COMITÉ CIENTÍFICO DE LA EDITORIAL TIRANT HUMANIDADES

Manuel Asensi Pérez

Catedrático de Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada

Universitat de València

Ramón Cotarelo

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia

Mª Teresa Echenique Elizondo

Catedrática de Lengua Española

Universitat de València

Juan Manuel Fernández Soria

Catedrático de Teoría e Historia de la Educación

Universitat de València

Pablo Oñate Rubalcaba

Catedrático de Ciencia Política y de la Administración

Universitat de València

Joan Romero

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

Juan José Tamayo

Director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones

Universidad Carlos III de Madrid

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IZQUIERDAS

Y DERECHAS

ANTE EL ESPEJO

Culturas políticas en conflicto

Editores:

AURORA BOSCH

ISMAEL SAZ

Valencia, 2016

Copyright ® 2016

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JOAN ROMERO GONZÁLEZ

Catedrático de Geografía Humana

Universitat de València

© Aurora Bosch

Ismael Saz y otros

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Presentación

El presente volumen es fruto del debate y la reflexión, principalmente, entre investigadores de dos proyectos de investigación que tienen su base en el Departamento de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia. Ambos se aproximan a la España del siglo XX en un ámbito comparativo desde el estudio de las culturas políticas. Mientras “De la dictadura nacionalista a la democracia de las autonomías: política, cultura, identidades colectivas” (HAR2011-27392) enfatiza en su análisis el papel del nacionalismo español, el estudio histórico de la democracia es el centro del proyecto “Democracia y culturas políticas de izquierda en la España del siglo XX: desarrollos y limitaciones en un marco comparativo” (HAR2011-27559) y del Grupo de investigación de Excelencia PROMETEO, GEHTID (Grup d’Estudis Històrics sobre les Transicions i la Democràcia, GVPROMETEO/2012/046).

Así, desde una historia política insertada en el marco de las culturas políticas, y centrada principalmente en España, los autores del presente volumen reflexionan principalmente sobre el conflicto dentro de las culturas políticas de izquierdas y derechas, sobre los fenómenos de exclusión en modelos políticos teóricamente inclusivos, como el liberalismo o la democracia, y sobre el papel de la nación y el nacionalismo en las culturas políticas. La construcción de identidades y representaciones culturales se superponen así a las elecciones, los partidos, y la movilización política, devolviéndonos una imagen conflictiva, dinámica y compleja de la acción y participación políticas.

En el bloque I, relativo a la inclusión o exclusión de modelos de sociedad supuestamente integradores, como la sociedad liberal o democrática, Mª Cruz Romeo explora las premisas de género que sustentaban el catolicismo y el liberalismo como un componente esencial del conflicto por definir y modelar la modernidad, mientras que Rafael Cruz destaca la sensación de exclusión y lucha por la integración de católicos, sindicalistas de la CNT y monárquicos en la democracia de la Segunda República. Igualmente paradójico resulta el conflicto por mantener una democracia con exclusión en el sur de Estados Unidos después de 1945, cuando el país se proyectaba internacionalmente como modelo democrático.

En el bloque II, la protagonista esencial es la nación, y podemos ver cómo Xavier Andreu comienza la reflexión sobre la nación y el nacionalismo en las culturas políticas ligando género y nación en la primera mitad del siglo XIX, para devolvernos un modelo de masculinidad del primer republicanismo español que unía al hombre viril dispuesto a tomar las armas y participar activamente en la vida pública, con la aceptación y celebración de la sentimentalidad masculina. Algo más tarde, en la España de la II República, Marta García Carrión, centrándose en la cultura cinematográfica comunista y anarquista, enlaza cultura de masas y nación para analizar la representación nacional-popular del pueblo español en dichas culturas políticas. Finalmente, Ferran Archilés explica cómo la crisis de legitimidad del franquismo impidió entre 1975 y 1977 que todo estuviera “atado” respecto a la nación y la estructura del Estado, pero no alumbró en 1978 una estructura federal ni plurinacional del Estado. La España de las autonomías era más bien “un regionalismo bien entendido” de nuevo cuño, que no cuestionaba la unidad de la nación española.

Precisamente el bloque III incide sobre las derechas católicas y las derechas fascistas en España. Alfonso Botti plantea una revisión de la idea de nacional-catolicismo y su definición en el conjunto de las derechas a partir de una reflexión sobre el concepto de cultura política. Ismael Saz explora en el período de entreguerras la atracción del fascismo entre las derechas antiliberales europeas, su fascistización, resaltando la cooperación conflictiva de nacionalistas reaccionarios y fascistas, ambos fuentes principales de las dictaduras de derechas del siglo XX, destacando la persistencia de la primera. Por su parte, Julián Sanz explica la importancia de la experiencia de la guerra civil como el elemento definitorio de la cultura política falangista y de la identificación de sus militantes hasta la inmediata posguerra, mientras que posteriormente las organizaciones del Movimiento eran las que identificaban y socializaban a los militantes falangistas hasta los años sesenta. Inmaculada Blasco y Marta del Moral relacionan género y catolicismo en las dos primeras décadas del siglo XX, para resaltar cómo la participación de las mujeres en la movilización clerical o los sindicatos católicos les permitió tanto “salir del hogar”, como “madurar su propio discurso contrarrevolucionario”.

