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2011 by Agustín Pániker

© de la presente edición:

2011 by Editorial Kairós, S.A.

www.editorialkairos.com

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Agustín Pániker

Primera edición: Noviembre 2011

Primera edición digital: Diciembre 2011

ISBN: 978-84-9988-029-7

ISBN epub: 978-84-9988-124-9

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados.

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A Flo, bien sûr

Sumario

Portada

Créditos

Dedicatoria

Sumario

Introducción

Itinerario de viaje

Agradecimientos

I. Topofilia

1. El sonido del Gran Erg

2. Mediterráneo

3. El retiro del ermitaño

4. Espiritualidad secular

5. ¿De qué color es el blues?

II. Sobre la religión

6. ¿Qué es la religión?

7. Ge-yi

8. ¿Qué es el hinduismo?

9. Las “tres religiones” de China

10. Reflexiones sobre el concepto “religión”

III. Religiones del mundo

11. El estudio de la religión

12. La religión del mundo Yoruba

13. Religiones afro-brasileñas

14. Religiones civiles

15. El maoísmo

16. El dao confuciano

17. El descenso del Espíritu Santo

18. Bön

19. La religión del provecho

20. A propósito de una Pascua en Lima

IV. Antropología de la religión

21. Lo que las religiones hacen

22. Conversión religiosa

23. Religiosidad sin Dios

24. ¿Evolución teológica?

25. Escrituras sagradas

26. La noche cae sobre los griots

27. Nacido sintoísta, muerto budista

28. El pico de Adán

29. Islams

V. La práctica religiosa

30. Más allá de la creencia

31. Ritual

32. El “último sacrificio”

33. El culto al Buddha

34. El bodhisattva de la compasión

35. No-violencia

36. Sara la Kali, protectora de los gitanos

37. Chamanes de Siberia

38. En busca del peyótl

39. El camino de Santiago

VI. Silencio

40. Monachós

41. Contemplación

42. Monjes y laicos en Thailandia

43. ¡Mu!

44. Sabiduría no-dual

VII. Inmanencia

45. El rugiente espíritu de lo Divino

46. Shasta

47. La peregrinación al pivote del mundo

48. El culto a la Kumari en Nepal

49. El tiempo de la ensoñación

50. Diosa-Madre y Madre de Dios

51. Malta: en el vientre de la Diosa

VIII. Símbolos sagrados

52. La casa de mi abuelo

53. Lo sagrado

54. Arqueología del espíritu

55. La danza del trance de los ju’hoansi

56. Construcciones megalíticas

57. El Muro de las Lamentaciones

58. El mito de la “Virgen” María

59. Esvástica

60. Cosmología de Borobudur

61. La sonrisa de Angkor

IX. Mestizajes

62. Ortodoxia y sincretismo

63. Sincretismo afro-cubano

64. Candomblé, macumba, umbanda

65. MaNawal de JesuKrista

66. La visión mestiza de Cristo

67. Rabí Yeshúa, el “africano”

68. Jah

69. El espíritu del Carnaval

70. La santidad en el islam

71. El culto a los nats

72. Iitoko-dori

X. Religión in-corporada

73. El cuerpo y lo sagrado

74. Desvelando a Francia

75. Jilbab

76. El turbante de los sikhs

77. No comerás

78. El mundo de Shitala

79. Tatuajes en los mares del Sur

80. Sagrada eutanasia

XI. Religión y política

81. Mongolia y el budismo tibetano

82. Estados “islámicos”

83. El espíritu yihádico

84. Locura del Mesías

XII. La religiosidad, hoy

85. La “revolución” espiritual

86. Los votos de las mujeres

87. Pluralismo religioso

88. Resiliencia y transformación

89. De sectas y nuevos movimientos religiosos

90. La mano de Dios

91. ¿A dónde va la religión?

Epílogo

Fin de viaje

Imágenes

Notas

Contraportada

INTRODUCCIÓN

Itinerario de viaje

Les invito a adentrarnos en el extraordinario mundo de las religiones y la espiritualidad. Un viaje al corazón de lo sagrado, tal y como se manifiesta en las tradiciones más conocidas del planeta, y en las menos reconocidas también.

A diferencia de un clásico libro de ensayo, El sueño de Shitala tiene un tono muchas veces personal, también periodístico, y una decidida vocación de divulgar la antropología; tratando siempre de entretener y aportar conocimientos nuevos. He prescindido, en la medida de lo posible, de sesudas elucubraciones filosóficas, aun a pesar de que se tocan temas de calado. Asimismo me he saltado la mayoría de protocolos académicos. El texto emana principalmente de mis experiencias de viaje y del estudio de las culturas. Por ello abarca un radio de acción mucho más amplio que el de anteriores textos míos, casi siempre centrados en el mundo índico. Viajaremos aquí por México y por China, por el Sudeste Asiático y por los países de Europa, por Sudamérica o la India, por África y por Japón, por las riberas del Mediterráneo u Oceanía. Recorreremos un verdadero pluri-verso de tradiciones, prácticas, cosmovisiones, sociedades, identidades, símbolos, funciones o fenómenos religiosos.

