Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Kate Hewitt. Todos los derechos reservados.

EL MÁS OSCURO DE LOS SECRETOS, N.º 2174 - agosto 2012

Título original: The Darkest of Secrets

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

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I.S.B.N.: 978-84-687-0727-3

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

ABRIDLA. Habían tardado casi dos días en conseguirlo. Khalis Tannous dio un paso atrás mientras los dos ingenieros que había contratado para abrir la cámara acorazada de su padre retiraban la puerta de las bisagras. Habían recurrido a todo su saber, pero el padre de Khalis había pecado de paranoia y el sistema de seguridad era demasiado avanzado. Al final, habían utilizado tecnología láser de vanguardia para cortar el metal.

Khalis no tenía ni idea de lo que había dentro; ni siquiera había sabido que existía en el sótano del complejo de la isla privada de su padre. Ya había recorrido el resto de las instalaciones y había encontrado suficiente evidencia para encerrar a su padre en la cárcel de por vida, si siguiera vivo.

–Está oscuro –dijo uno de los ingenieros. Habían apoyado la puerta en una pared y la entrada a la cámara se veía oscura e informe.

–Dudo que haya ventanas ahí dentro –Khalis sonrió con amargura. No podía ni imaginar lo que habría allí. ¿Un tesoro o problemas? Su padre tenía afición a ambas cosas–. Una linterna –dijo. Le pusieron una en la mano.

La encendió y dio un paso hacia la oscuridad. El corazón le latía con fuerza. Tenía miedo y eso lo irritaba, pero conocía a su padre lo bastante como para querer estar preparado para enfrentarse a otro trágico testamento de su poder y crueldad.

La oscuridad lo envolvió como terciopelo. Notó una gruesa alfombra bajo los pies y captó los sorprendentes aromas de madera y cera para muebles. Sintió alivio y curiosidad. Alzó la linterna e iluminó a su alrededor. Era una habitación grande, amueblada como el estudio de un caballero, con sofás y sillones elegantes, e incluso una mesa para bebidas.

Pero Khalis no creía que su padre bajara a una cámara acorazada para relajarse con un vaso de su mejor whisky. Vio un interruptor en la pared y encendió la luz. Giró en redondo, mirando primero los muebles y luego las paredes.

Y lo que había en ellas: marco tras marco, lienzo tras lienzo. Reconoció algunos, otros no. Un gran peso cayó sobre él como un sudario. Otra muestra de las actividades ilegales de su padre.

–¿Señor Tannous? –llamó, intranquilo, uno de los ingenieros desde afuera. Khalis comprendió que su silencio ya duraba demasiado.

–Estoy bien –contestó. Lo que tenía ante sus ojos era asombroso… y terrible. Vio una puerta de madera en la parte de atrás de la sala. Se acercó y entró en una habitación mucho más pequeña. Allí solo había dos cuadros, que hicieron que Khalis estrechara los ojos. Si eran lo que creía que eran…

–¿Khalis? –llamó Eric, su ayudante. Khalis salió de la habitación y cerró la puerta.

Apagó la luz y salió de la cámara. Los dos ingenieros y Eric lo esperaban, con expresiones curiosas y preocupadas.

–Dejadla –les dijo a los ingenieros, que habían apoyado la enorme puerta de acero contra la pared. Sentía el principio de un dolor de cabeza–. Me ocuparé de esto más tarde.

Agradeció que nadie hiciera preguntas, porque no tenía intención de decir qué había en la cámara. Aún no se fiaba de los empleados que habían quedado en el complejo tras la muerte de su padre. Cualquiera que trabajara para su padre tenía que estar desesperado o carecer de escrúpulos. Esas opciones no inspiraban confianza.

–Podéis iros –les dijo a los ingenieros–. El helicóptero os llevara a Taormina.

Khalis desactivó el sistema de seguridad y entraron en el ascensor que conducía arriba. Khalis sentía tensión en todo el cuerpo, pero llevaba así una semana, desde que había salido de San Francisco para ir a la endiablada isla, tras enterarse de que su padre y su hermano habían fallecido al estrellarse su helicóptero.

