que su revelación se condene con la muerte.

Ha apurado los últimos argumentos, el postrero hilo de esperanza. Ya no hay más que una salida, piensa el furioso anciano. Bajo la luz trémula de la lámpara, busca y remueve más y más los escritos con los sellos de la República que ocultó allí. Pero no los encuentra. Un pequeño Cristo crucificado colgado en la pared es testigo obligado de sus desvelos. Al anciano le tiemblan las manos. Tiempo, necesita tiempo. Pero ya no queda tiempo para nada.

Oye cómo crujen los escalones de la escalera. Se detiene, paralizado. Se levanta con dolor en sus articulaciones gastadas, apoya una mano sobre la mesa. Tiene que huir de allí. El ruido está cerca. Muy cerca. Se vuelve, alterado.

–Ah. Eres tú.

De pronto las sombras de unas manos fuertes se lanzan contra él, lo alzan en vilo, le atenazan, lo estrangulan. La talla del Cristo tiene la cabeza ladeada hacia un lado y los ojos cerrados, con expresión de sufrimiento; es mejor no mirar. La luz de la lámpara proyecta sombras de angustia contra una de las paredes. Un grito ahogado se extingue. Un pataleo frenético y desesperado golpea el aire. Son sombras que aferran sombras entre gorjeos delirantes, entre convulsiones que son antesala de la muerte.

Verona, esa misma noche

MANIFIESTO

NOS, FRANCESCO BATTAGIA

Por la Serenísima República de Venecia, Proveditor Extraordinario en Tierra Firme.

El ardor fanático de algunos malhechores enemigos del orden y de las leyes ha incitado a las gentes sencillas de Bérgamo a rebelarse contra nuestra justa y legítima Autoridad, y a propagar en otras Ciudades y Provincias del Estado ideas innobles por medio de una horda de facinerosos pagados para agitar también aquellas poblaciones. Contra estos enemigos del Principado, animamos a todos los súbditos fieles a tomar en masa las armas, disolverlos y destruirlos, no dando cuartel ni perdón a nadie, ni aunque se rinda prisionero, y por supuesto con la seguridad de que el Gobierno dará ayuda y asistencia con dinero y tropas eslavas que ya están a sueldo de la República y preparadas para combatir.

No tenemos ninguna duda del resultado feliz de esta empresa. Podemos asegurar al pueblo que el ejército austriaco ha rodeado y derrotado por completo a los franceses en el Tirol y en Friuli, en plena retirada junto a los pocos restos de esas hordas sanguinarias y ateas que bajo el pretexto de la guerra contra sus enemigos han devastado el país y expoliado las provincias de la República, que siempre ha demostrado una amistad sincera y neutral. Por lo tanto los franceses no tienen forma de prestar ayuda y socorro a los rebeldes, que esperan el momento favorable de impedir esa retirada porque tienen necesidad obligada de su ayuda.

Invitamos a todos aquellos ciudadanos de Bérgamo que permanecen fieles a la República y a los de todas las otras poblaciones a hostigar a los franceses apostados en las ciudades y castillos que contra derecho han ocupado, y dirigirse a los Comisarios Pier-Girolamo Zanchi y Pietro Locatelli para recibir las oportunas instrucciones. Quienes así lo hagan recibirán un sueldo de cuatro liras al día por cada jornada dedicada a este cometido.

Firmado en Verona, a 21 de marzo de 1797

Francesco Battagia,

Proveditor Extraordinario, en T. F.

Giammaria Alegres,

secretario de Su Excelencia

(Clavado en los portones del palacio de gobierno de Verona y en las iglesias en la noche del 16 de abril por mano desconocida, para conocimiento público.)

CAPíTULO 16

LA NOCHE MÁS INFAME

VENECIA, 1 DE MAYO. LUNES

EN LA MADRUGADA ANTES DEL ALBA

La noche se llenó de mensajeros a la carrera. Los edificios gubernamentales mostraron luces tras sus ventanales. Los bedeles, despiertos a deshoras por llamadas intempestivas a las puertas, subieron y bajaron escaleras con las palmatorias, sin entender tantas prisas. ¿No podrían esperar al alba, ya tan próxima?

Se votó. Habría Gran Consejo.

