Motivar para educar

Motivar para educar
Ideas para educadores: docentes y familias

José Bernardo Carrasco
Juan José Javaloyes Soto

NARCEA, S. A. DE EDICIONES MADRID

NARCEA. S.A DE EDICIONES, 2016

Paseo Imperial. 53-55. 28005 Madrid. España

www.narceaediciones.es

Fotografía de la portada: IngImage

ISBN papel: 978-84-277-2098-5
ISBN ePdf: 978-84-277-2099-2
ISBN ePub: 978-84-277-2245-3

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Índice

INTRODUCCIÓN

1. Retos de nuestro tiempo

A modo de premisas. Acercamiento a tres realidades: familia, educación, siglo XXI. Algunos cambios de los agentes educativos.

2. La motivación en el contexto de la educación personalizada

Aproximación al concepto de persona. Carácter personal de la educación.

3. Los grandes “motivos” de la persona

El deseo de seguridad. El sentimiento de dignidad. La solidaridad. Consecuencias prácticas para aplicar en el aula. Metas de la actividad educativa y motivaciones correspondientes. Metas y motivaciones de la actividad educativa. Motivación y metacognición. Algunas estrategias y consideraciones de carácter motivador.

4. Motivación y valores

¿No hablamos de lo mismo? ¿Existe la realidad objetiva? ¿Existen valores objetivos? Génesis y desarrollo de la motivación. Posible distribución de valores en función de los periodos sensitivos. Las obras incidentales como medio usual y práctico para la educación en valores. Algunas estrategias y consideraciones de carácter motivador.

5. Cómo pueden los docentes motivar a sus estudiantes y enseñarles a automotivarse

Teoría de las expectativas: V. Vroom. Necesidad de logro: McClelland, Atkinson. Curiosidad y manipulación: Harlow y Butler. Utilización de reforzamientos (conductismo): Watson, Skinner, Baer. Atribución causa-efecto: Heider, Weiner. Disonancia cognitiva: Festinger. El profesor como agente motivador: García Hoz, Ontoria y Molina. La metodología docente utilizada: Montessori, Kilpatrick, Elliot, García Hoz. La potencialidad motivadora de la evaluación: García Hoz, Pérez Juste. Las “expectativas del profesor”: Rosenthal y Jacobson. Las convicciones sobre las propias aptitudes para aprender: Hunt.

6. Relación familia-centro educativo, una motivación excepcional

Algunas investigaciones y experiencias. Iniciativas en América. Iniciativas en Latinoamérica. La situación europea. Áreas de participación de los padres.

7. Asesoramiento motivacional a las familias

Personalización del asesoramiento educativo familiar. Asesoramiento referido al principio fundante de la singularidad. Asesoramiento referido al principio fundante de apertura. Asesoramiento referido al principio fundante de originación. Cuestionario referido a los padres. Para terminar: lo que nos piden nuestros hijos.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Introducción

Sólo la persona es educable. Sin embargo no todos están de acuerdo, a nivel práctico, con esta afirmación, debido, fundamentalmente, a las discrepancias existentes en los conceptos de “persona” y de “educación”.

Tampoco existe unanimidad en la jerarquización, por orden de importancia, de los agentes educativos, ni en cuáles deben ser sus correspondientes tareas. Y no nos referimos sólo a las funciones que han venido desempeñando hasta ahora con mayor o menor fortuna, sino en las que les corresponde desempeñar ya, ahora, y de cara al futuro, habida cuenta de los retos con los que hemos de enfrentarnos. En este sentido, el primer Capítulo del libro pretende poner de manifiesto una serie de rasgos sociales y urgencias educativas actuales que hemos de abordar sin demora, de entre las que destaca la necesidad de “aclarar” los términos familia, educación, siglo XXI y las relaciones que se establecen entre ellos, así como el papel fundamental que han de jugar los agentes educativos en la solución de los graves problemas que hoy nos aquejan, facilitando o protagonizando la educación que necesita la dignidad de la persona, que ha de ser muy distinta de la que conocemos. Para ello se hacen necesarios una serie de cambios en profundidad, cuya relación y justificación también exponemos.