Pasando a las culturas políticas de izquierda, el bloque IV explora los conflictos del socialismo español en el primer tercio del siglo XX. Comienza en el contexto de la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución Rusa, momento en el que se sitúa el análisis de Maximiliano Fuentes sobre el fracaso del PSOE en su intento por convertirse en un vehículo de regeneración nacional y su giro alternativo hacia el antiparlamentarismo de inspiración soviética. Mientras, dentro de los años treinta, Sergio Valero estudia el conflicto entre los modelos de República de dos antiguos aliados que competían por el mismo electorado popular en la Segunda República: el socialismo y el republicanismo histórico; mientras que Aurelio Martí destaca cómo, en esos mismos años, el internacionalismo convivía sin conflicto con el nacionalismo español en la cultura política del PSOE, en sintonía con la evolución de los socialismos europeos desde 1914.

Finalmente, en el bloque V, encontramos estudios, básicamente desde Francia e Italia, en torno al comunismo y al antifascismo, este último con múltiples influencias de culturas políticas democráticas y de izquierdas. Mientras Marco Albeltaro estudia la evolución de la cultura política, el estilo de vida y la dimensión existencial de los comunistas italianos hasta 1990, Gilles Vergnon se detiene en los cuatro ciclos del antifascismo en Francia, desde 1921 hasta el neofascismo que culmina en 2001, destacando los efectos profundos del antifascismo histórico de 1934-1938 en la sociedad francesa. Y precisamente Laura Branciforte se centra ahí, en los orígenes plurales del antifascismo histórico en Italia —comunista, liberal-democrática, socialista, católica, el movimiento Giusticia i Libertà—, pero unidos todos ellos por la amplia reflexión sobre la reforma de la democracia desde mediados de los años treinta.

De este modo, presentamos un volumen plural en sus contenidos, en los escenarios concretos y en las cronologías, pero resultado de los intereses compartidos por todos los investigadores que en él han trabajado: el estudio y análisis de las culturas políticas, fundamentalmente desde la perspectiva de sus conflictos internos; la colaboración de diferentes investigadores, más allá de los límites institucionales establecidos por los proyectos de investigación; y la implementación de sinergias que ayuden a afrontar las dificultades económicas derivadas del contexto actual. Esperamos que sea uno de los muchos trabajos conjuntos que nos queden por hacer.

Valencia, febrero de 2015

Aurora Bosch

Ismael Saz

BLOQUE I
INCLUSIÓN, EXCLUSIÓN Y MODELOS DE SOCIEDAD

Catolicismo, mujer y modernidad: a propósito del teatro de Tamayo y Baus

María Cruz Romeo Mateo

Universitat de València

En septiembre de 1863 se llevó a los escenarios madrileños la obra Lances de honor. Su autor, Manuel Tamayo y Baus (1829-1898), es hoy un dramaturgo prácticamente olvidado. Ni siquiera suele relacionarse su nombre con una de las películas míticas de la cinematografía franquista, Locura de amor (1948), del director Juan de Orduña, en realidad basada en su drama histórico La locura de amor, estrenado en 1855. Sin embargo, Tamayo y Baus fue en su época un impulsor destacado de la llamada “alta comedia”, gozó del favor del público y sus ideas estéticas tuvieron gran predicamento en la actividad teatral de mediados del siglo XIX1.

Lances de honor fue muy discutida cuando se representó. La obra era una encendida diatriba contra la práctica de los duelos. El origen de las ofensas e injurias que desencadenan la acción se encuentra en el mundo de la política: el enfrentamiento parlamentario entre dos diputados de tendencias opuestas, uno, liberal y sin fe religiosa, y el otro, un dechado de virtudes cristianas. La trama argumental se complica con la intervención de los hijos únicos de los respectivos representantes de la nación, quienes, movidos por la defensa del honor, acaban desafiándose con un trágico desenlace, la muerte del hijo del diputado católico. Tamayo y Baus convirtió el teatro en “tribuna y cátedra moderna, que habla fuerte y claro, como quería Víctor Hugo […], sólo que con distinto objetivo: con discursos prolijos al servicio del catolicismo integrista”, según uno de sus especialistas2.

Integrista o no —la discusión no viene al caso en estos momentos—, lo cierto es que Lances de honor era un drama de tesis en torno a la vindicación de la moral cristiana frente a ciertas convenciones sociales. Lo que de ella me interesa no es solo esa moral sobre la que se construye el drama, sino también los discursos de género, la idealización de las masculinidades y feminidades movilizadas para captar la atención del público y la polémica que todo ello generó en la España de mediados del siglo XIX. El propósito de este trabajo es explorar, a partir del teatro de Tamayo y Baus, las premisas de género que sustentaban el catolicismo (intransigente) y el liberalismo como un componente esencial del conflicto por definir y modelar la modernidad.

Realismo y moral católica: el teatro de Tamayo y Baus

El recurso que utilizó Tamayo y Baus para conectar con los espectadores fue el realismo. Unos años antes del estreno de Lances de honor, había expuesto sus concepciones sobre el arte dramático en el discurso de recepción pública en la Real Academia Española —distinción que, según parece, había alcanzado gracias a la amistad con el académico y político neocatólico Cándido Nocedal—. En 1859, sistematizó y desarrolló ideas desperdigadas en anteriores prólogos a algunas de sus obras. Su pensamiento era una apuesta por el realismo, que se había ido consolidando a partir de 1855-1856. Concebía el escenario como expresión de la vida real: “esta criatura ficticia, para ser bella, ha de estar formada a imagen y semejanza de la criatura viviente”. Sin embargo, el arte no es una reproducción de la realidad, “no copia maquinalmente lo real: inventa lo verosímil, con libérrima acción”. El teatro construye una realidad ficticia, imaginaria, pero verosímil y posible. Esta verosimilitud se logra a través de la representación de lo que es peculiar y característico del individuo; el sujeto particular, con todas sus singularidades, y no las personificaciones abstractas, es la esencia de su teatro. Porque la naturaleza humana y la realidad son complejas, poliédricas y mestizas, el personaje dramático no puede ser despojado de los vicios, miserias y flaquezas humanos, como tampoco pueden ser ajustados sus afectos y sus pasiones a una traza o norma convencional: “Lo feo y lo bello, así en lo físico como en lo moral, recíprocamente se explican, se completan, se aquilatan: y cuanto en la realidad, son inseparables en el arte […] ¿cómo separar en el arte cosas tan íntimamente enlazadas en la vida?”. De este modo, cuanto más verdadero —es decir, más realista— sea el mundo ficticio inventado mayor será el alcance del teatro para “producir en el ánimo del auditorio el propio efecto que la realidad misma le causaría”.

