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Para Rogelio Carvajal, editor generoso
y querido amigo

PRÓLOGO:

EL DESCUBRIMIENTO DE LA MENTIRA1

En noviembre de 1996, los diarios traían la nota de que en la ciudad de Roma, en una reunión internacional de alto nivel, el secretario de Agricultura de México afirmó que en el país ya se había terminado el rezago agrario y que el campo producía 97% de los alimentos que se consumían en él. Dicho esto, el funcionario no sólo relató las maravillas de nuestra producción agrícola, posibles, según dijo, gracias a los apoyos que el gobierno les daba a los campesinos, sino que hasta se permitió impartir lecciones a otros países de cómo deberían hacer ellos para obtener tan buenos resultados.2

En el momento de tan festivas declaraciones, según datos oficiales del Consejo Nacional Agropecuario, México importaba más de 30% de sus productos alimentarios, incluidos hasta los más básicos de los básicos de la dieta nacional, como el maíz (45% del total del consumo nacional venía de fuera), el frijol (70% del total) y el chile (pues, por increíble que parezca, los chinos producen buena parte del que nos comemos).3 Además, importábamos trigo, arroz (75% del que se consume en el país proviene de Estados Unidos), fruta, leche, hortalizas (la lechuga de Estados Unidos es más barata y de mejor calidad que la nuestra porque está regada con agua limpia y no con aguas negras) y borregos (la mexicanísima barbacoa sale más barata con carne congelada que viene desde Nueva Zelanda que con animales nacionales).4

Poco tiempo después, otro secretario del ramo insistió en lo mismo, esa vez para oídos nacionales. En su comparecencia frente a la Cámara de Diputados afirmó que “el sector rural fortalece nuestra seguridad alimentaria” y que “nuestro país, con su política agropecuaria, se puede hacer cargo de su alimentación”.5

Sin embargo, en ese momento, según cifras del propio funcionario, la producción de granos había disminuido de manera importante, la de fruta se mantenía igual, y la de hortalizas sólo había aumentado 7%. Y según la Confederación Nacional Campesina y la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos: “La demanda nacional de alimentos fue cubierta en 50% con adquisiciones del exterior” y “casi la mitad de las divisas que entran por la venta de petróleo tienen que salir por la compra de granos básicos, carne y leche”,6 y según Agustín Escobar Latapí: “Las importaciones de alimentos han crecido 400% en veinte años y en el año 2000 equivalen al 97% del valor total de las exportaciones de petróleo crudo”.7

¿A qué se referían entonces los funcionarios que afirmaban que el país se hacía cargo de su alimentación y que producía casi el total de los alimentos que consumía? ¿No estaban ambos inventando una realidad a la medida de sus deseos y presentándola como si fuera la verdad más verdadera?

Sin duda que sí, como lo mostraban una y otra vez los datos y como lo habían señalado desde principios de los ochenta los investigadores David Barkin y Blanca Suárez cuando afirmaron que la autosuficiencia alimentaria era un sueño imposible, aun en tiempos con crecimiento de la producción de granos, frutas, legumbres y oleaginosas, como sucedió en los años sesenta, porque la tendencia no era producir para las necesidades humanas sino para conseguir rentabilidad, y esto no tenía visos de revertirse, dada la forma de funcionar de la economía mexicana y su relación con el capital internacional que “dicta una dinámica que destruye la capacidad social y política para que un país sea autosuficiente”.8

Nada de lo cual, sin embargo, ha impedido que los funcionarios sigan manteniendo la mentira. En 2008, mientras el mundo entero estaba pasando por una crisis alimentaria y aunque México depende en gran medida de las importaciones de granos y otros básicos, los secretarios de Economía y de Agricultura dijeron que a nosotros eso no nos pega.9

