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Para mi pareja, la única: ¡Enrique!

Presentación

A primera vuelta de hoja, Parejas supondría un acercamiento condescendiente a la vida de hombres y mujeres cuyas históricas andanzas han conocido muy de cerca los altibajos del mito. Es un tema que, tarde o temprano, nos lleva a las ternuras y entusiasmos expectantes, pues la noción de pareja, aun con las nuevas tendencias, no puede eludir como primer motor los arrumacos atribuibles al éxtasis de las emociones. Sin embargo, las ambiciones de esta obra sobrepasan el sencillo marco de la novela rosa, aunque de paso, y con fortuna, la autora frecuente este género. Sin duda, no resistió transmitirnos su afectuoso apego a la tierna o heroica leyenda de determinados personajes. Aun así, no deja de sorprender su tratamiento de la verdad histórica y algunas reflexiones que pudieran resultar controversiales.

Poco a poco, en un cálido tono de acá entre nos, o, en su caso, a través de la sorpresa provocada por un no lo puedo creer irá surgiendo un vendaval de encuentros memorables; vendaval que toma el rumbo de la tierna pasión de los jóvenes, la senda trágica de los ingenuos, o el camino pedregoso de los reincidentes. Hay para todos.

Pero más allá de este primer vistazo a una obra que podría tomarse como una crónica amable con finales previsibles, el lector encontrará por las esquinas de cada página, una emboscada literaria que le invita a practicar una alegre requisa al bagaje de algunas celebridades. Truculencia festiva que se compara, por ejemplo, con las aduanas de todo el mundo, donde no falta el desorejado que saque a la luz, en forma irreverente e indiscreta, algunas intimidades.

Son textos que no temen exhibirse como una especie de coro griego que siempre termina por hacernos reír o reflexionar con su desnuda mordacidad, pues más que acompañar en tono solemne alguna tragedia o desencuentro, se dedica a incordiar a todos los personajes a través de un alucinante y sostenido vacilón. Sonoro vulgarismo este, al que si le diéramos alas… unas alas de plumas consagradas —Arciniegas, Benedetti, Eco, Delibes y tantos otros—, unidas al sabroso sonsonete de la canción y el refranero popular, además de las insidias anónimas atrapadas al vuelo en los mentideros de cualquier calle, o pescados en la red, terminaría por dar origen al remolino de aire fresco que, en efecto, hará vacilar, y aun caer, los pedestales no siempre firmes de algunas estrellas del espectáculo, de no pocos personajes históricos y de ciertos afamados políticos del mundo.

Mito que no resiste el avispero de la alegre maledicencia, mitote que no vale la pena referir ni recordar. Ahora bien, ¿quiénes por más trascendente que haya sido su historia resistieron la chanza?; ¿quiénes salieron abollados tras un leve testereo?; ¿quién de gigante pasó a enano?; ¿quién de semidiosa a vulgar arribista? Al concluir la obra, ese parlamento fundamental corresponde expresarlo sólo al lector, quien sin duda también lleva dentro un duende o geniecillo retobado y zumbón presto a participar en la travesura. En cualquier caso, y quizá esto sea lo mejor de todo, siempre tendrá a la mano un brillante pretexto para darse vuelo con un entretenido retozo literario, y quizá el esfuerzo alcance para entregarse, sin reservas, al sentido de inmortalidad que da el amor, realidad última que a todos empareja.

MÉXICO Y SUS AMORES

Doña Marina y Hernán Cortés

> Un amor malinchista

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“Yen diez días del mes de febrero año de mil quinientos diez y nueve años después de haber oído misa, hicímosnos a la vela.” Hernán Cortés zarpó del puerto de La Habana para desembarcar en las costas mexicanas a la cabeza de una expedición española de 600 hombres para someter al poderoso imperio azteca. Algunas semanas más tarde, Cortés llegó al río de Grijalva y en la desembocadura del mismo, quiso desembarcar en el llano de Centla, pero halló resistencia en los indios y ocurrió la primera guerra que se daría en la Nueva España. Cortés salió triunfante frente a sus adversarios, a pesar de que estos últimos ofrecían una gran resistencia. Dice Bernal Díaz del Castillo: “Y así como llegaron a nosotros, como eran grandes escuadrones, que todas las sabanas cubrían, y se vienen como rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta flecha, y vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron a más de setenta de los nuestros, y con las lanzas pie con pie nos hacían mucho daño; y un soldado murió luego, de un flechazo que le dieron por el oído; y no hacían sino flechar y herir en los nuestros”. Los españoles empezaban a encontrarse en serias dificultades pero contaban con un recurso totalmente inesperado. Cortés intervino al frente de un pelotón de diez jinetes.” Vimos asomar los de a caballo, y como aquellos grandes escuadrones estaban embebidos dándonos guerra, no miraron tan de presto en ellos cómo venían por las espaldas, y como el campo era llano y los caballeros buenos, y los caballos algunos de ellos muy revueltos y corredores…” Al ver los indios estos extraños seres compuestos de hombre y bestia, que nunca habían visto, huyeron despavoridos para ocultarse en el monte.