Desde el Arsenal, los soldados se desplegaron a la carrera por la acera del Gran Canal hasta la Placeta y se distribuyeron por los soportales, frente a San Marco y por los muelles del Palacio Ducal. La guardia del palacio había sido alertada con los toques de campanas y el sonido agudo del metal había resonado por ambas plazas. Se veían guardias recorriendo los tejados. Varias compañías de mercenarios eslavos arrastraron cañones ante la Puerta de la Carta y frente al Gran Canal, y todos los venecianos que, boquiabiertos, se asombraban de esas maniobras, fueron espantados por los hombres armados. Guardias de palacio, soldados eslavos, gentes del Arsenal fieles hasta la muerte al Dogo, armados a la bárbara con sables, espadas envainadas y al cinto pistolas y dagas, hablaban de violencia, de amenazas y de guerra. Los venecianos esperaban a que desde San Marco partiera la procesión del primer día del mes en honor a la Virgen de San Giorgio Maggiore. Sonaron las campanas, se abrieron las puertas de la basílica y el patriarca Fridericus encabezó la procesión seguido de monaguillos con velones; le seguían el Dogo, los patricios y las tropas armadas de Dalmacia.

Pero en esa ocasión no parecía una procesión piadosa, sino una amenazante presencia de soldados ansiosos. Los mercenarios, dispuestos en todo el recorrido desde la basílica hasta la iglesia con antorchas encendidas, mostraban orgullosos sus estandartes y soplaban con fuerza sus trompetas.

–¡Que la Virgen os proteja, príncipe!

–¡San Marco y Venecia nos protejan!

–¡Rogad a la Virgen por nosotros, príncipe!

Entró en la iglesia. Rostros preocupados por todas partes. Niños curiosos, inocentes. Ludovico Manin bufó de cansancio. Entregó el hermoso ramo de claveles encarnados, que el sacerdote dejó a los pies de la dulce figura de la Madre de Cristo. Venecia era también una madre que sufría por sus hijos.

Dejó aparte sus pensamientos pesimistas. Aceptó los besos en la mejilla de los hombres del barrio de Poreglia por su presencia en su parroquia. Le desearon mil años de bendiciones; él entregó a cada hombre un clavel brillante, señal de su humildad y de sus buenos deseos, tal era la costumbre. Flores. El Dogo disimuló sus pensamientos; él entregaba flores como si nada fuera a cambiar mientras los franceses se preparaban para derribar los tres mástiles de Candia, Chipre y la Morea, y saquear el retablo dorado bizantino de la santa basílica.

Cuando la procesión retornó hacia San Marco, centenares de venecianos desatendieron sus negocios para suplicar a los padres de la patria que salvaran sus vidas, que no rindieran Venecia. Algunos incluso se postraron y juntaron sus palmas ante ellos, llorando y rezando. Pero no era momento de rezos. Terminó la procesión, se cerraron las puertas de la basílica y, uno a uno, los miembros del Consejo con entereza suficiente para acudir a la convocatoria urgente entraron en el palacio, subieron la Escalera de los Gigantes y se encerraron en la sala del Gran Consejo. Los soldados estaban armados en cada esquina, en cada recodo de palacio. Eresto Loredan no encontró a Marco Lascaris. Decepcionado, tomó asiento. Había esperado otra cosa del mercader de sal, no lo había tenido nunca por cobarde.

Augustin Barbarigo recordó con severidad que todo cuanto allí se hablara ese día estaba bajo el juramento de secreto de Estado. Se sentó otra vez. Y después, con palidez soberana y la expresión altiva de quien contiene un gran sufrimiento, el dogo Ludovico Manin se levantó e hizo un gesto tembloroso con la mano para acallar los murmullos, que murieron unos instantes después. Habló con voz rota.

–Se han recibido nuevas noticias. Alarmantes, peligrosas. Por ellas se ha convocado este consejo extraordinario. Por ellas, es asunto de absoluta necesidad liberar a las personas presas por opiniones políticas y comunicar a nuestros diputados nuestra unánime disposición para tratar con Bonaparte alguna modificación de nuestra forma actual de gobierno.

Muchos se miraron entre sí, a pesar de los numerosísimos asientos vacíos. Casi la mitad de los mil doscientos miembros convocados al Gran Consejo no habían acudido. Muchos por miedo. Otros por no estar ya en Venecia.

El Dogo rompió el pesado silencio que se había abatido sobre todos.