Algo similar ocurre con la atención a la salud. En una asamblea general de 1999 del Instituto Mexicano del Seguro Social, el director presentó cifras según las cuales la institución estaba atendiendo al 55% de la población total del país. De acuerdo con el funcionario, 14 millones de trabajadores, 2 millones de pensionados y jubilados y sus familias eran derechohabientes. Sin embargo, la Comisión Nacional del Sistema de Ahorro para el Retiro daba datos según los cuales 13 millones de asalariados nunca habían cotizado en la institución, lo cual significaba que apenas un tercio de los trabajadores se beneficiaba de la seguridad social. Y la Organización Internacional del Trabajo daba cifras según las cuales 51% de los trabajadores mexicanos no tenían seguro social.10

De nuevo el gobierno hacía afirmaciones alegres aunque la realidad no concordara con ellas.

Y no solamente el gobierno. A mediados de los noventa, la Fundación Cambio XXI Luis Donaldo Colosio me invitó a participar en un coloquio internacional sobre derechos humanos, en el cual presenté el caso de México. Durante cuarenta minutos recité las violaciones que se cometen en el país, de acuerdo con lo que afirmaban organismos no gubernamentales nacionales e internacionales de reconocido prestigio y con lo que me habían dicho los activistas a quienes entrevisté. La ponencia levantó mucho polvo y, uno tras otro, los demás participantes mexicanos, todos ellos distinguidos diplomáticos, juristas y militares, negaron mis datos y dudaron de mis fuentes, y en cambio hablaron maravillas de los convenios internacionales que nuestro país había firmado en esa materia y de las leyes e instituciones que se habían creado para protegerlos. Era obvio que, lo mismo que en los casos de la alimentación y la salud, también aquí se trataba de dos discursos que, aunque en apariencia se referían a una misma realidad, no tenían nada que ver entre sí.11

¿Qué sucedía? ¿Cómo era posible esto?

Unos meses después del evento mencionado, recibí la llamada del editor del suplemento cultural de un diario de circulación nacional, quien me solicitó un artículo sobre la ciudad de México. Puse sobre el papel lo que yo veía: calles en las que había mierda de perro, colillas de cigarro, bolsas de frituras y envases de refresco; parques abandonados donde lo que alguna vez había sido pasto verde era un zacate seco y amarillo; autos estacionados en doble fila o incluso sobre las banquetas, que de por sí parecían bombardeadas por tantos baches y roturas del pavimento y no eran aptas para caminar; una ciudad, en fin, en la que cualquiera ponía un puesto en cualquier parte para vender lo que sea, cualquiera se apoderaba de los espacios públicos, ensuciaba y ponía música a todo volumen día y noche sin preocuparse si los vecinos enloquecían.

El artículo nunca se publicó. “No es ésa la imagen que nos interesa”, fue la explicación que recibí. Lo que querían era el elogio al niño comiendo un helado y no el relato del peatón que se queda pegoteado en el piso porque lo que escurrió de aquel barquillo nadie lo limpia jamás; querían a la indígena que vendía artesanías pero sin que se notara su miseria, querían la puerta hermosa de la iglesia pero no la basura que se acumula en las esquinas del atrio, querían al sol posándose sobre el quiosco de la plaza pero no los faroles cuyos focos siempre están fundidos.

Me di cuenta entonces que en nuestra cultura las miradas sobre la realidad pasan por el filtro que las embellece o al menos que suaviza su dureza y que se tergiversa, oculta o silencia aquello que no gusta.

A partir de entonces, empecé a fijarme, y uno tras otro fueron apareciendo frente a mis ojos ejemplos de declaraciones que pretendían decir la verdad y que quien las emitía pretendía que se le creyera, pero que resultaban falsas cuando se las ponía a prueba.12 El discurso público13 que los mexicanos escuchamos en boca de nuestros políticos, eclesiásticos, empresarios y comunicadores, que son quienes tienen voz en el acontecer cotidiano en referencia a los asuntos que nos atañen como sociedad y que están colocados en un lugar que les confiere poder a la hora de usar esa voz,14 tenía poco que ver con los datos de la realidad reunidos por académicos, científicos e intelectuales, instituciones nacionales e internacionales, activistas y ciudadanos. Esto último sobre todo, pues lo que experimentamos y vivimos cotidianamente los ciudadanos no es lo que nos dicen que es.