Les anticipo algo del itinerario. Este peregrinaje comienza con una serie de pensamientos y relatos de corte intimista sobre la espiritualidad y la forma en que algunos hoy la vivimos. Será nuestro punto de partida para reflexionar luego sobre el concepto “religión”. El hinduismo y la religión china nos ayudarán en la tarea. El objetivo es que estas consideraciones sirvan para revisar nuestras premisas y prejuicios. Y es que el universo de las religiones (ya en plural) es enrevesado y cromático. Por ello abordaremos tradiciones que normalmente no aparecen en los tratados generales: religiones africanas o afro-americanas, religiones “civiles” –de EE.UU. o China–, el pentecostalismo, el bön, entre otras. Si definir lo que la religión es resulta problemático, aparentemente más accesible parecería describir lo que la religión tiene o hace. Pero resulta que de lo que hacen o tienen los fenómenos religiosos también nos hemos formado un tropel de aprioris que trataremos de poner a prueba: ¿qué es una frontera religiosa?, ¿y la ortodoxia?, ¿qué significa convertirse?, ¿cuál es el papel de los textos sagrados?, ¿existen religiones ateístas? En nuestro periplo indagaremos en infinidad de prácticas y rituales: ¿qué hay detrás del culto a una imagen del Buddha?, ¿y de un vuelo chamánico?, ¿y de la peregrinación a Santiago de Compostela?, ¿o de un festival gitano en el Sur de Francia? Tocaremos valores como la contemplación, los koans del Zen, el monasticismo o la mística hindú de la no-dualidad. Y reflexionaremos sobre la inmanencia, esto es, la percatación de lo Divino en montañas, paisajes, árboles, personas o cavernas, ya sea en Nepal, en Australia, en el Mediterráneo o en California. Dicen que el ser humano es un animal eminentemente symbolicus. Las pinturas rupestres, las danzas extáticas en el Kalahari, las construcciones megalíticas, el Muro de Jerusalén, las ruinas de Angkor o el stupa de Borobudur lo atestiguan. Visitaremos todos estos espacios. Y un montón más. Si la religión constituye uno de los aspectos más longevos, conservadores y universales de la humanidad, al mismo tiempo las tradiciones están en diálogo, hibridación y transformación permanentes. Lo comprobaremos con la santería, la umbanda o el rastafarismo, con diferentes visiones “mestizas” de Cristo, o con los cultos populares del Sudeste Asiático. Para pasar a examinar cómo la religión se in-corpora constantemente. Lo sagrado tiene que ver con nuestro cuerpo, las vestimentas, los alimentos, nuestra salud: ¿qué significa un turbante para un sikh?, ¿por qué el Estado francés prohíbe el velo en las escuelas?, ¿cuáles son los significados del ayuno?, ¿de qué trata el sueño de Shitala? También tocaremos temas de máxima actualidad, como el de la relación entre la religión y el Estado o el ascenso de los fundamentalismos. Finalmente, abordaremos algunas de las transformaciones más importantes de la religiosidad contemporánea: la aparición de nuevos movimientos religiosos, el pluralismo religioso o la moderna renovación espiritual, en gran medida liderada por mujeres.

Que el itinerario no lleve a engaño. Esto no es una guía para hacer sacro-turismo. Tampoco es un manual de coaching o autoayuda espiritual, ni ninguna crítica o apología de la religión. No hay recetas sobre crecimiento interior, ni se pretende sentar cátedra en las materias y culturas que se abordan. Más allá de mi convicción de que en lo más profundo del ser humano existe un anhelo de trascendencia, ni siquiera se insinúa ninguna unidad fundamental de las religiones o una gran teoría de lo religioso. Que cada cual saque sus conclusiones.

El sueño de Shitala consiste más en una invitación al conocimiento del “otro”, un diálogo con las tradiciones espirituales; una indagación que quiere ser amena en las infinitas facetas y manifestaciones del fenómeno religioso, evitando los extremos de la banalidad y la verborrea. Desde luego, ni se afrontan todas las religiones ni todos los ámbitos de lo religioso, pero he pretendido que el abanico de este libro sea amplio y elocuente. Aunque hay empatía por las tradiciones espirituales, y creo que ello permite acercarlas a los lectores y favorece el conocimiento interreligioso, he tratado de dejar que los rituales y fenómenos religiosos hablen por sí mismos. Ciertamente, la descripción viene salpicada de observaciones personales y refleja tanto mis inquietudes, mis preconceptos, como mi prisma; no puede ser neutral. El autor nunca acaba de desaparecer. En lo que sí me he esforzado, no obstante, es en enjuiciar lo mínimo posible y dejar que cada cual extraiga sus corolarios. Por eso he evitado las comparaciones.

Aunque algún apartado procede de obras anteriores y de alguna conferencia, buena parte del material que aquí se expone fue publicado en forma de artículos breves en mis secciones de la revista Altaïr, en la que he colaborado desde sus inicios. Sin embargo, todo el conjunto ha sido concienzudamente revisado, enriquecido y reelaborado. He refinado los materiales más ligeros y he añadido muchos textos inéditos que ayudan a hilvanar y dar consistencia a los temas centrales. El resultado es, por tanto, completamente novedoso y original. El sueño de Shitala no es una recopilación de artículos, sino un viaje con coherencia propia al asombroso mundo de lo sagrado.

Con este formato híbrido entre el ensayo, el relato de viaje, el artículo periodístico o el estudio antropológico, puede que la principal finalidad de esta obra resulte más plausible; a saber: que el conocimiento de otras sociedades y religiones nos enriquezca y abra nuevos interrogantes.

Agradecimientos

En este texto nos zambulliremos en múltiples sociedades y religiones. Abordaremos ámbitos y tradiciones que no son mi especialidad. En aras de mantener el rigor he recurrido a la opinión de reconocidos expertos y connaisseurs, muchos de los cuales son asimismo buenos amigos. Ellos y ellas han tenido la gentileza de aportar comentarios, hacer agudas matizaciones y aconsejarme reescribir algún párrafo desafortunado. Quiero expresar mi agradecimiento a todos ellos. Alfabéticamente: Josep Lluís Alay, Carmen Arnau Muro, Fernando Bermejo, Florence Carreté, Vicente Haya, Vicente Merlo, Yaratullah Monturiol, Pawel Odyniec, Víctor Pallejà de Bustinza, Xabier Pikaza, Laureano Ramírez, Josep Maria Romero, Mario Saban, Giulio Santa, Mario Satz, Mathilde Sommeregger y Anne-Hélène Suárez Girard.

Como suele decirse en estas circunstancias –pero no por trillado menos sincero–, todos los errores, interpretaciones dudosas e incoherencias que puedan aparecer son enteramente de mi responsabilidad. Aunque no aporto una bibliografía final, hay intertextualidad y apropiación de ideas, como en cualquier ensayo. Por tanto, es justo también reconocer mi deuda con los sabios y especialistas de los que he bebido y me han inspirado.

Mención especial de agradecimiento debo hacer a Albert Padrol y Pep Bernadas, directores de la revista Altaïr y grandes amigos, así como a Pepe Verdú, su redactor jefe, por su gentileza a la hora de permitirme reutilizar materiales que en su día fueron publicados en la revista.