Al día siguiente de la batalla, era el 26 de marzo de 1519, llegaron los caciques y principales del pueblo de Tabasco con grandes muestras de respeto y acato. Cortés actuó con gran generosidad. Mandó que le trajeran a los prisioneros, entre los cuales se encontraban dos capitanes y los puso en libertad diciéndoles que él sabía vencer y sabría perdonar. Pudo tanto el gesto del vencedor que a las pocas horas llegaron al cuartel algunos indios, de parte del cacique principal de Tabasco, cargados de regalos: plumas de varios colores, ropas de algodón, algunas piezas de oro, gallinas, pescado, fruta, pan de maíz, y nos dice Bernal: “No fue nada este presente en comparación de veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer que se dijo doña Marina que así se llamó después de vuelta cristiana”. Siendo uno de los pretextos de la Conquista la conversión de los indígenas, y como era domingo de ramos, Cortés ordenó que se iniciara a las mujeres en la religión cristiana y que, de inmediato, fueran bautizadas. Según nos dice Bernal, fray Bartolomé de Olmedo “predicó a las veinte indias que nos presentaron muchas buenas cosas de nuestra santa fe, y que no creyesen en los ídolos que de antes creían que eran malos y no eran dioses, ni más les sacrificasen, que las traían engañadas, y adorasen en Nuestro Señor Jesucristo. Y luego se bautizaron y se puso por nombre Marina a aquella india y señora que allí nos dieron”. Enseguida, las veinte mujeres fueron atribuidas a diferentes capitanes. Uno de ellos heredó a la recién bautizada, llamada doña Marina, “como era de buen parecer y entremetida y desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puerto Carrero, que era muy buen caballero, primo del conde de Medellín”.

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Doña Marina y las otras jóvenes indias fueron repartidas según sus capitanes. A ella le correspondió en la nave principal, ya que Puerto Carrero venía con Cortés. La armada española llegó finalmente a San Juan de Ulúa, el jueves santo a mediodía, y cuando las naves quedaron ancladas, buscando el resguardo de los vientos, de pronto salieron de la costa más cercana dos canoas grandes con algunos indios que, por la manera en que cautelosamente se acercaban directamente a la nao capitana y por los ademanes, los españoles entendieron que venían dispuestos a ser escuchados y en son de paz. Uno de los enviados del emperador azteca preguntaba por el tatuan (que en su lengua dicen el señor), pero nadie le entendía. Rápidamente, Cortés mandó llamar a su traductor, Jerónimo de Aguilar, pero él solamente dominaba la lengua maya. “No entiendo la lengua”, dijo. Esto complicaba mucho la situación ya que se trataba de dos representantes de Moctezuma, seguidos de un gran séquito, y era de importancia capital entenderse con ellos. Marina, que se hallaba cerca, “sabía la lengua de Guazacualco, que es la propia de México, y sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una”, y le dijo a Jerónimo de Aguilar en maya que lo que querían era pedir una audiencia al capitán. Una vez frente a Cortés, los indios con mucho acato, según sus costumbres, hablaban con doña Marina, en náhuatl; ella, en maya con Aguilar, quien traducía a Cortés. “Os dan la bienvenida a nombre del gran Moctezuma, que los envía para saber quién sois y qué buscáis: que si algo hubieres menester para vosotros o para los navíos, que se lo dijésemos.” Y Cortés respondió con las dos lenguas, Aguilar y doña Marina: “Tengo por merced del gran Moctezuma la bienvenida”. A partir de ese momento, como dice Bernal, “fue gran principio para nuestra conquista, y así se nos hacían todas las cosas, loado sea Dios, muy prósperamente. He querido declarar esto porque sin ir doña Marina no podíamos entender la lengua”… ¿Quién era esta políglota sin cuya participación el proceso de la conquista hubiera sido diferente? ¿Quién era esta mujer tan desenvuelta y segura de sí, esta indígena cuyos ojos parecían sonreír a las estrellas y hablar a los venados? ¿Quién era esta intérprete simultánea que lo que no entendía inventaba con mucha poesía?

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Malintzin, Marina, doña Marina o, bien, la Malinche, como se le conoce, era la hija de un cacique mexicano. Después de la muerte de su padre, nos dice Bernal, “quedando muy niña, la madre se casó con otro cacique mancebo, y hubieron un hijo y según pareció queríanlo bien al hijo que habían habido; acordaron entre el padre y la madre de darle el cacicazgo después de sus días, y porque en ello no hubiese estorbo, dieron de noche a la niña doña Marina a unos indios de Xicalango porque no fuese vista y echaron fama que se había muerto. Y en aquella sazón murió una hija de una esclava suya y publicaron que era la heredera; por manera que los de Xicalango la dieron a los de Tabasco y los de Tabasco a Cortés”. Y así fue como doña Marina no sólo hablaba el náhuatl de los aztecas, su lengua materna, sino también el maya, la lengua de los que la recogieron.

Cortés se quedó admirado de los conocimientos lingüísticos de la joven que, además, era bella, inteligente y hábil. Tenía, asimismo, la ventaja de que sus orígenes nobles le permitían tratar de igual a igual a los caciques y representantes de Moctezuma y sabía traducir, simultáneamente, las conversaciones en una forma correcta, pero sobre todo, con mucha claridad. Dado que el único intérprete con el que contaba Cortés sólo dominaba el maya, Marina se convirtió en un elemento indispensable para llevar a cabo las negociaciones del conquistador, quien estaba dispuesto a ofrecerle amor, dinero y su libertad a cambio de sus habilidades lingüísticas. No tardó Marina en aprender el idioma de los blancos y ya no hubo necesidad de los servicios de Aguilar.

