FIERRO

 

 

 

FRANCISCO NARLA

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: noviembre de 2019

Primera edición en e-book: noviembre de 2019

© Francisco Narla, 2019

© de la presente edición: Edhasa, 2019

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ISBN: 978-84-350-4746-3

Producido en España

Lector, librero, periodista, editor... Gracias, gracias una vez más por darle una oportunidad a mis cuentos, espero no defraudarle.

Para Rosalía, la niña que duerme sobre una cascada y tiene como amigos a un perro cojo y a un gato tuerto. Bienvenida.

cuadernillo

 

Una novela es algo más que sus páginas.

Al menos para mí, como escritor, una novela son largas conversaciones con estudiosos, eternas horas entre ensayos, interminables lecturas, intempestivas visitas a bibliotecas, infinidad de correcciones, pedazos de mi propia vida, experiencias vividas, largos viajes de investigación... Una novela abarca mucho más allá de sus páginas: significa meses, años en la vida del autor.

Se le han dedicado tantas horas, ha supuesto tamaños sacrificios que resulta difícil dejarlos a un lado y ser sincero con la historia que desea contarse. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que debe hacerse, sincerarse con la novela.

Verá, querido lector: hace unos cuantos inviernos me pasé meses tallando botones a partir de tacos de madera, intentando trabajarlos como se hacía en los años medievales, y sólo entonces comprendí por qué tantas prendas de aquellos años se ataban, sin más. Se anudaban porque la mayoría de las veces, por bueno que fuera el resultado, los botones sólo aguantaban un suspiro; a las pocas semanas, la humedad, el frío y las tensiones del hilo los estropeaban. Fue una valiosa lección, sin embargo, una que no puede plasmarse en el papel. Como mucho se le puede dedicar una frase suelta, porque todo eso no deja de ser un decorado, un aderezo a la trama. Lo que importa es la historia, la propia historia, ahí es donde hay que poner los hígados y el corazón.

He tardado años en comprenderlo y sólo ahora soy capaz de entrever la inmensidad de mi ignorancia como «cazador de historias». Lo cierto es que el talento de un escritor puede estar en sus frases, pero es en los espacios en blanco donde se corrobora.

Y éstas que tiene entre sus manos, querido lector, son las páginas que han resultado tras comprender, tarde y mal, que la Historia no puede pesar más que la historia.

Yo quería escribir una novela que reivindicase parte de la verdad de ese controvertido período al que los libros llaman Reconquista. Y la verdad es que, leyendo a historiadores de todo cariz político, uno llega a una verdad ineludible. Se le puede llamar como se quiera, se puede negar tanto como se desee y se le pueden poner tantos matices como sea capricho, pero, sin embargo, el hecho ineludible es que había un país con límites geográficos, con una cultura común embebida en una religión y con un código legislativo que aún hoy en día sigue estudiándose, y todo eso quedó descompuesto por la invasión de nuevas gentes con ideas diferentes, algo que causó en muchos y desde el principio la necesidad de recuperar lo que se sintió perdido.

Así, sin más, ésa es la pura verdad histórica, y cada cual puede contarla arrimando el ascua a su sardina. Pero hubo una guerra que se prolongó durante siglos y que quedó marcada por batallas a una escala que incluso hoy en día resulta difícil de imaginar. Y yo quería reflejarlo con mis páginas.

Sin embargo, comprender esos hechos no me ayudó a construir una novela que mereciese la pena. Todos los borradores terminaban emponzoñados por la grandilocuencia inconsciente del novelista. Hasta que comprendí que no tenía que contar la gran Historia, sino la pequeña, la de un solo hombre.

Así nació Fierro.

Yo lo hice lo mejor que supe y, como he señalado, recibí la ayuda de innumerables personas. Ahora bien, cualquier error es únicamente culpa mía.

* * *

Ahora, habiendo desvelado las tripas de la novela en lo que respecta a su literatura, cabe mencionar, como siempre, algunas notas que afectan a su trasfondo histórico o técnico y que, espero, sacien a los más curiosos.

La famosa alusión a aquella España de las tres culturas (encarnada en el Toledo que años más tarde de lo que se narra en estas páginas encarnaría Alfonso X) es, por lo que parece según los que saben de esto mucho más que yo, una visión que peca de optimista. Lo cierto es que no hay que bucear mucho en las crónicas para desmontar aquel paraíso idílico que algunos se empeñan en desvelar. Con toda sinceridad, como casi siempre en la vida, en el punto medio está la virtud, y ni los estudiosos que tienden a un extremo ni los que tienden al otro llevan la razón. Aunque ésa es mi humilde opinión y la que he querido reflejar en estas páginas. Sin embargo, yo no soy más que un pobre novelista, no un historiador, así que debe quedar claro que mi propósito fue siempre el de contar una buena historia, no el de hacer un ensayo sobre el medioevo español. Además, para ser franco, después de haber leído a tantos como he leído, estoy cansado de que los de uno u otro bando intenten convencerme de que son los únicos poseedores de la verdad. En este sentido y en cualquier otro, estas páginas han procurado estar limpias de polvo y paja.

Sin duda, es cierto que, a lo largo de los siglos que duró esa discutida Reconquista, las distintas fronteras que fueron marcando los ríos y accidentes geográficos tuvieron algo de esa mística que algunos han comparado con el «salvaje oeste» americano del siglo XIX. Fueron tierras duras en las que se produjeron muchas historias no tan distintas a la que se cuenta en estas páginas. La frontera fue refugio de delincuentes, desahuciados e ilusos que pretendían fortuna. Y las distintas repoblaciones que muchos monarcas hicieron fueron posibles únicamente por las prebendas que concedieron a los que se atrevieron a adentrarse en aquellos territorios.

Es cierto que consta en las crónicas que en la frontera hubo cuatreros, bandidos, pastores (que ya practicaban la trashumancia), unos cuantos hebreos que se animaron a hacer negocio donde otros no se atrevían a asomar y, por supuesto, desechos de las mesnadas reales como el propio Fierro.

