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Josu Iturbe (Bilbao, 1964) es un escritor y artista plástico de origen vasco que reside desde hace más de treinta años en México. Ha trabajado como guionista, creativo publicitario, crítico de arte, ilustrador, editor de poesía, corrector de estilo, productor de radio y, ocasionalmente, como escritor fantasma. Ha publicado las novelas El cadáver crítico, Río subterráneo y Ribeiro Suites, los poemarios A infinita tragedia, Poemas previos y Bakalao, los volúmenes de cuentos Guarradas light y Femenino criminal, así como varios ensayos sobre distintos artistas plásticos.

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares de la realidad es mera coincidencia.

OJO DE AGUJA
O del asesinato de millonarios

© 2019, Josu Iturbe

Diseño de portada: Music for Chaemeleons / Jorge Garnica
Fotografía de Josu Iturbe: cortesía del autor

D. R. © 2019, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Homero 1500 - 402, Col. Polanco
Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México
info@oceano.com.mx
www.oceano.mx

Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2019

eISBN: 978-607-527-982-4

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por Capture, S. A. de C. V.

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A todos los que quise y ya no están, a los que se adelantaron,
a los que recuerdo y también a los que se me olvidan,
porque me resisto a llevar la cuenta
.

Capítulo 1

Los ricos también mueren

Detrás de cada fortuna hay un delito.
HONORÉ DE BALZAC
 

No porque Norman Fisher sea el hombre más rico del mundo eso significa que no tenga su corazoncito y, como todo hijo de vecino, sufra de malestares a menudo inevitables. Como el jet lag, por ejemplo; después de despegar de Londres y aterrizar en Los Ángeles, y sin interrupción volar a la Ciudad de México y luego, en un jet privado, hasta Mérida en la alejada península de Yucatán, ya tiene un enjambre de moscas en el cerebro. No sabe si está donde está, en el aquí y el ahora, o todavía no ha llegado y sigue en tránsito. Eso es, siente que no acaba de aterrizar el particular avión que es su mente, que aún está dando vueltas sobre la pista. La última media hora en la camioneta blindada ha supuesto una tortura extra que no acaba de apaciguar el exuberante ambiente selvático del lujoso Hotel Chablé al sur de la capital yucateca, donde llegaron hace un rato sin que haya sido muy consciente del cómo. Los niños han tragado como fieras y se han ido con Waldo a explorar un cenote cercano, pero él tiene esa sensación que acompaña durante horas a quien acaba de bajar de un barco después de una larga travesía, el mareo que revuelve el estómago, las piernas como de goma negándose a resistir su peso tan liviano, pero lo peor es la falta de aire, ese sordo ahogo que hace que tema hasta moverse y añade la ansiedad que lo deja en un estado de vulnerabilidad por completo aborrecible. Tendría que ponerse a meditar pero no se siente capaz ni de eso. Melissa ha depositado unas tabletas de melatonina sobre la mesita de noche antes de dirigirse sin dudarlo al spa, pero a él no le gustan nada las pastillas ni los medicamentos, apenas si toma antibióticos cuando no tiene más remedio. Es un vegano convencido, un ecologista preocupado por el cambio climático, obsesionado por lo orgánico y lo natural; la cosa química le interesa nada más como inversión y, eso sí, tiene amplios intereses en empresas de investigación en fertilizantes, ingeniería genética y extracción de minerales raros, pero aparte de eso, no, no piensa tomarse las pastillas.

Sólo tiene que tranquilizarse, dejar de pensar y vivir el presente, son sus primeras vacaciones en familia desde hace tres años y los niños crecen muy deprisa, hay que aprovechar el ahora. Repite el mantra que le dio su gurú, aunque no deja de sentirse un tanto ridículo. Trata de acompasar su respiración. Desde que dejó la dirección de sus empresas y sólo se dedica a la fundación que lleva su nombre y el de su esposa trabaja más que nunca, es absurdo pero rigurosamente cierto; ya se lo decía su psiquiatra hace diez años por lo menos: “Usted se cree muy sano pero es un drogadicto, y su droga es el trabajo. Admirable, sin duda, pero droga al fin”. Pues sí, eso es él, un muy tranquilo junkie, un yonqui del poder que se inyecta decisiones que afectan a la macroeconomía y por lo tanto a las personas, un adicto a ejercer su criterio sobre el mundo, y por qué no, si ha llegado hasta ahí, si es el hombre más rico del planeta, aunque sus planes pasen más bien por deshacerse de la totalidad de su fortuna.