De entre los agentes educativos, el principal de todos es el alumno, protagonista único y real de su propia educación; le siguen la familia —verdadero caldo de cultivo de su formación—, los docentes y los organismos e instituciones educativas, por citar sólo los más importantes, que deben ser considerados más bien como agentes-mediadores. El estudiante, pues, constituye el centro de la educación, el “educando”, el que se educa siendo educado. Por tanto, la educación, para serlo, deberá atenerse a las necesidades que exige su desarrollo como persona: deberá ser una educación personalizada, esto es, una educación que sea acorde con la naturaleza humana y con las notas propias de la persona en la medida en que, cada una, supone una concreción o encarnación de dicha naturaleza. Esto nos lleva a la necesidad de realizar una aproximación a lo que es la persona, es decir, a los principios que la fundamentan y a las dimensiones que la constituyen y que, a la postre, se erigirán en el objeto propio de la educación. Esto es lo que abordamos en el Capítulo 2. Pretensión que consideramos necesaria por dos razones: porque en la actualidad existen una serie de reduccionismos que deforman el concepto de persona y de los que se derivan determinados modelos educativos parciales e incluso opuestos a la propia naturaleza humana; y porque es necesario que los educadores tengan claro qué es la persona, habida cuenta de que su misión consiste en contribuir a su formación integral.

Entendemos, además, que será de mucha utilidad a los agentes educativos conocer cuáles son los motivos “nucleares” o grandes motores que mueven a la persona, de acuerdo con sus necesidades más profundas y de las que derivan todos los motivos y necesidades restantes. En el Capítulo 3 abordamos estas cuestiones, e incluimos una serie de consideraciones y líneas de actuación motivadora de gran utilidad.

Ahora bien: ¿qué relación existe entre motivar y educar? Hemos hablado de los grandes retos educativos actuales, así como de los motivos básicos que mueven a la persona. ¿Dónde está el nexo que une ambas realidades?

Lo que la educación pretende, en última instancia, es conseguir la plenitud o perfección de cada persona en todos y cada uno de sus principios fundantes mediante las dimensiones que la constituyen por naturaleza. En cuanto a la palabra motivación, tomada en su sentido etimológico y, por tanto, más radical, es sinónima de valor, de forma que no existe diferencia entre valor y motivo. Por su parte, el valor, que consiste en el conocimiento de la perfección o excelencia existente en los seres y, por tanto, en la persona, entronca directamente con el hecho educativo en la medida en que ambos se refieren a su perfección: la educación como su objeto propio; el valor como conjunto de aspectos perfectibles o bienes sobre los que ha de incidir aquella. Dicho de otra forma: si la educación tiene como fin el desarrollo de la persona de cara a su plenitud, los valores dinamizan el proceso educativo hacia el deber ser como fin objetivo de la conducta humana, convirtiéndose de esta forma en motores de la persona y claves de referencia en su búsqueda de sentido.

Lo expuesto anteriormente considera tanto a la educación como a los valores-motivos desde un punto de vista fundamentalmente procesual; así, la educación se entiende como el proceso mediante el cual se va perfeccionando la persona, de acuerdo con el deber ser axiológico. Pero ni la educación, ni los motivos que mueven su proceso, tendrán mucho sentido si no se dirigen a la consecución de unos resultados. A fin de cuentas, lo que importa es que toda persona llegue a desarrollar de modo satisfactorio todas y cada una de sus potencialidades, gracias al dinamismo propio de los valores. Dicho más brevemente: se trata de conseguir personas educadas que practican los valores que les son propios. El resultado de la educación, pues, exige la práctica de los valores, o sea, la práctica del bien; y esta práctica, realizada de modo habitual, son las virtudes. De esta forma hemos pasado del “deber ser” conceptual al ser como se debe ser, más volitivo y operativo. De esto trata el Capítulo 4.

La satisfacción de las grandes necesidades a que hemos aludido anteriormente, o lo que es igual, los motivos centrales de la persona, se manifiestan normalmente a través de una serie de motivos mucho más concretos que se corresponden con las múltiples actividades comprendidas en el proceso educativo. En el Capítulo 5 se exponen las conclusiones obtenidas, sobre una muestra suficientemente representativa, de las investigaciones más importantes realizadas a nivel mundial hasta el día de hoy. En ellas se pone de manifiesto la existencia de una serie de motivos concretos que mueven la conducta humana de modo puntual. Nuestra labor ha consistido en resumir dichas conclusiones y obtener de ellas una serie de consecuencias y líneas de acción motivadoras, claras y prácticas para aplicar en el aula; además hemos elaborado dos cuestionarios de autoevaluación del docente: uno, para que pueda comprobar en qué medida utiliza en sus clases cada uno de los tipos de motivación propuestos; otro, para que tome conciencia de cómo y cuánto enseña a sus alumnos a automotivarse que es, en última instancia, la finalidad de la acción magistral al respecto.

Este Capítulo 5, aunque explícitamente indica que va dirigido a los profesores, puede también ser muy útil a los padres, pues la mayoría de lo que en él se indica les sirve igualmente a ellos. Y es que, a fin de cuentas, padres y docentes o, si se quiere familia y escuela, han de ir de la mano en la educación de sus hijos/alumnos; de lo contrario, el daño que se les infringe es incalculable. La esquizofrenia educativa debe evitarse a toda costa. Por el contrario, la convergencia de ambos agentes educativos constituye una motivación excepcional.