Hacía quince años que no los veía ni tenía relación con Empresas Tannous, el imperio empresarial de su padre. Un imperio enorme, poderoso y corrupto hasta la médula, que Khalis había heredado. Dado que su padre lo había repudiado públicamente cuando se fue de allí a los veintiún años, la herencia había sido una sorpresa.

De vuelta en el despacho de su padre, suspiró y se pasó las manos por el pelo, meditabundo. Llevaba una semana intentando familiarizarse con los muchos bienes de su padre para determinar hasta qué punto eran ilegales. La cámara y su contenido eran una complicación más.

Afuera, el mar Mediterráneo brillaba como una joya bajo el sol, pero la isla distaba de ser un paraíso para Khalis. Había sido su hogar de niño, pero la sentía como una prisión. No eran los altos muros coronados con alambre espino y cristales rotos lo que lo aprisionaban, sino sus recuerdos. La desilusión y desesperación que le habían corroído el alma, obligándolo a huir de allí. Si cerraba los ojos podía ver a Jamilah en la playa, con el pelo negro alborotado por la brisa, contemplándolo partir por última vez, con los ojos oscuros reflejando su dolor de corazón.

«No me dejes aquí, Khalis».

«Volveré. Volveré y te sacaré de este lugar, Jamilah. Te lo prometo».

Apartó el recuerdo, igual que llevaba haciendo quince años. «No mires atrás. No te arrepientas ni recuerdes ». Había hecho la única elección posible; simplemente no había previsto las consecuencias.

–¿Khalis?

Eric cerró la puerta y esperó instrucciones. En pantalón corto y camiseta, parecía el típico joven californiano incluso allí, en Alhaja. Pero su ropa y actitud casuales escondían una mente aguda como una cuchilla y una destreza informática que rivalizaba con la de Khalis.

–Tenemos que traer a un tasador de arte cuanto antes– dijo Khalis–. Al mejor, preferiblemente especialista en pintura del Renacimiento.

–¿Estás diciendo que en la cámara había cuadros? –Eric alzó las cejas, intrigado.

–Sí. Muchos cuadros. Cuadros que calculo valen millones –se dejó caer en la silla, tras el escritorio, y echó un vistazo a la lista de bienes que había estado revisando. Inmuebles, tecnología, finanzas, política. Empresas Tannous metía la mano, sucia, en todas las tartas. Khalis volvió a preguntarse cómo se tomaban las riendas de una empresa más temida que respetada y se la transformaba en algo honesto, en algo bueno.

No se podía. Ni siquiera quería hacerlo.

–¿Khalis? –Eric interrumpió sus pensamientos.

–Ponte en contacto con un tasador y organiza que vuele hasta aquí. Con discreción.

–Sin problema. ¿Qué vas a hacer con los cuadros cuando los tasen?

–Librarme de ellos –Khalis sonrió con amargura. No quería nada de su padre, y menos aún valiosas obras de arte, sin duda robadas–. Informar a las autoridades cuando sepamos qué tenemos entre manos. Antes de que llegue la Interpol y empiece a husmear por todos sitios.

–Un lío endiablado, ¿no? –Eric soltó un silbido.

–Eso –le dijo Khalis a su ayudante y mejor amigo–, es el eufemismo del año.

–Voy a ocuparme de lo del tasador.

–Bien. Cuanto antes mejor. Esa cámara abierta supone demasiado riesgo.

–¿Crees que alguien puede intentar robar algo? –Eric alzó las cejas–. ¿Adónde irían?

–La gente puede ser taimada y falsa –Khalis encogió los hombros–. Y no confío en nadie.

–Este lugar te hizo mucho daño, ¿verdad? –apuntó Eric, estrechando los ojos azules.

–Era mi hogar –Khalis se encogió de hombros otra vez y volvió al trabajo. Segundos después, oyó el ruido de la puerta al cerrarse.