Pero ahora, el todopoderoso no sabe qué hacer con las manos, si sentarse o quedarse parado, si irse a dormir o nadar en la alberca privada. De lo que está seguro es de que necesita estar bien para la noche porque Mel tiene preparada una sesión de temazcal que, aunque no sabe lo que es, le suena a algo terrible; ciertas confusas lecturas y alguna horrenda película de Hollywood le sugieren escenas sangrientas de sacrificios humanos, pirámides escalonadas donde ruedan calaveras mondas, máscaras de jade y penachos de plumas que no ayudan a la tranquilidad de su ánimo. Ha dejado el teléfono y la tableta con Charly por eso de fomentar la comunicación familiar y la verdad no sabe qué hacer, en qué entretenerse, se pasea de un lado a otro, mirando sin ver la belleza del entorno, la pureza de las líneas arquitectónicas, la decoración saturada de piezas de artesanía únicas y de suntuosos textiles. No hay de otra, enciende la monumental televisión de la estancia y busca en los canales de deportes, hay decenas, futbol americano de ser posible; no es que sea un gran amante de eso de “mens sana in corpore sano”, de hecho de niño era un esmirriado escuincle con lentes que, curiosamente, compartía abusos y burlas con el gordo de la clase. No, es que le entretiene ver cómo esas moles humanas entrechocan sus cráneos como carneros en celo, cómo corren y tropiezan o los derriban y se amontonan, casi puede escuchar el crujir de huesos, el chasquido de la luxación, los cerebros despegándose de sus asientos craneales agitados como maracas. No hay duda de que lo disfruta, que casi se relaja, pero un ruido extraño lo distrae de la fascinación orgiástica del todos contra todos. Baja el volumen del televisor y puede escuchar el canto de muchos pájaros invisibles entre la espesura exterior, desliza la amplia cristalera y sale al jardín, las aves que todavía no puede ver parecen haber enloquecido entre las hojas de los árboles, desgañitándose con trinos y requiebros que alcanzan el poder de una orquesta sinfónica. Procurando no llamar su atención se acomoda en una tumbona, se estira como gato y entrecierra los ojos. Es maravilloso, piensa, y de inmediato se queda dormido.

—¿Ya estás listo? ¿Te quedaste dormido? ¿Tomaste la melatonina?

Melissa se ve perfecta, como la mejor versión de sí misma; Norman no tanto. Somnoliento aún, se incorpora acomodándose los lentes, no sabe si ha dormido mucho o poco, siente la boca pastosa. En la mesita junto a él hay dos copas de jugo de naranja con champagne, toma una y la apura de un trago antes de contestar la ametralladora verbal de su mujer.

—No, sí y no, sabes perfectamente que no tomo pastillas.

—Pero si es natural…

—También la cicuta es natural.

—¿La qué?

Norman se levanta de la tumbona con parsimonia y sin mirarla continúa hablando.

—Nada, querida. Escucha lo que voy a decirte, he estado pensado que estas vacaciones son el momento perfecto para hablar con los niños.

—No, Norm, por el amor de Dios. Mira, querido, yo, como siempre, estoy de acuerdo contigo en todo, en todo, pero nada más digo, por la paz, que podríamos esperar un poco, sólo un poco más. Por una vez que estamos todos juntos… —Mel adopta ese tono ronroneante que pese a veinticuatro años de matrimonio todavía cautiva al buen Norman que intenta aun así oponerse.

—John está por acabar la universidad, Mark empieza el próximo año, Lucke ya tiene quince años…

—Dieciséis.

—Pues dieciséis, más a mi favor, ya están grandecitos para entender.

—Pero no estas vacaciones, ¿ok?

Él la mira, o parece hacerlo tras los cristales levemente empañados de sus lentes.

—Bien, te lo concedo, toda la semana para la familia, pero en cuanto regresemos a casa se los digo, son buenos muchachos y lo van a entender.

—Estoy segura de eso, pero ahora vamos a olvidarnos de todo, vamos a purificarnos.

—¿A qué?

—Anda, ponte un traje de baño y una bata y vámonos, que ya es hora.

—Pero a ver, explícame que es todo eso del temaz… ¿qué?

—Ya sabes, es como una sauna, un baño ritual en el que se canta y se medita, es muy sano y te purifica, eliminas toxinas, radicales libres, y toda esa porquería que respiramos a diario. Es buenísimo.

—A mí ya sabes que eso del calor me cae fatal.

—El calor, el frío, el aire… nada, nada, si es justo lo que te hace falta, es como regresar al vientre materno, como volver a nacer, se llama temazcal, del náhuatl temazcalli, casa donde se suda.

—Vaya que sabes, no sé qué haría sin ti, querida.

—Nada, querido, no harías nada.