Este efecto de verdad tiene en la reflexión de Tamayo y Baus una pretensión moralizadora. Como han señalado los historiadores de la literatura, su realismo no es objetivista, sino idealizante. Al tiempo que entiende por realidad la materia y el espíritu, lo visible y lo invisible, sostiene que no todo cabe en el teatro. La ficción escénica es falsa cuando representa lo raro, lo no natural, la excepción, lo monstruoso; por el contrario, aquella alcanza su mayor gloria cuando hace ver “la naturaleza por su lado más espiritual y significativo”:

“Lo que importa en la literatura dramática es, ante todo, proscribir de su dominio cualquier linaje de impureza capaz de manchar el alma de los espectadores, y empleando el mal únicamente como medio y el bien siempre como fin, dar a cada cual su verdadero colorido, con arreglo a los fallos de la conciencia y a las tiernas leyes de la Suma Justicia. Santificar el honor que asesina, la liviandad que por todo atropella; representar como odiosas cadenas los dulces lazos de la familia; condenar a la sociedad por faltas del individuo; dar al suicida la palma de los mártires; proclamar derecho la rebeldía; someter el albedrío a la pasión; hacer camino del arrepentimiento el mismo de la culpa; negar a Dios, consecuencias son de adulterar, […], ideas y sentimientos; crimen fecundo en daños infinitamente mayores que el de adulterar hechos en la historia”3.

En principio, la voluntad moralizadora del teatro de Tamayo y Baus no era específica de este autor. Más bien correspondía a las ideas culturales de la época isabelina y al género de la “alta comedia”, del que Tamayo fue uno de sus mayores exponentes. Así, por ejemplo, el crítico literario del diario progresista La Iberia enjuiciaba de idéntico modo la finalidad de este arte. Aunque lamentaba que el teatro no era ya “la escuela de las buenas costumbres”, abogaba por un entretenimiento decoroso al que pudieran “concurrir hasta las más pudorosas hijas de familia”. Si bien alcanzaba su sentido cuando era un reflejo vivo de la sociedad, ello no justificaba en absoluto la representación de las malas pasiones o de los vicios sociales bajo formas seductoras, atrayentes o apoteósicas. La corrupción no debía de ser ensalzada4. Tamayo y Baus no decía otra cosa; de ahí también el éxito conseguido.

El autor madrileño confiaba en la capacidad del teatro para generar estímulos, emociones y pensamientos en los espectadores; un carácter performativo que surgía del desenvolvimiento natural de la acción y de los personajes, sin necesidad de recurrir a empeños teóricos al margen de la escena: “es dado al arte ejercer saludable y poderoso influjo, despertando afectos nobles y generosos, puras y elevadas aspiraciones. Y yerra por extremo cuando fía a la lección teórica lo que debiera al ejemplo vivo; cuando se dirige a la razón para convencer, y no al corazón para hacer sentir; cuando olvida que no le toca moralizar doctrinando, sino conmoviendo”. La función social del teatro estribaba en esta dimensión de sugerir otras interpretaciones del sentido de la realidad, ambición que solo era posible —pensaba Tamayo y Baus— cuando se llevaban a las tablas sentimientos y comportamientos auténticos, verdaderos, reales, cuando se representaban los matices de la vida, sus luces y sombras. Porque de ellos brotarían las enseñanzas morales a las que el público era invitado.

El realismo de Tamayo era pues una construcción dramática, que creaba el efecto de verosimilitud. Era un artificio que abría las puertas a personajes diversos, a una multiplicidad de voces no estereotipadas y a un mundo que debía de ser reconocido por el público. Esta ilusión de realidad tenía un contenido moralizante, al proponer unos dilemas y unos conflictos a los individuos. Su proyecto creativo giraba en torno a ese “moralizar conmoviendo”. Es allí donde radicaba la intención del dramaturgo. A pesar de que sostuvo que la personalidad del autor debía desaparecer, borrarse, para que el teatro fuera expresión de la naturaleza, la propia relación del autor con la vida estaba mediatizada por su interpretación de la realidad. Su proyecto moral se apoyaba en un conjunto de valores conservadores y católicos5.

Manuel Tamayo no fue un político profesional. Fue un escritor que se integró en los círculos culturales y políticos del moderantismo oficial de finales de la década de 1840. Como era habitual en otros literatos, obtuvo un puesto administrativo de la mano, en su caso, de su familiar el dramaturgo y político Antonio Gil y Zárate. El nuevo poder surgido de la revolución de 1854 le declaró cesante, aunque pronto recuperó el empleo. En octubre de 1856, volvía al ministerio de Gobernación, dirigido por Cándido Nocedal, a quien el autor había dedicado un año antes la comedia Hija y madre. Desde entonces, Tamayo y Baus desarrolló una carrera administrativa bajo gobiernos moderados y unionistas, hasta conseguir la jefatura del cuerpo de bibliotecarios unos meses antes de la Gloriosa6.

