minibian111.jpg

6963.png

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Kate Hewitt

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lazos rotos, n.º 111 - diciembre 2015

Título original: The Marakaios Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-7263-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Hola, Lindsay.

Lindsay Douglas apartó la vista del ordenador y apretó los puños. ¿Cómo era posible que dos simples palabras, tan aparentemente inocuas, le provocaran tanta alegría y, al mismo tiempo, tanto miedo? Un miedo que sintió en el estómago como si fuera un ácido, corroyendo los escasos segundos de frágil y falsa felicidad al reconocer el tono helado del hombre al que, una vez, había prometido lealtad y amor.

Su marido, Antonios Marakaios.

–¿Cómo has conseguido entrar? –preguntó, desconcertada con su presencia.

–Si te refieres al guardia de seguridad, ha sido fácil –respondió con desdén–. Solo he tenido que decir que soy tu esposo.

Lindsay contempló sus familiares rasgos, que parecían repentinamente los de un desconocido, por la frialdad de los ojos marrones que la miraban. No sabía qué hacer. La había pillado por sorpresa, y ni siquiera podía pensar con claridad.

–Pues ha hecho mal. Este no es lugar para ti.

Él arqueó una ceja y le dedicó una sonrisa cruel.

–¿Ah, no? Corrígeme si me equivoco, pero creo recordar que eres mi esposa.

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para mirarlo a los ojos.

–Nuestro matrimonio ha terminado, Antonios.

–Sí, soy muy consciente de ello, Lindsay. Lo soy desde hace seis meses, desde que me abandonaste sin más.

Lindsay no quería discutir con él. Como acababa de decir, su matrimonio había terminado; así que respiró hondo y replicó, con una tranquilidad que estaba lejos de sentir:

–Me has malinterpretado. Solo he dicho que no es lugar para ti porque los edificios académicos están cerrados al público.

La visita de su esposo había desatado en ella un aluvión de recuerdos que estaba decidida a olvidar: cómo la abrazaba tras hacer el amor, cómo le apartaba el cabello de la cara, cómo le acariciaba las mejillas, cómo le besaba los párpados… Lo amada y feliz que se había sentido durante un tiempo.

Pero no quería recordar esas cosas. Prefería recordar los tres meses de aislamiento y confusión que había padecido en Grecia, en la casa de Antonios, donde él la condenó a una vida solitaria y del todo ajena a ella mientras se concentraba en su trabajo. Prefería recordar la desesperación y la frustración crecientes que la habían empujado a marcharse, cuando ya no pudo soportar ni un día más.

–Sigo sin saber por qué has venido –continuó.

Lindsay puso las manos en la mesa y se levantó de la silla para estar al mismo nivel que Antonios. Al menos, en sentido figurado; porque Antonios le sacaba veinte centímetros.

Sin embargo, eso no hizo que se sintiera mejor. La visión de su cabello oscuro, de su fuerte mandíbula, de sus sensuales labios y del duro y perfecto cuerpo que se ocultaba bajo un traje gris bastó para que se hundiera en la nostalgia. A fin de cuentas, conocía cada centímetro de la piel de Antonios. Y él conocía cada centímetro de la suya.

–¿Lo preguntas en serio, Lindsay? –dijo él, arqueando una ceja–. ¿Te parece extraño que haya venido a buscar a mi errante esposa?

A Lindsay no le sorprendió que la definiera de ese modo, «errante esposa». Antonios tenía motivos para estar enfadado con ella, teniendo en cuenta que lo había abandonado de repente y sin darle ninguna explicación. Pero lo había abandonado porque él no le había dejado otra salida.

–Han pasado seis meses y, en todo ese tiempo, no me has llamado ni una sola vez –observó ella–. ¿Cómo no me va a extrañar?

Antonios hizo caso omiso de su comentario.

–¿Creías que me quedaría tan tranquilo, que no te pediría explicaciones?

–Ya te di una explicación.

–Oh, vamos… Una carta de dos líneas no es ninguna explicación, Lindsay. Y afirmar que nuestro matrimonio fue un error sin decir por qué no es más que un gesto de cobardía –replicó él–. Pero no te preocupes. Ya no me interesan tus motivos. Nuestro matrimonio terminó cuando te fuiste sin decir ni una palabra.