 * * * 

Fuera del Strip, el paisaje de Las Vegas es muy distinto a las brillantes avenidas de las fotografías publicitarias, es más bien como los bastidores de un gran teatro, escaleras, tramoya y cubos de basura. Pero también ahí corre el dinero a raudales, en esos callejones oscuros se apuesta mucho pero en juegos que están prohibidos en el lado luminoso de la calle. Aquí proliferan el boxeo entre menores, las peleas de perros, y si le buscas hasta la ruleta rusa. Todo lo que se considera excesivo en el parque temático que es ahora Las Vegas, el mayor monumento al consumismo kitsch del universo, es apreciado en el submundo urbano donde a la adrenalina del juego se suma el plus de la ilegalidad. Ahora por ejemplo, toda esa gente que vemos entrando a un lóbrego sótano bajo unas escaleras de incendio oxidadas van a las peleas de gallos, es un combate sangriento donde las apuestas no tienen límite. Pero no por eso los clientes son todos criminales, los hay, pero sobre todo hay millonarios de medio pelo a la búsqueda de emociones fuertes, jubilados pulverizando la pensión y algún jovenzuelo alocado que no sabe muy bien cómo llegó allí. Si nos fijamos bien en el público de hoy podemos ver a tres personajes que no parecen pertenecer para nada al lugar. Están sentados en el último banco del improvisado palenque más atentos a sus asuntos que a la pelea encarnizada de los dos gallos que vuelan en el aire lanzándose golpes mortales con sus espolones de acero, la sangre a presión salpica las primeras filas. Han apostado, y perdido, pero sin emoción, y cuchichean entre ellos como si hubieran venido aquí a otra cosa. Podemos oírlos.

—Deberíamos ser seis y no tres —dice Jack, el más joven de todos; tendrá poco más de veinte, cabeza rapada y barba a la moda, siempre ha tratado de parecer mayor.

—Dos y medio diría yo —dice riéndose la joven junto a él; no llega a los treinta y tiene un largo y rizado cabello claro y ojos azul alberca. Sería muy hermosa si no fuera por una nariz ganchuda que descompone la armonía del resto de la cara; cuando se ríe casi te olvidas de la prominencia nasal.

—Te pasas, Rosemarie, yo vengo en representación de mi hermana y soy uno más, además, no podrían hacerlo sin mí.

—Claro, claro, tres es mejor que nada —el que habla es el tercero; tendrá treinta y pocos, con lentes y pelo engominado hacia atrás, está algo pasado de peso y el elegante traje italiano gris perla no le cierra—. Lo que no entiendo es a quién se le ocurrió citarnos aquí, la próxima yo elijo el lugar, poooor favor.

—Las Vegas nos convenía a todos. A ver, yo tengo una reunión de mi grupo mañana aquí cerca; tú, niño, puedes encontrar todas las golfas que quieras; y para ti, mi querido Mariano, los bufets están abiertos las veinticuatro horas del día, ¿qué más puedes pedir?

—Érase una mujer a una nariz pegada —le dice como quien escupe—. Me refería a este antro donde parece que se han concentrado todos los fumadores que quedan en el planeta.

Ella va a contestarle pero el más joven interviene.

—Ya déjense de tonterías, no hemos venido aquí a pelearnos por niñerías sino precisamente a resolver nuestro futuro y el de nuestro hijos.

—¿A poco tienes hijos? —dice ella sin apearse del tono sarcástico.

—No, ni nosotros tampoco, pero algún día los tendremos, ¿no?

—Es un suponer —dice el más gordo dudándolo bastante.

—Es igual, lo vamos a hacer por nosotros y ya está; estoy harto de estar siempre esperando a que ocurra algo.

—En eso no podría estar más de acuerdo contigo — concede Mariano procurando tranquilizarse.

—Yo también, lo admito. Tenemos que hacer esto entre los tres y lo tenemos que hacer bien — añade ella tratando finalmente de ponerse seria.

—Miren, ganó el rojo —dice Mariano que no puede evitar distraerse, tanto humo le da sueño.

—Pero tú apostaste al blanco —apostilla Jack.

—A veces se gana y a veces se pierde —no puede borrar la expresión de aburrimiento de su cara.

—Espero que nuestro plan no tenga pierde —dice Rosemarie agitando las manos.

—Si al menos hubiera algo con que brindar en este tugurio —añade el gordo, además de aburrido desilusionado.