Hasta la revolución de 1868, las relaciones de amistad con políticos y escritores neocatólicos no fueron un obstáculo para el desempeño de su actividad en la Administración del Estado, como sí lo fueron en otros casos de literatos con mayor protagonismo en la propaganda neocatólica. Su salto al campo político se produjo en 1868, cuando, ya cesado, se implicó por completo en las acciones que desplegaron los antiguos neocatólicos y, en especial, Cándido Nocedal. Formó parte de la Asociación de Católicos de España, fundada en 1869, apoyó los manifiestos de movilización de la opinión católica y los proyectos de la Juventud Católica de esos años y, por último, se presentó como candidato carlista por diferentes distritos en las elecciones de 1871 y 1872. Miembro destacado de la Junta Central católico-monárquica de 1872, fue procesado en ausencia por delitos de sedición y rebelión. Como expuso en el manifiesto electoral de 1871, era la defensa del catolicismo, que creía hollado por la nueva situación revolucionaria, lo que le había catapultado a las filas del carlismo7.

Ese catolicismo no era nuevo. Su programa teatral de “moralizar conmoviendo” se había sustentado en valores católicos. Una moral católica que, en principio, sintonizaba con la cosmovisión general de amplios sectores de la sociedad isabelina. A medida que esa concepción básica del individuo y de la sociedad adquiría unos perfiles más políticos y el artificio estético realista se hacía más vehemente, el teatro de Manuel Tamayo encontró mayores dificultades para acomodarse a lo que los espectadores entendían como real. La distinta recepción con que el público y la crítica acogieron dos obras suyas, estrenadas con pocos meses de diferencia, puede dar cuenta de los significados diversos que podía envolver la referencia, también plural, a la cultura católica.

La voluntad de representar una realidad contemporánea en la dramaturgia de Tamayo y Baus se consolidó durante el Bienio Progresista, con notable éxito. El triunfo fue clamoroso con la primera gran obra que estrenó, bajo seudónimo, tras su ingreso en la Real Academia Española. Lo positivo, llevada a los escenarios en 1862, alcanzó el favor de público y crítica a tal grado que, según decía la prensa, la expresión del título no solo se puso de moda, sino que incluso sirvió hasta para denominar objetos de consumo de las clases medias urbanas8. El éxito logrado en Madrid se repitió en otras capitales como Barcelona, Valencia o Zaragoza9. La crítica liberal no cesó de elogiar la obra: profunda y bella fueron los calificativos más usados10. El diario progresista La Iberia la tildó de “delicadísimo cuadro de costumbres y poético estudio del corazón humano” que conmovía el alma11. Intención moral y mérito literario —decían los críticos— se daban la mano en esta comedia.

En realidad, Lo positivo era una adaptación de una obra francesa, escrita por Léon Laya, Le Duc Job. En cualquier caso, fue brillantemente acogido el combate contra el desmedido afán de goces materiales, que era el eje de la trama. Tamayo y Baus recrea el entorno familiar de un negociante que, “a fuerza de constancia y laboriosidad”, ha conseguido una solvente riqueza. Pero ha sacrificado su vida entera al dinero, “lleva metido en la cabeza el libro de caja” y ha educado a sus hijos con idénticas ideas. De acuerdo con este modo de entender la vida, considera el matrimonio como una inversión y pretende que sus hijos, Felipe y Cecilia, realicen enlaces matrimoniales por interés, no por amor. Cecilia, que es la piedra angular de la comedia, tiene buen corazón e ingenuidad, pero la ambición y el lujo son los móviles de su pensamiento. Los planes de bodas serán desbaratados por el cuñado y el sobrino del padre, ambos con títulos de nobleza y ambos imbuidos “de ideas y sentimientos de otras épocas que hoy se apellidan bárbaras”. El sobrino —hijo de duque y soldado valiente en la guerra de África, que luchó por la religión, la patria y la reina— está enamorado de Cecilia. Sin embargo, carece de fortuna porque la ha dedicado a obras de caridad. Cecilia, que probablemente ama a su primo instintivamente, toma conciencia de su amor gracias al empeño del tío y a ciertos imprevistos —como el de la recepción de una carta de una amiga en la que esta relata el contraste de su felicidad, junto con un esposo sin más recursos que su trabajo, con la desgraciada vida de otra amiga ambiciosa y coqueta, que acaba convirtiéndose en “mujer sin honra, esposa sin esposo y madre sin hijos”—. Tras ardua reflexión, que incluye el análisis minucioso del estado de ingresos y gastos que un hipotético matrimonio con su primo supondría, Cecilia reconoce su amor y comprende que “lo positivo es el amor y la virtud”. Y el padre se da cuenta de su error de buscar el matrimonio por interés12.

Mucho del éxito de esta obra se debió a este primer plano del sentido de la obra: el elogio del matrimonio por amor, un tema que tenía una larga tradición literaria y filosófica13. Se representaba un modo de entender los cambios y continuidades que habían afectado al matrimonio en la sociedad contemporánea, enfrentando los intereses materiales y los sentimientos. Se escenificaba el triunfo de estos últimos, que además se consideraban naturales en los individuos. El matrimonio (y la familia) era un microcosmo social, y a través de él se censuraba “la desmedida sed de lujo y de riqueza que siente por desgracia nuestra sociedad moderna”, como escribió el crítico de La Iberia. El conflicto entre el sentimiento y el materialismo se resolvía en la mujer, ella misma pura naturaleza. Como se publicó en el diario progresista:

“En Cecilia se ve retratada la mujer de nuestros días, amante del lujo y voluble en sus afectos, pero dotada de un corazón impresionable y bueno. Es un carácter lleno de ingenuidad en el que se reflejan a cada instante esos mil matices que hacen de la mujer un ser indefinible; vaguedad misteriosa que lleva en sí tormentos y delicias; mezcla incomprensible de sencillez y cálculo, de candor y astucia, de materia y espíritu, que se escapa al análisis y acaricia y burla nuestros deseos”14.