Las investigaciones en este sentido son concluyentes. Una de las condiciones básicas para conseguir una educación de calidad consiste en el compromiso activo de los miembros de la comunidad educativa con la filosofía educativa y objetivos que inspiran el proyecto educativo del centro escolar. Y de entre estos miembros, cobra especial importancia la familia. Se hace, pues, totalmente necesaria la participación de los padres en las instituciones educativas de sus hijos, dado que es a ellos a quien corresponde, por derecho/deber natural, su educación. Pero queda aún mucho camino por recorrer para que esta necesaria participación llegue a ser satisfactoria, tanto a nivel cuantitativo como cualitativo. Los padres deberían tomar parte en el diseño, elaboración y mejora sistemática del proyecto educativo de los correspondientes centros docentes, como base de su aceptación. De ahí que presentemos, en el Capítulo 6, algunas experiencias e iniciativas llevadas a cabo en Estados Unidos, Latinoamérica y Europa, que pueden aportar luces al respecto. Así mismo hemos incluido una serie de áreas de participación de las familias en las escuelas, de carácter eminentemente práctico.

Para terminar, el Capítulo 7 está dedicado al asesoramiento motivacional a las familias, que viene a ser el correlato del capítulo 5 dedicado a los profesores. En él proponemos una serie de actividades muy concretas de carácter motivacional, que “materializan” la personalización del asesoramiento educativo familiar en función de los principios fundantes y dimensiones de la persona, tal como expusimos en el capítulo 2. La novedad —y el valor— de esta propuesta reside en mostrar de modo palpable cómo puede desarrollarse —educarse— cada principio a través de una serie de actuaciones familiares que se van correspondiendo con cada una de sus dimensiones. De esta forma se pone de manifiesto cómo puede conseguirse su unidad a la que, a fin de cuentas, debe dirigirse toda acción educativa escolar y familiar. Esta unidad de la persona, que requiere de una educación integral e integradora, nos autoriza a afirmar que los seres humanos no tenemos cuerpo, ni afectividad, ni inteligencia, ni voluntad, sino que somos todas y cada una de las dimensiones y principios constituyentes.

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Retos de nuestro tiempo

A MODO DE PREMISAS

La naturaleza humana es el principio dinámico de sus operaciones, de forma que el ser humano “no puede no hacer” (Choza, 1988), tanto en el plano físico como en el psíquico. Ahora bien, puede ocurrir que la persona no actúe según le demanda su naturaleza, lo que significaría que le falta “firmeza natural”, o lo que es lo mismo, que estaría enfermo (etimológicamente in-firmus significa “sin firmeza”); esto puede ocurrir por varias razones: porque esté biológicamente enfermo, cuanto más enfermo, menos puede hacer; porque no encuentre sentido al “hacer” (enfermedad psíquica o espiritual: depresión, estar hastiado de la vida...); y porque lo que hace va en contra de su propia naturaleza (contra el bien, la verdad, la belleza, por ejemplo), de forma que le sucede lo mismo que en las enfermedades denominadas “autoinmunes” (como ocurre, por ejemplo, con la artritis), en las que el organismo, para defenderse de algo que no tiene, crea defensas que le producen la enfermedad.

Por eso es necesario saber qué enfermedades puede tener y, sobre todo, quién o qué las provoca, para poder poner el remedio oportuno.

De entre los agentes motivacionales que puede provocarle alguna de esas enfermedades (especialmente las del tipo b y c), se encuentran: en primer lugar la familia; inmediatamente después, la educación visible que ha recibido en los correspondientes centros de enseñanza, incluyendo aquí a los profesores encargados de motivarle; a continuación, la sociedad en que se encuentra inmerso que, a modo de educación invisible —utilizando la terminología de García Hoz—, va inculcando en la persona una serie de ideas, valores, actitudes y modos de comportarse que pueden llegar a destruirle como persona. Se hace pues necesario, como punto de partida, saber: primero, cuáles son las claves que definen nuestro tiempo (a qué retos hemos de enfrentarnos) y de qué modo están influyendo en la motivación de los que vivimos en él; segundo, cuál es la situación actual de la familia y cómo influye en la motivación de sus hijos; y tercero, qué grado de motivación caracteriza a la educación que realmente se está impartiendo y la forma de enseñar de los profesores.

Una vez realizado el “diagnóstico motivacional” de las tres realidades aludidas, es preciso hacer el correspondiente “pronóstico”, también motivacional, que necesariamente pasa por determinar cuál es el tipo de educación más acorde con la naturaleza de la persona, lo que implica precisar, en la medida de lo posible en qué consiste “ser persona” y qué es necesario para que su existencia sea motivada en función de lo que es; es decir, en qué consiste la Educación Personalizada.