 * * * 

Aunque su mujer asegure que es cansancio vulgar nada más, Xiu parece un perro apaleado y abandonado en un arcén. Lleva un par de días tristeando pero como de momento no ha perdido el apetito ella no está demasiado preocupada. La depresión es un concepto incompatible con su naturaleza molecular, piensa Aurora como quien tararea una canción. Ha decidido dejarlo a solas en su minúsculo estudio y llevarse a las niñas de compras, que es la única propuesta materna que curiosamente jamás encuentra resistencia en el trío de princesitas. Ella sabe bien que cuando Chava está así, y es muy de vez en cuando, lo mejor es dejarlo solo; no es un hombre al que le guste hablar de “sus cosas”, y este sus cosas incluye todo lo que se refiere al trabajo en la Procuraduría de Justicia del estado, pero también cualquier aspecto emocional del complejo mundo interior de su marido al que jamás ha tenido acceso, ni quiere tenerlo. Él acostumbra a dejar sus preocupaciones en la oficina, pero estas vacaciones navideñas se las ha traído a casa como un invitado no deseado, un familiar latoso que se ha colado en las festividades hogareñas, algo inespecífico y un tanto molesto que hace que todo se vuelva un poco menos que perfecto. Un poquito nada más, porque Aurora tiene la tendencia a hacer que su vida doméstica parezca un comercial de televisión sin tacha posible, siempre bañados y bien vestidos, todo luminoso y pulido, limpio y decorado con gusto, siempre con la casa dispuesta para salir en una revista de lujo, aunque nunca ocurra, y la puedan fotografiar sin que tenga que mover un cojín. De lo que no le cabe duda es que asuntos importantes están dando vueltas en la cabeza de su marido pero no será ella quien le pregunte al respecto. La esfera familiar es una especie de reserva, de refugio que los aísla de la realidad de crueldades y violencias de afuera, y no piensa contaminarla ni con una pizca de esas maldades. Su familia es su obra, su trabajo y su verdadera vocación; la realidad se la deja a Salvador, al policía Xiu, el héroe, el caballero andante, ella es el reposo del guerrero, su geisha… Pero que deje fuera lo feo, las muchas miserias del mundo no se toleran dentro de su casa, de su templo.

Y en eso anda Xiu, precisamente, apoltronado en su despacho, indagando en las miserias del mundo pues está leyendo un mamotreto sobre la guerra. No sabe muy bien por qué pero cuando está inquieto sin razones aparentes sólo los grandes conflictos lo pueden abstraer de esa ansiedad irrazonable que lo atenaza tan de vez en cuando. Han pasado seis años desde el Caso de las Vírgenes Sacrificadas como acabó denominándolo la prensa, seis años desde que lo ascendieron y hasta le otorgaron un doctorado honoris causa en Criminología. Pero no pudo evitar que asesinaran a su hermano al que apenas había recuperado después de dos largas décadas sin cruzar una palabra. Pese a la fama que le había procurado aquel asunto y su resolución, en realidad no le gustaba acordarse de una época tan nefasta. Aquella aventura produjo más misterios que certezas aunque la muerte absurda de su hermano sí fuera un hecho: hace seis años un demente llamado Gul le había disparado porque otro demente, autodenominado el Gran Esperador, lo había acusado de ser un Guardián, de pertenecer a la Hermandad del Sello, secta que debía de ser su enemiga jurada y la única oposición a su diabólico plan de traer el infierno a la Tierra. Qué absurdo había sido todo y que fácil para Xiu olvidar todas esas patrañas. Lo inexplicable no se puede explicar, así que se ha dedicado a asuntos más prácticos, más terrenales, aunque no por ello menos desagradables.

Han sido seis años en los que ha seguido trabajando a su estilo, contra el sistema desde dentro del sistema, haciendo lo que ha podido, como un médico de guerra que permanece inalterable bajo fuego salvando al que puede y no perdiendo un segundo en pensar siquiera en quien no puede ser salvado. Pero es que resulta un esfuerzo de abstracción cuasi filosófica el que necesita Xiu últimamente para encarar su profesión ahogada en la corrupción general, una fiebre del “agarra el dinero y corre” que se ha ido desatando como si no hubiera mañana. No quiere, ni ha querido nunca, meterse en política, pero está harto de que nada se mueva salvo por intereses ajenos a la justicia, que el sistema judicial sea una empresa que busca ganancias más que un servicio público. Ya no tolera que a tan pocos les interese de verdad la profesión; ser policía en serio en este país es algo bastante difícil, por no decir que supone una auténtica quimera. Y si ha conseguido mantenerse relativamente ajeno a la corrupción e injusticia del sistema es gracias a su prestigio, a aquellos quince minutos de fama que lo convirtieron en intocable y le ha permitido dedicarse sólo a los casos de su interés, o más bien a los casos que no rozan intereses de otros más poderosos e inamovibles y tienen, por lo mismo, alguna posibilidad de ser resueltos. Tal vez por eso está algo deprimido, porque le cuesta cada vez más poder congeniar su mundo con el mundo, o porque se siente viejo, va a cumplir sesenta y cinco a principios del año próximo, o porque su mujer está pasando la menopausia, es una santa pero también tiene lo suyo, o porque su segunda hija está entrando en la temible adolescencia después de un par de años bastante movidos con la primera, o porque se acuerda de su hermano Marcelo con el que quedaron tantas conversaciones pendientes, o porque se acercan las elecciones. Si no fuera por las delicias navideñas que planea cocinar Aurora, y ya las paladea anticipadamente con la imaginación, Salvador no sabría cómo encarar estas vacaciones teñidas de una incertidumbre desacostumbrada y una ingrata desazón.