Prácticamente no hubo reflexiones que atendieran el segundo plano de sentido de la obra, tal vez porque no constituía la trama central y se encontraba disperso a lo largo de las escenas. Me refiero a la crítica católica de la riqueza.

Desde el comienzo de la obra, el marqués y el futuro duque desdeñan las “opiniones vulgares” de quienes creen —como el padre de Cecilia— que todo se reduce al dinero y a la posesión de bienes, desprecian la caridad cristiana, no entienden que las fortunas deban emplearse básicamente en sufragios por las almas de los difuntos y en atender a los pobres y no se acomodan a lo que Dios les da15. Estas consideraciones son continuas a lo largo de la obra. Así, por ejemplo, el tío marqués le dice a Cecilia que el dinero “antes acarrea males que bienes. La virtud es patrimonio más seguro y positivo” y la adoctrina señalándole que “buscando la dicha por tan errada senda solo hallará cruel hastío, y acaso vergüenza en esta vida, y en la otra… sábelo Dios”; en otra escena, la amiga le escribe a Cecilia “¡Valientes majaderos estáis los ricos! Todo vuestro lujo no os hará gozar, ni por asomo seguramente, lo que a mí un vestidillo de lana comprado con los afanes y el sudor de mi marido de mi alma. Hasta las mismas privaciones, sufridas con resignación en cumplimiento de un deber, son otras tantas alegrías negadas a los ricos y concedidas a los pobres por la Divina Misericordia”; o, en fin, Cecilia exclama, ya convencida de su amor hacia el primo y de que debe renunciar al lujo, “¡Si los ricos supieran lo que se pierden con no ser pobres!”.

La prensa liberal podía compartir una censura vaga, vaporosa y no comprometedora del afán desmedido de goces materiales16. Pero la comedia iba más allá en su crítica. Solo un diario demócrata se enfrentó a este plano de sentido, que mayoritariamente pasó desapercibido. Manuel Fernández y González, escritor de novelas folletinescas y redactor de La Discusión, fue el único —que yo haya podido localizar— que discutió el mérito de la obra para cosechar tal éxito. Sostenía que el público la había juzgado por su “forma externa”, cuando en realidad era una comedia que “no ataca a la mala adquisición de la riqueza, sino a la riqueza; porque es una proclama más de esa lucha a muerte entre el pobre y el rico, entre el capital y el trabajo; porque en esa obra, se desconoce de todo punto que el lujo, por más que sea corruptor, es necesario; que sin el dinero de los ricos invertido en lo superfino, en lo ostentoso, en vanidad, en una palabra, los pobres no tendrían trabajo, la industria no existiría, no habría sociedad”17.

Al margen de defender la economía política como el “espíritu racional y positivo de nuestra época”, Manuel Fernández centró su crítica en la representación de la riqueza ofrecida por Tamayo y Baus. Cotejó el original francés y la comedia española. A diferencia de la escrita por Léon Laya, en la del autor madrileño no aparecían ni el rico especulador que debía su fortuna al agio, ni un padre conocedor del origen torcido del capital del pretendiente de su hija. El pensamiento social y moral que esconde Le Duc Job se disuelve por completo en los escenarios españoles. El pretendiente que ha buscado el padre de Cecilia podrá ser vulgar, incluso grotesco, pero ha acumulado la riqueza dentro de la ley; en cuanto al padre, es como lo son todos, es decir, preocupados por el porvenir de su hija y de su descendencia, inquietos por la posición del yerno e intranquilos con hipotéticos enamorados más volcados al sentimiento romántico que a la dura realidad de la vida.

Manuel Fernández, con otra concepción político-cultural de la riqueza, no participaba de la valoración positiva que se había hecho del rechazo del materialismo. Para él, era contraproducente “atajar la tendencia de la clase media al lujo”. Había que acabar, claro está, con el enriquecimiento ilícito, especulativo, pero no con la riqueza productiva y su capacidad adquisitiva. El gasto, el consumo, creaba industria, generaba trabajo, “único principio de la riqueza común”: “no ataquéis el lujo; porque el lujo es la industria, y la industria la madre amorosa y protectora del obrero: no ataquéis el tanto por ciento, porque el tanto por ciento es la razón del capital, como el capital es la razón de la industria: atacad el crimen, la inmoralidad y la bajeza donde quiera que los encontréis, y los encontrareis en todas partes al alcance de vuestra mano”.

La crítica católica de la riqueza pasó desapercibida y el público vio en Lo Positivo una protesta simpática contra el materialismo. Otras lecturas posibles, como la de Manuel Fernández, se desvanecieron: el reproche a la clase media, la desaprobación del enriquecimiento, fruto del trabajo y de la ley, o la ambivalencia con respecto a la movilidad social, todas ellas también presentes en la obra.