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Materialmente considerada como la lengua de Cortés, Marina terminó siendo su compañera inseparable. La cercanía constante con el español no

la dejaba indiferente. Todo en él le llamaba la atención. Físicamente le atrajo su estatura, su cuerpo bien proporcionado y membrudo, su pecho ancho, el color de su piel, las barbas y su pelo, pero, sobre todo, sus ojos, cuando la miraba amoroso. Además la hacía reír con sus ocurrencias. Juan Miralles en su estupenda biografía, Hernán Cortés, inventor de México, dice: “El Hernán Cortés que en Santiago de Cuba va a lanzarse a la aventura, a los 35 años de edad, aparece como un triunfador. Hombre acaudalado que se movía en el círculo del dinero, pero que parecía no tener resuelto el problema de puertas adentro. Según las apariencias, la mujer que tenía por esposa no era la indicada, tanto por extracción social, como por no haber tenido hijos con ella”… La personalidad de Cortés, según Miralles, resultaba compleja y contradictoria. Amaba la violencia y las emociones fuertes, pero nunca perdía la compostura, no blasfemaba ni decía groserías. Le gustaba la poesía, tenía mucho sentido del humor y era un gran conversador. Era un hombre de gran cultura y hábil en el manejo de las armas. Le gustaba vestir bien y sabía lucir los atuendos. Actuaba como Grande de España, con una elegancia natural. Era como un príncipe al que solamente le faltaban tierras donde reinar. Pero también era capaz de cometer las más espeluznantes crueldades con una gran frialdad. Todos estos atributos tenían a doña Marina totalmente cautivada. Cortés conquistó el corazón de la mujer que tanto le ayudaría a conquistar el corazón de todo un imperio. De esta relación nació un hijo. José López Portillo en su libro Ellos vienen lo describe así: “Doña Marina, en la madrugada, parió un varón, asistida por las parteras indias. La más vieja lanzó el grito de guerra, golpeándose la boca con la mano: ¡Seas muy bien llegado, hijo mío, amadísimo! Al oír el grito, Cortés acudió al cuarto donde estaba doña Marina, reponiéndose de los trabajos del parto. La partera vieja le dijo a Cortés: ‘Tu Dios te ha dado un hijo varón, piedra preciosa, pluma rica, esmeralda, zafiro. ¡Tomadlo!’, y envuelto en mantas se lo dio. Viendo a doña Marina, Cortés le dijo: ‘Se llamará Martín, como mi padre’. ‘Así se llamará; mas, ¿qué será con tantas sangres en conflicto?’, preguntó la madre”.

Hernán Cortés es, de cuantos andan por Cuba, tal vez el único que no ha hecho una carrera en las armas. Quince años hace que anda por las islas y, como en España, ha conquistado más mujeres que tierras. No ha ido a ninguna de las expediciones a Tierra Firme. A punto estuvo de embarcarse para el Darién, pero lo retuvieron ciertos dolores. “Decían sus amigos que eran las bubas, porque las indias, mucho más que las españolas, inficionan a los que las tratan.” Su última aventura revuelve a todo el pueblo. La heroína es Catalina Suárez, la Marcaida. Es una de las cuatro Suárez, lindas muchachas que hacen furor en la colina. Diego Velázquez, el gobernador, anda perdido por una de ellas, “de fama ruin”. Cortés monopoliza a la Marcaida, pero su amor no llega al punto de bendición. Hay habladurías, amenazas, requerimiento del gobernador. Cortés tiene su genio. Lo que es con la Marcaida, y a la fuerza, no se casa. El gobernador le pone en el cepo. Escapa Cortés del cepo y corre a la iglesia para ponerse en sagrado. Ahí nadie puede tocarle ni un pelo de la barba. Pero se aburre, sale al atrio y le ponen la mano. Se le amenaza con ahorcarle. Se fuga otra vez. Pero esta vez regresa cuando le da la gana, y una noche, con todas sus armas, entra de improviso en casa del gobernador: viene a hacer las paces. Está bien; se casa con Catalina. Y tan arreglado queda con el gobernador que, dice Gómara, “tocáronse las manos por amigos, y después de muchas pláticas se acostaron juntos en una cama, donde los halló a la mañana Diego de Orellana”.

Y así Cortés, que no es conocido en guerras ni navegaciones, es persona a quien nadie ignora en la isla. Ha trabajado en minas y granjerías. Llegó de diecinueve años a Santo Domingo, y salió de España porque no le cabía el alma entre el cuerpo. Anduvo tan pobre que de una capa se servían, en un tiempo, él y dos amigos, para salir a negociar en la plaza […]

Una cosa ha aprendido Cortés en sus conquistas domésticas que capitanes y soldados ignoran: política. Diplomacia. El arte de engañar y gobernar a los hombres, de seducir a las mujeres. De toda esta maquinaria brutal que es América en la primera mitad del siglo XVI, el resorte más fino es Hernán Cortés. Su carrera no es un choque de armas duras, sino una obra de arte. Delante de los ajustadores que abollan corazas él es un príncipe que se come vivos a los reyes.

Biografía del Caribe

Germán Arciniegas

Mientras la expedición española continuaba su progreso y se acercaba a la gran Tenochtitlan, doña Marina la lengua, informaba, explicaba e instruía al español sobre las costumbres y la manera de vivir de su pueblo. Más de dos mil guerreros tlaxcaltecas reforzaban la armada española cuando llegaron a Cholula, la última gran etapa antes de llegar a la capital azteca. Una noche, una anciana despertó a la Malinche para advertirle que se estaba tramando un complot en contra de los conquistadores. La chica la escuchó con atención antes de ir con Cortés para descubrir a los traidores. Cuando muy temprano por la mañana, los guerreros de Cholula rodearon a los españoles y sus aliados los tlaxcaltecas, para su gran sorpresa se encontraron con hombres sólidamente armados y listos para combatir.