Seguidamente nos centraremos en la consideración de las necesidades más imperiosas del ser humano —excluidas las biológicas— que constituyen auténticos ejes motivacionales de carácter personalizador. Posteriormente se aborda la relación existente entre motivo y valor y se concretan aquellos que producirán una conducta motivada y madura tal como exige la plenitud personal.

A continuación veremos de modo más concreto qué otros motores, motivos, empujan a la persona a actuar, tal y como han puesto de manifiesto las investigaciones que hemos considerado más relevantes de las realizadas al respecto, y que sirven a modo de “motores de arranque” de esos otros grandes motores derivados de las necesidades humanas estudiadas en el epígrafe anterior.

Para terminar, proporcionaremos algunas pautas de actuación motivadora en el seno familiar, que les servirán tanto a los profesores en su función de asesores motivacionales de los padres, como a éstos mismos, en su papel de primeros educadores de sus hijos, lo que implica saber motivarlos también desde sus hogares.

ACERCAMIENTO A TRES REALIDADES: FAMILIA, EDUCACIÓN, SIGLO XXI

De acuerdo con lo expuesto, corresponde ahora aclarar los términos familia, educación, siglo XXI, y las relaciones que se establecen entre ellos. En la actualidad, alguna de estas relaciones se manifiestan con una evidencia palmaria, aunque hayan estado, anteriormente, muchas veces cuestionadas. Nos referimos a la importancia de la familia en la educación de los hijos; o el papel de la educación en la resolución de alguno de los problemas de nuestro tiempo: droga, pobreza, marginación, integración de los inmigrantes, respeto cultural de los diferentes, etc.

Pero, al mismo tiempo, podemos decir que el siglo XXI se presenta con muchas situaciones sin resolver y más de una amenaza convertida en lastrante realidad: es cada vez más evidente que los problemas de la Humanidad no son sólo problemas técnicos; ni afectan sólo al lugar y personas directamente relacionados con el origen de los problemas; ni son fáciles de resolver por la multiplicidad de factores que intervienen.

Con gran rapidez se va extendiendo la idea de que en la solución ha de jugar un papel importante la educación, y los agentes que influyen en ella: las familias, los profesores, las instituciones, los propios alumnos. Pero no la educación que conocemos, sino la que necesita la dignidad de la persona y la sociedad de hoy.

Apostamos por una propuesta de cambio, de mejora de la participación de la familia en la educación de sus hijos, no sólo en casa, sino también en la escuela, en los medios de comunicación de masas, y en las instituciones culturales y políticas configuradoras del marco educativo en el que se desarrolla la vida de los estudiantes. Se trata de una propuesta que intenta ir a las causas de lo que nos está sucediendo y que implica un cambio profundo en muchos aspectos de la relación familia-escuela-Estado-Medios de Comunicación.

De esta forma la familia pasará de ser espectadora pasiva de los cambios que le afectan, a ser protagonista activa de la sociedad que quiere para ella y para sus hijos, porque la dolorosa oportunidad para mejorar que tenemos delante es demasiado dolorosa como para desaprovecharla, como explican los analistas económicos ante una empresa en crisis.

Urgencias educativas del siglo XXI
Algunas pinceladas sobre nuestro tiempo

De cara al futuro que se presenta incierto, la educación tiene mucho que decir. Los informes internacionales “destacan el papel que está llamada a desempeñar la educación como factor de promoción, desarrollo e igualdad entre los pueblos, pues hoy nadie duda que la educación es pilar fundamental para construir la paz y la libertad de las personas, sin la cual no habrá desarrollo posible” (Pérez Serrano, 2000: 48).

En el Informe a la Unesco La educación encierra un tesoro, de la comisión presidida por Jacques Delors, se enumeran una serie de tensiones que han de superarse y que están en el centro de la problemática del siglo XXI: la tensión entre lo mundial y lo local; entre lo universal y lo singular; entre tradición y modernidad; entre el largo plazo y el corto plazo; entre la indispensable competencia y la preocupación por la igualdad de oportunidades; entre el extraordinario desarrollo de los conocimientos y las capacidades de asimilación del ser humano (Rodríguez Neira, 2001).

En otros estudios se destaca, entre los retos de la educación, la aceleración del progreso científico y tecnológico, que tensa la capacidad de adaptación de cada cual; la emergencia de la aldea global planetaria y la globalización; las tecnologías de la comunicación; y el crecimiento de las desigualdades entre países ricos y pobres y la fractura social en los países ricos (Michel, 2002). Por su parte, Vázquez afirma que entre las tensiones más significativas del sistema educativo se encuentran las siguientes:

Información contra cultura; acumulación y sustitución de información contra integración del conocimiento.