I. TOPOFILIA

1. El sonido del Gran Erg

Todo el mundo conoce lugares que le han cautivado o impactado profundamente. No es necesario –y puede que hasta inconveniente– que tales paisajes sean idílicos o monumentales. Nuestros lugares pueden estar cerca, formar parte de lo cotidiano… o de nuestro lejano pasado familiar. Sospecho que estos espacios están relacionados con determinados estados de ánimo, con ciertas compañías, con unos contextos, en definitiva, propicios para el goce topográfico.

Creo que alguien acuñó el término “topofilia” para referirse a la sensación mágica que se tiene al rememorar esos lugares visitados. Yo dispongo de mi pequeño tesoro de espacios topofílicos. Y quiero compartir, ya desde estas primeras páginas, uno que, si me apuran, probablemente sea el primero que acude a mi mente cuando me atosigan con aquella farragosa pregunta: “¿cuál es el lugar del mundo que más le ha impresionado?”

Un pequeño rincón del Gran Erg Occidental, en Argelia. Y subrayo lo de pequeño rincón. Pues no fue el inmenso desierto de arena lo que me cautivó, sino un diminuto espacio que recorrí a camello, durante una memorable semana, el invierno de 1990. Tres amigos, un beduino, cuatro camellos y una tienda de campaña tradicional. Salida en Timimoun. Hay que decir que en diciembre el desierto no es ese paraje tórrido y asfixiante que puede devenir en otras épocas del año. La temperatura diurna suele ser suave; y por la noche hay que cubrirse bien con mantas.

Reconozco que en estas recreaciones topofílicas resuenan ecos de nuestro bagaje cultural. Ecos de las gestas de Lawrence de Arabia, de los hermanos Hernández y Fernández alucinando espejismos a diestra y siniestra; y aún diría yo más: de retales bíblicos –posiblemente ilustrados– perdidos en algún rincón de mi memoria. Toda experiencia, admitámoslo, está enraizada en nuestra biografía, en nuestras expectativas y en contextos específicos.

En esos lugares que inexplicablemente nos han maravillado aparece casi siempre (aunque no tengo pretensión de alzar ninguna teoría al respecto) un elemento de “sorpresa”. Avanzando por las crestas de las dunas; o mejor, navegando por el oleaje de dunas, al paso –ligeramente más rápido que el humano– del camello, cuando el infinito cielo africano se sonroja, de repente, ¡el sonido del agua!

No fue tanto la visión como la audición del desierto. Con una sorprendente nitidez (la ausencia de ruidos artificiales en el desierto es de sobras conocida), se oye el agua corretear por las acequias. Y el ladrido de un perro. Lentamente, la duna va adquiriendo una tonalidad crepuscular, espejo de la bóveda celeste. Las huellas de algún roedor se distinguen con nitidez. ¿Quizás al amanecer pasó un jerbo por ahí? La sutileza del desierto me asombra. Tras la gran duna, ocre y granate, un valle verde, denso de palmeras y cultivos. Sí, es un oasis, de pocas hectáreas, compacto, surcado por las canalizaciones acuíferas que oía hacía escasos minutos. Algunas casas de adobe esparcidas entre la verdura. Voces de niños. El sempiterno sonido de las aguas. Los vecinos nos avistan y salen a recibirnos. ¡Ah!, la hospitalidad.

Cenamos couscous, y pan horneado en brasas enterradas bajo la arena, y dátiles, cientos de exquisitos deglet nour. Aquí nadie habla francés; pero a la vera del fuego, qué importa eso. De repente, una voz grave clama al cielo: “¡Allah es grande…!” No me había percatado de la pequeña mezquita. Sin micrófonos, como antaño; es la hora del rezo: el canto a la armonía de todas las cosas, a la magia o baraka que reside en lugares, objetos y personas, a eso que es lo sutil aquí abajo, entre las arenas, las huellas de camellos, fénecs y escarabajos; el mundo entero en una pupila oscura; y el agua que no cesa de manar.

2. Mediterráneo

El oasis en el Gran Erg es solo uno entre los muchos lugares topofílicos que ya forman parte de mi ser. Me remite a cierto goce estético y plenitud de ser, pero aquella experiencia no puso en cuestión mis esquemas conceptuales. O no demasiado.

Algo distinto me sucedió en Turquía, después de quince años sin visitarla. Recorrí varios miles de kilómetros de la geografía turca en cuatro semanas inolvidables. Me reencontré con las famosas mezquitas, plácidos mares, ruinas monumentales y rincones perdidos… disfrutando, como en mi infancia, del genuino sabor del tomate y la zanahoria; dejando pasar –confieso– las horas con cargados çays (tés) entre las manos.

Regresé de Turquía con una sensación bastante reconfortante: más que español o catalán, indio o barcelonés, me sentí profundamente mediterráneo. Insisto en que se trata de una sensación subjetiva y no de una identidad; o, como máximo, una identidad muy difusa y contextual; una que sospecho puede percibirse tanto en Toulouse como en el Rif, en Creta o en el Mar Muerto.

La zona mediterránea de Turquía, tantas veces banalizada en los folletos turísticos, retiene tempos, fragancias, sonidos o miradas que ya parecen extrañas en Barcelona, Estanbul o Tel Aviv. Me refiero tanto al olor de la pineda, el índigo del mar o el sabor de la berenjena, como a la hospitalidad con el forastero, la mirada de la lagartija o un canto lejano al atardecer. Más allá de las lenguas, de las religiones, de los climas o de las fronteras, son sensaciones y emociones comunes las que conectan las riberas de este continente. Los antiguos lo llamaron, con bastante presunción por cierto, el Medio-de-la-Tierra (Medi-Terráneo). Pero es que los antiguos siempre fueron –excusablemente– etnocéntricos. Lo mismo en China o Arabia que en estas latitudes entre el Bósforo y Gibraltar.