–Un proyecto especial para La Gioconda.

–Muy gracioso –Grace Turner giró en la silla para mirar a David Sparling, su colega en Aseguradores de Arte Axis y uno de los mayores expertos del mundo en falsificaciones de Picasso–. ¿De qué se trata? –sonrió con calma cuando él agitó un papel antes sus ojos, sin intentar agarrarlo.

–Ah, la sonrisa –dijo David, sonriendo también. Cuan do Grace empezó a trabajar en Axis le habían puesto el mote de La Gioconda, por su sonrisa tranquila y su pericia en el arte renacentista–. Ha llegado una petición urgente para evaluar una colección privada. Quieren a alguien experto en el Renacimiento.

–¿En serio? –procuró ocultar su curiosidad.

–En serio –dijo David, acercando el papel más. ¿No sientes ni un poco de curiosidad, Grace?

–No –Grace giró la silla hacia el ordenador y miró su tasación de una copia de un Caravaggio, del siglo XVII. Era buena, pero no alcanzaría el precio que había esperado.

–¿Ni siquiera si te digo que el tasador volará a una isla privada en el Mediterráneo, con todos los gastos pagados? –David soltó una risita.

–Es normal –las colecciones privadas no eran fáciles de trasladar–. ¿Conoces al coleccionista?

Solo un puñado de personas en el mundo tenían cuadros renacentistas de auténtico valor, y la mayoría no querían que tasadores y aseguradoras supieran qué clase de arte colgaba en sus paredes.

–Demasiado top secret para mí –David movió la cabeza y sonrió–. El jefe quiere verte, ya.

–¿Por qué no me lo has dicho antes? –Grace apretó los labios y puso rumbo al despacho de Michel Latour, director de Aseguradores de Arte Axis, viejo amigo de su padre y uno de los hombres más poderosos del mundo del arte.

–¿Querías verme?

Michel, que estaba mirando por la ventana que daba a la Rue St Honoré, en París, se dio la vuelta.

–Cierra la puerta. ¿Recibiste el mensaje?

–Evaluar una colección privada con obras significativas del periodo renacentista –movió la cabeza–. No se me ocurre ni media docena de coleccionistas que encaje en esa descripción.

–Esto es algo distinto –Michel esbozó una sonrisa tensa–. Tannous.

–¿Tannous? –lo miró boquiabierta–. ¿Balkri Tannous? –Grace sabía que era un hombre de negocios inmoral y, supuestamente, coleccionista obsesivo. Nadie sabía qué contenía su colección de arte. Sin embargo, siempre se susurraba el nombre de Tannous cuando robaban una pieza de un museo: un Klimt de una galería de Boston, un Monet del Louvre–. Espera, ¿no está muerto?

–Murió la semana pasada en un accidente de helicóptero –confirmó Michel–. Sospechoso, por lo visto. Su hijo es quien pide la tasación.

–Creía que su hijo murió en el accidente.

–Este es su otro hijo.

–¿Crees que quiere vender la colección? –preguntó Grace.

–No estoy seguro de lo que quiere –Michel fue a su escritorio, sobre el que había una carpeta abierta. Pasó algunas hojas; Grace vio notas sobre varios robos. Tannous era sospechoso de todos ellos, pero nadie podía probarlo.

–Si quisiera vender en el mercado negro no habría recurrido a nosotros –apuntó Grace. Abundaban los tasadores que comerciaban con piezas robadas, pero Axis no jugaba sucio nunca.

–Cierto –asintió Michel–. No creo que pretenda vender en el mercado negro.

–¿Crees que va a donarla? –la voz de Grace sonó incrédula–. La colección entera podría valer millones. Puede que mil millones de dólares.

–No creo que él necesite dinero.

–No es cuestión de necesidad. ¿Quién es? Ni siquiera sabía que Tannous tenía un segundo hijo.

–No se sabe por qué abandonó el redil a los veintiún años, tras licenciarse en Matemáticas, en Cambridge. Creó su propia empresa de informática en Estados Unidos y no volvió nunca.