–Hay que votar. Los caballeros Doná y Giustiniani esperan una respuesta en Udine.

Sí, 598. En blanco, 14. No, 7.

El correo y el edicto fueron sellados y expedidos directamente desde el secretario de la sala a la cancillería y al emisario. El chambelán cerró la sesión, pero nadie se movió. Poco a poco, al cabo de un rato, fueron saliendo todos los convocados. El Dogo estaba paralizado. Insomne, se tambaleó al levantarse. Barbarigo lo cogió del brazo, evitando que cayera. El médico de palacio tendría que intervenir otra vez.

–Era necesario, Serenísimo Príncipe.

El dogo Manin lo atravesó con la mirada. Se liberó de él violentamente. Se escucharon otra vez los cañonazos en la lejanía. Se marchó a sus aposentos a pasos rápidos y furiosos. Dolfin, apesadumbrado, murmuró que hablaría con Haller, el ministro de finanzas francés, a quien conocía un poco. El procurador Pesaro, responsable de la seguridad de la laguna, descendió de la sala con tristeza. Lloraba.

Ya fuera del palacio, con la dignidad hundida, fue interpelado por Loredan, furioso por su debilidad.

–¡Conteneos! ¡Venecia os necesita y la gente nos mira!

–Es inútil, todo es inútil. ¿O es que la gente no oye también los cañones? Para un hombre valiente cualquier país puede ser su hogar. –Y tomó una pizca de rapé de una cajita dorada con las yemas de sus dedos índice y pulgar, y lo esnifó de golpe. Aquello pareció calmarle.

Luego ya no fueron capaces de encontrarlo, por más que lo buscaron.

La epidemia del pánico se extendió por toda la ciudad. Desde el Campanile se podían ver las fogatas de las compañías de dragones franceses. Muchos tenderos y comerciantes no abrieron aquel día sus negocios. Los judíos prestamistas de la Giudecca barraron sus casas para que nadie los molestara y ocultar sin testigos pesadas bolsas de plata, oro y diamantes en sus huecos subterráneos y tras sus paredes ocultas.

* * *

Ya atardecía en aquel día convulso cuando Sofía puso por fin un pie en los muelles. Estuvo a punto de desmayarse por el alivio que sintió. Le invadía el alivio, también la rabia. En una huida desesperada, había escapado de la vigilancia de sus padres. El terror de Verona había quedado lejos. Había deslomado a su caballo machacando caminos, evitando sombras extrañas, huyendo, siempre huyendo en busca de su amor perdido. De Tessera pudo pasar a Murano. Un barquero avaricioso aceptó sus joyas, sus sequines, y respetó su cuerpo. De Murano al Canareggio entregó lo último que tenía. Un anillo, recuerdo de Antonio Lascaris. Ya estaba en Venecia. Muchos huían de ella, pero Sofía estaba atada a su instinto y a sus sentimientos.

Tuvo miedo de la noche. Preguntó y preguntó; nadie reconocía el nombre del hijo del mercader. Pero sí el nombre de Giacomo Brunesi, el viejo y tenaz gondolero. Deambuló por Rialto, confusa por el cansancio. Allí, era allí, entre aquellos canales, entre aquellas casas. En medio de las sombras, se dejó guiar por los lamentos. Había luto. Había viudas y mujeres veladas de negro llorando, y hombres recios circunspectos, de puños cerrados y miradas penetrantes.

–¿Giacomo? ¿Giacomo Brunesi?

Le señalaron el umbral de la puerta abierta y adornada de crespones. Muerte. Se pasó una mano por el vientre, protectora. Pasó entre los vecinos, soportando las miradas impertinentes de las mujeres. Allí estaba, era él. Recio a pesar de sus años incontables. De ancha espalda y manos fuertes. Rodeado de amigos y condolencias. Asintiendo, derrotado por la vida. Estaba gastado de tanto remo y de tanto lamento.

–¿Qué ha pasado? –preguntó Sofía a una joven sobrina del remero, que se asombró de su ignorancia.

–Los milicianos. Han matado a su hijo en Padua.