No reniego de mi pasaporte mediterráneo, pues. Uno que, por definición, no excluye dobles, triples y hasta séxtuplas nacionalidades. Porque este continente ha sido y es un magma de idiosincrasias, dialectos, éticas o microclimas. Y en ello me reconozco. Ahí, en la península de Datça, avistando la isla de Rhodas, la de los cruzados, rodeado de ruinas licias, griegas y romanas, no muy lejos de santuarios de la Diosa-Madre de inconfesable antigüedad, de mezquitas otomanas, iglesias bizantinas y sinagogas de los que huyeron de Sefarad… allí, digo, uno siente que lo sagrado está en la olivita picante que acabo de engullir. (La “gracia divina”, lo veremos, suele entrar por la boca.)

Sé que estas cosas de la mente panteísta no agradan a algunos clérigos, tan celosos de sus dioses, recintos sacros y rituales establecidos. Y menos aún a los teólogos. Mis más respetuosas postraciones. Que no decaiga el rito; ni el mito. Pero creo que cada vez somos más los que –por estos lares– disfrutamos de una espiritualidad secular escasamente congregacional [véase §4]. Turco-mediterráneos incluidos. Una religiosidad heterodoxa; plagada de oliveras más que de dioses, y de goces estéticos más que extáticos o ascéticos. Y en esto de una vía sin dogma, Iglesia o nombre, los viejos mediterráneos, de todas las orillas, nos movemos con soltura. Muy a pesar de nuestra historia.

Ya ven, en Turquía, junto al mar, además del canto del muecín, de la siesta al mediodía, de los giróvagos de luenga barba o del eco de un salvador laico, sobresalen las ramas de los olivos y el croar de ciertas ranas. Que ahí anda escondido lo sagrado.

3. El retiro del ermitaño

Todas las culturas han imaginado paraísos o rincones topofílicos. Lo ilustraré ahora con una imagen ciertamente honda en el poso cultural hindú. Me refiero al espacio que la tradición sánscrita llamó ashrama: el “retiro”, “ermita” o “refugio” donde moran los sabios. Ninguna paisajística moderna ha logrado desplazar la poética y las resonancias que el ashram es capaz de evocar. (Como en hindi, vamos a eliminar la -a muda final del sánscrito.)

Puede acusárseme de escoger una imagen esencialmente literaria y estática. Pero no se podrá negar que los textos han proporcionado valores, utopías y modelos que han calado en profundidad en determinadas comunidades y sensibilidades. La del ashram es solo una de las posibles visiones ecosóficas indias. Un imaginario que ha entretejido con finura ideas cosmográficas, espirituales, éticas y sociales, que puede ser interesante escuchar.

Las antiguas literaturas de la India gustaron de dividir el mundo habitable en dos espacios en cierta manera opuestos: el poblado (grama) y el bosque (aranya). Si el poblado simboliza lo social y ritualmente ordenado –es decir, el dharma–, el bosque representa lo caótico y hasta lo terrorífico –o sea, el adharma–; un lugar de amenaza permanente para la sociedad. El “bosque” designa, en verdad, el “otro” respecto al “poblado”. Es un espacio allende lo social, sí… pero de ilimitadas posibilidades. El bosque –que, por cierto, bien puede ser un desierto, una selva o una cima montañosa– es, en esencia, una imagen de lo Absoluto. O mejor, del lugar desde el que se anhela lo Absoluto.

Aunque el arquetipo del asceta solitario o renunciante del mundo que mora en el espacio ignoto del bosque ha sido muy considerado, lo cierto es que la India entendió que el espacio perfecto sería aquel que fuera simultáneamente del poblado y del bosque. Este paisaje ideal constituye, sin duda, la más recurrente utopía india. Y ese es precisamente el refugio o ashram de “el que se ha ido al bosque” (vanaprasthin), el eremita que se aleja de la vida socialmente ordenada y se adentra en la jungla en pos de lo Absoluto. A diferencia del renunciante, el ermitaño no corta completamente sus lazos con lo social. Parte al refugio con esposa e hijos (el modelo clásico es, por supuesto, androcéntrico), quizá en compañía de otros eremitas, tal vez cautivado por la sabiduría de un maestro o un vidente.

El refugio es un espacio autónomo, al que se accede únicamente por la iniciación espiritual, pero que refleja permanentemente los ecos de la sociedad. Por ello el ermitaño no rompe con los ritos prescritos. El retiro es la solitud gobernada por el dharma.

La mayoría de las veces el ashram es representado como un pequeño claro en el bosque, en las afueras de alguna aldea. Los humos de los fuegos sacrificiales denotan la entrega sincera y auténtica de quienes anhelan lo Eterno. Los eremitas meditan, practican el yoga, cultivan los saberes, no cesan jamás en sus austeridades. El ambiente de paz y ascesis hace germinar las plantas, amansa las fieras… hasta el punto que siquiera los tigres acechan. Aquí las gacelas tienen confianza plena, van y vienen sin temor, canta el poeta Bhasa (siglo III). Los ermitaños desisten de violar la tierra con arados. Viven de los frutos caídos, las limosnas de los lugareños o el agua del rocío.

La literatura jainista también abunda en esta imagen de la noviolencia y la quietud. Lo mismo que la budista. En bastantes aspectos, el monasterio budista es homologable al ashram del eremita hindú. No extrañará que también las tradiciones de cuentos y fábulas populares se hayan explayado con este paisaje utópico.

Aunque los ashrams de los modernos gurus intenten transplantar este paisaje y modo de vida arquetípicos, esta fusión entre el poblado y el bosque es tan hermosa –y hoy tan irrealizable– a los ojos de los autores indios, que la han descartado del reino de lo posible en nuestra presente Edad Corrupta (kali-yuga).

4. Espiritualidad secular

Estas elucubraciones acerca de cierto inmanentismo (la percatación de lo sagrado en el mundo de lo cotidiano), panteísmo (lo sagrado lo interpenetra todo), utopía ecosófica (como la del ashram) o goce topofílico (mis experiencias subjetivas en el desierto o junto al Mediterráneo) plantean interrogantes atractivos. Al grano: ¿podemos considerar este tipo de ideales o emociones como experiencias de tipo religioso?, ¿espiritual? ¿Es eso que llamamos “sagrado” un sustituto de “Dios”? Me sinceraré.