Una colmena puede convertirse en lo que se denomina zanganera, lo que viene a significar normalmente que, a falta de una reina, una de las obreras empieza a poner huevos que sólo producen machos. La colmena, de no intervenir el apicultor, acabaría desapareciendo. En este ámbito, está sobradamente probado que en tiempos medievales la apicultura ya contaba con ciertos conocimientos. En aquellos días y en lo que hoy es Castilla la Mancha, las colmenas se hacían principalmente con corcho, como figura en la novela, y comparado con los sistemas actuales tenían el gran inconveniente de que los panales quedaban fijos a la cubierta según el albedrío de las abejas, no como a día de hoy, que se usan cuadros que pueden retirarse. En este sentido, cabe también mencionar que las técnicas de construcción de este tipo de colmenas denominadas «fijistas» siguen vivas, como pude comprobar en Serra dos Ancares gracias al bueno de Emiliano.

Por otro lado, es cierto que la experiencia, si bien no tanto la ciencia, explica que los apicultores que han sufrido múltiples picaduras de sus abejas acaban por sufrir poco cuando una de sus pecoreadoras se le vuelve en contra. Por lo demás, es rigurosamente cierto que en la primavera las reinas de cierta edad abandonan la colmena con unas cuantas fieles para buscar un nuevo hogar en tanto dejan tras de sí a una joven reina que garantizará la fuerza de la colmena.

La expresión «coger» o «tomar las de Villadiego», según la leyenda y el saber popular, tiene su origen, precisamente, en la derrota cristiana de Alarcos, cuando el rey Alfonso huyó de la fortaleza atravesando los pagos que eran conocidos, precisamente por Villadiego.

La rivalidad entre los Castro y los Lara en los tiempos de la novela daría para una serie completa, y la cuestionable figura de Pedro Fernández de Castro, el traidor de Alarcos, existió realmente. Dio la espalda a Castilla y, en efecto, se puso al servicio del reino de León que, ausente en la batalla de las Navas de Tolosa, se mostró bien avenido al moro siempre que el trato supusiera la desgracia de Castilla.

Es sorprendente para el visitante, sin embargo, en lo que hoy se conoce como Campo de Calatrava, no lejos de la actual Ciudad Real, escenario de aquella frontera que supuso el Guadiana, el abundantísimo material geológico de origen volcánico. Hay incluso un volcán, el de Cerro Gordo, lo que explica el origen de esas piedras puzolanas mencionadas en la novela.

En cuanto a esa frontera del Guadiana, cabe también otra puntualización: pese a que hoy en día no supone problema alguno, es rigurosamente cierto que, en aquellos años medievales, era un lugar con un paludismo endémico que se llevó por delante miles y miles de vidas.

Se encuentran también en las crónicas menciones a los apañuscadores; asunto, por otro lado, completamente lógico, pues siempre ha habido quien se ha aprovechado de las desgracias ajenas.

Existen abundantes pruebas arqueológicas de que los moluscos fluviales, tanto almejas como mejillones, fueron soporte alimenticio de las guarniciones y gentes apostadas en los grandes ríos peninsulares. Desafortunadamente, hoy en día sus poblaciones están extintas o muy mermadas, pero la abundancia de conchas en los yacimientos no deja lugar a dudas.

El dolon, o fierro, existió como tal en los tiempos que narra la novela, y así lo reflejan distintos estudios de historia militar a los que se ha tenido acceso, incluido el extenso análisis de Alcázar Segura. Y si bien no fue un arma empleada en exceso, por sus obvias limitaciones, me pareció que suponía un elemento más que adecuado para alguien que, como Fierro, ha querido dejar la guerra a sus espaldas pero que no se fía de nadie. En el mismo ámbito de las armas de la época cabe aclarar que, por lo que parece, los alfanjes llegaron un poco más tarde; sin embargo, se ha utilizado la expresión como mero recurso literario.

Lo que aparece mencionado como pasta de anacardo es, en realidad, el electuario de anacardo. La preparación tuvo gran predicamento en Al-Ándalus. Se trata de una sustancia narcótica de potentes efectos que resulta adictiva y que, según las crónicas, supuso la ruina de más de un pobre desgraciado.

Dejando a un lado la fe, el caminar sobre brasas ardientes tiene su sencilla explicación científica (accesible a cualquiera gracias al mundo digital), aunque es cierto que siempre hay un límite para el trecho que puede recorrerse y, según varios experimentos, ese límite parece estar en los ocho metros. No encontré mención alguna a competiciones como la que se desarrolla en la venta del hebreo, con su cruce de apuestas y demás algarabías; sin embargo, sí existen narraciones de celebraciones del estilo (con un sentido religioso como el que se conserva en el presente) en distintos puntos de la geografía de aquellos reinos, de ahí que me decidiera a usarlo como parte de la trama.

Según parece, en las difusas fronteras que se fueron conformando a lo largo de los años de la llamada Reconquista, el árabe que habían traído las castas pudientes desde su península se fue mezclando con las lenguas locales y, tal como se refleja en la novela, dejando a un lado a aquellos de ascendencia puramente árabe, se supone que en la frontera se hablaba esa aljamía que se menciona, una mezcolanza de términos y expresiones que alimentó ambos idiomas a ambos lados del linde.

En aquellos días, se aludía a los caballeros villanos como pardos, se entiende que debido a que carecían de las enseñas de las casas nobiliarias. Se trataba de gentes que de un modo u otro habían hecho fortuna, muchas veces en la frontera, y empleaban los fondos para sufragarse como caballeros.

Baeza, como Úbeda, son dos maravillosas ciudades que resultan auténticas aulas de Historia en las que se puede disfrutar de excelente compañía, mejor comida y magníficas experiencias. Las descripciones que aparecen en estas páginas están basadas en dos fuentes principales: las mismas crónicas medievales que se sucedieron tras la victoria de las Navas de Tolosa y posterior toma de la ciudad de Baeza, y en el excelente trabajo de Rosales Escabias, López Rus, García Gómez, Moyano García y Navarrete Moreno.

El horror de Alarcos, tal y como se describe en la novela, fue aún peor de lo imaginable. La visita a las ruinas es sin duda más que merecida y cualquiera puede contemplar, aún hoy, las murallas que, tal y como se relata, fueron cimentadas con los cuerpos de los cristianos caídos.