No pasó lo mismo once meses después, con el estreno de Lances de honor. Obra original y no un arreglo o adaptación como la anterior, Tamayo y Baus llevó a los escenarios mucho del programa teatral que había expuesto tiempo atrás en la Real Academia Española. Si en Lo Positivo era el afán desmedido de goces materiales el núcleo de la trama argumental, ahora se centraba en la práctica social del duelo. De acuerdo con su proyecto, construyó una ficción cuya verosimilitud se acercaba peligrosamente a una realidad social previamente seleccionada e interpretada.

La cultura del duelo se había expandido por toda Europa a lo largo del siglo XIX. Constituía un componente esencial de los discursos y de los modelos de masculinidad que labraron la figura del individuo masculino contemporáneo como bastión del Estado nacional. El honor representaba la exaltación de la dignidad individual y el reconocimiento de la virtud y del mérito entre iguales. Los valores a él asociados fueron sistematizados en España por el liberal Cirilo Álvarez, que llegó a ser ministro entre agosto y octubre de 1856: “la sociedad […] perdona pues al hombre de constitución débil […]; pero no perdona del mismo modo al hombre de ánimo apocado y pusilánime, que huye como una mujer, que se deja maltratar impunemente, que no sabría morir por su patria ni por sus creencias, con quien por consiguiente ni los individuos, ni los partidos, ni los gobiernos, ni las naciones pueden contar para nada […]”. Para las culturas políticas liberales y, con leves matices, republicanas, todo podía ser perdonado en el hombre menos su falta de valor, “esa fortaleza de ánimo, esa audacia natural de su sexo que establecen su superioridad y su destino en la naturaleza”18.

A pesar de existir una legislación restrictiva y a pesar de la oposición de la Iglesia católica, cuando Tamayo y Baus estrenó su obra había un amplio consenso cultural, político y social con respecto a la defensa del honor personal, familiar y nacional. El autor se enfrentaba a una práctica más aceptada, al menos culturalmente, que el ansia materialista. Había pues un riesgo. Pero además el modo de representar la crítica de esta convención no dejaba de ser peculiar. De acuerdo con sus intereses y experiencias, Tamayo escenificó una realidad posible, en cuanto que era verosímil, procedente del mundo de la política. Podía haber optado por representar un lance amoroso o un conflicto familiar o personal originado en otros espacios, privados o públicos. No, en este caso fueron desavenencias políticas ventiladas en las Cortes, a raíz de la actuación de un gobernador de provincias en un proceso electoral —cuñado del diputado católico— las que desencadenaron el drama. Los especialistas en literatura suelen llamar la atención sobre “las trampas de la intencionalidad”. Pero como ha señalado Isabel Burdiel, los historiadores no podemos renunciar a interpretar una obra sin referirnos a las intenciones de los escritores “y, por tanto, a un sujeto que escribe, a un contexto de escritura y de recepción”19.

En Lances de honor, el drama se estructura a partir de dos políticos, dos familias, dos modos de entender la vida radicalmente enfrentados: el liberalismo y el catolicismo de perfiles políticos. No hay compromisos o espacios de entendimiento posibles, ni siquiera una hipotética mediación exterior: el personaje don Damián, amigo de ambos diputados, acabará por renegar públicamente de su amistad con quien rechaza hacer valer su hombría en un duelo. Las dos alternativas se escenifican incluso espacialmente. Los liberales Villena —padre e hijo, por cuanto la esposa había fallecido— viven en un principal lujoso; los García, por el contrario, habitan en el mismo edificio pero en un piso de arriba, modestamente amueblado y presidido por una talla religiosa. En este sentido, Tamayo y Baus propone una disyuntiva por completo ajena a la trayectoria de amplios sectores de clases medias liberales, para quienes la religión era un código de orientación moral y social compatible con la política liberal. El dilema solo tenía sentido en la cultura política antiliberal y, a mediados del siglo XIX, en los círculos neocatólicos. La sombra de Donoso Cortés y del neocatolicismo, que por entonces comenzaba a ser una opción de entidad en la esfera pública y en ámbitos de la respetabilidad cultural —por ejemplo, la Real Academia Española—, iluminaba Lances de honor.

El autor construyó los personajes con retazos de un entorno político, cultural y social que por aquel entonces, principios de la década de 1860, bullía con las demandas neocatólicas del primado de la religión. Los trazos gruesos de una polémica cada vez más viva —en la prensa y en la publicística, con multitud de folletos— constituyeron el armazón a partir del cual creó a los personajes. De este modo multiplicaba el efecto de realidad. La familia liberal era rica y mundana; carente de toda ideología, más allá del disfrute del poder; falseadora de las elecciones, ajena a la verdadera voluntad de los electores y fabricante de diputados y de empleos públicos; corruptora de la prensa libre; despreciativa de los símbolos religiosos, despectiva incluso con los mandamientos católicos y altiva con unas costumbres que entiende impropias de la modernidad y a lo sumo inherentes a la condición femenina; idólatra de dioses mundanos, que hace a los hombres irresponsables; acérrima partidaria de resolver los conflictos mediante la práctica del duelo e imbuida de la cultura que la concibe como expresión de la hombría de un individuo; para ella, quien se niega a aceptar un lance es porque “circula por sus venas horchata de chufas”, un cobarde o “un gallina”, que no merece la consideración de igual. El siguiente diálogo puede dar idea del tono de la obra:

“D. Dámaso: […] el señor García no tiene nada de cobarde. Pero ello es que tal vez repugne el batirse, porque su modo de pensar, sus principios religiosos…

Aguilar: Pura farsea, don Dámaso. Los devotos del siglo diecinueve son todos hipócritas.