–Y su empresa de Estados Unidos, ¿es legal?

–Eso parece –Michel hizo una pausa–. Quiere que la tasación se haga cuanto antes. Urgente.

–¿Por qué?

–Es comprensible que un hombre de negocios honesto quiera librarse legalmente de un montón de obras de arte robadas lo antes posible.

–Eso, si es honesto.

–El cinismo no te favorece, Grace –Michel movió la cabeza con expresión compasiva.

–Tampoco me favoreció la inocencia.

–Sabes que quieres ver lo que hay en esa cámara acorazada –la tentó Michel con voz suave.

Grace tardó un momento en contestar. No podía negar que sentía curiosidad, pero había sufrido demasiado para no titubear. Su instinto era resistirse a la tentación, en todas sus formas.

–Podría entregar la colección a la policía.

–Tal vez lo haga, después de la tasación.

–Si es grande, eso podría llevar meses.

–Una tasación detallada sí, pero creo que solo quiere que un ojo experto le eche un vistazo. Antes o después tendrá que trasladarla.

–No me gusta. No sabes nada de ese hombre.

–Confío en él –dijo Michel–. Ha buscado la fuente más legítima posible para la tasación.

Grace no dijo nada. No se fiaba de ese Tannous, no se fiaba de los hombres, y menos de los magnates ricos y posiblemente corruptos.

–El caso es que quiere que el tasador vuele a la isla Alhaja esta noche –añadió Michel.

–¿Esta noche? ¿Por qué tanta prisa?

–¿Por qué no? Estar a cargo de esas obras debe de ser incómodo. Es fácil caer en la tentación.

–Lo sé –dijo Grace con voz suave.

–No me refería… –se excusó Michel.

–Lo sé –repitió ella. Movió la cabeza–. No puedo hacerlo, Michel –inspiró y el aire le quemó los pulmones–. Sabes lo cuidadosa que debo ser.

–¿Cuánto tiempo vas a seguir viviendo esclavizada por…?

–El que haga falta –se dio la vuelta para ocultar su expresión, el dolor que no conseguía ocultar cuatro años después. Sus colegas la consideraban fría y poco emotiva, pero no era más que una máscara. Solo con pensar en Katerina sus ojos se llenaban de lágrimas y se le encogía el corazón.

–Oh, chérie –Michel suspiró y volvió a mirar la carpeta–. Creo que esto te haría bien. Estás viviendo tu vida como un ratón de iglesia, o una monja, no sé cuál. Tal vez las dos cosas.

–Interesantes analogías –Grace sonrió de medio lado–. Necesito llevar una vida tranquila. Lo sabes.

–Sé que eres la evaluadora de arte renacentista con más experiencia de la que dispongo, y necesito que vueles a isla Alhaja… esta noche.

–No puedo –lo miró y vio acero en sus ojos. Él no iba a dejar que se librara.

–Puedes y lo harás. Aunque fuera el mejor amigo de tu padre, soy tu jefe. No hago favores, Grace. Ni a ti, ni a nadie.

Ella sabía que no era cierto. Le había hecho un inmenso favor cuatro años antes, cuando estaba desesperada y muriéndose por dentro. Al ofrecerle un empleo en Axis le había devuelto la vida, o tanta como podía vivir, dadas sus circunstancias.

–Podrías ir tú –le sugirió.

–No conozco ese periodo tan bien como tú. Tienes que ir, Grace.

–Si Loukas se entera… –tragó saliva. Notaba el tronar de su corazón en el pecho.

–Estarás trabajando. Hasta él te permite eso.

–Aun así –juntó los dedos, nerviosa. Sabía bien que el arte más caro y preciado del mundo encendía la pasión y la posesividad de la gente. Un gran cuadro podía envenenar el deseo, convertir el amor en odio y la belleza en fealdad. Lo había visto y vivido y no quería repetir.

–Todo será muy discreto y seguro. No hay razón para que nadie sepa que estás allí.