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Desde lo alto de sus monturas, por lengua de la Malinche, Cortés les anunció que serían severamente castigados por su traición y ordenó, en efecto, una masacre sin piedad. A partir de entonces ya nada impidió al conquistador presentarse pronto ante Moctezuma. Doña Marina, en su calidad de traductora, transmitió los términos de las negociaciones. Así, cuando Cortés tomó al emperador como rehén, fue ella la que trató de convencerlo de que cualquier resistencia sería inútil. Sin embargo, después de algunos meses de gobierno teórico de Moctezuma, pero bajo la autoridad de Cortés, los aztecas se levantaron en rebelión y lograron correr a los españoles de su capital. Fue la Noche Triste, el 30 de junio al 1 de julio de 1520, durante la cual Cortés perdió la mitad de sus hombres. Marina pudo apenas escapar de esta masacre que acompañó la retirada. Un año más tarde, ella asistió al lado de su amado a la toma de Tenochtitlan y a la caída del imperio azteca. Fue a partir de esta época que Marina empezó a tener sueños muy extraños. Veía su cabeza en forma de lengua y su cuerpo, de corazón en llamas. En estas pesadillas se veía totalmente separada, cortada en dos. En una ocasión se lo comentó a Cortés, éste la miró y le dijo: “Ésas son bobadas. Toda tú eres una entera, lengua y corazón”. Respecto a la interpretación de sus sueños, Marina intuía que su relación con Cortés la partía entre dos mundos, dos idiomas y dos civilizaciones. Curiosamente su corazón era el que aparecía entre llamas, más no su lengua… su herramienta más importante, pero sobre todo, poderosa.

Después de la Conquista, Cortés retomó sus viejas costumbres y tuvo relaciones amorosas con muchas mujeres más, aparte de la Malinche. En 1522, su esposa legítima llegó a unirse con él, pero murió unos meses después. Ese mismo año, nació el hijo de Marina y Cortés. Este último lo reconoció y se ocupó de su educación. Pero en 1524, llegó la ruptura definitiva. No se sabe si fue ella la que dio por terminadas sus relaciones o si fue imposición de él. A pesar del distanciamiento, doña Marina todavía lo acompañó en una expedición a Honduras, en donde contrajo matrimonio con uno de los tenientes de Cortés, Juan Jaramillo. Tres años más tarde, no sin antes haberle dado una hija a su esposo legítimo, la Malinche murió. Dice la leyenda que, al morir, en la mano izquierda tenía un mechón del pelo de Cortés. Era rubio y estaba sujetado con la correa de una de las sandalias que le había regalado su exmarido. También se dice que, antes de morir, la Malinche pidió ver a Cortés. “Para decirle un secreto que nunca le dije”, le confió a una de sus doncellas. Con toda razón, el biógrafo Juan Miralles considera que la actuación de doña Marina no fue la de una máquina de traducir, que de manera mecánica vertiera al náhuatl los mensajes que le daban. Fue trasladadora de culturas. ¿Cómo pudo captar el misterio de Cristo crucificado, resucitado, aún vivo y el misterio de la Santísima Trinidad y poder, con las palabras adecuadas, transmitirlos a la mentalidad indígena? “Malintzin es una mujer a quien correspondería figurar en la galería de mujeres ilustres de todos los tiempos”, escribe Miralles, “pero ocurre que ha tenido mala prensa, pasando su nombre a ser sinónimo de traición. Eso de la traición arranca de fecha reciente, de acuerdo con la línea oficial.” Pero cuando vivía, en la época en que nació su hijo Martín, gozaba del respeto y afecto de los indígenas. Muchos de ellos incluso la admiraban; aunque, claro, no faltaban las envidias de muchas mujeres que se sentían igual de capaces que ella. “Doña Marina fue pieza clave para la Conquista, la llave que abrió las puertas de México”, concluye Miralles. El conquistador nunca olvidaría la deuda que tenía con ella. En una de sus cartas de relación, escribiría: “Después de Dios, debemos la conquista de la Nueva España a doña Marina”.

Curiosamente, también se cuenta que al morir Cortés, en su mano derecha tenía sujetada la correa de la otra sandalia de Marina. Decían que durante muchos años la llevó alrededor de su cuello. Algo de lo que nunca se habla, pero que se supo en su momento por boca de la doncella más cercana a la Malinche, era que Marina y Cortés tenían una relación sexual sumamente intensa y satisfactoria. “Cuando estamos juntos, muy juntitos veo miles de conejitos blancos bailar alrededor de la luna…”

Encendimos el mismo fuego Competimos en el mismo juego
Compartimos el mismo amor y el mismo dolor
La vida nos jugó una broma Y el destino trazó el camino Para que cada quien se fuera con su cada cual.

Las piedras rodantes
Alex Lora

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Margarita y Benito Juárez

> Un amor tricolor

Ralph Roeder, en Juárez y su México, reúne a don Benito y a Margarita; los funde en esencia y pensamiento y, en síntesis, afirma: “No había reverso de la medalla: la figura era idéntica por ambos lados, en alto y en bajorrelieve. Juárez y Margarita formaron una pareja ejemplar. Unidos indisolublemente por un solo concepto de lealtad, honor, patriotismo y amor, compartieron durante 28 años de matrimonio, primero, periodos de tranquilidad, pero después, persecución, huidas, angustias, temores y travesías”.