Lindsay guardó silencio. Efectivamente, se había ido sin decir ni una palabra. Pero solo porque ya las había pronunciado todas, aunque Antonios no las hubiera oído.

–No estoy aquí por eso –prosiguió su esposo–. He venido a verte porque necesito que vuelvas a Grecia.

Ella se quedó helada.

–No puedo…

–Por supuesto que puedes, Lindsay –la interrumpió–. Haz las maletas y súbete a un avión. Es fácil.

Lindsay tragó saliva. La simple idea de volver a Grecia le causó un acceso de pánico. Pero respiró hondo y se recordó el consejo que había leído en alguna parte: concentrarse en las cosas pequeñas, en las cosas que podía controlar. Y olvidar las grandes, las que estaban fuera de su control.

Olvidar cosas como la súbita aparición de su marido.

Antonios entrecerró sus ojos, marrones como el whisky, y apretó los labios mientras ella respiraba lentamente, tomando y expulsando el aire sin prisa, en un esfuerzo por recuperar el aplomo.

Lindsay fue muy consciente de la intensidad de su mirada; pero sabía que ella lo estaba mirando del mismo modo, y no lo podía evitar. Por muy enfadado que estuviera, seguía siendo un hombre inmensamente atractivo. Hasta se acordó de la primera vez que lo vio, en Nueva York. La nieve caía sobre su pelo y una sonrisa iluminaba su rostro cuando se le acercó en la Quinta Avenida, mientras ella admiraba las blancas espirales del Guggenheim.

–Estoy perdido –le había dicho–. O, al menos, creía estarlo.

Al recordar sus palabras, pensó que la única persona que estaba perdida era ella. La muerte de su padre la había sumido en la desesperación. Se había quedado atrapada en un círculo vicioso de dolor y soledad, y no encontraba la salida.

Y luego, se perdió en Antonios. En la encantadora sonrisa que le había dedicado. En el calor que había visto en sus ojos. En la forma que tenía de mirarla, como si le pareciera la mujer más interesante y más importante del mundo.

Vivieron siete días inolvidables. Hasta que llegó la realidad, con toda su dureza.

–Asúmelo de una vez –continuó Antonios, con un tono de voz tan suave como frío–. Vas a ir a Grecia. Soy tu marido, y te lo ordeno.

Ella se puso en tensión.

–Tú no me puedes ordenar nada. No soy de tu propiedad.

–Las leyes matrimoniales griegas no son como las estadounidenses, Lindsay –le advirtió.

Lindsay sacudió la cabeza. Sabía que Antonios tenía motivos para estar enfadado, pero ella también empezaba a estarlo.

–Seguro que no son tan distintas.

Él se encogió de hombros.

–No, puede que no lo sean. Pero supongo que quieres el divorcio…

Ella se quedó helada.

–¿El divorcio?

–Bueno, doy por sentado que me has dejado por eso, ¿no? –Antonios sonrió como un depredador–. Porque no quieres seguir casada conmigo…

–Yo…

Lindsay no supo qué decir. Había algo demasiado drástico en la idea de divorciarse de él. Pero, por otra parte, lo había abandonado.

Durante los seis meses transcurridos desde que se marchó de Grecia, Lindsay se había encerrado por completo en la cómoda burbuja de los números, intentando terminar su doctorado en matemáticas puras. Era una estratagema para dejar de pensar en Antonios o, por lo menos, en el Antonios con el que había pasado la semana más bonita de su vida. Y, a veces, funcionaba. A veces.

Pero lo había echado terriblemente de menos. Había extrañado al hombre del que se había enamorado, el hombre de Nueva York.

Por desgracia, ahora creía que ni su amor ni su matrimonio eran reales. Estaba absolutamente convencida de ello. Y, sin embargo, añoraba lo que habían tenido durante esos días maravillosos.

–Sí –dijo al cabo de unos momentos–. Quiero poner fin a nuestro matrimonio.

–Quieres el divorcio –declaró él, para disipar cualquier duda.