D. Dámaso: ¿Por qué no ha de haber en este siglo devoción verdadera?

Aguilar: Porque ya, con el vuelo que han tomado los conocimientos filosóficos, únicamente las mujeres y los patanes pueden creer de buena fe ciertas cosas

D. Dámaso: (¡Qué bárbaro!)

D. Lorenzo: Desengáñese usted; todo es posible en este país, donde quedan aún tantos resabios de la educación frailuna que han recibido.

Aguilar: Ciertamente que todavía hay mucho atraso en esta pobre España

Paulino: Vergüenza da ser español

D. Dámaso: Sí, con efecto…, el progreso…, la civilización… (¡Dios me perdone!)”20.

La familia católica es, lógicamente, la antítesis de este mundo liberal. La esposa realiza tareas del hogar, lo que motiva la crítica de los liberales por ser “costumbres primitivas” improcedentes del decoro debido a la figura de un representante de la nación; el hijo es leal y obediente y el padre es un hombre sentimental, familiar y responsable, “casi un santo”, que se niega a aceptar el duelo no por miedo, sino por virtud religiosa; y todos desean abandonar cuanto antes Madrid, un mundo corrompido y corruptor, que contagia a los buenos como si fuera una epidemia cualquiera, y regresar a Zamora, a la paz hogareña.

El nuevo discurso católico de género de mediados del siglo XIX perfila las identidades representadas, la del varón virtuoso y la de la mujer fuerte21. El modelo de masculinidad alcanzaba su plenitud en el ámbito familiar. Por supuesto, no rehuía el espacio público pero los valores allí manifestados tenían su origen en el mundo íntimo y privado. Es también un hombre que duda, de ahí la importancia de la mujer-esposa (más aún que la de la mujer-madre), cuya religiosidad es natural, instintiva. Lances de honor expone esta dimensión relacional entre los sexos.

Como católico, esposo y padre, don Fabián García rechaza el lance con Villena. Pero sometido a las reiteradas provocaciones de los liberales y al desprecio del criado, de su amigo y de su cuñado y a los titubeos de su hijo, don Fabián duda de sus convicciones y sostiene una terrible lucha interior entre las exigencias sociales, los afectos familiares y los preceptos religiosos. Es entonces cuando la esposa, doña Candelaria, adquiere una relevancia fundamental, que contrasta con la ausencia de la esposa-madre de los Villena, metáfora de los perniciosos valores morales del liberalismo. Es ella la que desarma con razonamientos lógicos las falsas ideas sobre la honra, la que destruye con su discurso de los deberes de un hijo de la Iglesia y de un hombre cristiano las vacilaciones y tentaciones de su esposo. Es ella, en fin, la que crea un espacio de serenidad y racionalidad en el mar de pasiones que es la obra. Es una mujer fuerte, capacitada para aconsejar al esposo. Sin embargo, su acción se agota en la relación con el esposo. Escasamente se desarrolla la figura de la madre, y cuando se escenifica, a raíz de la muerte en un lance de honor de su hijo, el contraste con el discurso liberal de la domesticidad y el amor maternal es grande. Doña Candelaria se muestra más preocupada por la salvación del otro duelista, hijo del diputado liberal, que por la de su propio vástago. Al encontrarlo mortalmente herido, exclama: “¡Es el mío, don Pedro, es el mío! ¡Bendito Dios, que lo ha dispuesto así! […] Con que haya lugar para que se prepare a bien morir me contento. No pido más: con eso me basta”. La preocupación de los padres en ese trance es que el hijo reciba los Últimos Sacramentos y solicite el perdón de sus adversarios. La conmoción de Villena al contemplar este acto de resignación y misericordia cristianas es tal que, “cayendo de rodillas”, hace una profesión de fe: “¡Dios de mis padres, Dios verdadero, creo en ti”. El último parlamento de la obra es de la madre, quien, dirigiéndose a Villena, le dice “Murió mi hijo para que usted resucitara. Dios lo hizo. Bien hecho está”.

1 Ramón Esquer Torres, El teatro de Tamayo y Baus, Madrid, CSIC, 1965; David T. Gies, El teatro en la España del siglo XIX, Cambridge University Press, 1996, págs. 333-345 y Guillermo Carnero (coord.), Historia de la literatura española. Siglo XIX (I), Madrid, Espasa Calpe, 1996, págs. 399-408. La autora participa en el Proyecto de Investigación HAR2011-27392. Agradezco las observaciones de Xavier Andreu, Isabel Burdiel, Jesús Millán y Coro Rubio.

2 Manuel Tamayo y Baus, Un drama nuevo, Madrid, Cátedra, 2008, edición de Alberto Sánchez, págs. 28-29.

3 La cita y las anteriores proceden de Íd., Discurso leído ante la Real Academia Española por Don Manuel Tamayo y Baus, en su recepción pública, el día 12 de junio de 1859; recuperado de Internet (http://www.cervantesvirtual.com).

4 La Iberia, 2 de noviembre de 1862. No obstante, había voces alternativas a un teatro moralizador; véanse las consideraciones de Juan Valera, Crítica literaria (1857-1860), en Obras completas, Madrid, 1908-1912, tomo XX, págs. 264 y ss.

5 Una aproximación al realismo del autor madrileño, desde la perspectiva de la historia de la literatura, en Víctor Cantero, “Manuel Tamayo y Baus: análisis de las claves que singularizan su propuesta de ‘realismo escénico’ a través del estudio de ‘La bola de nieve’”, Lectura y signo. Revista de literatura, 3 (2008), págs. 323-352. Sugerencias sobre el sentido de realidad en el teatro, en Santiago Trancón, Teoría del teatro. Bases para el análisis de la obra dramática, Madrid, Fundamentos, 2006.