De modo que cuando el jefe de la página de opinión del diario El Universal me invitó a colaborar, decidí que ése sería mi tema y empecé a seguir lo que para entonces ya se me había convertido en una obsesión. Durante más de quince años fui documentando una tras otra las mentiras del discurso público, en un ejercicio para el periódico y también para la radio, en el programa Monitor de José Gutiérrez Vivó, y puedo asegurar que no pasó una sola semana en que no encontrara material de sobra para incluir.

Es sobre este largo y paciente trabajo —que constituye el corpus15 de este libro— que hoy puedo sostener mi afirmación de que en México hay una brecha entre lo que se dice y lo que es, una separación como diría Lacan, entre la realidad de lo real y la realidad del discurso, un incongruencia enorme, como dice César Cansino, entre el discurso del poder y el ejercicio del poder.16

Tendremos las mejores leyes e instituciones, habremos firmado todos los convenios del mundo, nos habrán hecho las promesas y ofrecimientos más excelsos, incluso los informes de resultados más alentadores, pero nada de eso es cierto, porque las instituciones no cumplen con su cometido, a las leyes no se las respeta, se promete lo que no se va a cumplir y se asegura que se hace lo que no se hace. Aunque pasen los años y con ellos las modas ideológicas, aunque cambien los partidos en el poder y los funcionarios en el gobierno, a los ciudadanos nos mienten una y otra vez.

* * *

Y lo que es peor, nos han mentido siempre. A lo largo de la historia esta forma de funcionar se ha repetido, desde el “obedézcase pero no se cumpla” que acompañaba la promulgación de las leyes en el virreinato de la Nueva España, hasta la costumbre de elaborar leyes y crear instituciones con las que los liberales del siglo XIX pretendieron vestir a la moderna,17 a un país “pobre, desorganizado y mugroso”, como lo describió Luis González.18

Muchas voces lúcidas lo han advertido. En el siglo XIX Lorenzo de Zavala afirmó que “hay un choque continuo entre las doctrinas que se profesan, las instituciones que se adoptan, los principios que se establecen y los abusos que se santifican, las costumbres que dominan”, y concluyó: “Falta mucho para que la realidad corresponda a los principios que se profesan”.19 Medio siglo más tarde, Justo Sierra habló de “nuestra aversión radical a la verdad, producto de nuestra educación y de nuestro temperamento”,20 y de nuevo cincuenta años después, Octavio Paz dijo que entre nosotros se habían instalado la falsificación y la mentira y que vivíamos en la simulación.21 Escribe el poeta: “La mentira inunda la vida mexicana: ficción en nuestra política electoral, engaño en nuestra economía […] mentira en los sistemas educativos, farsa en el movimiento obrero —que todavía no ha logrado vivir sin la ayuda del Estado—, mentira en la política agraria, mentira en las relaciones amorosas, mentira en el pensamiento y en el arte, mentira por todas partes y en todas las almas. Mienten nuestros reaccionarios tanto como nuestros revolucionarios; somos gesto y apariencia y nada se enfrenta a su verdad”.22

Hoy en día, no hay estudioso de México que no reitere la acusación: “Es muy viejo el problema de la diferencia en México entre el país legal y el país real”, dice Héctor Aguilar Camín; “Hemos vivido una gran mentira”, dice Horacio Labastida; “Hemos estado viviendo de mentiras”, dice Josefina Zoraida Vázquez; “Hay una igualdad formal y una igualdad real”, dice Marta Lamas; “Vivimos con un modelo de comportamiento ideal que no alcanzamos”, dice Fernando Escalante Gonzalbo; “Hay una simulación entre lo que las leyes ordenan y lo que la población observa”, dice Luis Feder; “Los mexicanos mentimos constantemente”, dice José Gutiérrez Vivó.23

Y, sin embargo, no hemos sabido o no hemos podido o no hemos querido escuchar esas voces, o simple y sencillamente no les hemos dado la importancia que merecen.