La historia de amor de Benito y Margarita se dio en circunstancias muy particulares. Entre la servidumbre de la familia Maza, una de las más encumbradas de Oaxaca, se encontraban dos indígenas de la región, Tiburcio Maldonado y su esposa, María Josefa Juárez, hermana de Benito Pablo, quien siete años y tres meses antes de que naciera la niña Margarita, llegó a Oaxaca, procedente de San Pablo Guelatao, siendo apenas un niño de 13 años, huérfano. Antonio Maza lo empleó, asignándole como pago dos reales diarios más enseñanza. ¿Quién le iba a decir a don Antonio que su buena acción no sólo marcaría el inicio de una educación que llevaría muy lejos al pequeño indígena, sino que la beneficiaria, para bien o para mal, sería su hija Margarita? Como se sabe, Benito destacó en los estudios, hizo la carrera de abogado y se convirtió en un intelectual. Siendo aún estudiante incursionó en la política en donde empezó a destacar por su sed de saber, su amor al estudio y sus ideas avanzadas. La familia Maza siguió con admiración la carrera de este muchacho, ya famoso en Oaxaca, que gracias a su inteligencia y tenacidad logró abrir un despacho, superando toda clase de vicisitudes por su humilde origen, por lo que ni don Antonio ni su esposa vieron mal que le hiciera la corte a Margarita Eustaquia Maza Parada. La insistencia de Benito, el amor que le profesaba y su carisma acabaron convenciendo a la joven de 17 años, “atraída por un varón diferente, serio, austero, de personalidad vigorosa, de fría apariencia, pero subyugante por la claridad de su talento” a aceptar su ofrecimiento de matrimonio, a pesar de que Benito le llevara 20 años.

En cuanto corrió la noticia del matrimonio, la reacción en las altas esferas sociales no se hizo esperar. ¡Se casaba la hija de los Maza con un sirviente! ¡Con un indio! ¿Con un patarrajada? ¡Qué horror! “Ni siquiera tiene en qué caerse muerto, es huérfano, claro que dicen que es muy leído y escribido”, decía una señora encopetada en la reunión del círculo de costura de los martes en casa de Panchita de la Colina. “Además de indio, es feo”, agregaba otra. “Dicho sea entre nosotras”, dijo una de las damas, “acuérdense que Margarita es hija adoptiva por eso no les importa a los Maza casarla con un zapoteco, al fin, ella no es de su sangre”.

Margarita tenía que soportar insinuaciones e indirectas respecto a la edad, la familia y el aspecto de su futuro marido. “¿A quién van a invitar a la boda por parte del novio, a otros indios?” Pero a ella no le hacía mella ninguna de las observaciones negativas ni las actitudes tontas de sus supuestas amigas. No tardaron las cuatas del Vizcaya, Rosita y Almita, en visitar a Petra Parada de Maza para advertirle que se habían enterado, por su cocinera, que Benito había tenido una amante o tal vez una esposa, Juana Rosa Chagoya. “Por la vieja amistad que nos une, Petra, tienes que saber que tiene dos hijos con esta mujer”, informó una de las cuatas. “Un varón y una mujer. Se llaman Tereso y Susana”, agregaron al unísono. “Para tu consuelo, dicen que ya murió, pero ve tú a saber”, concluyó Rosita. Doña Petra se limitaba a sonreír mientras las escuchaba. Benito nunca había tratado de engañar a nadie. La familia Maza estaba enterada de ese capítulo de la vida de su futuro yerno y de ninguna manera representaba un obstáculo para que se casara con su hija. Benito tenía 37 años y era absurdo pensar que no hubiese tenido alguna relación amorosa. Además, estaban enamorados, y aunque Margarita era casi una niña, había una plena coincidencia de ideales y principios entre ambos. A pesar de los juicios, comentarios, críticas y chismes, los novios se casaron el 31 de julio de 1843.

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Benito Juárez y Margarita Maza de Juárez, ca. 1850.

Mi sangre, aunque plebeya, también tiñe de rojo el alma en que se anida mi incomparable amor. Ella de noble cuna y yo, humilde plebeyo, no es distinta la sangre, ni es otro el corazón.

El plebeyo
Luis Felipe Pinglo

En su libro La suerte de la consorte, Sara Sefchovich describe a Margarita: “A doña Margarita nos la han presentado como una mujer sobria y severa. Aunque hay pocas fotografías de ella, una la muestra sentada y rodeada por sus hijas, pose que era la más típica para hacer un retrato de familia, y otra con su marido, ella atrás de él, en tres cuartos de perfil. En ambas aparece con el cabello partido y recogido en un moño hacia atrás, porque en ese tiempo ninguna hija de familia de buena posición se dejaba el cabello suelto, y con amplios vestidos de telas sencillas y oscuras, eso sí, siempre con la crinolina que era una prenda de rigor (en una ocasión hasta le salvó la vida, pues cuando cruzaba la sierra de Ixtlán para alcanzar a su marido iba a caer en una barranca pero se atoró en una rama). De todos modos, ella y su marido nunca llevaron galas finas o caras, primero porque eran pobres y después, cuando él fue gobernador por segunda vez, ministro de la Suprema Corte y presidente de la República y hubieran podido hacerlo, porque era suyo el principio de la austeridad. Seguramente por esto Julio Sesto la llamó ‘honestísima criolla de cara bondadosa’ y sí que la tiene, las fotografías así lo muestran”.

