Giovanni Cucci

El sabor de la vida

La dimensión corporal de la experiencia espiritual

NARCEA, S.A. DE EDICIONES

© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2016

Paseo Imperial 53-55. 28005 Madrid. España

www.narceaediciones.es

© Citadella Editrice. Asís (Italia)

Título original: Il sapore della vita

Traducción: F.E. Aragón

Imagen de la portada: IngImage

ISBN papel: 978-84-277-2095-4

ISBN ePdf: 978-84-277-2096-1

ISBN ePub: 978-84-277-2251-4

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ÍNDICE

Introducción

1. La escucha. Deseo e historia

¿Cómo se presenta la experiencia de Dios? ¿Una experiencia de sugestión? El deseo: la dimensión narrativa de la experiencia creyente. La capacidad de vivir la renuncia. La motivación y el valor. Valor y conocimiento.

2. La decisión. La mediación de la tierra

El cuerpo, criterio de una religiosidad sana. Ascesis y renuncia, dos condiciones para una vida plena. El miedo, gran enemigo del deseo. La decisión, antídoto del miedo.

3. La confirmación. Imaginación y símbolo

El poder de la imaginación. Imaginación y experiencia religiosa. El símbolo, cifra del misterio de Dios. La crisis del sentido religioso: ¿narran los cielos la gloria de Dios? Conclusión: ¿en qué Dios creemos?

INTRODUCCIÓN

Habitualmente pensamos en la experiencia religiosa como una serie de informaciones sobre algunos problemas más o menos importantes de la vida. Si acudimos a los Evangelios, sin embargo, podemos desilusionarnos al no encontrar ninguna respuesta clara y distinta (retocando al amigo Descartes) a los grandes porqués de la vida: el mal, las injusticias, la suerte de algunos personajes malvados, la descripción cuidadosa de lo que sigue a la muerte… Constatamos una sorprendente escasez de información, de ideas y de razonamientos sobre todo esto.

Sin embargo, los Evangelios prestan gran atención a los sentimientos que se presentan ante un acontecimiento. Por ejemplo, la alegría de los Magos cuando vuelven a divisar la estrella que les indica el camino, la tristeza del joven rico ante la propuesta de dejarlo todo y seguir al Señor, o el temor de Pilatos al oír la acusación de que Jesús ha pretendido ser hijo de Dios. Los discípulos de Emaús, rememorando el encuentro con el Señor resucitado y no reconocido inicialmente, quedan impactados sobre todo por la resonancia afectiva que sus palabras habían suscitado en su corazón. Es igualmente significativo mostrar cómo el evangelista prefirió incluir en sus relatos esas resonancias interiores más que la instrucción de Jesús, que debió ser más bien densa, documentada y exhaustiva (cfr. Lc 24,27-32).

Se trata de precisiones que se confirman si se confrontan con la vida: lo que se narra en esas páginas se vuelve a encontrar en los sucesos, grandes o pequeños, que caracterizan la existencia. En ambas situaciones, el criterio de claridad y distinción no parece ser de gran ayuda. Pocas cosas se evalúan en base a un riguroso razonamiento; mucho más a menudo en la decisión inciden otros criterios, sobre todo de tipo relacional y afectivo: la pasión por un tema cultural, la elección de una facultad universitaria o de un estado de vida como el matrimonio, la implicación en una nueva experiencia o en una iniciativa de la que, de hecho, se conoce poco o nada. En estas situaciones, aunque no se sabe con precisión cómo se desarrollarán las cosas, sin embargo, hay que decidir.

Los elementos de que se dispone, pocos o muchos, no eliminan el margen de incertidumbre que caracteriza a los acontecimientos más importantes de la vida, por eso es necesario, más que nada, saber qué se busca. En los Evangelios, Jesús da mucha importancia a las preguntas, hasta el punto de que a menudo parecen tener un valor superior a las respuestas, incluso algunas veces no respondió a las cuestiones planteadas y otras invitó a sus interlocutores a precisar la pregunta o la respuesta con otra pregunta. En la mayor parte de los casos parece mostrarse especialmente reacio ante las llamadas “cuestiones especulativas” (aquellas a las que se hacía referencia al comienzo), quizá porque las discusiones dejan al interlocutor exactamente en el mismo punto de partida y lo confirman en sus posiciones. Considerado desde esta óptica, el resultado de los debates, a menudo acalorados, que Jesús ha tenido con escribas y fariseos sobre cuestiones muy distintas, es bastante elocuente.