Las Navas de Tolosa, en realidad, según parece «las navas de la losa» y su batalla, siguen siendo una incógnita; hay mucho que desvelar en cuanto a lo que allí acaeció y, sin embargo, hay que admitir que tuvieron más publicidad por el tiempo y las circunstancias, pues probablemente hubo batallas con tanto o mayor peso, como la de Simancas. Y, no obstante, fueron las navas las que se llevaron la fama, y es cierto que fue una lucha capital para abrir la que hoy conocemos como Sierra Morena. Pero no fueron el único hito bélico de consideración.

La dicotomía de un paso u otro para los castellanos ante la proximidad de las fuerzas del califa se ha exagerado con la leyenda. El simple hecho de que la decisión se tomara en una tarde o de que el abuelo del rey Alfonso ya hubiera usado la vía alternativa demuestran que la desazón de los cristianos no debió de ser tan grande como la que refleja la leyenda.

Por todo lo demás, quedo a su disposición a través de las redes sociales o del correo electrónico (francisconarla@francisconarla.com).

Gracias, muchas gracias por haberle dado una oportunidad a mi cuento.

FIERRO

Enredado en las espesas ramas de un arrayán, se taponó la herida del hombro con algo del barro que abundaba cerca del arroyo. La de la pierna la aseguró remangando las calzas.

No quería dejar un rastro de sangre que les diera oportunidad.

Quieto para no delatarse, los oyó rebuscar y maldecir. Martín llegó a apartar unas zarzas que apenas tenía a dos palmos, pero Fierro ni siquiera respiró. Se limitó a confiar en su escondrijo.

Agazapado, sin más consuelo que el chucho echado entre sus pies, esperó.

Esperó hasta que, como había previsto, siguieron camino abajo, convencidos de que era lo único que el renco había podido hacer. Sólo entonces habló al chucho.

–Vamos, hacia el muchacho, corre –le susurró.

Y, volviéndose hacia el paso del Muradal, ascendió presto el camino hacia el castillo del Ferral.

El hombro empezó entonces a doler como un condenado, pero no se detuvo. De la pierna ni se acordó. Quería llegar a tiempo de salvar el pellejo del muchacho.

Se movió recurriendo a cuanto le había enseñado la veteranía. Pisaba pedruscos asegurándose de no quebrar una mísera ramita, atento a no dejar un rastro delator y, penosamente, a través de la maleza, fue dejando atrás el despeñadero de la losa.

La noche venía en su ayuda y, a poniente, el sol ardía y llenaba el horizonte de brasas al rojo vivo. Era una bonita estampa donde la fiereza de la sierra se amansaba por el contraluz.

Lo más delicado, por complejo, fue pasar junto a los murallones de la fortaleza del Ferral, que se hincaban en la vereda misma. Para su desánimo, vio regresar a Ruy con los animales. Traía la recua atada por los ronzales y sólo el burro cabeceaba, como a disgusto por lo que había dejado atrás. Los del castillo lo saludaron tal que a un viejo amigo y le abrieron el portón. Con desazón, tuvo que admitir que allí no tenía negocio. Se tragó las ganas de atravesarle el gaznate al de Carrión y, en tanto, lo vio desaparecer en el interior de la fortaleza.

Mala señal era aquélla. Ruy no se hubiera vuelto de no haber despachado el asunto. Sin embargo, pese a barruntarse que sería en balde, decidió seguir hacia la vaguada del Guadalfaiar, aferrado a una última esperanza.

Llegó entrada la noche, sin más luz que la miseria de la luna llena.

Agotado, sediento, desfallecido por las heridas. Empezó a rebuscar.

Encontró sus propias huellas, las del mulo, las de las monturas. Una leñera improvisada, toda de ramas bien secas, de las que no hacían humo, tal y como había enseñado al muchacho. Y se guardó la sonrisa que quiso asomar. Tello no aparecía.

Impaciente ya, perdió toda la templanza que le había salvado el cuello junto a la losa. Frenético, buscó y rebuscó, intentando hallar al muchacho.

Incluso gritó el nombre del crío, sin miedo alguno a delatarse y que dieran con él. Ya no le importaba. Sólo quería encontrarlo.

Salvarlo.

Como si sacar adelante al muchacho pudiera perdonar los pecados de su pasado.

Como si traer a la vida a aquel zagal pudiese borrar lo que había pasado en Alarcos.

Aquel muchacho, en el aquí y el ahora, se había convertido en cuanto hacía que su vida mereciese la pena.

El hombro empeoró. La pierna palpitaba. Tuvo que espantar la desesperación.

Recurrió al único amigo que aún conservaba.

–Busca, chucho del carajo, busca a ese condenado crío...

Y su único amigo gañó, preocupado. Echó el hocico al suelo e hizo su trabajo, sin importarle el insulto recibido, deseoso de ayudar.

–Busca, busca –lo instaba.

El perro trotó de un lado a otro, deteniéndose aquí y allá, confundiéndose con los rastros que había dejado Tello durante su acampada.

–Busca, ¡cagüen en el bautizo de santa Isabel!

El esfuerzo y la sangre perdida se cobraron su precio implacable. Fierro empezaba a dar traspiés cuando el chucho se enderezó por fin y salió disparado hacia unos almendros que hundían sus raíces en el arroyo de Guadalfair.

Allí lo esperó, jadeando, junto a un bulto que el atajador no se atrevía a mirar.

Su hombro rabiaba de pura agonía. Sentía la mano izquierda acorchada, sin vida. Pero no se detuvo. Apretó los dientes y, apoyándose en la vara, logró avanzar.

No advirtió la fragancia de los almendros, que ya cuajaban sus frutos. No escuchó el rumor del regato. No vio a la lechuza que salió volando.

El chucho volvió a gañir, lastimero.

Allí estaba el muchacho.

Bajo los almendros acunados por la brisa.

Al menos había sido una muerte rápida.

Lo habían sorprendido cuando se preparaba para alimentar a los animales. Entre los almarjos que crecían en la orilla, el cuerpo roto del zagal estaba tirado de cualquier manera, junto a un saquillo de grano desparramado que salpicaba la hierba con humildes abalorios de cebada. Tenía el pecho dentro del agua del arroyo, como si se hubiera caído al ir a beber un trago.