* * *

El libro que el lector tiene en sus manos se centra en el periodo conocido como de transición (y algunos piensan que de llegada) a la democracia, específicamente en el último gobierno del priísmo, también último del siglo XX y el primero del triunfo de la oposición, también primero del siglo XXI.

La razón para haber elegido esta temporalidad es que, si bien la mentira había formado parte de nuestro discurso público desde tiempos inmemoriales, sucedió la paradoja de que en este periodo, en el que supuestamente ella ya no habría sido necesaria dado que una de las premisas de la democracia es precisamente el derecho de los ciudadanos a la verdad, no sólo creció y se reprodujo hasta dimensiones insospechadas, sino que se convirtió en la única forma de gobernabilidad.

Y esto fue así, porque el proceso democratizador nos obligó a considerar necesario todo el paquete que lo constituye: la transparencia, la igualdad, el respeto a los derechos humanos, al medio ambiente, a la diversidad y a la libre expresión, y dado que la nuestra es una cultura en la que nada de eso existe, pues nos obligó a la franca mentira. Fue entonces y fue allí cuando ella se volvió necesaria e inevitable, con el fin de pretender que ese cambio que tanto nos anunciaron y que tanto habíamos deseado realmente había llegado.

La mentira sirvió para llenar los huecos y tapar lo que no se hacía y lo que no se cumplía de las promesas en las que cifraron sus esperanzas millones de ciudadanos. Sirvió para mantener la ilusión y evitar el conflicto que se habría producido cuando cambiaron los modos de relación entre los grupos de poder, los cuales habían funcionado durante años,24 y sirvió también como estrategia de legitimación25 para poder usar el discurso de la responsabilidad y del compromiso sin que realmente se asumieran ni la responsabilidad ni el compromiso.26

Nunca como ahora ha sido tan necesario mentir: decir que hay crecimiento y estabilidad social, aceptación internacional, inversiones, menos pobreza, éxito en la lucha contra la contaminación y el narcotráfico, mejoras en la educación y en la relación con Estados Unidos, respeto a todas las causas que se consideran buenas en los países desarrollados (desde el voto hasta el cuidado del medio ambiente) y lo que sea y lo que se quiera. Y eso es así porque nunca como ahora nos hemos sentido (y nos queremos seguir sintiendo) parte del mundo globalizado y miembros en pleno derecho del club de los países modernos y democráticos.

De modo, pues, que si la mentira constituyó siempre la esencia de la vida política mexicana, hoy es además indispensable para poder gobernar. De no haber recurrido a ella, el poder se habría visto obligado a reconocer públicamente que no cumplió ni alcanzó sus objetivos y, peor todavía, que no puede hacer nada al respecto. Es “una solución según un cálculo de oportunidad”, diría Pietro Barcellona,27 para conservar el poder aunque sea “en el mercado de la opinión”, como diría Guy Sorman.28

Si en los años ochenta del siglo pasado el investigador Roderic Ai Camp afirmaba que “el sistema político mexicano es un complejo conjunto de estrategias para hacer las cosas”, hoy podríamos asegurar que es sólo para decirlas.29

* * *

México es un país que se ha pasado la historia (su historia) descubriéndose, conociéndose, explicándose.30 Se nos han pasado el tiempo, la filosofía y la literatura buscando saber qué y cómo somos. Ésta ha sido la aspiración que ha marcado a la cultura en México. En ese que es un solo, repetido, infinito proyecto, se han quedado las energías de los pensadores y los creadores mexicanos.