6 La Época, 19 de diciembre de 1851, 28 de febrero de 1855, 10 de septiembre de 1860 y 16 de junio de 1868; La Iberia, 24 de octubre de 1856 y El Contemporáneo, 3 de marzo de 1861 y 9 de octubre de 1864.

7 La Época, 2 de noviembre de 1868, 2 de diciembre de 1870 y 7 de julio de 1872; La Correspondencia de España, 2 de marzo de 1871; La Esperanza, 27 de febrero de 1871, 6 de marzo de 1871 (incluye el manifiesto a los votantes de Santo Domingo de la Calzada), 30 de enero de 1872 y 3 de octubre de 1872 y El Imparcial, 21 y 26 de marzo de 1872.

8 El Lloyd español, 9 de diciembre de 1862. Sobre la cultura del consumo, Jesús Cruz, El surgimiento de la cultura burguesa. Personas, hogares y ciudades en la España del siglo XIX, Madrid, Siglo XXI, 2014, págs. 161-220. La obra de Tamayo seguía la estela de la exitosa comedia de López de Ayala, El tanto por ciento, estrenada en 1861 e igualmente crítica con el afán de lucro.

9 La Época, 7 y 17 de noviembre y 24 de diciembre de 1862; La Discusión, 13 de noviembre de 1862 y La Correspondencia de España, 24 de noviembre y 5 de diciembre de 1862.

10 La Iberia, 3 de enero de 1863.

11 La Época, 28 de octubre de 1862 y La Iberia, 26 de octubre de 1862.

12 Manuel Tamayo y Baus, Lo positivo; recuperado de Internet (http://www.cervantesvirtual.com).

13 Isabel Morant y Mónica Bolufer, Amor, matrimonio y familia. La construcción histórica de la familia moderna, Madrid, Síntesis, 1998 y “El matrimonio en el corazón de la sociedad. Introducción historiográfica”, Tiempos modernos. Revista Electrónica de Historia Moderna, 18 (2009), págs. 1-15.

14 La Iberia, 2 de noviembre de 1862. Otro medio progresista dudaba de que en España hubiera mujeres tipo la Cecilia calculadora y amante del lujo, y solo la Cecilia católica y amante de su primo representaba a la mujer española; cf. El Clamor Público, 30 de diciembre de 1862.

15 Este planteamiento contrasta vivamente con el ideal productivista expuesto por Alarcón en los inicios de la Restauración; cf. Pedro Antonio de Alarcón, El escándalo, Madrid, Cátedra, 2013.

16 El Moro Muza, 15 de marzo de 1863: “Lo Positivo es una obra maestra en todos conceptos; es quizá la mejor comedia moderna bajo el punto de vista moral y es una de las primeras que yo he visto con relación al mérito literario. Hay en ella un pensamiento filosófico, primera condición de una obra dramática en el siglo XIX, y ese pensamiento es acaso el que tiene más importancia de actualidad, pues se dirige a combatir el positivismo que es el cáncer de la sociedad presente”.

17 La Discusión, 23 de noviembre de 1862. M. Fernández fue el más prolífico escritor de novelas por entregas de aquella época; cf. Guillermo Carnero (coord.), Historia de la literatura…, págs. 684-687. La polémica sobre el lujo tenía una larga trayectoria; a este respecto, sigue siendo de interés Ernest Lluch, El pensament econòmic a Catalunya (1760-1840). Els orígens ideològics del proteccionisme i la presa de consciència de la burgesia catalana, Barcelona, Edicions 62, 1973. La importancia de la polémica para la formación del discurso moderno del trabajo, en Fernando Díez, Utilidad, deseo y virtud. La formación de la idea moderna del trabajo, Barcelona, Península, 2001, págs. 103-164.

18 Ute Frevert, “Condición burguesa y honor. En torno a la historia del duelo en Inglaterra y Alemania”, en Josep Maria Fradera y Jesús Millán (eds.), Las burguesías europeas del siglo XIX. Sociedad civil, política y cultura, Valencia, Biblioteca Nueva-Universitat de València, 2000, págs. 361-398; Anne-Marie Sohn, “Sois un homme!”. La construction de la masculinité au XIXe siècle, París, Seuil, 2009, págs. 98-131; María Cruz Romeo, “Domesticidad y política. Las relaciones de género en la sociedad pos-revolucionaria”, en María Cruz Romeo y María Sierra (coords.), Las culturas políticas en la España liberal, 1833-1874, Zaragoza, Marcial Pons-Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2014, págs. 91-129; Cirilo Álvarez Martínez (1847), Ensayo histórico-filosófico-legal sobre el duelo, Madrid, La Ilustración, Sociedad Tipográfico-Literaria Universal, 1847, págs. 18 y 37, respectivamente.

19 José Luis García Barrientos, El lenguaje literario, Madrid, Arco Libros, 1996, págs. 44-45; Isabel Burdiel, “Lo que las novelas pueden decir a los historiadores. Notas para Manuel Pérez Ledesma”, (en prensa). Agradezco a la autora que me haya permitido leer su texto antes de la publicación.

20 Manuel Tamayo y Baus, Lances de honor, acto I, escena V; recuperado de Internet (http://www.cervantesvirtual.com/obra/lances-de-honor--0/).

21 Sobre el discurso católico sobre la mujer, Raúl Mínguez, La paradoja católica ante la modernidad: modelos de feminidad y mujeres católicas en España (1851-1874), Universitat de València, 2014, tesis doctoral dirigida por Isabel Burdiel.