Y el agua limpia que caía de las montañas lavaba su sangre y mecía sus cabellos.

Lo habían descabellado como a un becerro. Por la espalda. El tajo le había segado el espinazo.

Fierro se derrumbó a su lado. Ajeno al tormento de su hombro. Olvidado el martirio de la pierna.

La noche tibia los envolvió serena, cosida con estrellas brillantes en un cielo de azabache. Entre los almendros, un ruiseñor cantaba lindas notas de despedida. Un último responso por el pobre crío.

Sin importarle el dolor, Fierro recogió el cuerpo entre sus brazos. El agua le empapó las calzas.

Estaba flaco. En el rostro se le había quedado la sorpresa de la muerte. Aún tenía los ojos abiertos, indecisos. De aquel verde como tras el que ella lo miraba.

Ahora ya sin vida. Como los de ella.

Podía haber sido el hijo que nunca tuvieron. Podía haber sido lo que hubieran dejado tras de sí.

Ahora no era más que carne muerta. También como ella.

El chucho se arrimó y hociqueó el cuello del muchacho; luego, comprendiendo, se pegó bien a su amo y le brindó cariño.

Fierro acarició la frente del joven. Le apartó los cabellos que chorreaban agua.

Ya no viviría ninguna aventura. Ya no pelearía con el moro. Ya no soñaría con convertirse en un caballero. Ya no podría enviar dineros a sus hermanas. No sólo le habían arrebatado una vida apenas estrenada, sino que también le habían hurtado sus esperanzas.

–¡Maldita sea! –Se le escapó entre labios fruncidos–. ¡Maldita sea! ¡Me cago en las monedas de Judas!

Lo arrastró hasta el más grande de los almendros y, con sus propias manos, cavó.

Le dio igual si les daba tiempo para encontrarlo. Ni siquiera le preocupó un ardite si aparecían allí el califa y todos sus guardias negros. Sólo cavó. Y continuó sacando tierra. Se desbarató las uñas, se lastimó los dedos, se arañó las manos y, pese a que se sentía desfallecer, siguió con su trabajo.

Un trabajo de sepulturero. Resarciéndose de lo que no había podido hacer por ella.

Cavó hasta que hubo sitio suficiente.

Y entregó el muchacho a la tierra.

No rezó siquiera un responso. Hacía mucho que dudaba de que alguien lo escuchase.

Mientras el ruiseñor seguía con sus galanteos de ronda, con sangre embarrada que le teñía las mangas, cubrió como pudo la fosa. Pero no fue suficiente para saciar su pena.

Con sus pasos rencos, sacó del arroyo cantos con los que cubrir la sepultura y, con mimo, tendió un mosaico en el que quedaron gotas bermejas.

En todos y cada uno de aquellos paseos, el chucho fue siempre tras él. Atento, fiel.

A él le importaba un carajo, pero sabía que al chico no, así que partió dos ramas verdes de aquellos almendros y se las apañó para ofrecerle una cruz en la tumba.

Hasta ahí llegaron sus fuerzas.

En cuanto terminó, cayó desfallecido encima de su obra.

Se abandonó, derrotado. Consumido. Por su hoy y por su ayer. Le dio igual si lo encontraban. Le dio igual si todo terminaba.

Así descansaría.

Había conocido peores compañías que la puta de la guadaña. A ésa ya le tenía confianza, porque se llevaban rondando tanto tiempo que ni siquiera se acordaba de la primera vez que la había visto de frente, sonriéndole con saña, dispuesta a llevárselo.

El chucho no se separó de él. Se tumbó a su lado, bien recogido contra su cuerpo, ofreciéndole calor y consuelo. Y, cuando sintió que la respiración se volvía apenas un susurro, se agitó, inquieto.

Se volvió hacia la luna y aulló su pena.

Largos lamentos que viajaron entre los montes contando su dolor.

En la sierra, que señoreaba el sur con sus cerros, los lobos escucharon su angustia.

Y respondieron.

No todo podía atravesarse. En palabras del delirante calatravo, el Señor apretaba pero no ahogaba; y, con sus penurias, se libraron al menos de un mal encuentro con los moros. Que hubiera sido la última gota.

Aunque no tardó mucho en derramarse la jícara. Su poca suerte se acabó el cuarto amanecer cuando, antes de ponerse en marcha, Fierro oyó un relincho.

Estaban en un claro escaso entre unos pinos de los que decían de negral, donde habían pasado la noche. Y aquel relinchar del jamelgo les dio aviso de que más les valía cuidar el pescuezo.

* * *

Aquel terreno enrevesado no se había mostrado caritativo, menos aún con el calatravo tullido que, en lugar de ayudar, salmodiaba febril.

Ajeno a todo, perdido en los delirios de sus fiebres, el freire no se había enterado, pero sus compañeros maldijeron, renegaron, sudaron y a punto estuvieron de romperse las piernas más de una vez con las traicioneras piedras sueltas de aquella trabajosa serranía en la que debían obligarse como rebecos.

El agua no fue un problema, abundaban los regatos por doquier. En cuanto a la comida, pasaron con lo que pudieron. Se las arreglaron con escaramujos, cebollas bravas de fuente, piñones y una ardilla descuidada que lograron apedrear el segundo de los días.

Dormían sobre montoneras de ramas, velaban por el calatravo y caminaban por aquellos pagos.

O subían por una cuesta, resollando como gorrinos y blasfemando como condenados a los infiernos. O bajaban por un despeñadero temiendo que las pihuelas los atropellasen y acordándose de las virtudes de los santos.

Una pendiente tras otra, sin descanso, entre los pinos, los coscojos, los quejigos y los lentiscos. Envidiando a los pájaros y sufriendo casi a cada paso. Por las mañanas dejaban el sol a la derecha, al mediodía a la espalda y poniente los saludaba por la siniestra.

Fierro, el único capaz de orientarse y decidir qué camino seguir, encabezaba la partida y se ocupaba del freire la mayor parte del tiempo. El flaco ayudaba en lo que podía, que no era mucho, aunque al menos mantenía la boca chica y no protestaba.