Yo me crié en un contexto excepcionalmente laico. Eso no era aún la norma en la Barcelona de la década de los 1960s, pero tanto en el medio familiar como en el escolar estuve rodeado de un tamiz cristiano francamente discreto, y, a medida que transcurrieron los años, plenamente ausente. A diferencia de amigos, parientes o conocidos de otras generaciones, no he sentido ningún rechazo visceral por la religión; ni por sus instituciones. Yo no tuve que matar a Dios ni hacer el duelo por su deceso; entre otras cosas, porque otros ya lo habían hecho antes que yo.

No he desertado de ninguna Iglesia, porque nunca la tuve. Por tanto, no me cuesta reconocer que no soy creyente en Dios. No lo digo ni con vergüenza ni con petulancia. Soy ateísta. Evidentemente, no lo soy porque sepa que Dios no existe, sino porque no lo necesito. La hipótesis “Dios” me resulta innecesaria y muchas veces ininteligible. La ciencia puede proveernos hoy de nuevos mitos y de metáforas plausibles. Provisionales, desde luego, y contingentes; pero suficientemente válidas y enriquecedoras.

¡Ojo! no creo en Dios, como tampoco en la Razón, en la Ciencia, en el Progreso, en el Espíritu, en la Nación, en el Estado, en la Justicia… ni en nada que tenga propensión a la Mayúscula. Por eso tampoco comulgo con la mayoría de dogmas religiosos e ideologías políticas. No me atraen los -ismos.

Nunca he creído en un Dios Padre, Creador, Omnipotente, Eterno, Increado y Trascendente. Este Dios me resulta o demasiado lejano o sospechosamente humano. En un caso o en el otro, no creíble. Él, Eso o Ello nunca me ha contactado ni enviado señales. No he tenido experiencia Suya. (¿Cómo habría de tenerla si en el marco en el que crecí esa figura fue siempre remota?) En cualquier caso, si, como dicen tantos sabios, ello es inconcebible, o ello es todo –plus algo más de– lo que hay, ¿a santo de qué, entonces, concebirlo de forma personal? Además, un Dios así ni resiste bien el problema de la teodicea (el mal en el mundo), ni el del libre albedrío, ni el de las diferentes revelaciones inconsistentes entre sí. Creo que, hoy por hoy –aunque uno nunca sabe lo que puede ver, pensar o sentir mañana–, la figura de un Padre Todopoderoso tiene los días contados. No me seduce ninguno de los argumentos lógicos que tratan de justificarlo.1

No practico ninguna religión conocida. Soy bastante alérgico a la mayoría de movimientos espirituales. No me fío de los predicadores, ni del Este ni del Oeste. Pero me interesa poderosamente el fenómeno religioso. ¡Este libro es fehaciente prueba! No ceso de estudiar, profundizar, conferenciar y hasta dar clases sobre las religiones. A pesar de mi escepticismo, reconozco en mí cierta verticalidad u hondura espiritual.

Por eso mi ateísmo ha de cualificarse y no ha de entenderse como una devaluación de las religiones o las emociones espirituales.2 Mi posición se parece más al trans-teísmo de algunas tradiciones, que no necesitan ni de Causa última ni de Arquitecto inteligente, o a ciertas concepciones de un Absoluto impersonal. Soy un ateísta, pero no lo que vulgarmente se conoce como ateo, muy a pesar de la utilización que les otorga el Diccionario de la lengua española, que los emplea como sinónimos. (Y me resisto al adjetivo agnóstico –con el que simpatizo en su escepticismo–, que es quien deja la cuestión en suspenso.) No. Yo no creo en Dios. Me siento, en todo caso, más cómodo con el dao, la Naturaleza, el brahman… o el jerbo brincando por las dunas del Gran Erg.

Lo “divino” sería para mí esta realidad, este mundo vivo, natural, social, finito, contingente, simbólico, abstracto, cambiante, en interrelación. Un mundo que –si uno afina el oído– se abre a dimensiones profundas de las emociones, del cuerpo, la mente y la consciencia. De lo real a fin de cuentas. José Antonio Marina defiende que el poder en lo real está detrás de la mayoría de hierofanías, teofanías y epifanías (manifestaciones de lo sagrado). Los indios algonquinos lo llamaron manitú, los árabes, baraka… Lo real es que los árboles crezcan y las aguas del río fluyan. Eso es el dao, el rita, el kosmos, el maat… Me resisto a llamar el “Ser”, “Dios”, la “Divinidad” o la “Energía” a esa realidad, aunque entiendo que haya quien así quiera designarla. Para mí, “Dios” es una idea vaga y ambigua, pero no lo es la luminosidad de un día de primavera, el amargo sabor del chocolate, la consciencia de pertenecer a una realidad que todo lo interpenetra, la nota de la tampura que reverbera en mi estómago, una tremebunda sucesión de acordes bachianos, el silencio que los sutura, la infinitud en unos guijarros mojados, el dolor de la enfermedad, el cariño de los muy próximos, la alegría en una mirada, el sufrimiento en otra… y ese endiablado jerbo, que sigue saltando por ahí.

Mi posición se acercaría a lo que algunos han llamado espiritualidad ateísta (André Comte-Sponville), agnosticismo místico (Salvador Pániker), secularidad sagrada (Raimon Panikkar), espiritualidad trans-religiosa (Vicente Merlo), etcétera; que son posiciones menos paradójicas de lo que aparentan. Por naturaleza, sospecho de la Trascendencia, tan desprestigiada por las propias religiones. Un Dios absolutamente trascendente es impensable, contradictorio e irrelevante. Y no me siento cómodo con la idolatría y la religiosidad popular. Ni me parece necesaria la filiación a ninguna religión institucional o cuerpo doctrinal establecido. Ni haber tenido grandes experiencias cumbre. Me muevo más a mis anchas con un trans-teísmo de corte “oriental”, con alguna forma de inmanentismo (porque, en todo caso, es en la inmanencia de lo Real donde podemos hallar algo que trasciende) o con cierto tipo de panteísmo.3 Dependiendo del contexto. (Y a sabiendas de que estas posiciones no son equivalentes.)