Pero una cosa es que exista esa preocupación y otra que el objetivo se haya conseguido. En ese sentido, tuvo razón Paz cuando afirmó que, a pesar de tanta obsesión, de todos modos, no tenemos una idea clara de la respuesta. Quizá porque como él mismo dice, los hombres casi nunca logran hacerse una imagen clara y verdadera de la sociedad en la que viven.31

Y es que, paradójicamente, la voluntad de conocerse ha estado acompañada de la voluntad de esconder la verdad y de ocultar los problemas. Un prurito nacionalista nos ha llevado a suponer que saber la verdad le hace daño al país y a sus habitantes y, al contrario, que decir sólo lo positivo hará que se lo ame más. Desde Guillermo Prieto hasta hoy, muchos han considerado que ésa es la forma correcta de actuar, y que es necesario engañarnos “orientalistamente”, en el sentido que le da al concepto Edward Said y que se refiere al embellecimiento e idealización de las cosas.32

Este ensayo comparte la vieja voluntad de conocer y entender a México, pero no desde la perspectiva de tapar las verdades detrás de los velos embellecedores o silenciadores, sino de aquella que, como escribió alguna vez Pablo González Casanova, parte de la convicción de que “es necesario reconocer nuestra realidad, acabar con las simulaciones y con la falsa idea de que la mejor manera de amar a México es ocultar sus problemas”.33

* * *

A fines de 2007, se llevó a cabo en Indonesia la Cumbre de Bali, dedicada al tema del cambio climático.

México presentó en esa reunión internacional espléndidos documentos: la Estrategia Nacional de Cambio Climático, los 99 proyectos de reducción de emisiones de bióxido de carbono, registrados ante el Mecanismo para un Desarrollo Limpio, y las tres comunicaciones nacionales que se hicieron como país que suscribió el Anexo 1 del Protocolo de Kyoto.

Gran lucimiento tuvieron los funcionarios de la enorme delegación (veintisiete, encabezados por el secretario del Medio Ambiente y Recursos Naturales) que acudieron al encuentro y que, además, igual que habían hecho en Roma poco más de una década antes, les dijeron a los otros países lo que ellos debían hacer,34 y no sólo eso, también les advirtieron “tajantemente” que “la inacción de otros no será excusa para que México deje de cumplir con sus compromisos en la lucha contra el cambio climático”.35

Los oídos internacionales se impresionaron tanto con las propuestas mexicanas, que colocaron al país en el cuarto lugar mundial entre los que combaten el problema, apenas abajo nada menos que de Suecia, Alemania e Islandia. Y el director de la Iniciativa de Medición de Gases de Efecto Invernadero del World Resources Institute hasta dijo: “No hay otro país en vías de desarrollo que haya desarrollado una estrategia tan completa como México”.36

Pero lo que no saben es que no se trata más que de palabras y no de realidades, pues en el momento de tan festivas declaraciones el país estaba entre los trece primeros que mayor cantidad de gases de efecto invernadero emitían:37 643 millones de toneladas al año,38 que seguía sustentando su economía y sus modos de producción en el uso de combustibles de origen fósil (96% del total de los que se emplean),39 que seguía tan campante en la quema de hidrocarburos y que tenía una elevada tasa de deforestación (tan sólo en ese año se perdieron cerca de medio millón de hectáreas de bosques y selvas),40 de la cual provenía “más de 20% de las emisiones totales”.41 ¡Hasta un panel de la ONU había acusado al gobierno federal de no tomar medidas adecuadas para enfrentar el problema!42

Diez años habían pasado entre la reunión de Roma y la Cumbre de Bali, pero en el discurso político mexicano nada había cambiado: la mentira seguía allí y, como el personaje de la publicidad de un whisky, tan campante. Por eso podemos decir, parafraseando a José Joaquín Blanco, que entre nosotros podrán pasar aperturas democráticas, crisis, devaluaciones, siglos, dinastías, atlas, cosmos y cosmogonías… pero nuestros funcionarios seguirán impune, graciosa, sofisticada, soberanamente inventando sus mentiras.43