Xiu cierra el grueso libro, medita un segundo y lo vuelve a abrir al azar, con los ojos cerrados señala un párrafo. En el libro, que no es otro que el mamotreto De la guerra del prusiano Carl von Clausewitz, lee: “Por lo tanto, afirmamos que la defensa es la forma más fuerte de conducir la guerra, que nos permite vencer con más facilidad al enemigo, y dejamos que las circunstancias decidan si esa victoria va o no más allá del objetivo con el cual la defensa está relacionada”. Resistencia, quiere entender Xiu, entre líneas, e interpreta la conseja como aguantar lo que caiga y salir adelante haciendo lo más posible. Como hasta ahora, resolviendo lo que sea resoluble y olvidando lo que no puede ser resuelto. Sabe que debe ser así como se afronta la vida y el trabajo, pero cada vez requiere más energía el mero hecho de plegarse a las necesidades del mundo, a las manías de la realidad, a las obsesiones que convierten la existencia en algo siempre tan complicado y a menudo con cierto olor a podrido. Pero eso no es todo, hay algo más en la complicada cabeza de Salvador Xiu, algo en lo que todavía no puede pensar porque no lo ha formulado como pensamiento siquiera, sólo es una sombra tras una esquina de una circunvolución de su cerebro, una pendiente oscura que no puede todavía traer a la molienda mental, que no puede procesar con su maquinaria racional y no quiere ni tocar con su prístina intuición. Es un tema que le preocupa y al que no quiere prestar atención porque si lo hace toda su vida tal como la conoce puede ser afectada. Necesita volver al trabajo, tiene entre manos una serie de muertes de jóvenes considerados suicidios que le parecen muy sospechosos, por las circunstancias físicas en que aparecieron los cadáveres y también por lo declarado por familiares y amigos de los occisos. Xiu sabe muy bien que cuando sospecha que hay gato encerrado en algún asunto siempre acaban por aparecer sus bigotes antes o después. Hace un par de semanas su jefe, el procurador del estado, reaccionó como siempre a las dudas y celo profesional del impecable policía:

—Ya estamos otra vez, es que si no encuentra usted un asesino serial cada semana no está contento. Mejor tómese unas vacaciones, unas largas vacaciones por favor. Y hágame un favor, salúdeme a su señora esposa.

Claro, si en la oficina nada más estorban sus manejos, cada día que pasa puede ver cómo se alborota el gallinero en la medida que se acercan las elecciones. No le ha quedado más remedio que meterse en casa, en su nido perfecto, a descansar y a no pensar, como si pudiera hacerlo. Además, si no piensa en crímenes por resolver, va a acabar pensando en lo otro, y eso es mucho peor. No puede creer que todavía quedan casi dos semanas de vacaciones.

 * * * 

Ya los están esperando los demás participantes en la ceremonia de purificación reunidos a la puerta del temazcal, es una construcción circular cubierta por una cúpula de ladrillos, primorosamente pintada de blanco y decorada con sencillas grecas rojas. Ahí está Pedro, el imprescindible traductor que se ha traído desde Washington, un joven delgado y algo pálido que se ve extraño en sus larguísimas bermudas floreadas. Junto a él, Charly, el guardaespaldas más cercano a la familia, en camiseta interior y los brazos cruzados tratando de disimular los tatuajes de marine, recibe nervioso los sahumerios del temazcalero, un hombre regordete y algo bajo, de redondo rostro moreno y encrespado cabello que recita en un idioma incomprensible, al menos para Norman que sólo habla inglés. En mangas de camisa el chamán, brujo, sacerdote, o lo que sea, agita un recipiente con copal humeante. Se incorporan al grupo y reciben las mismas bendiciones; Norman echa una mirada a Charly, de ésas con levantada de ceja y todo, a lo que el rudo exmilitar, un manojo de músculos de acero, responde levantando los hombros. Mel sabe que últimamente es una presencia inevitable así que casi no lo ve. Nunca han sido muy puntillosos con la seguridad, sus amigos a menudo les reclaman lo poco en serio que se toman el ser las personas más ricas del mundo. Pero desde hace unos meses Norman ha recibido amenazas por los canales más privados y aparentemente seguros. Los expertos afirman que no es algo de lo que deban preocuparse, pero la presencia de Charly es reconfortante, con su pistola mal disimulada debajo de la toalla es la encarnación perfecta de la máquina de matar sin perder un ápice de ingenuidad, tierna, casi infantil. Eso y su lealtad canina, claro, le otorgan un aura de simpatía.