Pasaron así tres interminables jornadas de martirio en las que se dieron por perdidos más de una vez y, de no ser por la cabezonería del atajador, en algún lugar del camino se hubieran quedado, a merced de los buitres que oteaban las alturas con sus negras siluetas.

Y ahora, el relincho les anunciaba compañía.

Al renco le bastó una mirada a Bermudo para ver en su semblante que él también se había despertado. Y también lo había oído.

Echándose el dedo sobre los labios para indicarle que callase, Fierro le hizo entender que iba a investigar, pero que él debía quedarse con el calatravo.

El cuitado freire, al que la osamenta ya tiraba del pellejo, murmuraba en sueños, pálido como un sambenito. No le quedaba mucho. Nada había oído y ni siquiera se percató de que el atajador los dejaba solos a él y al flaco.

Aprovechando todas sus mañas, sigiloso como una sierpe, Fierro se encaminó al lugar del que partiera el relincho.

Con el chucho a su lado, avanzó hasta dar con un collado que caía hacia levante. Aquello le daba la ventaja de quedar en penumbra, mientras que cuanto encontrase allí estaría al contraluz. Incluso tenía el viento de cara.

Se detuvo al advertir el olor inconfundible de los jamelgos, los cueros de sus arreos y el metal de sus jinetes. También escuchó el bisbiseo de unas voces y el rezongar de un jumento.

Allí estaban y, a pocos que fueran, más le valía cuidarse de que no lo descubrieran, porque un flaco, un enfermo y un renco hacían mal grupo para enfrentarse a una soldada.

Se agazapó junto a unas jaras e intentó descifrar lo que tenía delante.

Dos grupos de hombres parecían reunirse en una nava en la que crecía el pasto, despejada de árboles. Por un lado, cristianos. Por el otro, moros. Todos bien armados, con los hierros en sus tiracoles. Incluso había ballesteros en un bando y arqueros agasíes en el otro. Y, sin embargo, no parecían dispuestos a pelear.

Se aproximaron los unos a los otros hasta estar apenas a unos pasos y descabalgaron.

Pronto se encararon dos de ellos, uno de cada bando. Y los demás se repartieron en el terreno, guardando las espaldas a aquellos que los mandaban. Se aventaba recelo en los gestos, pero también que, por el momento, las espadas quedarían ceñidas.

A quien obedecían los cristianos adelantó la mano, ofreciéndola. Y el que mandaba a los moros, en vez de rehuirla con desdén, la aceptó, apretándole la muñeca, sin hacerle ascos al otro por los torreznos que se hubiera desayunado.

Aquella confianza escamó a Fierro. Más aún el aire vagamente familiar de quien comandaba a los paganos.

Era un tipo de buena planta. Montaba un semental albahío de alta cruz sin rastro de sardinero, enjaezado con lustro y con pedrería en las bridas. Vestía lorigón y se cubría con una albadena teñida con rubia que parecía de la mejor seda granadina. Tanto lujo cargaba que pasaba por el embajador de Gao de camino al gran río que atravesaba el desierto, dispuesto a presentar sus respetos a los mandingas que señoreaban aquel prodigio en las arenas.

Algo en los gestos de aquel jinete atildado despertó recuerdos, pero Fierro no fue capaz de ponerles rostro.

Hechas las presentaciones entre las partidas, los ánimos se relajaron y ya no hubo más recelos.

En cuanto a los asuntos que se traerían entre manos, era fácil imaginarse el negocio. Los cristianos debían de ser espías bien pagados que venían a dar cumplida cuenta de lo que podría ser útil al Miramamolín. Y los moros, recaderos del califa ansiosos por recoger el mensaje.

Las sospechas se despejaron al ver la bolsa cambiar de manos. Y le quedó claro al atajador que el Miramamolín pagaba largo los sobornos de sus lacayos. Parecía pesada, bien cargada de vellón.

En cuanto la sostuvo, el que mandaba a los cristianos soltó la lengua y empezó a explicarse con amplios ademanes de los brazos. No le cupo duda al renco de que daba buena cuenta de las tropas de Castilla. Hasta los apellidos de los tamborileros estaba cantando.

Discutieron algunos detalles, hicieron un tosco dibujo en la tierra con ayuda del tacón de una bota y a las preguntas siguieron respuestas.

Finalmente, cuando todo pareció aclarado, el que vestía con ínfulas de embajador sacudió el mentón con gusto, contento al parecer con todo lo averiguado y, aconsejado por el calor, para despedirse, decidió despojarse del yelmo.

Con gestos resueltos, lo acomodó en el ahuecado de la sangradura, bajo el brazo, y dejó caer el almófar sobre los hombros.

Fierro tragó la hiel que le subió al gaznate.

El rostro al descubierto brillaba bañado en sudor y las protecciones habían marcado la frente y las mejillas, pero era inconfundible.

Aquél era Ruy de Carrión.

El hideputa de Ruy, con sus barbas cumplidas.

Era él, vestido como el visir de Tombuctú, pero apestando a traición.

Tentado estuvo de echarse pendiente abajo y enfrentarse a los veinte hombres que allí parlaban.

Lo salvó el chucho, que gañó preocupado al sentir el arrebato de su amo. Recuperó la cordura cuando ya desenfundaba el estoque y se aprestaba para ponerse en pie.

Templó la ira sorda y carmesí que lo llenaba.

–¡Cagüen las piedras con las que lapidaron a san Esteban! ¡Cagüen las flechas de san Sebastián! ¡Cagüen el árbol del que se ahorcó el Iscariote! Hijo de la grandísima puta...

El chucho, al oírlo mascullar, se arrimó a su amo, queriendo reconfortarlo, pero no sirvió de mucho.

–¡... Dita sea mi estampa! ¡Malparido! ¡Cagüen la capa de san Martín!

Sólo lo refrenaba una cosa, el temor de que no le diera tiempo a acabar con el de Carrión antes de que los hombres que mandaba lo despacharan. Y, mientras seguía observando el parlamento, el atajador le daba vueltas a los prontos que se le ocurrían, rechazándolos todos por el riesgo a que fuera un fiasco.

Le importaba un bledo quedarse allí, en el sitio; era un lugar tan bueno para morir como cualquier otro. Lo que no quería era que el traidor de Ruy escapase con vida.