–En efecto.

–En ese caso, tendrás que hacer lo que te ordeno.

–¿Ah, sí? ¿Por qué?

–Porque la ley griega solo permite el divorcio si las dos partes están de acuerdo –contestó.

Lindsay lo miró con sorpresa.

–Eso no puede ser… Seguro que hay excepciones a la norma, circunstancias que permitan el divorcio sin acuerdo previo…

–Oh, sí, claro que hay excepciones. De hecho, hay dos… El adulterio y el abandono. Pero ni soy un adúltero ni te he abandonado, así que no viene al caso –afirmó–. Por lo menos, en lo tocante a mí.

Lindsay se estremeció.

–¿Por qué quieres que vuelva a Grecia, Antonios?

–Tranquilízate. No pretendo que vuelvas conmigo –dijo con dureza–. Yo tampoco quiero que sigamos casados.

–Entonces, ¿por qué…?

–Como tal vez recuerdes, mi madre te aprecia mucho. No sabe por qué te marchaste y, sinceramente, no le he dicho nada sobre el estado actual de nuestra relación.

Lindsay se sintió culpable. Daphne Marakaios había sido muy buena con ella durante su estancia en Grecia, pero el afecto de la madre de Antonios no era motivo suficiente para que permaneciera allí.

–¿Por qué no se lo has dicho? Ya han pasado seis meses. No lo puedes mantener eternamente en secreto.

–¿Por qué no se lo dijiste tú? –replicó Antonios. Ah, lo había olvidado… No se lo dijiste porque eres una cobarde. Huiste de nuestra casa y de nuestra cama sin molestarte siquiera en explicar por qué querías romper nuestro matrimonio.

Lindsay respiró hondo y consideró la posibilidad de decirle que había intentado hablar muchas veces con él. Pero la desestimó. Ya no tenía sentido.

–Comprendo que estés enojado…

–No estoy enojado, Lindsay. Para estarlo, me tendría que importar. Y dejó de importarme cuando me enviaste ese mensaje de correo electrónico… Cuando te llamé para saber lo que había pasado y te limitaste a decir que ya no querías estar conmigo. Cuando me demostraste que ni yo ni nuestro matrimonio significaban nada para ti.

–Es curioso que digas eso, porque no parecía que nuestro matrimonio te importara mucho cuando estuve en Grecia –dijo, incapaz de refrenarse.

Antonios la miró con incredulidad.

–¿Me estás culpando a mí?

–¿Yo? ¿A ti? No, por supuesto que no. Tú no tienes ninguna responsabilidad.

Él entrecerró los ojos, como si no supiera si lo había dicho en serio o con sorna. Sin embargo, lo pasó por alto y declaró:

–No me importas ni tú ni tus motivos. Pero a mi madre le importa y, como ha estado enferma, preferí no decirle nada.

–¿Enferma?

–Sí. Vuelve a tener cáncer –le informó–. Recibió los resultados de las pruebas un mes después de que te marcharas.

Lindsay se quedó atónita. Sabía que había tenido cáncer de mama, pero pensaba que lo había superado.

–Lo siento mucho, Antonios… ¿Es tratable?

Él se encogió de hombros.

–Por lo visto, no se puede hacer gran cosa.

Lindsay se quedó muy preocupada. Pensó en Daphne, aquella mujer de cabello blanco y voz dulce que trataba a todo el mundo con amabilidad. Y pensó en Antonios, que siempre la había adorado.

En aquel momento, se arrepintió de haberse ido y de haberlo dejado a solas con su dolor. Pero, por otra parte, ¿qué podría haber hecho? Era tan infeliz en Grecia que no habría sido de gran ayuda. Y la idea de volver le aterrorizaba.

–Antonios… –empezó a decir–. Siento mucho lo de tu madre. Lo siento sinceramente. Pero no puedo volver a tu país.

–Puedes y lo harás –bramó–. Si quieres el divorcio, claro.

Ella sacudió la cabeza.

–Entonces, no me divorciaré.

–Si no nos divorciamos, seguirás siendo mi esposa y seguirás ligada a mí –le recordó, alzando la voz–. Pero tú sabrás lo que haces.