¿Sola en una isla con el hijo olvidado de un magnate de negocios corrupto y odiado? Grace no sabía mucho de Balkri Tannous, pero conocía a su ralea. Sabía lo despiadado, cruel y peligroso que podía ser un hombre de ese tipo. Y no tenía razones para creer que su hijo fuera a ser distinto.

–Habrá empleados –le recordó Michel–. No es como si fueras a estar sola con él.

–Lo sé –tomó y aire y lo soltó lentamente–. ¿Cuánto tiempo tendría que estar allí?

–¿Una semana? Depende de lo que haya –al ver que iba a protestar, Michel alzó la mano–. Basta. Irás, Grace. Tu avión sale dentro de tres horas.

–¿Tres horas? Si no tengo el equipaje, ni… –Tienes tiempo –sonrió, pero su expresión se mantuvo firme–. No olvides llevar un bañador. El Mediterráneo es agradable en esta época del año. Puede que Khalis Tannous te deje ir a nadar.

Khalis Tannous. El nombre le produjo un escalofrío, no supo si de curiosidad o de miedo. Hijo de un padre sin escrúpulos, había elegido, por rebeldía o desesperación, alejarse de su familia a los veintiún años. ¿Qué clase de hombre era, y en qué se convertiría al controlar un imperio?

–No pienso nadar –dijo–. Pretendo acabar el trabajo lo antes posible.

–Bueno –Michel sonrió–, podrías intentar disfrutar un poco, por una vez.

Grace movió la cabeza. Sabía adónde conducía eso, no tenía intención de volver a disfrutar nunca.

Capítulo 2

AHÍ ESTÁ.

Grace estiró el cuello para mirar por la ventanilla del helicóptero que la había recogido en Sicilia y en ese momento la llevaba a isla Alhaja, que no era más que una mota rocosa con forma de media luna, cerca de la costa de Túnez. Tragó saliva e intentó controlar los nervios que sentía.

–Diez minutos más –dijo el piloto.

Grace se recostó en el asiento. Era muy consciente de que dos miembros de la familia de Khalis Tannous habían muerto en un accidente de helicóptero hacía poco más de una semana, sobre esas mismas aguas. El piloto percibió su intranquilidad, porque la miró y esbozó lo que Grace supuso era una sonrisa tranquilizadora.

–No se preocupe. Es muy seguro.

–Ya –Grace cerró los ojos cuando el helicóptero inició el descenso. Aunque era una de las mejores expertas en arte renacentista de Europa, no trataba con coleccionistas privados sino con museos, inspeccionando y asegurando los cuadros que colgaban de sus paredes. Trabajaba en silenciosas salas traseras y laboratorios estériles, lejos del público y del escándalo. Michel se ocupaba de las personalidades tempestuosas típicas de los coleccionistas privados. Sin embargo, esa vez la había enviado a ella.

Abrió los ojos y miró por la ventanilla. Una franja de playa de arena blanca, una cala rocosa, árboles y un alto muro rematado por dos filas de alambre de espino y trozos de cristal roto. Grace supuso que era solo un mínimo atisbo del sistema de seguridad de Tannous.

El helicóptero tomó tierra a pocos metros de un jeep negro. Grace bajó a la pista. Vio a un hombre delgado que vestía camiseta teñida a mano y pantalones vaqueros cortados; la brisa marina le alborotaba el pelo rubio.

–¿Señorita Turner? Soy Eric Pulson, el ayudante de Khalis Tannous. Bienvenida a Alhaja.

Grace se limitó a asentir. No había esperado que el ayudante de Tannous apareciera vestido como un turista de playa. Él la condujo al jeep y echó su maleta en la parte de atrás.

–¿Me espera el señor Tannous?

–Sí, puede refrescarse y relajarse un poco, después se reunirá con usted.

–Creía que era un asunto urgente –protestó ella. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer.

–Estamos en una isla mediterránea, señorita Turner –la miró risueño–. ¿Qué significa urgente?