Necesitaba una oportunidad.

Por primera vez en años casi le dio por echar un rezo, rogando como el calatravo al Señor de los Cielos para que le diera su ocasión.

Pero no hizo falta.

La oportunidad que tanto ansiaba se presentó cuando menos lo esperaba.

Apenas resueltos sus asuntos, los dos bandos se despidieron. Los cristianos montaron y marcharon a uña de caballo. Los moros se organizaron con más parsimonia y Ruy, a saber por qué, ordenó a los suyos que fueran marchando.

En tantos años de perra vida, nunca antes Fierro había tenido la suerte así, de cara.

Sin razón o motivo aparente, Ruy de Carrión quedó solo en aquel pastizal mientras sus hombres se alejaban y el renco, tras frotarse los ojos, no supo si agradecerle la baza a Dios o al diablo.

Allí estaba, a su merced. No tenía más que descender y rebanarle el pescuezo.

–¡Sé que estás ahí! –gritó Ruy de pronto, mirando hacia las jaras donde Fierro se agazapaba.

El renco negó sacudiendo el mentón. Había que reconocerle el cuajo al traidor.

–¡Vamos! ¡Sal! –le gritó. Y desenvainó su espada.

Fierro se alzó vareando las jaras y se presentó ante su enemigo.

Allí estaba lo que tanto tiempo llevaba buscando.

–Acabemos con esto de una vez por todas –siguió diciendo el de Carrión–. Cuanto antes, mejor.

Desenfundó el estoque y calibró lo que vendría. Los separaban treinta pasos y el renco sabía que el otro cubriría la distancia mucho más rápido.

Se miraron tendido.

No se le escapó a ninguno que el otro lamentaba cómo habían terminado liados en aquella porqueriza. Habían sido amigos. Y ahora estaban dispuestos a matarse.

Ruy escupió de lado, bajo el colmillo, y volvió a gritar con resignación.

–¡Vamos!

No tenía muchas posibilidades. Era una buena espada contra un estoque. Un tipo entero y bragado contra un renco que se había alejado de la guerra. Lo más fácil era que Fierro encontrase allí la muerte.

Pero Fierro dio un paso al frente.

Dispuesto, con el estoque en la mano. Y no dio el siguiente porque el perro se puso a ladrar como si estuviera rabioso.

Sin quitar los ojos de Ruy, al renco se le escapó la pregunta.

–¿Y a ti qué carajo te pasa ahora?

El chucho cambió los ladridos por gañidos y comenzó a cruzarse delante de él, yendo de un lado a otro frente a sus canillas, sin parar, cerrándole el paso.

Intrigado, Fierro lo miró y enseguida el perro se sentó ante él, devolviéndole el gesto con ojos presos tras el flequillo desaliñado.

–¡Vamos! ¡Acabemos con esto! –volvió a gritar Ruy.

El renco y el chucho se miraron.

–No, no me vengas con ésas –le dijo al animal, contrariado.

Por toda réplica, sonó un ladrido.

–Está ahí, y es hora de zanjar este maldito entuerto.

Cansado de esperar, Ruy comenzó a moverse. Avanzó al encuentro del atajador, con la espada en la mano y resignación en el alma.

–Sí, ya lo sé, él nos ayudó –siguió hablando al chucho–. Y ya sé que está en las últimas.

El chucho inclinó la cabeza a un lado y luego al otro.

–Sí, ¡dita sea! Sí. También sé lo que ella hubiera dicho. ¡Cagüen en la rueda de santa Catalina! Ya sé que sin mí esos dos acaban comidos por los lobos, ¡lo sé! Pero ese cabrón con pintas está ahí, ¡ahí! No puedo dejarlo escapar.

Avanzó con un pie y el perro, obligado, reculó para volver a sentarse, cerrándole de nuevo el paso.

–¡Cagüen los corderos de santa Inés! ¡Apártate! No voy a dejarlo escapar.

Ruy, aunque con cautela, seguía acercándose.

El chucho ladró una vez más.

–¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Dita sea! Sé lo que ella hubiera dicho, lo sé, demonios.

El de Carrión, prudente, no se apuró. Sospechó que el renco se las daba de chalado para despistarlo y temía una arrancada inesperada.

Fierro sabía que, de morir allí, bajo la espada de Ruy, los otros dos quedarían condenados. O morían de hambre o a manos de una ronda mora, pero morirían.

–¡Maldita sea mi estampa! ¡Cagüen en el portal de Belén!

Negó sacudiendo la barbilla. Maldijo incomprensibles masticando cada palabra entre dientes apretados y, finalmente, se resignó.

Miró entonces a Ruy y su enemigo le correspondió.

–¡Volveremos a vernos! –gritó.

Ruy no comprendió, pero al instante siguiente el otro ya se estaba volviendo para desaparecer tras las jaras.

El de Carrión echó a correr, convencido de que le sobraba el tiempo para sorprenderlo por la espalda. Sin embargo, cuando llegó a las matas, no encontró ni rastro del atajador.

Fierro había desaparecido.

Las leyendas llenaron pronto aquellas navas perdidas en la serranía de la frontera.

Se contaron mentiras y algunas verdades. Con los años, pocos sabrían lo que allí sucedió.

Se dijo que el portador de la cruz del obispo de Toledo fue capaz de cruzar el campo de batalla de un lado a otro sin un solo rasguño.

Sancho, el de Navarra, se cobró la fama de haber sido quien asaltara el palenque del moro y se llevara las cadenas. Las consagró a alguna iglesia de su tierra.

Los nobles cambiaron sus enseñas: incluyeron palos, añadieron símbolos que alardeaban de sus logros.

Se exageró el dilema entre el paso del Muradal y el viejo camino.

Los reinos de aquellas Españas presumieron, orgullosos.

La frontera se convirtió en un espejismo y, a partir de entonces, el valle del Guadalquivir marcaría la linde entre la cristiandad y la morería.

Muchos trovadores hicieron sus buenos dineros cantando sobre todo aquello.

Muchos.

Sin embargo, nadie contó que, mientras caía el sol tiñendo el horizonte de ocres, hubo alguien que salió renqueando de aquellas navas.