Tecnología contra cultura.

Cohesión social y orientación hacia el mercado.

Formación (construcción interior) a medio-largo plazo contra exigencia inmediata.

Competencias específicas contra competencia humana.

Exigencia-desconfianza ante la escuela (Vázquez Gómez, 2002).

Con gran rapidez se va extendiendo la idea de que en la solución de algunas de estas tensiones y retos ha de jugar un papel importante la educación, y los agentes que influyen en ella: las familias, los profesores, las instituciones, los propios alumnos. “La escuela tal como está concebida hasta este momento, y que ha dado resultados satisfactorios durante décadas, debe transformarse para atender nuevas exigencias” (Ruiz Corbella, 2002: 219).

Hace unos años, Aurelio Peccei (1979: 14-15) en el prólogo del Informe al Club de Roma lo explicaba así:

“Durante largo tiempo, la humanidad creyó haber descubierto la pauta óptima para un desarrollo permanente y autopropulsado. Todos estábamos orgullosos de una civilización que sobresalía por unos descubrimientos científicos sin precedentes, una tecnología excepcional y una riada de producción en masa que traía a su paso unos niveles de vida más altos, la erradicación de las enfermedades, unas posibilidades de viajar jamás soñadas y unas comunicaciones audiovisuales instantáneas.

Pero a la larga, comenzamos a caer en la cuenta de que por la indiscriminada adopción de esta pauta estábamos pagando, con harta frecuencia, unos exorbitantes costes sociales y ecológicos por las mejoras alcanzadas, y hasta nos vimos inducidos a relegar a segundo plano las virtudes y valores que son los fundamentos de una sociedad saludable, al tiempo que la esencia misma de la calidad de vida.”

De la misma opinión es el profesor Barrio (1998: 36) cuando expresa que “la re-humanización de las tareas educativas forma parte de un reto cultural de mayor envergadura, consistente en devolverle al trabajo humano, en general, su dimensión práxica, perdida en gran parte al haber sido excesivamente acentuada su vertiente técnica”. Hoy, los expertos están de acuerdo en afirmar que no sabemos para qué futuro se debe educar, y, por tanto, es cada vez más necesario consolidar una formación basada en lo esencial, fundamentalmente apoyada en destrezas y valores (Ruiz Corbella, 2002).

La sociedad del siglo XXI tiene contrastadas unas necesidades que requieren respuestas específicas. En palabras de Ruiz Corbella (2002: 219): “Nos referimos, en concreto, a:

La consolidación del derecho a la educación y la democratización del acceso a ésta.

Los cambios en la estructura demográfica de la población.

El avance de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación.

Los grandes cambios políticos.

La reorganización económica.

Los cambios sociales y culturales.

Ninguno de estos puntos explica por sí mismo las grandes transformaciones que ha sufrido la sociedad actual, especialmente en Occidente. Ahora la interrelación de todos ellos ha originado unos cambios sin precedentes, especialmente debido a la rapidez con que se han generado y que continúan dándose”.

Es indudable que la mayor complejidad de las situaciones actuales y futuras, la relación más intensa entre las diferentes culturas y la consideración del mundo como un lugar al que todos pertenecemos y a todos nos pertenece, generará nuevas situaciones de conflicto, inimaginables muchas de ellas, que exigirán una predisposición a su superación.

Hoy, las diferencias entre unos países y otros se acentúan, por un parte, como un proceso de profundización en las raíces que nos dotan de una identidad propia, mientras que, por otra parte, es patente la “homogeneización cada vez mayor de las culturas, de los pueblos. Las diferencias son cada vez menores, precisamente por la irrupción de las nuevas tecnologías que han roto todo tipo de fronteras” (Ruiz Corbella, 2002: 209)

Estamos ante una nueva cultura que supone nuevas formas de ver y entender el mundo que nos rodea, que ofrece nuevos sistemas de comunicación interpersonal, de alcance universal (Díaz y otros, 2003), e informa de “todo”, que proporciona medios para viajar con rapidez a cualquier lugar e instrumentos tecnificados para realizar nuestros trabajos, y que presenta nuevos valores y normas de comportamiento. Obviamente, todo ello tiene una fuerte repercusión en el ámbito educativo (Marqués, 2000). En esta nueva cultura de la sociedad de la información, los docentes, más que “enseñar” unos conocimientos, debemos ayudar a nuestros alumnos a “aprender a aprender”.