Grace frunció el ceño. No le gustaba la actitud del hombre. Distaba de ser profesional, y ella necesitaba serlo siempre. Profesional. Discreta.

Eric condujo por una carretera pedregosa hasta la entrada al complejo, un par de puertas de metal que intimidaban. Se abrieron silenciosamente y se cerraron tras el jeep. Eric parecía relajado, pero él conocía el código de seguridad de esas puertas. Ella no. Acababa de convertirse en una prisionera. Otra vez. Se le humedecieron las palmas de las manos y sintió náuseas al recordar lo que era sentirse prisionera. Ser prisionera.

Se preguntó por qué había accedido a ir. Sabía que Michel no la habría despedido si se hubiera negado. Lo cierto era que la tentación de ver la famosa colección Tannous había sido demasiado fuerte para resistirse.

Por desgracia, Grace sabía mucho de tentación.

Bajó del jeep y miró a su alrededor. El complejo era un feo bloque de cemento, como un búnker, pero lo rodeaban unos jardines preciosos.

Eric la condujo a la puerta principal del edificio y desactivó otro sistema de seguridad digital. Grace lo siguió a un enorme vestíbulo con suelo cerámico y una claraboya en el techo, y después a una sala de estar elegante e informal, con sofás y sillones en tonos neutros, algunas antigüedades y un ventanal con vistas al mar.

–¿Puedo ofrecerle algo de beber? –preguntó Eric, con las manos en los bolsillos–. ¿Zumo, vino, piña colada?

–Un vaso de agua con gas, por favor –Grace no tenía ninguna intención de relajarse.

–Ahora mismo –se marchó, dejándola sola.

Grace examinó la habitación con sus ojos de experta. Los muebles y los cuadros eran buenas copias, pero falsos. Eric regresó con el agua. Tras decirle que Tannous llegaría en unos minutos y que entretanto podía «relajarse », se marchó. Grace tomó un sorbo de agua. Los minutos fueron pasando y se preguntó por qué Tannous la estaba haciendo esperar.

Nada allí le gustaba. Ni el muro, ni las puertas blindadas ni el hombre al que iba a conocer. Todo le traía demasiados recuerdos dolorosos. Si fuera cierto lo que decían de «si no te mata te hará fuerte», ella sería una forzuda. Pero, en cambio, se sentía vulnerable y expuesta. Se esforzaba mucho por dar una imagen fría y profesional, y ese sitio estaba haciendo que se resquebrajara.

Fue hacia la puerta y probó el picaporte. Comprobó, con alivio, que se abría. Era obvio que estaba paranoica. Salió al vestíbulo y al fondo vio unas puertas de cristal que conducían a un patio y a una piscina de horizonte, que parecía fundirse con el mar y brillaba a la luz del ocaso.

Grace salió e inhaló el aroma a lavanda y romero. Una brisa seca acarició su nuca, soltando algunos mechones de su moño. Caminó hacia la piscina. Oía el golpeteo rítmico del agua. Alguien estaba nadando y creía saber quién era.

Rodeó una palmera y se encontró ante la piscina. Un hombre cortaba el agua con seguridad. Parecía arrogante y confiado en sus fueros.

Khalis Tannous.

Sintió una intensa irritación. Mientras ella esperaba, ansiosa y tensa, él estaba nadando. Parecía un juego de poder. Grace se acercó a la tumbona y agarró la toalla que había encima. Luego fue hacia el borde en el que Khalis Tannous iba a terminar un largo y no podría dejar de ver sus tacones de diez centímetros de altura.

Él tocó el borde y alzó la vista. Grace no estaba preparada para la descarga que sintió. Algo chisporroteó en ella al ver esos ojos gris verdosos, con largas pestañas oscuras. Aunque sintió terror, le entregó la toalla con frialdad.

–¿Señor Tannous?

Él curvó la boca con desconcierto y sus ojos se estrecharon con suspicacia. Estaba en guardia, como ella. Salió de la piscina y aceptó la toalla.

–Gracias –se secó con parsimonia.