Otra extraña enseñanza de los Evangelios es que ni siquiera los hechos extraordinarios, como los milagros, parecen suficientes para suscitar la fe en Dios. Son más bien presentados como signos ambivalentes, que interpelan al interlocutor incitándolo a tomar postura. Pueden ayudar en un contexto más amplio, caracterizado sobre todo afectivamente: la docilidad del corazón, la disponibilidad a la escucha (que en hebreo es sinónimo de obediencia), el deseo de conocer y cumplir la voluntad de Dios. Se trata de términos que, a diferencia de las diatribas, ponen en movimiento, invitan a recorrer un camino: “Venid y veréis”, “buscad y encontraréis”, “ve y haz tú lo mismo”, “ven y sígueme”... Es lo mismo que sucede con los Magos en Mt 2; por una parte parecen desprovistos de información incluso en el plano intelectual porque no conocen las Escrituras, la lengua ni las costumbres del lugar, son ingenuos, cometen errores de táctica y de valoración porque piden ayuda al mismo Herodes, obsesionado constantemente por posibles conjuras para arrebatarle el poder... A pesar de esto, tienen lo más importante: el deseo de encontrar al Señor, y por eso se nos presentan en el texto como los únicos personajes en movimiento. La disponibilidad para emprender un camino es el elemento básico de la experiencia de Dios, pues la falta de conocimiento, la incapacidad, los errores de valoración, etc., todo puede ser subsanado cuando se prestan oídos al deseo.

Pero, ¿cómo saber si un deseo es justo? La indicación llega, de nuevo, desde los sentimientos: “Los Magos, al ver la estrella, experimentaron una grandísima alegría” (Mt 2,10); estos dos términos, solo aparecen en todos los Evangelios, en otro pasaje que presenta una semejanza significativa con esta situación:

El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la gran alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra aquel campo (Mt 13,44).

El evangelista presenta ambos sucesos con un tipo particular de alegría, usando una palabra griega (χαρας) que aparece solo en estos dos lugares. Quiere indicar con esto que se trata de una alegría que no se puede conseguir por medios humanos, tan preciosa e incalculable que merece cualquier sacrificio; es la alegría de quien ha encontrado al Señor. También la descripción de la modalidad del encuentro es significativa: los Magos ven al niño y adoran al Señor. El encuentro pasa siempre a través de signos que hablan al corazón de quien busca, ayudándole a clarificarse y reconocer que finalmente han hallado lo que buscaban.

Este texto dice al lector que es posible llegar al Señor siguiendo las tres señales que caracterizan la búsqueda de los Magos: estrella, Escritura y sentimientos. Son tres signos que pueden ser interpretados dentro de una historia, de una narración, que a su vez ayuda a leer el libro de la propia vida, un libro precioso pero que, desgraciadamente para la mayoría de las personas, sigue siendo un libro cerrado o leído demasiado tarde, poco antes de morir. Sin embargo, la Escritura parece decir que es justamente en este libro, en nuestra vida, donde han de ser buscados los signos de la presencia de Dios.

En las páginas que siguen se ha intentado individualizar estas tres señales en un contexto narrativo de la existencia donde se encuentran el conocimiento de sí y el conocimiento de Dios; y se hace presentando en concreto la experiencia de un hombre que ha vivido el gran giro de su existencia gracias a la lectura casual de un libro. Esta lectura, con el tiempo, le ha ayudado a comprenderse a sí mismo con mayor profundidad y a conocer el modo de actuar de Dios en su vida, sacando a la luz lo que estaba ya presente, aunque permanecía sepultado, escondido o quizá olvidado.

Pero, ¿es correcto hablar de la experiencia de Dios y el conocimiento de sí mismo recurriendo a una experiencia particular? Yo creo que sí, por diversos motivos. Ante todo, es la misma Palabra de Dios la que se presenta así, narrando una experiencia, la de un pueblo concreto, con su lengua, su cultura, su mentalidad, tradiciones, sensibilidad, historia... Sin embargo lo que le sucedió a Israel quiere ser paradigmático, capaz de hablar a la experiencia de todos los pueblos y culturas, que es como decir que aquella aventura ayuda a reconocer la manifestación de Dios en la historia:

Acuérdate de todo el camino que Yahvé, tu Dios, te ha hecho andar durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, probarte y conocer lo que había en tu corazón: si ibas o no a guardar sus mandamientos. Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Yahvé. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años. Date cuenta, pues, de que Yahvé, tu Dios, te corregía como un hombre corrige a su hijo (Dt 8,2-3).

Se trata de una instrucción reconocida en el seno de una historia, recordando, un acto sagrado, retomado de la tradición filosófica que en la hermenéutica, en la interpretación, individua una característica esencial de la persona: la de conocerse recordando, narrando y escuchando a otros.

La presentación de esta experiencia se articulará en tres movimientos fundamentales que constituyen a su vez los tres capítulos de este libro:

El deseo como lugar interior en el que es posible reconocer la presencia de Dios y algunos criterios posibles para su lectura e interpretación (capítulo 1).

La particularidad espacio-temporal de la experiencia humana de Dios, expresada en la corporalidad, como lugar de la decisión, de la realización del deseo (capítulo 2).