Claramente se pone de manifiesto que los nuevos fenómenos, al menos deben llamar nuestra atención y trabajar para colocar cada cosa en su sitio y recuperar el valor de la persona en sí misma y la supeditación de los medios técnicos a ella. Así lo pone de manifiesto Rodríguez Neira (2001: 54-55), al afirmar que:

“La situación actual es de una enorme trascendencia. El modelo de comunicación que se desarrolla a través de los medios poderosísimos de los que se dispone tienden a plantear la difusión de información y la comunicación unidireccionalmente. Los sujetos son entidades receptoras, inducidas a la aceptación y al sometimiento. El poder de seducción de los nuevos medios nunca será suficientemente señalado (…) la información persigue a las personas e inunda sus conciencias (…) deberán reformular sus sistemas de comunicación y devolver a los humanos el nivel de conocimiento y pensamiento que necesitan para continuar siendo ellos mismos y para retomar el protagonismo que como personas les corresponde”.

Por otra parte, el ordenador está en vías de convertirse, si no lo es ya, en una de las herramientas principales dentro del proceso de aprendizaje, tanto por las virtualidades didácticas que encierra, como por la facilidad de acceso a otras fuentes de información y documentales, además de la indudable ayuda para el profesor y la familia, a la hora de procesar la información relativa a su alumno-hijo, y a personalizar el proceso de aprendizaje (Touriñán, 2004). Las tecnologías de la información y la comunicación adquieren para la educación una importancia más que relevante, por varias razones:

Posibilitan nuevos procesos de aprendizaje y transmisión de la formación y el conocimiento a través de las redes telemáticas.

Generan nuevas capacidades de acción y de interacción, para lo cual se requieren nuevas habilidades y destrezas.

Adaptan la escuela, la universidad y la formación al espacio electrónico, con la exigencia de diseñar nuevos escenarios, instrumentos y métodos para los procesos educativos, y la de aprender a usarlos con competencia (Echeverría, 2002).

Igualmente resulta indudable que la mayor complejidad de las situaciones actuales y futuras, la relación más intensa entre las diferentes culturas y la consideración del mundo como un lugar al que todos pertenecemos y a todos nos pertenece, generará nuevas situaciones de conflicto, inimaginables muchas de ellas, que exigirán una predisposición a su superación.

Para este siglo recién estrenado, hay que estar preparado para cinco retos, al menos:

La universalidad-globalidad.

La incorporación de los deberes y no sólo los derechos.

El carácter ético de la ciencia.

La incorporación de la solidaridad como valor universal.

La utilización de la tecnología y la ciencia al servicio de la persona.

La universalidad y la globalidad

Ya no existen problemas locales que no afecten a los demás. Todo tiene consecuencias y nos hemos de responsabilizar de lo que pasa en el mundo.

Los ciento treinta millones de niños que no saben leer son compañeros de los otros niños que tienen garantizado el acceso a la cultura. A todos nos tocará arbitrar las medidas necesarias para invertir los 7.000 millones de dólares durante diez años, (la cantidad que los europeos gastamos en helados) necesarios, según UNICEF, para solucionar este problema. “Las nuevas realidades, que se manifiestan con fuerza en el proceso productivo, como la globalización de las finanzas, de la economía, del comercio y del trabajo, jamás deben violar la dignidad y la centralidad de la persona humana, ni la libertad y la democracia de los pueblos. La solidaridad, la participación y la posibilidad de gestionar estos cambios radicales constituyen si no la solución, ciertamente la necesaria garantía ética para que las personas y los pueblos no se conviertan en instrumentos, sino en protagonistas de su futuro. Todo esto puede realizarse y, dado que es posible, constituye un deber”, advierte Juan Pablo II1.

Los deberes de las personas y no sólo sus derechos

El 2 de septiembre del año 2000, en Gdansk (Polonia) se firmó un documento revelador: la Carta de los Deberes del Hombre.

La Carta subraya la importancia de la solidaridad, como “un imperativo interno para actuar a favor de los demás” y seis ámbitos en los que de manera principal se han de cumplir los deberes de cada persona:

El bien común.

La justicia, frente a toda forma de corrupción.

El conocimiento de la verdad y las actuaciones consecuentes con ella y la debida formación de la propia conciencia.

La veracidad para informar de acuerdo con la verdad, y no según criterios políticos o comerciales, y el respeto al buen nombre de los demás.

El respeto a la vida.

La familia, comenzando por el deber de los progenitores de cuidar de sus hijos desde el momento de la concepción.

El carácter ético de la ciencia

Redescubrir la ciencia como camino de sabiduría que transforma al ser humano, superando, como afirmaba Sabater, la búsqueda a través de la ciencia de poder, placer y riqueza que la convierte en peligrosa y algo satánica, constituye el punto de inflexión para reconocer si seguimos anclados en el anterior siglo XX o hemos iniciado el XXI2.