Todos reciben parabienes y permiso para entrar en el temazcal donde se acomodan en círculo en la semioscuridad. Se siente caliente pero agradable. Pedro va traduciendo las palabras del maestro de ceremonias con cierta dificultad, ya que habla en maya y su español le resulta chocante, está más acostumbrado al spanglish y la jerga técnica, pero poco a poco todos consiguen, entre cantos y frases apenas susurradas, relajarse y empezar a disfrutar de la experiencia. La temperatura asciende de los 28 a los 35 grados Celsius rápidamente, el chamán comienza a derramar agua sobre los incandescentes pedruscos y con unas ramas agita el vapor que tiende a concentrarse sobre sus cabezas. No dejan de canturrear una tonada que Pedro no intenta traducir, todos están con los ojos cerrados, una fragancia tonificante se extiende por la encerrada atmósfera.

Después de la segunda vez que se abre la puerta y se añaden nuevas piedras calientes la temperatura sube por lo menos hasta los 40 grados Celsius. Norman se siente un poco mareado pero a gusto, ha conseguido relajarse aunque no ha entendido nada de la explicación y es incapaz de seguir los cantos que su mujer entona con entusiasmo como si los conociera de toda la vida. No importa, se siente bien, en paz consigo mismo, como hacía mucho que no se sentía. Melissa tiene buenas ideas a veces, piensa. Envuelto en sudor, las sienes le palpitan con cierta cadencia pausada. El gurú indígena les dice a todos que en esta fase del ritual deben concentrarse en su cuerpo, que la meditación es una forma de sanar la carne y así purificar el alma, que vean sus problemas físicos y sus estados anímicos como algo que pueden modificar con la voluntad, que se conviertan en sanadores mentales de sí mismos, y otras cosas parecidas. El calor comienza a ser sofocante y el espacio todo está envuelto en una nube aromática, que embriaga y aprisiona, que ablanda la musculatura y diluye los miasmas, que te pone contra la pared, que te obliga a enfrentarte a tu capacidad de aguante, de adaptación a un medio que empieza a ser muy hostil. Así ha trabajado toda su vida Peter, infiltrado en campo enemigo, como un guerrero de las fuerzas especiales del futuro, con ideas adelantadas a su tiempo que nadie quería ver entonces y muy pocos podían siquiera entender. Por eso él es quien es, el ejemplo perfecto del éxito, un hombre hecho a sí mismo precisamente gracias a lo hostil del ambiente. Sonríe al pensarlo, es un hombre inmensamente rico que no ha tenido que implicarse en guerras o compraventa de armamento, que se ha mantenido lejos de la industria petroquímica y al margen de la grilla política. Demócrata y medio budista, Norman tiene las manos limpias o al menos eso cree él, que se dedica a intercomunicar al mundo, a empoderar a la gente con herramientas tecnológicas, a hacerla más libre. Y en ese preciso momento empieza a escuchar un desagradable silbido en el oído izquierdo, instintivamente abre los ojos: las volutas de vapor casi tienen forma sólida, su mujer junto a él murmura con lentitud algo que parece fundirse con el maldito acufeno que atormenta su cerebro pero no lo hace desaparecer. Ha perdido toda la concentración y empieza a ponerse nervioso. Desde hace algún tiempo sufre de algo que padece cerca del quince por ciento de la población mundial, percepciones auditivas fantasmas, extraños sonidos sin explicación médica que, una vez descartados otros problemas físicos, se tratan con ansiolíticos pues se relacionan más bien con el estrés. Pero ahora ¿por qué? El molesto ruido de origen desconocido que afecta a Norman puede ser como el rumor del agua si le va bien, o como un siseo que a menudo lo obliga a voltear la cabeza, o como ahora, una especie de campanada que se aleja y se acerca con un eco metálico y seco. Se parece a la reverberación entre las montañas de un lejano gong particularmente agudo y resquebrajado. El chamán lo está observando con fijeza o tal vez mira a través de él, pero lo hace sentir incómodo. Absorto, repite una letanía, unas pocas frases que a fuerza de reiteración hasta pareciera poder entender, como si la insistencia del sonido acabara por desgastar su significado, las sílabas hasta hace un momento inescrutables parecen adquirir pleno sentido y Norman cree entender lo que está diciendo el brujo de encendido semblante que por momentos se le antoja demoniaco. Lo que escucha, o cree escuchar de la boca del metamórfico oficiante es algo así como:

Que los dioses viejos nos limpien
y los dioses nuevos nos unjan.
Que sangren los corazones en sus pechos
y ruja el jaguar.