Renqueaba el hombre.

Renqueaba el chucho.

Ambos maltrechos, ambos se alejaron hacia el ocaso.

Nada tenían, nada les aguardaba.

El chucho no era más que un mil leches greñudo y sucio que para bien poco servía. El hombre no tenía montura, ni siquiera un borrico, y no ceñía espada, sólo una vieja vara ahumada de las que llamaban fierro.

Un hombre que salió de entre los muertos allá donde los cuervos se disputaban el triperío de los caídos, un hombre que le había ganado la mano a la puta de la guadaña con una sonrisa socarrada colgada en los labios.

Se alejó rumbo al ocaso con una blasfemia por única despedida:

–¡Cagüen en el templo! ¡Cagüen los fariseos! Y me cago en todos los hebreos... Ese cabrón nos mintió...

El chucho no le respondió, sólo quería detenerse en algún sitio y lamerse las heridas.

Se alejó hacia el ocaso sin que jamás trovador alguno contase sus hazañas.

Era un desahuciado. Un frontero sin patria. Lo buscaban moros y cristianos.

No tenía caballo, ni siquiera un podenco sardinero. No tenía espada, sólo un chuzo.

Y su único aliado era un saco de pulgas.

Pero al fin, tras tantos años, al menos tenía un futuro. Un futuro magro. Un futuro que colgaba de su pasado. Pero un futuro, al fin y al cabo.

Tenía alguien a quien encontrar y una deuda que cobrar.

Se perdió en las sombras de la sierra, por donde los linces cazaban.

Rumbo a León, rumbo a las tierras de los Castro.

Rumbo a su pasado.

FIN

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Lo llamaban Fierro. Y mentían.

Su verdadero nombre era agua pasada. Y allí el pasado se pagaba caro.

En la frontera no se preguntaba, las respuestas tenían la maldita costumbre de ser tajos de un palmo que aireaban las tripas. Era un pedazo indeciso de tierra maldita. Un erial dejado de la mano de Dios donde se condenaban los que no tenían otra elección: la frontera o el infierno. Allí acababan los desahuciados, los ilusos, los que escapaban de la horca y un puñado de malnacidos que, en lugar de ganárselo, robaban el pan. En la frontera se refugiaban los desechos de aquella guerra interminable.

Y él era uno de ellos.

Espigado y curtido. Un manojo de cordeles tiesos. De guedejas canas y barba revuelta. Con ojos azules, clareados por los años y el miedo. Renqueaba y, para caminar, se ayudaba de una vara. Cuando amenazaba tormenta, se le arredraban los huesos. Y tenía la impenitente manía de sacudirse las calzas a todas horas.

Además, se hacía viejo.

Lo acompañaba un chucho de mil leches con algo de bodeguero y mucho de sarnoso. Un animal sin gracia cuya única virtud era la lealtad de su mirada.

Bajo un cielo encapotado, preñado de agua, el uno y el otro se afanaban con las abejas. Y el renco mascullaba entre dientes apretados.

Había encontrado cagajones de ratón en los panales y, tras levantar otra colmena, se llevó el disgusto de descubrir que tenía las trazas de haberse vuelto una inútil zanganera, buena para nada. Otras estaban desencajadas, a unas pocas les entraba el agua si llovía, algunas no miraban al mediodía y unas cuantas ni siquiera tenían enjambre, sólo telarañas. Suponían una colección mísera, mal repartida en tablones sujetos con pedruscos.

–¡Cagüen los bailes de san Vito! Si esto sigue así –le bufó al perro–, para la siega vamos a recoger un cucharón de miel y tres arrobas de cagarros...

Pese a estar bien entrada la Cuaresma, el calor no llegaba. Las abejas andaban todavía atontadas, despabilándose del invierno. Y la lluvia no cesaba, como si tanto aguacero quisiera lavar los pecados de la frontera.

Fierro sacudió su mentón huesudo. El poco vellón que ganaba salía de la venta de la cosecha, y la temporada, otro año más, se presentaba calamitosa.

Pese a tan pobres augurios, no desfallecía. Tozudo, dedicó la mañana a reparar una de las colmenas, desarmada durante los últimos ventiscos. Le quedó coja, y la piquera para que entrasen las abejas, más alta de un lado que de otro. Aun así, la dejó junto a las demás, con la pobre esperanza de que, en cuanto asomase el calor, tendría ocasión de cebarla con trozos de panal y una reina joven, para que enjambrara.

También limpió las malas hierbas de los alrededores. Y echó un vistazo, no fuera a encontrar la madriguera de algún tejón goloso. Todo para que aquel colmenar miserable aparentara algo más de lo que era: un vergoñoso intento de quien no sabía qué diantres hacía.

No era el trabajo de alguien con mañas. Aun así, él porfiaba. Por ella.

A ella le encantaba la miel, y eso le bastaba para empecinarse temporada tras temporada.

Al poco, la lluvia, refugiada entre nubes cenicientas, se desparramó una vez más. El cielo se abrió para encharcar la tierra enfangada y tanto el hombre como el animal quedaron calados hasta los huesos. Y el agua tibia se le escurrió por el cogote y le peinó el espinazo.

Sintió un escalofrío. Se quedó donde estaba.

Por un momento, regresó al silo de Alarcos.

Todo había sido culpa de aquel cabrón con pintas de Castro, a quien el diablo estuviera haciendo tragar pez hirviendo. De no haber sido por aquel vendido, otro gallo cantaría. Habría cobrado la soldada, habría pedido la dispensa y se hubiera ido al norte, muy al norte, lejos de la guerra. Con ella.

Aquel malnacido había dado la orden:

–Al hoyo con él...

Aún resonaba en su cabeza.

Casi sintió aquel frío. Casi oyó de nuevo los lamentos de los heridos. Casi, también, las burlas de los guardias.

Se había ido todo al carajo. Ahora sólo tenía las colmenas. Las colmenas y sus recuerdos.

Cuando el perro gañó, preocupado por el trance de su amo, Fierro reaccionó. Espantó con un gruñido aquella pesadilla y, para ampararse, se caló una vieja cofia colchada en la que, pese a los años, aún se veían restos de robín del yelmo.