Desde el momento en que Margarita se convirtió en la señora de Juárez supo que iba a necesitar armarse de valor para apoyar a su marido en todas las actividades relacionadas con su trabajo, al mismo tiempo que tenía que ocuparse en mantener la felicidad y el equilibrio de su hogar. Entre más destacaba Juárez en la vida pública, más responsabilidades caían sobre ella, ya que desde el año siguiente de su matrimonio, la pareja comenzó a tener hijos, hasta completar 12, de los cuales sólo sobrevivieron siete. La educación de los niños quedó a cargo de la esposa. Su marido se encontraba ausente la mayor parte del tiempo. Sin embargo, era una pareja muy bien avenida. Después de un periodo de relativa tranquilidad, cuando Juárez fue gobernador de Oaxaca, provisional y luego constitucional, murió su pequeña hija Guadalupe. Un año más tarde, en 1853, el dictador Santa Anna, el acérrimo enemigo y adversario más violento de Juárez, de regreso al poder, dictó órdenes de arresto en su contra y lo confinó al destierro durante dos años. Comenzó un verdadero calvario para Margarita; fueron 13 años decisivos durante los cuales sufrió el exilio, largas etapas de separación y hasta la persecución por parte de un general santanista que decidió aprehenderla junto con sus hijos, obligándola a escapar a salto de mata y cruzar en una panga el río de Chietla y, en medio de tantas angustias, dar a luz a Margarita, después a las gemelas María de Jesús y Josefa. La señora de Juárez quedó al mando; su gestión, el bienestar de su familia y la necesidad de ayudar y apoyar a su marido ocupaban sus pensamientos. El exilio y el abandono de una vida normal señalaban una triste etapa en su vida. Un sentimiento de lo importante que era la misión y el trabajo de su esposo le hacía olvidar su dolor. Se ocupaba constantemente de sus hijos y hasta llegó a establecerse en Etla al frente de un pequeño comercio para la manutención de su familia, incluyendo a Benito, a quien le enviaba dinero a su destierro. Todo se le presentaba con los más sombríos colores, pero se mantenía firme y fuerte sabiendo que él contaba con el amor que ella le demostraba con su valentía, paciencia, lealtad y fe por su lucha en la defensa de los principios y la legalidad.

El infortunio apareció nuevamente con el golpe de Estado por parte del presidente Comonfort en contra de la Constitución de 1857. Juárez fue encarcelado y después puesto en libertad. Una coalición de estados, de acuerdo con la Constitución, acordó declararlo presidente de la República. Estableció su gobierno en Guanajuato, pasó a Guadalajara en donde casi lo fusilan, viajó a través de Jalisco y, en Manzanillo, se embarcó hacia Panamá y Cuba, atravesó el istmo y volvió a México por Veracruz. Allí asentó su gobierno y Margarita se trasladó con todos sus hijos. Durante dos años en el puerto jarocho los Juárez disfrutaron un poco de vida de familia, la cual creció con el nacimiento de una hija más. En julio de 1859, Benito Juárez creó media docena de disposiciones que llamó Leyes de Reforma, mediante las cuales nacionalizó los bienes eclesiásticos, y estableció el cierre de conventos, el matrimonio y registro civiles, la secularización de los cementerios y la supresión de muchas fiestas religiosas. Estas medidas le valieron enormes críticas por parte de los grupos conservadores, que empezaron a gestionar el apoyo de Europa y el establecimiento de un segundo imperio. El 11 de enero de 1861, Juárez entró a la ciudad de México con su gabinete, expulsando al delegado apostólico, a varios obispos y a los representantes diplomáticos de España, Guatemala y Ecuador. El 15 de junio fue elegido constitucionalmente para continuar en la Presidencia. Margarita asumió su papel de primera dama.

El gobierno liberal de Juárez se vio obligado a suspender los pagos de deuda exterior y de sus intereses. Contra tal medida, protestaron Inglaterra, España y Francia, y decidieron intervenir en México y obtener el pago de la deuda por la fuerza. Durante la intervención francesa, Margarita y sus hijos tuvieron que huir, separándose una vez más de su marido, perseguido por las tropas extranjeras y los guerrilleros conservadores. Si se le hubiera preguntado cuál era su opinión acerca de todo lo que tenía que soportar, hubiera contestado que su esposo tenía que continuar su lucha y que ella estaba dispuesta a todo, con tal de no ser un obstáculo ni la culpable de que él traicionara sus ideas y su deber. Con este espíritu, Margarita estaba dispuesta a afrontar sola, fuera del país, la responsabilidad de los hijos, pero nunca se imaginó que su situación llegaría a tal grado de privaciones que dos de sus hijos morirían a causa del frío. Cartas llenas de abnegación, amor, desesperación y dolor muestran el padecimiento extremo de los padres… “la tristeza que tengo es tan grande que me hace sufrir mucho; la falta de mis hijos me mata”, se lamentaba Margarita, “desde que me levanto los tengo presentes recordando sus padecimientos y culpándome siempre y creyendo que yo tengo la culpa que se hayan muerto”. El remordimiento no la dejaba vivir: “no encuentro remedio y sólo me tranquiliza, por algunos momentos, que me he de morir y prefiero mil veces la muerte a la vida que tengo”.

Más que nunca, la separación le pesaba y sólo pensaba en poder reunirse con Benito. Por su lado, él, al leer las palabras de su esposa, sentía un profundo sentimiento de piedad hacia ella por no estar a su lado y por el terrible dolor que la abrumaba e, incapaz de consolarla, le pedía resignación, calma y serenidad.

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Benito Juárez y Margarita Maza de Juárez (a la der.), ca. 1850.