La imaginación creativa como respuesta transformadora, momento de confirmación de la decisión tomada, que a su vez presenta nuevas direcciones posibles en el recorrido de la narración de la experiencia (capítulo 3).

En estas situaciones, el sujeto tiene la impresión de ser introducido, aunque de modo suave y sin fuerza, en una dimensión desconocida, que extrañamente responde a cuanto estaba buscando.

En estas páginas presentamos algunos signos característicos de la experiencia humana, signos que, a su vez, pueden ser reconocidos en la base de la experiencia religiosa: los afectos, las relaciones, el deseo, la narración, la imaginación, el símbolo. Esta presentación puede ser un punto de encuentro fecundo entre el creyente y el no creyente, entre ese creyente y ese no creyente que se viven en el corazón de cada uno de nosotros. Más que en la adhesión o no a Dios, el problema está en a qué Dios se quiere entregar la confianza y sus consecuencias para la existencia y el conocimiento de uno mismo. Por tanto, es irrenunciable la lectura de aquellos signos que expresan la condición esencialmente corporal de la experiencia religiosa. No en vano la vía bíblica por excelencia para el encuentro con Dios es la Encarnación. Entrando en uno mismo se puede reconocer la presencia del misterio en la historia.

Ciertamente este camino no es fácil, pero sí apasionante; en él se pone en juego, más allá del recorrido limitado de estas páginas, la verdad sobre uno mismo, el reconocimiento de lo que verdaderamente se quiere hacer de la propia vida y la disposición para pagar el precio necesario.

¿Cómo se presenta la experiencia de Dios?

Una actividad difícil, incluso fatigosa y poco agradable, nos produce paz y consuelo una vez emprendida. En cambio, otra que parece atrayente, resulta al final aburrida y nos deja un vacío interior. Otras veces se deja uno inflamar por grandes ideales y propósitos que luego, de hecho, no se ponen en práctica. ¿Por qué sucede esto?

Pequeños ejemplos de la vida ordinaria muestran un elemento aparentemente caprichoso e imprevisible, pero importante, que es el mundo de los afectos, el primer elemento elegido para presentar la experiencia religiosa. Las dos situaciones señaladas al principio, presentan no solo distintas resonancias afectivas sino también un recorrido vital, una historia que se abre inesperadamente a un mundo más grande que nosotros, sorprendente y no programable.

Esta fue la experiencia de un célebre santo del siglo XVI, Ignacio de Loyola, que aprendió a reconocer la presencia y el modo de actuar de Dios reflexionando sobre sus propios sentimientos, en los que encontró elementos significativos. Tras una herida recibida durante la batalla de Pamplona, tuvo que permanecer convaleciente en su casa y, para salir del aburrimiento, pidió que le proporcionaran alguna lectura apasionante, como los libros de caballería. Pero en su casa solo había vidas de Jesús y de santos. De mala gana se adaptó a esa situación y esos libros le ofrecieron una nueva posibilidad de vida:

Leyendo la vida de nuestro Señor y de los santos, me detenía a pensar, razonando conmigo mismo: ¿Qué sería si yo hiciese esto que hizo san Francisco, y esto que hizo santo Domingo? (Autobiografía 1,7).

Con estas reflexiones alternaba otros pensamientos relacionados con la vida anterior: grandes batallas, conquistas de nuevas ciudades para su rey, la admiración de alguna bella y noble dama... Ignacio parecía hallarse ante dos mundos muy distintos que se ofrecían a su fantasía aparentemente equidistantes. Según se detenía a examinarlos comenzó a darse cuenta de algunas características peculiares:

Cuando pensaba en aquello del mundo, me deleitaba mucho; pero cuando ya cansado, lo dejaba, me hallaba seco y descontento; y cuando pensaba en ir a Jerusalén descalzo y no comer sino hierbas y en hacer todos los demás rigores que veía que habían hecho los santos, no solamente me consolaba cuando estaba en tales pensamientos, sino que aun después de dejarlos quedaba contento y alegre (Autobiografía 1,8).

Ignacio tiene la primera experiencia fundamental de Dios atendiendo a las resonancias afectivas que surgen de la lectura, dándose cuenta de una extraña alternancia: los pensamientos del mundo son fácilmente asimilados, pero no duran y al final dejan vacío, con sabor amargo. Los pensamientos de Dios, en cambio, se abren paso con cierta dificultad, hay que entablar una auténtica batalla interior para acogerlos, pero una vez que lo han hecho traen una paz profunda y duradera que ponen en movimiento, que estimulan la formulación de nuevos proyectos y, sobre todo, que hacen fácil y practicable lo que se presenta a la mente, aunque sea arduo:

Pensaba muchas iniciativas que encontraba buenas y siempre se proponía empresas difíciles y grandes; y mientras se las proponía le parecía encontrar dentro de sí la energía para poderlas hacer con facilidad.