Esas ideas deslizadas en el estribillo le producen un escalofrío con todo y los 45 grados del interior de aquella caverna tropical, de aquella fosa estigia, aquella sima hirviente, aquella trinchera recién bombardeada, aquel altar de sacrificios. La imaginación se le dispara como si hubiera ingerido alguna droga psicodélica; él, que no ha probado ni el tabaco, empieza a ponerse muy nervioso, el corazón se le agita como si subiera escaleras a toda velocidad. Acaban de cerrar por cuarta ocasión la puerta así que tiene que esperar unos quince minutos antes de poder salir sin interrumpir el ritual. Mira a Charly, que está casi frente a él, completamente dormido envuelto en sudor como una brillante crisálida. Pedro, por su parte, muy concentrado, con la cabeza inclinada, está atento a la menor palabra del chamán y no parece sufrir los embates del bochorno asfixiante. Se percata de que el desagradable sonido en el oído ha desaparecido cuando lo sustituye algo peor, un dolor agudo y palpitante en la cabeza, siente deseos de vomitar, trata de incorporarse pero otro dolor peor en la parte baja de estómago lo dobla sobre sí mismo, intenta hablar pero sólo un ronquido sordo sale de su garganta. No me puede estar pasando esto, piensa, me estoy muriendo. Y es cierto, unos segundos después está muerto. Con la cabeza caída sobre el pecho, los brazos desmadejados en el regazo, es la imagen perfecta del descanso, hasta parece que se ha quedado dormido. Melissa abre los ojos, lo mira y esboza una enorme y húmeda sonrisa pensando: “Qué bueno que Norman ha conseguido relajarse”.

Capítulo 2

Un caso entre un millón

La abundancia me hizo pobre.
PUBLIO OVIDIO NASÓN
 

No puede ser que las Variaciones Goldberg, su pieza favorita del divino Johann Sebastian Bach, y más en la interpretación enérgica y diáfana de András Schiff, lo estén irritando de este modo, ni que fuera el odiado reggaetón que a todas horas infesta las estaciones de radio y lo saca como ninguna otra cosa de quicio. Las Variaciones tienen el don, o lo tenían, de calmarlo y rescatarlo de todo estrés con fundamento o sin él, y siempre habían logrado ese efecto, hasta ahora al menos porque de repente el piano parece desafinado y el ritmo de algún modo trepidante. Cierra el libro de golpe como quien pretende matar un mosquito recién posado entre sus hojas y, una vez en pie, resopla más que suspira comprobando la mala calidad de su humor, y eso pese al espíritu navideño que rezuma la casa por los cuatro costados. No se ha librado de la festiva decoración ni siquiera su sacrosanto estudio, una cinta de espumillón dorado circunda la pantalla apagada de su computadora obsoleta.

Está cada vez más intranquilo, sobre todo porque nunca ha sabido disimular, y no quiere preocupar a Aurora, ni minar los invernales jolgorios, pero realmente está consternado y a punto de hacer una tontería cuando ve un plato que su mujer ha dejado estratégicamente, antes de irse y sin que se diera cuenta, en la esquina de la mesa. Repleto de higos, dátiles, duraznos secos, nueces peladas y almendras confitadas, le está haciendo ojitos de manera descarada. Por un instante el desbarajuste emocional entra en receso, no se resiste y estira su mano para tomar un higo cubierto de azúcar glas. Lo muerde con deleite dejando que el sentido del gusto eclipse cualquier otro pensamiento o sensación, hasta cierra los ojos, y logra, por un segundo, desaparecerse en el sabor. Pero antes de poder dar la segunda mordida repica el teléfono con un sonido tan desagradable como la música que ya no puede tolerar más, la desconecta al tiempo que contesta.

—Sí, ajá, feliz Navidad también para ti, Encarna. Entonces… ¿Cómo? ¿Que se ha muerto quién? ¿Dónde? Entiendo, bueno la verdad no, no entiendo por qué me llaman a mí. No, desde luego, si es cosa de arriba… Voy para allá.