Creo que fue Martín Lutero uno de los primeros en definir al ser humano como homo spiritualis. Estoy de acuerdo. Casi que más que homo religiosus (la expresión es de Mircea Eliade), somos espirituales; seres ávidos de apertura hacia lo infinito… o hacia lo infinitamente íntimo. Lo decía el propio Eliade: lo sagrado forma parte de la consciencia humana. Pero discrepo de quienes solo asocian lo sagrado a Dios, o de quienes lo cosifican y lo transforman en Dios. Lo sagrado es un enigma. Por ello hoy en día muchos suscribimos una espiritualidad que únicamente queda llamar secular.

Puede tomar la forma de la experiencia estética, normalmente a través de artes como la música, la danza, la pintura… o la poesía. O puede cultivarse con la ciencia (que no el cientifismo o el tecnologismo, que no dejan de ser otro tipo de -ismos sospechosos). La ciencia o el saber filosófico, en efecto, pueden constituirse en vías para abordar los grandes misterios. Asimismo, la acción social se torna camino de espiritualidad secular, ya sea a través de un proyecto político, medioambiental o altruista. Y qué decir de la mística, que es tan proclive a contextos religiosos como seculares. Lo que me lleva a admitir que también puede darse ¡una espiritualidad religiosa! En fin, no es necesario hacer ningún inventario de caminos y dimensiones de dicha espiritualidad. Únicamente deseo mencionar que puede adoptar multitud de formas. El goce topofílico podría ser otra de sus facetas.

Lo que no suele faltar en muchas de estas formas de espiritualidad secular –igual que en muchas religiones primales– es la experiencia de sentirse parte de un todo; partícula divina, si se quiere. Esa sensación, emoción y cognición solo es plenamente accesible cuando hemos trascendido nuestro pequeño “yo”, cuando nos hemos vaciado de nuestras tendencias, nuestros instintos, nuestro lenguaje. En eso, las tradiciones con hondura espiritual o vocación mística tienen mucho que decir. Cuando vamos más allá de nosotros mismos –sea en la creación, la contemplación o la acción–, puede reconocerse una dimensión trascendente de lo cotidiano.

Ahora bien, desde mi óptica, no está tan claro que pueda alzarse un muro entre religión y espiritualidad. Aunque para muchos “religión” es sinónimo de religión social institucionalizada (con toda la parafernalia que comporta la asociación) y “espiritualidad” está libre de esas connotaciones y se constituye como una actitud o un núcleo subjetivo experiencial (y, con frecuencia, allende la religión), prefiero no contraponer los términos en exceso. Creo que el homo spiritualis y el homo religiosus no son tan distintos, aunque en muchas ocasiones las religiones hayan tratado de “domesticar” lo espiritual o sagrado. Porque sin ir más lejos, la mayoría de religiones llamadas primales son cien por cien espirituales y seculares. Son seculares en el sentido de que lo temporal (el saeculum, este mundo contingente en el que habitamos) pertenece a la esfera última de la realidad. El mundo no es ilusorio; la materia no es inferior a un supuesto espíritu; ni lo temporal (la historia) es meramente provisional. El mundo es sagrado. Lo comparto. Han sido las grandes religiones las que han tendido a devaluar lo secular; simbolizado en la Naturaleza, la mujer y el cuerpo.

Algo que muchas de estas formas de religiosidad o espiritualidad tienen en común es, como decíamos, la ausencia de un Dios trascendente. En verdad, bastantes religiones del mundo son abiertamente ateístas. Digámoslo bien claro: el concepto “Dios” no es universal. Puede que en muchas tradiciones aparezcan espíritus, seres angélicos u otros entes sobrenaturales, pero ni ocupan un lugar destacado ni, desde luego, tienen que ver con lo que en otras partes ha sido llamado “Dios”. Para alcanzar la felicidad o la sabiduría, para escapar del sufrimiento y la ignorancia, Dios no es realmente necesario. Me atrevería a decir que también muchos cristianos son quasi ateístas. Para estos, la figura relevante es Jesucristo y no un remoto Dios. Es cierto que, al ser aupado al pedestal de “Hijo de Dios”, Jesús acabó por tomar los atributos del Padre [véase §67]; pero para bastantes cristianos de a pie eso son vagas elucubraciones teológicas. Como decía Martin Heidegger, el Dios de los filósofos es un ídolo creado por el logos. Es este Dios de la metafísica el que ha muerto. La gente sospecha de esas frías abstracciones. Lo que persiguen es participar en el Amor de Cristo. Y para ello, ni Dios ni la Iglesia son necesarios; y hasta puede que sean un estorbo.

La experiencia de lo sagrado puede tomar muchas formas y darse en infinidad de contextos. El que la consideremos religiosa, trascendental, secular, espiritual, estética, panteísta o lo que sea, dependerá de nuestra cultura, de la ideología, de si –por caso– tengamos aversión o empatía por las religiones institucionalizadas, o si esta se da en un contexto íntimo o ritual, etcétera. Pero está claro que remite a un tipo de sensibilidad. Hay quien la posee –como el oído musical– y quien no la cultiva y la tiene solo de forma latente. No todo el mundo tiene propensión a la mística o al goce estético. A pesar de lo que se insinúa a lo largo del libro, no pienso que seamos –malgré nous– seres inevitable y genéticamente religiosos. Muchas personas viven hoy sin religión y son tan felices o infelices como sus vecinos creyentes. Pero sí percibo que poseemos una sensibilidad espiritual o anhelo por la trascendencia. El misticismo no es ninguna anomalía. Puede manifestarse bajo la forma de un cultivo filosófico, un goce artístico, una práctica ritual o una forma de estar en el mundo y la Naturaleza. Pienso que esa sensibilidad o cognición nos constituye en mayor o menor grado, como personas y como especie; y nos aproxima a la idea de un homo –y fémina, huelga decir– más o menos spiritualis.