La ciencia y la tecnología aumentan mucho la variedad de ocupaciones humanas y las oportunidades a nuestra disposición. Superar la tiranía de lo empírico, para abrirnos a la verdad completa, no sólo a la realidad que es perceptible por los sentidos, medible en los laboratorios; abrirnos a la belleza, al bien, a la libertad plena. Así lo expresaba el Rector Karel Maly de la Universidad de Praga.

Freeman John Dyson3 señaló la necesidad de desarrollar una nueva tecnología, en armonía con la naturaleza, que podría disminuir la diferencia entre pobres y ricos. Pero para que prevalezca necesita de un fuerte impulso ético. Esta nueva tecnología trae también nuevos problema en los que las armas bacteriólogicas son los menos importantes: la aplicación de la ingeniería genética a los embriones humanos que deja en el pasado las pesadillas de Un mundo feliz de Aldous Huxley.

La solidaridad como valor universal

Se pueden señalar tres grandes áreas de acción4, en las que manifestar la solidaridad, objeto de la educación de cada persona, según sus características:

Las acciones que afectan al bienestar material de las personas: vivienda, alimentación, vestidos, medicinas, libros, escuelas, hospitales, condiciones laborales dignas, etc.

Las acciones que afectan al mundo afectivo para que se sientan comprendidos y queridos, y así vaya creciendo la confianza en ellos mismos y la seguridad para expresar sus emociones y sentimientos. Esta fase de la educación es más difícil, porque el compromiso personal que se pide es mayor, pero también lo es la recompensa, al poder crecer personalmente con la interacción de los demás, teniendo ocasión de ejercitar las virtudes.

Las acciones que se refieren al mundo intelectivo y de la trascendencia, que atienden en los demás las otras necesidades profundas de las personas: conocer la verdad, la ciencia, ejercitar la libertad, profundizar sobre su origen y finalidad, practicar la relación con Dios (en el caso de los creyentes).

En este ámbito, la solidaridad se preocupa de enseñar a ser autónomos, a tener juicio personal, de promover personas independientes, capaces de elegir su propia proyecto personal de vida.

La utilización de la tecnología al servicio de la persona humana

En el ensayo titulado Homo videns. La sociedad teledirigida, Giovanni Sartori (1988: 48) sostiene la tesis de que:

“La televisión no es un anexo; es sobre todo una sustitución que modifica sustancialmente la relación entre entender y ver. La televisión está produciendo una permutación, una metamorfosis, que revierte en la naturaleza misma del homo sapiens. La televisión no es sólo instrumento de comunicación; es también a la vez, paideia, un instrumento antropogenético, un medium que genera un nuevo ánthropos, un nuevo tipo de ser humano.

El homo sapiens es suplantado por el homo videns. En este último, el lenguaje conceptual (abstracto) es sustituido por el lenguaje perceptivo (concreto) que es infinitamente más pobre (…) sobre todo en cuanto a la riqueza de significado, es decir de capacidad connotativa.”

La cita, un poco larga, es suficientemente expresiva para llamar nuestra atención y trabajar para colocar cada cosa en su sitio y recuperar el valor de la persona en sí misma y la supeditación de los medios técnicos a ella. Parece claro que el siglo XXI exige que padres y educadores tengamos en cuenta sus necesidades y características, si no queremos que la distancia entre educación y realidad sea cada vez mayor y de consecuencias negativas, por desgracia predecibles, para las personas y la sociedad.

Con este marco de referencia, queremos ofrecer algunos cambios que pueden servir para mejorar, entre todos, la educación que queremos y necesitamos.

La familia

Ante todo nos parece oportuno precisar que entendemos por familia una comunidad de personas, cuyo origen es el amor de un hombre y una mujer, libremente unidos y comprometidos en una unión estable y duradera (el matrimonio), que se completa con los hijos. La importancia de la familia en la educación no es nueva, “desde la más remota antigüedad se sabe que es la sociedad la que en realidad se educa a sí misma, a través de un entramado de acciones concretas y difusas que ella misma pone en circulación, especialmente bajo el impulso de la que constituye la célula básica de su tejido: la familia” (García Garrido, 2002: 13).

Ya desde ahora, y de cara al futuro, es importante que la familia abandone su rol de espectadora pasiva de los cambios que le afectan y asuma ser protagonista activa de la sociedad que quiere para ella y para sus hijos (Beltrán; Pérez, 2000), porque la crisis actual es una dolorosa oportunidad que debe ser aprovechada para mejorar. “La familia se ha definido como la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad. La principal fuente para la transmisión de conocimientos, normas y valores” (Pérez Serrano, 2000: 70); pero, en la actualidad se encuentra en una situación algo confusa.