Tarda menos en hacerlo que en pensarlo y para cuando es consciente de estar saliendo por la puerta todas las preocupaciones se borran, quedan atrás, aunque no se trate, por lo que parece, de un caso de asesinato, y menos aún serial, que son sus favoritos. Sólo sabe que alguien muy importante, un gringo rico, “muy, muy rico” le dijo su secretaria, se ha muerto en el temazcal de un hotel de lujo al sur de Mérida; nadie piensa que sea un crimen pero el gobierno estatal no sabe cómo manejarlo con la embajada y de momento se ha mantenido todo el asunto en secreto, nada más lo esperan a él. El gobernador antes de hablar con los federales, ha llamado a su procurador general y a éste no se le ha ocurrido mejor idea que hacer el paro encajando el asunto a Xiu. Aunque lo detesta con toda su alma desde que se hizo famoso y además no quiso aceptar una candidatura para diputado local por el PRI, sabe muy bien que la opinión pública lo adora, que se maneja a la perfección con los medios y está lo suficientemente domesticado como para no ser un elemento del que el Sistema deba recelar. El envidioso jurista piensa con satisfacción que Xiu es un cartucho que bien se puede quemar si es necesario y sin gran merma para el organigrama político, es más, si algo falla sería como matar dos pájaros de un solo tiro, lo hacen responsable del desaguisado y además se libran por fin de él, sacando de una vez la manzana sana del cesto podrido, no vaya a ser que resulte contagioso eso de la honradez.

Pero Xiu es ajeno a todos estos tejemanejes de la alta política que es más bien bajísima, sórdidos medios para fines aún más sórdidos, él es feliz con tener un nuevo asunto en el que ocuparse, con poder escapar de casa por unas horas al menos y librarse de los negros pensamientos que se arremolinan en su cabeza amenazando con formar una tormenta de efectos devastadores, un huracán que puede que no deje nada en su lugar si no consigue encaminarse justo en la dirección contraria. Así que escapa de sus tormentos mediante el trabajo, lo que ha venido haciendo toda la vida.

Dejó de manejar hace años y desde entonces ha soñado con ver un día las calles libres de vehículos con motor de combustión; gusta de imaginar largas filas de autos último modelo convertidos en chatarra, millones de cascarones vacíos de una especie de máquinas extintas que ya no se recuerda para qué servían. Pero no, estamos por terminar el segundo decenio del nuevo milenio y nada de carros voladores, maldita ironía futurista. Así que camina hasta la avenida más cercana para tomar un taxi, con motor de combustión por supuesto. Además, como para qué queremos autos que no contaminen si la energía eléctrica la seguimos obteniendo en gran medida de quemar, petróleo o gas, siempre quemar. No, Xiu no está hoy muy optimista.

El conductor lo reconoce de inmediato, no debería usar tan a menudo sus ya clásicas guayaberas color salmón o pistache. Mérida dista mucho de ser una gran ciudad pero para Xiu ya ha crecido más que suficiente. Los locales conservan de momento la costumbre de saludarse, aunque la invasión de chilangos, regios y tamaulipecos, esté por acabar con lo que todavía le queda de pueblo apacible, de provincia alejada, muy alejada del centro voraz que como en tiempos de los aztecas y su imperio, sigue exigiendo tributo y lealtad. Rapidito se pone al día del chismorreo político, ninguna fuente es tan efectiva para enterarse de las más recientes noticias como los taxistas; éste es bastante extrovertido y parece saber todo acerca de la siempre pública carrera de Xiu. Además ha escuchado desde hace un buen rato, en la frecuencia de la policía, sobre un muerto VIP en el lujoso hotel Chablé. Xiu que había pensado pasar por la oficina decide cambiar de idea e irse directo al lugar del incidente antes de que la noticia se propague más.

—Oiga, jefe, cuánto por llevarme hasta allá.

—¿Ahorita?

—Pues sí, ahorita mismo.

—Uf, patrón, son más de treinta kilómetros, ya está fuera de la ciudad, pasando Chololó.

—No importa, ándele.

—Le va a salir cariñoso.

—Usted no apague el taxímetro para nada.

—Se va a encargar del caso, ¿verdad?

—Qué caso, no hay caso. Esto es una misión de relaciones públicas y poco más.

—No, mi patrón, si usted va es que hay caso.

—Un gringo muerto en sus vacaciones, no es el primero ni será el último.

—Me dijo un compañero del aeropuerto que no es cualquier gringo. Según él se trata de Norman Fisher, ya sabe, el de las computadoras, el hombre más rico del mundo.