“Como debes de suponer, mi corazón está destrozado con golpes tan rudos como los que hemos recibido con la pérdida de nuestros hijos, pero es necesario resignarnos a tan duras pruebas y no dejarnos abatir, porque nos quedan aún hijos que necesitan de nuestra protección y amparo. Te ruego que procures distraerte y que te cuides para que puedas estar en posibilidad de cuidar a nuestra familia. No tengas cuidado por mí.” Margarita no podía acatar los deseos de su marido. “Si Dios no remedia nuestra suerte, yo no resisto esta vida de amargura que tengo sin un momento de tranquilidad; todos son remordimientos.” Un gran complejo de culpabilidad la atormentaba. La soledad le pesaba cada vez más. “Me es insoportable vivir sin ti y sin mis hijos. Tú recuerdas el miedo que le tenía a la muerte, pues ahora es la única que me daría consuelo.” Para el impasible Juárez, el dolor como la alegría no podía ser absoluto. “Déjate de tonterías y no estés calentándote la cabeza con falsas suposiciones. Diviértete y procura distraerte.”

Prieto, chaparro y trompudo: oaxaco seguro.

refrán popular

Y, de una vez por todas, señor Secretario, le voy a aclarar una cosa. ¿Por qué cree usted que estoy interesado en los rasgos físicos del archiduque? A fin de cuentas a mí me debería importar un comino cómo es, ¿no es cierto? Que si tiene el pelo rubio… lo tiene rubio, ¿verdad?

-Sí, don Benito, es de cabello y barba rubios…

-Para acabarla de amolar…

-Una barba larga, partida en dos. Pero usted ha visto algún retrato del archiduque, ¿no es cierto, don Benito? Dicen que la barba se la dejó para disimular una de las lacras familiares. Aunque se me ocurre ahora: si en efecto el archiduque tiene el mentón hundido, no podría ser hijo entonces de Napoleón II, ¿no, don Benito?, porque ésa es una característica Habsburgo.

-Olvida señor Secretario que si Maximiliano fuera hijo de Napoleón II, sería nieto de María Luisa la austriaca, otra Habsburgo también…

-Es verdad, don Benito. Y además, claro, no todos heredan la lacra. Dicen que el emperador Francisco José se afeita el mentón precisamente para demostrar que no tiene ni el labio colgante ni la barba hundida, y que con este fin ensayó varios cortes de barba hasta decidirse por una variante estilo príncipe Alberto… pero me decía usted, señor presidente…

Don Benito seguía caminando, despacio. Despacio, también, columpiaba las gafas en el aire.

-Le decía, sí, que a mí me debía importar un comino cómo es el archiduque. Pero las cosas no son tan sencillas, señor Secretario. Usted tiene que considerar que los escritos raciales de Gobineau han tenido mucha más trascendencia en Alemania que en Francia… ¿por qué? Porque la teoría de la superioridad pangermánica va de la mano con la idea de la superioridad de la raza blanca, incluso con la teoría de que, a unas facciones bellas, corresponde siempre un alma bella y viceversa. Y como le decía, aquí mismo, en México, no escapamos a ese prejuicio. ¿Por qué cree usted, señor Secretario, que yo servía la mesa descalzo en la casa de los que iban a ser mis suegros en Oaxaca? Pues porque yo era un indio prieto […] dijo don Benito y se sentó ante su escritorio, se quitó las gafas y sacó un habano y una caja de cerillos de un cajón.

-Le decía…

-Permítame, don Benito…

-No, no, está bien —dijo don Benito y encendió el puro—. Le decía que para colmo, nos quieren imponer un dizque emperador, que tiene todo lo que aquí mucha gente considera bonito, como el color de la piel, blanca, o de los ojos azules, y usted no debe olvidar, señor Secretario, que vivimos en un país en cuya mitología el dios benefactor, podríamos decir el dios máximo, es un dios blanco, alto y rubio, que prometió un día…

El señor Secretario le alcanzó un cenicero a don Benito.

-¿Quetzalcóatl, don Benito?

-Quetzalcóatl, señor Secretario.

-Pero no insinúa usted, don Benito… sería exagerado… No insinúa usted, ¿verdad? que nuestro pueblo podría confundir a Maximiliano con un Quetzalcóatl redivivo…

-Muchos, no, por supuesto. Cualquiera que sepa leer y escribir sabe muy bien que el archiduque no es sino un títere de Napoleón. Pero hay tanta ignorancia todavía en nuestro país, señor Secretario… seis millones de indios iletrados. Yo fui un indio con suerte…

-Con voluntad, don Benito.

-Con suerte, le digo. En lo que sí tuve voluntad, me parece, fue en la decisión de vencer la desconfianza en mí mismo.

-Pero ¿de verdad cree usted que nuestro pueblo va a confundir a Maximiliano con un dios?

-Usted mismo me ha contado que muchos indios se arrodillan ante las fotografías de Maximiliano y Carlota… pero no, la verdad sea dicha, no lo creo. Si el archiduque llega a poner un pie en México, muy pronto se darán cuenta que no es un dios ni nada que se le parezca… Así pasó con los españoles… Pero lo que sucede es que todas esas cosas del color de la piel y de los ojos me enojan mucho, porque me convencen cada vez más de la arrogancia europea… de la hipocresía de todos esos países que se llaman cristianos, y discriminan por el color… ¿Se acuerda usted lo que dijo Le Monde Illustré de mí? “El actual presidente de México, Benito Juárez, no es ni mucho menos de la más limpia raza caucásica”. Y eso lo dice un periódico que se llama a sí mismo “ilustrado”.