La confusión de la cultura posmoderna dominante sobre la persona, el amor, el matrimonio y los hijos; el vertiginoso cambio tecnológico y avance de las ciencias; la presencia, en los medios de comunicación de masas, de modelos vitales desintegradores de los elementos básicos que componen la familia, tendenciosamente interesados —política, económica, social o culturalmente—; los movimientos sociales e interculturales, contribuyen de manera determinante a configurar una idea de familia no siempre capaz de afrontar con garantías las responsabilidades propias. Y como es lógico, estas características también tienen consecuencias en la escuela (Navarro, 2002).

“Ejercer de padres en un mundo conflictivo, apresurado, frecuentemente hostil con las familias es un problema difícil, para el que no existe una solución clara” afirma el filósofo José Antonio Marina5. Y, “sin embargo, a pesar de la crisis por la que atraviesa, la familia no parece tener alternativa viable: es la institución educativa más sencilla y universal, la más económica y eficaz, y también la única capaz de proporcionar una educación completa” (Ayllón, 2005: 62).

La familia está en el fondo de todos los grandes problemas que hoy día tiene planteados la educación y la cultura. Y esto es así porque “en la familia se hace básicamente el hombre (se hombréese el hombre, como decía Quevedo); es decir, se constituye y se forma, básicamente, la personalidad” (Medina, 2001b: 515).

Esta situación en la que se encuentra la familia ha obligado a adoptar medidas legislativas en todo el mundo, conducentes a reconocer, proteger y desarrollar los derechos que la familia tiene como institución y las relaciones de los miembros de la familia entre sí y los de la familia con la sociedad (Gervilla, 2002), y a establecer organismos para el estudio y seguimiento de la familia y su problemática6.

En el artículo 17.3 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos podemos leer: “La familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad y por ello tiene derecho a la protección social del Estado”; y en la Declaración sobre el Progreso y el Desarrollo en el Ámbito Social7, artículo 4, leemos: “La familia, como unidad básica de la sociedad y el medio natural para el desarrollo y bienestar de todos sus miembros, especialmente de los niños y de los jóvenes, ha de ser ayudada y protegida para que pueda asumir plenamente sus responsabilidades en su comunidad”8.

Esta preocupación de filósofos, pensadores, legisladores, políticos e instituciones de distinto signo, especialmente desde la decisión de la Asamblea General de la ONU de programar el año 1994 como Año Internacional de la Familia9, para “erigir la democracia más pequeña en el corazón de la sociedad”, impulsa a las propias familias a ser conscientes de su situación y a sentir más cercana la obligación que les corresponde como primeros educadores, de la que no pueden abdicar; porque “la implicación de la familia en la educación de sus hijos se considera como el elemento esencial para la consecución de los objetivos educativos. La relación familia-escuela refuerza los valores y posibilita la interacción en un ambiente de respeto, solidaridad y tolerancia” (Pérez Serrano, 2000: 70).

Tal vez se pueda aprovechar este impulso generalizado en el que se pone de manifiesto la necesidad de que la familia pueda realizar la misión que le es propia, respecto a la educación de sus hijos, para encontrar o crear los mecanismos necesarios que hagan de la familia un pilar básico de esta nueva educación.

La calidad de las escuelas, como apuntan muchas investigaciones, está directamente relacionada con la implicación de los padres en la vida de los centros de enseñanza, y esa participación familiar será el único freno a la tendencia a convertir la educación en una mera relación mercantilista —de proveedor a cliente— que ya se extiende por distintos países. Los padres de los alumnos deben implicarse en la escuela de sus hijos y no sólamente colaborando en la gestión administrativa de los centros o en el aspecto financiero. Esta implicación de los padres es indispensable para prevenir algunos problemas graves, como la violencia o las drogas, que los profesores apenas pueden contener sin la cooperación familiar.

Se necesita una participación mayor y mejor de los padres en la educación de sus hijos y en las instituciones educativas. “Una ‘cultura participativa’ de los padres en la educación requiere cambios socio-culturales, en profundidad, que es preciso estimular y desarrollar, si de verdad se desea esa coparticipación responsable de los padres” (Medina, 2001, 532).

Basten estas consideraciones para resaltar el papel que, por derecho propio, le corresponde a la familia en la educación de sus hijos, en este siglo recién estrenado, lleno de posibilidades y cargado de herencias limitantes, reconociendo que queda mucho camino por recorrer, ya que “para la pedagogía, la educación familiar sigue siendo todavía, en nuestro país, un ámbito insuficientemente tratado, aun reconociendo la influencia de la familia en el proceso de socialización del niño, en el aprendizaje de actitudes, valores y patrones de conducta” (Ortega; Mínguez, 2001: 40).

El impulso que reciben los estudios, las investigaciones y las reuniones internacionales sobre la familia, son continuos. El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales indica que “los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”10.

Todo esto hace que sea cada vez más necesario que la familia tome conciencia de la obligación que le corresponde como primera educadora.

La educación