–¿Y de qué serviría que vaya? Se llevaría un gran disgusto si me presento y le digo que estamos separados…

Antonios la miró con intensidad.

–Pero no se lo vas a decir.

–¿Cómo?

–Los médicos dicen que solo le quedan unos cuantos meses de vida. Y no se los pienso amargar con los problemas de nuestro matrimonio –dijo–. Solo te pido que, durante unos cuantos días, finjas que seguimos felizmente casados.

–¿Quieres que finja? –preguntó, desconcertada.

Él sonrió sin humor alguno.

–Te resultará fácil, Lindsay. Eres una actriz excelente. Me lo demostraste cuando fingiste que estabas enamorada de mí.

 

 

Antonios miró la bella tez pálida de su esposa y sintió lástima de ella. Parecía completamente horrorizada ante la perspectiva de regresar a Grecia y hacerse pasar por una mujer feliz.

Pero no iban a retomar su matrimonio. Antonios no tenía intención de invitarla otra vez a su cama. No después de que lo hubiera abandonado del modo más cobarde posible y sin darle ninguna explicación.

Solo iba a ser una farsa, una mentira piadosa para contentar a su madre. Y, pasados unos días, ella se volvería a marchar y él no la volvería a ver.

Era lo que ambos deseaban.

–¿Unos cuantos días? –dijo ella con inseguridad–. ¿Nada más?

–Nada más –contestó–. Pero es importante que vuelvas de inmediato, porque la semana que viene es el santo de mi madre.

–¿El santo?

–En Grecia celebramos más los santos que los cumpleaños –le explicó–. Y, como las circunstancias son tan difíciles, mi familia quiere celebrarlo a lo grande.

A Antonios se le encogió el corazón. No imaginaba Villa Marakaios sin Daphne. Ya había sufrido bastante con la muerte de su padre, Evangelos, el hombre que había levantado un imperio de la nada y que, para bien o para mal, había sido el alma de la empresa. Y, si su madre fallecía, se le partiría el corazón.

Pero Antonios pensó que ya se lo habían partido. Lindsay se lo había destrozado cuando lo abandonó. Creía que estaba enamorada de él. Creía que serían muy felices. Y, aparentemente, todo era mentira.

–Haremos una fiesta –continuó–. Asistirán la familia, los amigos y todos los vecinos… Y tú también tienes que estar. Pero te podrás ir después si lo deseas. Le diré a mi madre que tienes que volver a Nueva York por lo de tu doctorado en matemáticas.

–¿Quieres que asista a la fiesta? –preguntó ella, más pálida que antes–. No, por favor… No me hagas eso.

Él se enfureció.

–¿Qué te he hecho para que me trates de ese modo? ¿Qué he hecho para que desprecies a mi familia? Te dimos la bienvenida a nuestro hogar, te abrimos nuestra casa y te dejamos entrar en nuestras vidas.

–Yo…

–Mi madre te adora, Lindsay –declaró, haciendo un esfuerzo por mantener la compostura–. Te trató como si fueras su propia hija. ¿Y así se lo pagas?

Los ojos de Lindsay se humedecieron. Estaba al borde de las lágrimas, y Antonios estuvo a punto de apiadarse de ella. Pero solo a punto.

–No le deseo ningún mal a tu madre –dijo en voz baja–. Le estoy muy agradecida. Siempre fue muy amable conmigo.

–Pues tienes una forma extraña de demostrarlo.

Lindsay lo miró con rabia, y Antonios se preguntó por qué estaba tan enfadada con él. A fin de cuentas, ella era quien había roto su matrimonio.

–Puede que sí, pero no puedo regresar a Grecia.

–¿Por qué? ¿Es que tienes un amante en Nueva York?

Ella se quedó boquiabierta.

–¿Un amante?

Antonios se encogió de hombros como si no le importara en absoluto, aunque la idea de que estuviera con otro hombre le dolía tanto que habría sido capaz de empezar a pegar puñetazos a la pared.

–Sí, eso es lo que he dicho. No se me ocurre otro motivo para que me abandonaras de repente y te marcharas del país.