* * *

Este libro es resultado de una investigación que llevé a cabo en el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México, donde me desempeño como investigadora desde hace casi cuatro décadas. En él reúno diversos tipos de materiales: mis propios artículos y programas de radio, testimonios de ciudadanos que viven, ven y escuchan, investigación hemerográfica y libros académicos para profundizar sobre los temas específicos aquí desarrollados. Están también presentes las lecturas teóricas de toda mi vida, sobre las cuales elaboré la interpretación que lo sustenta. Se trata, como diría Teun A. Van Dijk, de una denuncia que es al mismo tiempo una cuestión política y una mirada científica sobre la realidad.44

El texto está dividido en dos libros, y con toda intención está escrito en tonos narrativos diferentes y con modos argumentativos distintos, precisamente para mostrar que el engaño adquiere gran diversidad de formas y niveles.

En el primer libro se establece la existencia de la mentira en el discurso público mexicano, y en el segundo libro se explica el porqué de ella y las consecuencias que ha tenido en la sociedad mexicana.

El primer libro está a su vez dividido en tres partes. Una de ellas se refiere a las mentiras que escuchamos y vemos todos los días y con las que vivimos cotidianamente y presento ejemplos de las muchas formas de mentir y de los muchos tipos de mentiras: desde hacer leyes, crear burocracia y firmar convenios, hasta manipular cifras e imágenes, alardear y pretender, tergiversar o dar medias verdades, minimizar, negar o silenciar hechos. Con todo eso nos quieren hacer creer que las cosas se hacen, aunque luego no sea así, y que los resultados son de otro modo que como realmente son.

Otra parte se refiere a las grandes mentiras que son de dos tipos: las que se dicen para exportación y las que nos dicen para consumo interno.

Aquéllas tienen su origen en que, al mediar los años noventa del siglo XX, parecía que habíamos entrado por fin en serio a la modernización45 y que era un hecho que íbamos a cumplir el sueño ilustrado de ser un país democrático en el que, como tal, se respetaría lo que se supone que se respeta en los países democráticos, como son los derechos humanos, el medio ambiente, el multiculturalismo, la diversidad y la democracia, todas causas nobles que se pusieron de moda entonces, a las que se consideraba moralmente irrebatibles y política, social, discursiva y simbólicamente legitimadas en el mundo occidental, pues “responden a determinados valores reconocidos como correctos y justos”.46 Estos valores, con todo y que “son fruto de realidades complejas y controvertidas de sociedades históricas particulares”, como dicen Pierre Bourdieu y Löic Wacquant,47 se constituyeron para nosotros en modelo y medida de todas las cosas, sin importar si se correspondían con nuestras formas culturales y modos de funcionar socialmente.

Esto por dos razones: la primera, porque en México tenemos el logos occidental como deseo, como ilusión, como discurso, como prejuicio, y de allí que sea la nuestra una eterna fe en las recetas de fuera, las de los países exitosos y ricos, y un afán de imitarlos, que nos hace convertirnos colectivamente una y otra vez a lo que alguien llamó sus “mecas simbólicas”.48 Ésta es nuestra mentalidad colonizada, pues, como escribió Carlos Monsiváis, “colonial es la posición intimidada que engrandece todo lo de afuera para sentirse habitando la absoluta falta de alternativas”.49

La segunda razón es que nos interesa quedar bien con los países ricos de Occidente, con los cuales “México ha contraído grandes compromisos pecuniarios, enormes compromisos morales, inmensos compromisos de civilización”.50 Esto, dicho de otro modo, significa que estamos atados estructuralmente a un modo de funcionar en el mundo del que no podemos librarnos y al que tenemos que seguir, voluntaria o involuntariamente.