Resolvió concluir la jornada y llegarse a la casa para combatir el relente del aguacero con algo de puchero.

Ante él, como una marejada de hierba, se extendía una sucesión de pobres praderías encerradas entre montañas lejanas. Tierras gredosas que sólo daban pasto a ovejas esmirriadas. Al norte, la muy cristiana Toledo, abrazada celosamente por el Tajo. Al mediodía, la sierra, donde campaban infieles mahometanos entre las pilas de calaveras bautizadas que apiñara el malparido de Almanzor. Ésa era la frontera. Una franja cuajada de castillos que habían cambiado de manos demasiadas veces. Un ancho valle por el que el Guadiana se desparramaba en pantanos y humedales donde se agarraban calenturas que lo dejaban a uno listo para entrevistarse con san Pedro. Aun así, desde la masacre de Alarcos, ése era su hogar.

Y Fierro conocía bien su hogar; por eso, cuando el chucho se paró a olfatear junto a una higuera raquítica, no se sorprendió.

–¡Cagüen en el flequillo de san José! Te haces viejo más rápido que yo –le dijo con desgana–, lo he visto antes de que lo olfatearas. Ya no aventas ni tus propios cuescos. ¡Carajo! Deberías lamerte menos el culo y andar más atento...

El chucho no respondió, siguió olisqueando la hierba empapuzada. Y en el rostro de su amo, tras observar las huellas, se astilló el entrecejo.

En la frontera había recovecos para guardar ilusos. Familias que todo lo habían perdido buscaban fortuna en aquellos lares sin dios, rey o patria. Pastores, moros o cristianos, todos muertos de hambre, que se jugaban el pellejo trashumando en busca de pastos. Buhoneros, y algún juglar a quien habían prohibido pisar Burgos y cuidarse de arrimar los hocicos a Ávila. En todas aquellas yugadas de páramos había gualdraperos, talabarteros, un par de herreros, un puñado de alimañeros, docenas de huérfanos que se las apañaban como esportilleros, algún calatravo perdido que echaba de menos las glorias del abad de Fitero, ciertas posadas de escasa reputación y abundantes chinches, su buena palada de putas desaliñadas y más de un ermitaño que esperaba encontrarse con su creador a base de jaculatorias.

Pero ninguno de esos ilusos había dejado aquel rastro.

También había cuatreros, de los que eran capaces de vender las muelas de una madre por un cordero sin roña y la quijada completa por una oveja preñada. Estafadores que prometían sardinas del señorío de Vizcaya y vendían jureles mal salados. Y más de un hato de contrabandistas, que nada sabían de los pagos a la hacienda del rey y que tanto les daba mercar guadamecíes cordobeses que estaños de Compostela, cualquier cosa mientras reluciese la plata; hacían negocio porque al último almotacén al que se le había ocurrido descolgarse más allá del Tajo con su juego de pesas y medidas lo habían encontrado en cueros, al pie de un almendro partido por un rayo, con el gaznate abierto de oreja a oreja.

Pero tampoco eran las huellas de un grupo de facinerosos. Eran de otra calaña. De la peor.

Parecía el rastro de quienes se ganaban la vida con la muerte ajena. De las partidas que hacían negocio con fugitivos y desertores. Cuitados todos, moros y cristianos, los unos acababan con el dogal al cuello, los otros, despellejados.

Bajo la lluvia que arreciaba, se agachó asiéndose a la vara y estudió las huellas. Aquellos asuntos se le daban mejor que las colmenas.

Pronto distinguió las pisadas de cada caballo, también las del mulo de carga.

El chucho se arrimó y, mientras cavilaba, Fierro le echó una limosna de cariño rascándole tras las orejas.

Estaban empapados. Aunque no le importaba, le gustaba la lluvia. Le recordaba los montes de su infancia y espantaba los demonios del desierto, los mismos que a veces venían a buscarlo de anochecida.

Resolvió que no había por qué inquietarse. Al fin y al cabo, él ya estaba muerto para los suyos.

Y se equivocó.

Su pasado cabalgaba hacia él. Con la espada al cinto. Escupiendo maldiciones.

En una vaguada, a su buen trecho desde la solana del colmenar, se mantenía en pie, casi por puro milagro, un antiguo puesto de guardia venido a menos.

Muchos habían perdido la vida por defenderlo y de nada había servido. Allí seguía, olvidado en tierra de nadie, comido por el viento, azotado por la lluvia y resecado por el sol. Así se lo había encontrado Fierro.

Era una mistura de las dos fes. Entre los escombros se distinguían trazas infieles, y también lo que quedaba de los apaños de algún carpintero que se habría acordado de san Judas al escacharse el pulgar con el martillo. Tenía un corral desvencijado, un establo destartalado, los restos de una noria de mulo y cuatro paredes de puzolanas mal asentadas. Algo había hecho él por sacarlo de la ruina, pero el resultado era pobre de solemnidad. No había allí un solo dintel derecho y el único gozne que no chirriaba era el del portón del altillo, que llevaba cerrado desde que se instalara. Además, bajo aquel chaparrón, con la luz de cirio que dejaban pasar las nubes prietas, su aspecto era aún más desdichado.

Pero allí dentro había unas brasas y, sobre las brasas, un caldero con restos de conejo y los primeros espárragos de la temporada, lo justo para sacarse de los huesos el húmedo frío.

Por costumbre de los viejos tiempos, Fierro llegó dando un rodeo. Desde una loma gastada que oteaba a poniente, avanzó contra el viento, que convertía en sonajeros las vainas de los algarrobos.

El primero en enterarse fue el chucho, que se inquietó cuando aún les faltaba un trecho como el de tres pedradas. Y Fierro se fio. Lo obligó a detenerse con un gesto y ambos se refugiaron entre los árboles, para ver sin ser vistos.

Un cosquilleo en el cogote, la voz de su veteranía, le susurró que más le valía ser precavido.

Oyó un murmullo de voces ahogadas por la lluvia, el bufido de protesta de un jamelgo, chapoteos. Al poco, aparecieron rodeando las ruinas los caballos, junto a un pequeño mulo cargado de pertrechos. Los dueños de las huellas.