En mi caso no es la devoción a un Ser Supremo, ni la acción social; ni la filosofía o la investigación científica. Confieso que no tengo demasiada vocación mística. Vínculos amorosos aparte, y topofilias también, mi vehículo “natural” de espiritualidad ha sido y es principalmente la música. Lo mismo cuando la interpreto como cuando la escucho: ya sea el jazz, el canto dhrupad, Johann Sebastian Bach, el reggae, una rachenitsa balcánica, Claudio Monteverdi, Franz Schubert, un solo de ut, el blues o el flamenco. Para mí, los grandes artistas tocan o reflejan la Realidad de forma tanto o más profunda que los filósofos o los místicos. Y, desde luego, lo comunican mejor. Lo del símil con el oído musical no era gratuito. A veces, cuando me siento al piano e improviso, siento y percibo un plus que me trasciende. Siempre me he sentido cómplice de los músicos. Porque mi experiencia de lo sagrado ha estado muchas veces ligada al goce musical. (Una herencia, sin duda, paterna.) La música es de las pocas actividades que uno hace por el puro disfrute de crear o escuchar. No necesitamos explicarla, atribuirle significado: uno simplemente escucha y disfruta. Por eso con la música es tan fácil salirse de uno y devenir “médium” o “canal”. Recuerden a Miles Davis, Bob Marley, Camarón de la Isla o Jimi Hendrix. Acabaré con un ejemplo pertinente que además nos abre a otros horizontes.

5. ¿De qué color es el blues?

Hace unos años estuve en Chicago, que es un fascinante ingenio urbano. Una noche me deslicé en uno de esos clubs que abundan en Clark Street, a dos pasos de mi hotel. Un club emblemático de la capital mundial del blues, un local que había visto circular a leyendas como Memphis Slim, Willie Dixon, Champion Jack Dupree o John Lee Hooker. Fotografías suyas, cuidadosamente descoloridas, adornaban las paredes del bareto.

La banda era reducida: una batería, un bajo eléctrico y dos guitarras. Durante media hora se les unió una gruesa dama de ronca voz. El público (parcialmente sobrio) abarrotaba el antro, la cerveza se bebía sin vaso, el humo de los cigarrillos todavía no había sido prohibido. La música era trepidante. Se pasaba del boogie al gospel sin fisuras. Cuando la señora del blues no clamaba al dolor, atacaba Johnny B. Moore, el de cráneo pequeño y dedos infinitos. Virtuoso de la guitarra, heredero de los mayestáticos King del blues. En fin, la atmósfera contenía todos los ingredientes para una velada arquetípica. Nos precipitábamos a una época, quizá de la década de los 1940s o los 1950s, cuando esa música era la máxima expresión de la negritud, de las alegrías y sufrimientos del pueblo hoy llamado afro-americano.

Pero algo desconcertante sucedía. Algo que rompía los esquemas de los presentes. El guitarrista rítmico, la sombra de Johnny B. Moore, se me antojaba extraño al cuadro. ¿Por qué? Porque era japonés. Sí, un fino japonés, de arpegio elegante y sincopado sentido del ritmo. Entonces me pregunté: ¿podía sentir aquel extremooriental todo el lastre emotivo, social y pasional que rodea el blues?, ¿o era un síntoma del a veces sorprendente melting pot estadounidense?, ¿o simplemente del descafeinado paso de los tiempos? Miré a mi alrededor. Apenas había negros entre el público. ¿Dónde estaban? Quizá estarían escuchando gangsta-rap en un local de las afueras de la ciudad. Tal vez se habían alejado irremisiblemente del blues. La negritud anda hoy por otros gemidos.

Así me di cuenta de mi propia trampa. ¿Acaso no era yo, amante incondicional del buen blues, un indo-europeo –casi– tan alejado cultural y antropológicamente del blues como el japonés? ¿Me impedía esa condición disfrutar del frenético ritmo que propulsaba la banda?, ¿es que, en otras palabras, había algo en esa música que no pudiera ser sentido, captado y amado por los que no son negros? Debo decir que cuestiones similares pueden plantearse sobre otras músicas “populares”; léase el reggae, el flamenco, el son, el klezmer, el tango, la salsa africana o el propio rock’n roll.

Creamos unas esencias inmutables que colgamos sobre las personas, los pueblos, las religiones o las músicas y nos negamos a desviarnos del cliché establecido. Y en este código invisible, no está registrado –de momento– que un extremo-oriental sienta el blues.

Toda música es un lenguaje, con su gramática, su vocabulario, su sintaxis y hasta sus géneros poéticos. Y no me refiero únicamente a las peculiaridades técnicas. No, la música “popular” no posee Real Academia. Es un lenguaje que se aprende con los sentidos y las emociones además de la boca y los dedos. Por eso, porque no tiene carga semántica es un idioma que todos podemos interpretar o, para el caso, amar y disfrutar. En otras palabras, el lenguaje del blues, aunque naciera del gospel, de la negritud y la esclavitud, aunque esté anclado en Memphis, Chicago o el delta del Mississippi, posee un alcance que traspasa barreras culturales o genéticas. Al fin y al cabo, tiene casi tanto de africano como de americano. Y los instrumentos son europeos. Cuando el pie se dispara al ritmo de la batería, y cuando el quejido que susurra

“Whoa, there’s no one

To have fun with

Since my baby’s love

Has been done with

All I do is think of you

I sit and cry and sing the blues”,

cuando ese lamento –entonado por Willie Dixon– punza en el corazón, es que la música ha trascendido al intérprete y puede ser amada por todos.

¡Ojo!, entiendo que el afro-americano reivindique el blues –o el jazz– como “suyo”, lo mismo que el gitano el flamenco, pues son músicas que dimanan de su sensibilidad, su idiosincrasia, su gueto y su particular fisura. Es, precisamente, la fuerza emocional de su creatividad la que permite que otros la adoptemos también como “nuestra”.

Sospecho que lo que hace del blues una música universal es su espontaneidad. Es un canto que arranca de la más honda humanidad: melancolía, alegría, amor, abandono, dolor, humor… acompasada con un ritmo y unas cadencias sueltas. Es música que surge del sufrimiento, pero que, sin pretender nada, con la sencillez propia de lo genuino, es catártica y es agente emancipador. No extrañará que naciera en los campos de algodón y en las iglesias de los exesclavos. Ni que sea la “madre” del jazz, el soul y, naturalmente, del rythm & blues. Sé que es horroroso hablar de música. Pero no deja de ser interesante: siguiendo el ritmo del perpetuo aquí y ahora, siento que me trasciendo y algo (no yo) accede a otro plano. La música evoca lo que no puede decirse, conceptualizarse y afirmarse. Al final, en la inmanencia se encontraba la trascendencia. Y no necesariamente con música sacra.