Todo lo anterior, para decir que fue así como entraron a nosotros una serie de “especies culturales” según les llama José Fernández Santillán; de “instituciones raras” como las califica Pablo González Casanova; de “proyectos civilizatorios externos” como los considera Guillermo Bonfil,51 que tienen aquí, como en otros países subdesarrollados, una función programática, utópica, ritual y también legitimadora,52 y que nosotros fingimos creer y pretendemos cumplir.

En el capítulo sobre los engaños para consumo interno, me refiero al discurso que asegura que la familia es un lugar de amor y que los indios son nuestros iguales, que pone a la justicia social como un compromiso ineludible y a la educación y la cultura como prioridades, y que jura que la economía está sana y sólida y que somos una nación con una identidad, siendo que nada de esto es así.

En la tercera parte me refiero a dos mentiras sobre los asuntos que en buena medida van a determinar nuestro futuro como país. Ninguna ley que se promulgue, ninguna institución que se cree, ningún convenio que se firme, ningún plan que se prepare, ninguna reforma que se emprenda, ninguna promesa que se haga, van a tener sentido si no se deja de mentir sobre ellos. Uno es la seguridad nacional, otro son los conflictos sociales. Y me refiero también a un asunto sobre el que ni siquiera hay que argumentar o demostrar nada, porque es obvio para todos los ciudadanos: la gran mentira según la cual en México es justa la impartición de justicia.

El segundo libro está dividido en cuatro capítulos. En el capítulo uno, recojo las formas de comportamiento que dan pie a la existencia de la mentira, como son, entre otras, el hecho de que todo se haga de manera improvisada, sin nunca prever, sin capacitarse, apostando al azar. Es un modo de funcionar que se va por lo superficial, que se sostiene sobre la negligencia y que además no evalúa ni reconoce errores.

En el capítulo dos explico las razones históricas, lingüísticas y culturales que han hecho de la mentira nuestro modo de funcionar. Porque para que ella ocurra como ocurre y sea como es, es porque existe eso que Néstor García Canclini llama “un piso social” que la sustenta. Nuestros poderosos no podrían mentir si no fuera un código y una práctica socialmente aceptados y compartidos. Eso hace que la mentira sea no sólo inevitable sino necesaria, y no parece que eso vaya a cambiar, pues sus condiciones de existencia siguen vigentes.

En el capítulo tres explico cuáles han sido las consecuencias de esa forma de funcionar, pues mentir una y otra vez, durante años y años, no ha sido impune. Ello ha llevado a la desconfianza de los ciudadanos, la falta de respeto a la ley, a las instituciones y a las autoridades, a la desmemoria colectiva, a esperar todo del gobierno, a la corrupción y a la doble moral, y, sobre todo, al desinterés y la desesperanza.

En el capítulo cuatro es al mismo tiempo una recapitulación y una reiteración del modelo, sólo para que al cerrar este libro no olvidemos que la mentira está aquí entre nosotros y que, digan lo que digan, con ella vivimos cotidianamente.

* * *

Cuando Carlos Martínez Assad leyó estas páginas me dijo: “Junto a este libro, la realidad es un remanso espiritual”.53 Y es que puestas las cosas de este modo, una tras otra, sin respiro ni pausa, sin dejar piedra sobre piedra, se pone en evidencia con crudeza la situación en la que vivimos los mexicanos: nos han engañado tanto que ya no sabemos en dónde estamos parados y el desastre es enorme.

Pero había que decirlo. Porque ya es hora de que nuestros poderosos se den cuenta de que nos damos cuenta. Porque estoy de acuerdo con Pablo González Casanova de que la mejor manera de amar a México no es ocultando sus problemas,54 sino al contrario, sacándolos a la luz. Y porque creo con Guy Sorman que la diferencia esencial entre las sociedades radica en su capacidad de autocrítica y con Karl Popper en que el deber del pensador es elaborar explicaciones de nuestro mundo.55

 

 

LIBRO PRIMERO

EXISTENCIA DE LA MENTIRA

 

 

PRIMERA PARTE

LA MENTIRA NUESTRA DE CADA DÍA