Noticias del imperio
Fernando del Paso

El desgarramiento interior que sufrió por la muerte de sus niños, dejó en el alma de Margarita una cicatriz siempre sensible que procuró disimular, mostrándose reservada, tranquila y fuerte para no mortificar a su marido, al que sabía en condiciones igualmente difíciles, sometido a la dureza de las privaciones físicas y la tensión moral. Igualmente actuó con serenidad cuando Juárez le anunció que había decidido prorrogar su mandato presidencial. Con la solidaridad y el apoyo que siempre le había demostrado le dijo: “El que continúes en la Presidencia no me coge de nuevo porque yo ya me lo tragué desde que vi que no me contestabas nada siempre que te lo preguntaba. ¡Qué hemos de hacer! …esto no tiene más remedio que el tiempo y que permita Dios que termine esta revolución y tengamos el gusto de reunirnos contigo”. Benito confiaba plenamente en su esposa, que llevaba una vida lo más normal posible en Nueva York. Los hijos asistían a la escuela y ella frecuentaba amistades y aceptaba invitaciones a recepciones oficiales, mismas que siempre le describía con lujo de detalle para hacerlo partícipe y distraerlo en su soledad. Sin embargo, dice nuestra amiga Sara, que en esa época Margarita sufrió mucho. En una de las notas que le manda a su marido le dice: “Me figuro cómo estarás con la vida tan indecente que llevas, malpasándote en todo, no sé cómo has podido resistir y tener valor”. Y se las arregla para mandarle pañuelos, pantuflas o camisas. Le escribe que lo ama y que lo extraña pero que entiende que no puede verlo “hasta que triunfemos”, también le pide que se cuide y que no sea tan confiado. Ella misma se siente deprimida, cansada, enferma: “Cada día siento que me acabo, mi naturaleza está muy gastada y ya no resisto más”. Estas palabras las escribió cuando aún no cumplía los 40 años, y debe ser cierto, pues si comparamos su fotografía de juventud, en la que hasta se ve bonita al lado de su marido, con aquella en la que ya es una mujer madura pero no vieja, se puede observar lo acabada que está. Juárez, por su parte, se mantenía positivo, convencido de su misión histórica y con sentido del humor, le mandaba sus noticias. “Sigo sin novedad, sólo una enfermedad grave me está atacando y es un mal que no tiene remedio: son los 60 que cumpliré dentro de ocho días; pero no creas que la tal enfermedad me abate ni me intimida.” A pesar de la diferencia de edad, Margarita a su edad se sentía totalmente abatida, cansada y en condiciones que no igualaban a las de su marido. “Yo también he cumplido 40, pero bien cumplidos, porque se me conocen en todo; no me conservo como tú… estoy sin esperanza de mejorar. Por amor consérvate, porque quiero tener el gusto de volver a verte.”

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Retrato de Margarita Maza de Juárez. Pintura de M. Lazo, ca. 1860.

El deseo de un rencuentro les fue cumplido cuando, gracias a la tenacidad, la fuerza y la voluntad de Juárez, la república triunfó en 1867 y Margarita emprendió el viaje de regreso a México, distinguida por el presidente Johnson de Estados Unidos, quien puso a su disposición el buque de guerra Wilderness, para su traslado a Veracruz. Benito y Margarita se reunieron una vez más, instalándose en Palacio Nacional, en donde, junto con sus respectivas responsabilidades como pareja presidencial, reiniciaron su vida conyugal y de familia que tanto necesitaban y habían deseado. ¿Cómo sería esa readaptación? Benito, seguramente enternecido al ver a esa mujer tanto más joven que él, fatigada, enferma y frágil, le ha de haber prodigado todo tipo de atenciones. Héctor Pérez Martínez en su Juárez el impasible, escribió: “Por las tardes cuando el sol mancha de luz las torres de Chapultepec, Juárez, llevando del brazo a Margarita, sale por esas calles de Dios, sin acompañamientos ni guardias, a mirar los aparadores de las tiendas, a curiosear la fisonomía subversiva del burgo. Si acaso la caminata se prolonga, a la vuelta el café de la Concordia es un remanso. Desde allí miran cómo los serenos encienden los faroles de la calle de Plateros; cómo los lechuguinos pasean su prosopopeya de mediados del XIX, envueltos los cuellos en olanes, los fracs ajustados y las varitas de ébano o carey en las manos”. Pasaron tres años y medio, disfrutando de sus hijos y de una paz que no habían tenido en toda su vida de casados. Iban en familia a todos lados, al circo, a la ópera y al teatro. Pero la salud de doña Margarita empeoraba. Juárez se sumía en la más profunda tristeza. Ya próxima a su muerte, algunos días antes de que exhalara su último suspiro, el biógrafo Enrique M. de los Ríos, nos dice: “Margarita se quedó un día mirando a su esposo con íntima ternura y profunda melancolía y, con voz apagada, exclamó: ‘Pobre viejo, no me sobrevivirás mucho tiempo’”.

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Traje de levita que perteneció a Benito Juárez, ca. 1867.

¡Ay! qué reprieto escuincle

Opinaron periodistas que lo fueron a mirar

¡Tienen cara de chinche!

Y sacaron hasta fotos del papá y de la mamá.

El bautizo de Cheto
Chava Flores

Margarita Maza de Juárez, “madre abnegada, maestra de sus hijos, ejemplar su fidelidad de esposa y amantísima compañera del hombre recto e insobornable…” (Velasco, citado por Sara Sefchovich) murió, antes de cumplir 45 años, el 2 de enero de 1871. Un año más tarde, un mal de corazón reunió a Juárez con su amada, amadísima esposa.