¡Ah!, el bueno de Johnny B. ataca una nota sin piedad, mientras el japonés la sostiene con acordes densos. El baterista marca impertérrito el tempo presente. Los oyentes lo emulamos desde una cavidad en el estómago, con la punta de los pies. A eso me refería. Es el cuerpo, es la vida desgarrada, en su faceta más humana. De nuevo, lo sagrado, lo espontáneo.

II. SOBRE LA RELIGIÓN

6. ¿Qué es la religión?

“Religión” es un término muy difícil de definir. Es algo de lo que todos tenemos una cierta idea, pero que –como los términos “tiempo” o “arte”, por ejemplo– resulta muy esquivo cuando tratamos de explicar.

Por lo general, se piensa que eso tiene que ver con la relación entre los humanos y una realidad que los trasciende. Todas las religiones remiten a un nivel de la realidad más profundo. Pero un dictamen en estos términos es siempre vago y acaba por ser banal. No refleja la riqueza y complejidad del tema.

Dado que el asunto me viene fascinando ya desde hace unos cuantos años, he dedicado bastante tiempo a escuchar a místicos, teólogos y maestros de distintas tradiciones y culturas. Y he estudiado lo que decían sociólogos, antropólogos y expertos en ciencia de las religiones. Por supuesto, he leído a cantidad de filósofos, intelectuales e historiadores, antiguos o contemporáneos. Recientemente también se han pronunciado neurólogos, psicólogos y biólogos. Y después de tanta inmersión, lo único que saco en claro es que existen mil definiciones y abordajes. Cada vez estoy más convencido de que la religión es lo que cada uno de estos mortales ha creído y conjeturado que es. Y punto.

Entiendo a la perfección que en el mundo académico algunos hayan abandonado ya la ingenua pretensión de dar con el significado de lo que la religión –o cualquier concepto– es. Como si ello poseyera un significado único, esencial, universal e inmutable.

Más prometedor sería concentrarse en algunas generalizaciones e ideas que nos hemos forjado y, a partir de ahí, zambullirse en las estructuras, funciones, dinámicas y dimensiones del fenómeno que llamamos religioso; en lo que la religión hace. Aunque la tarea es igualmente gigantesca. Téngase en cuenta que las religiones quieren dar explicación a los grandes interrogantes (el sentido de la vida, el problema del mal, el origen del mundo…), pero también ordenan y legislan (lo político, la moral, la identidad social…) y proponen liberar (de la ignorancia, del sufrimiento, de la enfermedad, de la muerte…). La religión no solo tiene que ver con “dioses” –o “Dios”– ni únicamente trata de explicar lo enigmático. La religión ha tenido y tiene que ver con la medicina y la danza, con la agricultura y la pintura, con la filosofía y la ciencia, con el derecho y la política, con el rito y la poesía, con la ética y la gastronomía, con la psicología y la sexualidad; y me detengo ya.

El fenómeno religioso es tan potente que lo encontramos en todas las sociedades y en todas las épocas, lo que obviamente obliga a preguntarse el porqué de su persistencia y atractivo. La humanidad es impensable sin la religión (aun sin saber qué es lo que le da a eso la coherencia que aparenta). Igual que el ritmo y la música satisfacen una sed emocional interna, la religión parece satisfacer nuestra ansia de significado, la necesidad de sentirnos interconectados, la sed de totalidad, de trascendencia. La experiencia ritual es capaz de generar formas inverosímiles de éxtasis o énstasis y levantar emociones y sentimientos muy poderosos. Posiblemente, sin lo que llamamos “religión” estaríamos en una condición bastante semejante a nuestros primos los bonobos y los chimpancés. Es más: el ser humano parece constituirse como “hombre” en relación a los “dioses”.

Sea eso lo que cada uno considere que es, la religión parece capaz de lo mejor y de lo peor. En su nombre se han cometido genocidios culturales, guerras santas, sangrientos atentados, torturas infames o sacrificios animales; y bajo sus auspicios se han construido civilizaciones, obras de arte sublimes y fuentes de sabiduría inigualables. La religión tiene que ver con la violencia y con la paz. Para algunos, es lo más precioso de sus vidas. Para otros, cuanto antes nos desembaracemos de esa lacra, mejor. Las religiones pueden apoyar las jerarquías establecidas, pero también incitar a la rebelión. Las religiones pueden devenir inmundos negocios, pero también fuentes de caridad y ayuda al necesitado. La religión es, además, un fenómeno extraordinariamente dinámico. Se calcula que únicamente en los tiempos recientes se han formado unos 40.000 movimientos religiosos. Tan amplio resulta el espectro del concepto, que es lícito preguntarse si la religión es una sola cosa o un montón de fenómenos que arbitrariamente hemos subsumido bajo esa palabra.

Dado mi talante pluralista, mi abordaje tenderá a ser multidisciplinar y multiperspectivista. Eso quiere decir que estoy de acuerdo con los que dicen que la religión es un hecho social (aunque no un mero hecho social); y cumple determinadas funciones dentro de los grupos sociales. O con los que rastrean en las bases cognitivas y sociobiológicas de las religiones (como si los homínidos no fuéramos animales), bien que sin reducir lo religioso a una pura cuestión darwiniana o neuroquímica. Y concuerdo con quienes sostienen que los símbolos religiosos se dan en contextos históricos precisos y suelen conformarse al patrón cultural y las expectativas religiosas prevalentes en cada sociedad. Es harto improbable que un chamán siberiano se comunique con canguros australianos, o que a una pastora de los Pirineos se le aparezca la diosa Durga. La experiencia religiosa está moldeada por el lenguaje, la cultura o el período histórico en el que vive una persona en particular. Incluso puedo afirmar que el símbolo religioso es lo que dice ser (por lo menos, otorgarle esa posibilidad). Y también reconocer el componente ideológico –muchas veces opresivo– de las religiones organizadas; lo mismo que su capacidad transformativa y su potencial de llegar a lo más profundo de lo Real.

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