El gondolero no ve, no respira. Piensa e imagina cómo ha podido pasar, si es el destino inevitable o si la muerte de su hijo es consecuencia de su fidelidad a los Lascaris, de su trato con un miembro del Consejo secreto, Consejo que todo el mundo odia y teme, sobre todo los franceses y los amigos de los franceses. Su hijo. Muerto. Su hijo, ahijado del señor Marco Lascaris. Su hijo, que de niño jugaba con el pequeño Antonio. Su hijo. No tiene más hijos. Asiente a las nuevas condolencias sin oírlas. La ve de pronto. Una joven. ¿Quién es ella? En sus ojos hay piedad. Es tan joven, tan hermosa, y está tan asustada. Como una hija sin padres. La mira como un padre, aunque ya él no lo sea.

–¿Sois Giacomo, el gondolero Brunesi? –Él asiente. Por más que intenta pensar, no recuerda a esa joven. No es una de sus sobrinas, ni una vecina. ¿Quién es esa joven piadosa? Deja que le tome la mano. Él se emociona–. Me llamo Sofía. Y os he buscado. Lo lamento.

–Gracias...

–¿Podéis llevarme ante la casa de los Lascaris? ¡Por favor! ¡No tengo a nadie en esta isla! Tengo que llegar allí. Os lo ruego. Os lo suplico. Ayudadme.

Pero el viejo gondolero, por toda respuesta, la mira en silencio, indeciso y lleno de pena.

* * *

Marco Lascaris aún no sabía si era una treta, una trampa o si era cierto. Se quitó la venda. Liberado, ¿por qué? Temblaba de sed y de agotamiento. Había estado a punto de volverse loco. Deambuló por la noche como un fantasma. Vio las calles con casas cerradas, rostros llenos de miedo, guardias. Los evitó asustado. Podía ser una trampa. Adriana, Beatriz, Ana. Miró a un lado, luego a otro, buscando orientarse. Miró los canales, miró a las estrellas. Se sentía vulnerable y se sorprendió al echar de menos la protección de Bruno. O quizás era mejor así, o era algo que no comprendía. Lo habían liberado. Tenía que ser una trampa. ¿No era eso lo que se contaba del tribunal, que liberaba a sus sospechosos para que delataran a otros? Su casa. Dormir. Su mujer. El ruido de los cañones no auguraba nada bueno. ¿Qué día sería? ¿Qué hora?

Anduvo hasta reconocer los palacios, las esquinas, el camino correcto. Rialto. Perplejo y horrorizado, oyó las voces, los gritos, las pisadas. Las llamas en la noche. Se temió una desgracia. Su corazón palpitó hasta casi estallar. Adriana. Se acordó de cuando se casaron. Qué joven, qué hermosa llegaba hasta el altar. Su casa.

La casa de los Lascaris está ardiendo vigorosamente. El mercader se derrumba. Grita desesperado, cae al suelo, se arrastra hacia la casa en llamas a cuatro patas, llorando y gritando por sus hijas y su mujer. Se le incendian las ropas cuando atraviesa el umbral ardiente, pero los vecinos consiguen sacarle a su pesar y apagar el fuego de su vestimenta. La casa se derrumba poco a poco, iluminando las aguas del canal adyacente. La cadena de manos arroja cubos de agua sin tregua para evitar una gran pira, una inmensa incineración. Su casa, muerta. Muerte. Un fuerte odio nace en Marco Lascaris, humano, instintivo, que le hace medio alzarse desde el suelo a pesar de las lágrimas y del pesar. Desgarra con ambas manos los andrajos de su túnica negra a medio quemar, su distinción como miembro elegido del Consejo de los Diez. Se agarra el pecho, deseando agarrarse el propio corazón, se hace sangre al clavar sus uñas. Adriana. Beatriz. Ana. Antonio.

–Por Dios juro que os vengaré.

PRIMERA PARTE

CAPíTULO 1

EL DÍA DE LA FURIA

VERONA, 17 DE ABRIL DE 1797. LUNES DE PASCUA

El panadero soltó la larga pala en su rincón y, para atender al burgués, se sacudió la harina de las manos dando grandes palmadas. Luego se las restregó en el mandil blanco y tomó del estante una barra rústica, larga como un brazo, con la corteza quebrada y crujiente. El horno irradiaba calor. Acababa de introducir la última masa. Se había atrevido a abrir el establecimiento a pesar de los tumultos, de las voces y de las horcas levantadas al aire en las calles.

–Y una paloma, también –pidió el hombre, sin dejar de mirar a la calle a través del portón y de la ventana.