Lindsay sacudió la cabeza.

–Te equivocas, Antonios. No tengo ningún amante.

Él respiró hondo.

–Entonces, nada impide que vuelvas a Grecia.

–Pero el doctorado…

–¿No puede esperar una semana? –dijo con impaciencia.

Antonios se preguntó cómo era posible que fuera tan egoísta y cruel. Incluso en ese momento, cuando ya habían transcurrido seis meses desde su traición, seguía sin entender que lo hubiera engañado con tanta facilidad. Se habían casado de forma impulsiva y temeraria, tras siete días de pasión; pero, a pesar de todo, había estado tan seguro de que Lindsay lo amaba como de que él la amaba a ella.

Y no era verdad.

–Solo será una semana –insistió–. Una simple semana, y te aseguro que no me volverás a ver… No me digas que eso no te satisface.

Ella apartó la mirada.

–No, no me satisface.

Él frunció el ceño.

–No te entiendo, Lindsay.

Lindsay suspiró.

–Lo sé. No me has entendido nunca.

–¿Y la culpa la tengo yo?

Ella sacudió la cabeza.

–Es tarde para hablar de responsabilidades, Antonios. Las cosas son como son, y no hay que darles más vueltas. Nuestro matrimonio fue un error, como te dije en su día.

–Pero aún no me has dicho por qué.

–Ni tú me lo has preguntado.

–¿Cómo que no? Te lo pregunté cuando hablamos por teléfono.

–No, eso no es verdad. Me preguntaste si estaba hablando en serio, te dije que sí y me colgaste el teléfono.

Antonios apretó tantos los dientes que le dolieron.

–Fuiste tú quien se marchó, Lindsay.

–Lo sé.

–Pero ahora insinúas que nuestro matrimonio fracasó porque no hice las preguntas correctas cuando mantuvimos aquella conversación telefónica –replicó él–. Por Dios, Lindsay… ¿Me has tomado por tonto?

–Yo no estoy insinuando nada, Antonios. Me he limitado a constatar un hecho.

–Pues permíteme que te recuerde yo otro… No me interesan tus explicaciones. También es tarde para eso –afirmó–. Solo quiero una cosa de ti, que me acompañes a Atenas en el vuelo de esta noche. Pero hay que irse enseguida, o lo perderemos.

–Yo no he dicho que vaya a acompañarte…

–¿Quieres el divorcio? ¿O no?

Los ojos grises de Lindsay se clavaron en él.

–Está bien, iré contigo. Pero no creas ni por un momento que voy porque cedo a tu chantaje. No te acompañaré porque quiera el divorcio, sino porque quiero hablar con tu madre y explicarle que…

–Ni se te ocurra –la interrumpió–. ¿Es que te has vuelto loca? Se llevaría un disgusto, y eso es lo último que necesita.

–¿Y cuándo le vas a decir la verdad?

–Nunca. Mi madre está al borde de la muerte, Lindsay.

–Lo sé, pero eso no justifica que la engañemos.

–Vaya, ¿desde cuándo te importan esas cosas? –dijo él con ironía–. Tú sabes más que nadie de engaños.

–Yo no te he engañado nunca, Antonios. Es verdad que estuve enamorada de ti. Te amé con toda mi alma durante aquella semana, en Nueva York.

Antonios se sintió como si le hubieran atravesado el corazón con un puñal. Se sintió como si estuviera a punto de sufrir un infarto, a punto de terminar como su padre, que había fallecido cuando solo tenía cincuenta y nueve años.

–¿Y qué pasó luego? ¿Me dejaste de amar de repente? ¿Así como así?

Lindsay abrió la boca para decir algo, pero él siguió hablando.

–No hace falta que contestes. Ya no importa –dijo–. Vuelve a Grecia por el motivo que sea, pero necesito que estés preparada antes de una hora.

Ella lo miró un momento y asintió.

–De acuerdo.

Antonios apretó los puños y se quedó en silencio mientras ella recogía sus pertenencias. Luego, Lindsay dio media vuelta y, sin decirle una palabra ni dedicarle una mirada, pasó junto a él y salió de la habitación.