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Un pantum malayo en prosa

Es dudoso que el don fuera innato. Por mi parte, pienso que le llegó de pronto. Es más, hasta los treinta años fue escéptico y no creía en poderes milagrosos. Debo mencionar que era un hombre bajito, de ojos castaños y brillantes, pelo rojizo muy erizado, un bigote cuyas puntas doblaba hacia arriba, y pecas. Se llamaba George McWhirter Fotheringay —un nombre del que nunca se esperarían milagros— y era oficinista en Gomshott. Con tendencia a los razonamientos contundentes, fue mientras aseguraba taxativamente la imposibilidad de los milagros cuando tuvo la primera premonición de sus extraordinarios poderes. Sostenía su argumento en el bar Dragón Largo, y Toddy Beamish se encargaba de llevarle la contra con un monótono pero eficaz “eso dice usted”, que llevó al señor Fotheringay al límite total de la paciencia.

Estaban presentes, además de estos hombres, un ciclista muy polvoriento, Cox —el dueño del bar— y la señorita Maybridge, la respetable y bastante corpulenta camarera del Dragón. La señorita Maybridge estaba de espaldas al señor Fotheringay lavando vasos. Los otros lo observaban, más o menos entretenidos por la ineficacia del método contundente en aquel momento. Aguijoneado por la estrategia empleada por el señor Beamish, el señor Fotheringay decidió hacer un esfuerzo retórico inusitado:

—Escuche, señor Beamish —dijo Fotheringay—, entendamos claramente lo que es un milagro. Es algo que va contra el curso de la naturaleza realizado por el poder de la voluntad, algo que no podría suceder sin ser expresamente querido.

—Eso dice usted —dijo Beamish oponiéndose.

El señor Fotheringay apeló al ciclista, que hasta entonces había sido un oyente mudo, y recibió su asentimiento, transmitido con una tos dubitativa y una mirada al señor Beamish. El dueño no expresaba opiniones y el señor Fotheringay, volviendo al señor Beamish, recibió la inesperada concesión de un asentimiento calificado a su definición de milagro.

—Por ejemplo —dijo Fotheringay envalentonado—, esto sería un milagro. Esa lámpara siguiendo el curso natural de la naturaleza no podría arder de esa manera si estuviera boca abajo, ¿verdad, señor Beamish?

—Usted lo ha dicho, no podría —respondió el señor Beamish.

—¿Y usted qué dice? —dijo Fotheringay — ¿no querrá decir que... eh?

—No —dijo el señor Beamish a regañadientes—. No, no podría.

—Muy bien —continuó el señor Fotheringay—. Supongamos que viene alguien por aquí, podría ser yo mismo, se coloca frente a la lámpara, y le dice, como podría hacerlo yo concentrando toda mi voluntad: “Ponte boca abajo sin romperte y continúa ardiendo ¡vamos!...”

Aquello bastó para que los presentes exclamaran: “¡Vamos!” Y Lo imposible, lo increíble quedó a la vista de todos. La lámpara colgaba invertida en el aire, ardiendo tranquilamente con la llama hacia abajo. La prosaica y vulgar lámpara del bar Dragón Largo era tan sólida, tan incuestionable, como cualquier otra.