Cubierta

ENCONTRAR A DIOS
en medio de nuestros problemas

Dr. Larry Crabb, Jr.

EDITORIAL CLIE
C/ Ferrocarril, 8
08232 VILADECAVALLS
(Barcelona) ESPAÑA
E-mail: libros@clie.es
http://www.clie.es

Copyright © 1993 by Lawrence J. Crabb, Jr.
Publicado originalmente en inglés bajo el título
Finding God por Zondervan, Grand Rapids, Michigan,
49530, USA.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org <http://www.cedro.org> ) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra».

© 2012 Editorial CLIE, para esta edición en español

ENCONTRANDO A DIOS EN MEDIO DE NUESTROS PROBLEMAS
ISBN: 978-84-8267-732-3
Clasifíquese: 450 - CONSEJERÍA PASTORAL
CTC: 01-05-0450-28
Referencia: 224785

Contenido

Introducción


PRIMERA PARTE LA IMPORTANCIA DE BUSCAR A DIOS

Capítulo 1. Un itinerario personal

Capítulo 2. Vivir no es solo existir

Capítulo 3. Las pasiones naturales

Capítulo 4. Una pasión sobrenatural


SEGUNDA PARTE LOS OBSTÁCULOS EN EL DESCUBRIMIENTO DE DIOS

Capítulo 5. Un mecanismo seriamente dañado

Capítulo 6. Cuando Dios no se deja encontrar

Capítulo 7. El fundamento de la estructura caída: la duda acerca de Dios

Capítulo 8. ¿Por qué Dios no se deja encontrar?

Capítulo 9. El fundamento de una sólida construcción: la confianza en Dios

Capítulo 10. Primer nivel: os necesito

Capítulo 11. Segundo nivel: os odio

Capítulo 12. Tercer nivel: me odio

Capítulo 13. Cuarto nivel: quiero sobrevivir

Capítulo 14. Quinto nivel: he aquí como sobreviviré


TERCERA PARTE EL CAMINO HACIA DIOS

Capítulo 15. Las tinieblas antes de la luz

Capítulo 16. Los errores más frecuentes

Capítulo 17. Nuestras buenas pasiones son demasiado débiles

Capítulo 18. La naturaleza de las pasiones buenas y malas: contrarrestar las malas y dar vía libre a las buenas

Capítulo 19. Contar la historia de nuestra vida

Capítulo 20. Historias que molestan y que atraen

Capítulo 21. De vuelta a casa


Epílogo

Guía para la meditación

Capítulo 1
Un itinerario personal

El 3 de marzo 1991, a las 9 horas 55, un Boeing 737 de la compañía United Airlines que debía aterrizar en el aeropuerto de Colorado Springs se estrelló en un parque cercano, provocando la muerte de veinticinco personas a bordo.

Bill, mi hermano mayor, se encontraba en ese avión.

Mi mujer Raquel y yo estábamos en la iglesia cuando un anciano se acercó dándome una suave palmadita sobre el hombro. “Una llamada telefónica urgente para ti” susurró. Le acompañé al despacho y cogí el teléfono.

“¿Dígame?” Dije.

“¿Larry? Soy papá. Bill ha tenido un accidente. Fina acaba de llamar del aeropuerto. No sabemos nada más, pero está destrozada. ¿Puedes ir allí?”

Volví a la sala de cultos y susurré a Raquel que teníamos que salir. El anciano que me había avisado nos esperaba a la salida. Le informé de lo que pasaba y me miró con mucha compasión. Fue la primera vez en la que me desmoroné.

Cuando llegamos al aeropuerto de Colorado Springs, a una hora de viaje de nuestra iglesia de Denver, había gente por todas partes. La agitación habitual de un aeropuerto parecía entonces mucho más frenética. Pregunté a un empleado con uniforme sobre lo que había pasado. “El vuelo 585 se estrelló justo al norte de las pistas. No hay ningún superviviente.”

Salí de la terminal, me apoyé sobre una barandilla, y dije sencillamente a mi mujer: “Bill ha muerto.” Un vacío que nunca había conocido anteriormente me invadió en seguida, era como una pesada carga sobre mi corazón.

Una crisis aterradora

Lloré a menudo durante las dos semanas que siguieron al dramático accidente, y me encuentro en ocasiones al borde de las lágrimas hasta el día de hoy, cuando algo me hace acordarme de la terrible pérdida que sobrevino a nuestra familia.

Pero dos semanas después del accidente, sentí subir en mí lágrimas que no había vertido todavía, una necesidad irresistible de llorar que provenía de una fuente aún más profunda que el sufrimiento causado por la muerte de Bill. Le informé a mi mujer que algo extraño me estaba sucediendo. Una aterradora erupción se estaba gestando. Unos temblores previos, anunciadores de un verdadero seísmo sacudieron mi alma.

El domingo 17 del mes de marzo, me sentí anormalmente intranquilo e incómodo. No pude dormir en toda la noche. A medianoche, salí silenciosamente de la cama, cogí mi Biblia y fui a mi despacho para estar tranquilo.

Por razones que todavía desconozco, al poco rato de estar sentado el dique cedió. Torrentes de lágrimas brotaron de mis ojos e inundaron mi rostro. Durante casi veinte minutos lloré, gemí emitiendo profundos suspiros, sin poder pronunciar ni una sola palabra inteligible. Una tristeza indescriptible que nunca había experimentado me invadió, era como si mi alma agonizara. Con una claridad extraordinaria, me di cuenta de que yo también estaba fuera del huerto de Edén y que no tenía ninguna posibilidad de volver a entrar en él.

Finalmente, logré articular palabras. Primero de manera contenida, luego con un clamor de una intensidad incontrolable, la de un río que desborda. Clamé al Señor: “No puedo soportar lo que sé que es verdadero. La vida es dolorosa. Soy un egoísta. Todo es insoportable. Nada satisface. Nada trae alivio. Ningún bien está asegurado. No hay descanso. La pena engulle al gozo. No puedo seguir adelante sin conocerte mejor.”

Luego, de manera tan repentina como habían llegado, cesaron las lágrimas. Estaba sentado tranquilamente, consciente de que estaba en contacto con Dios, que todo mi ser estaba pendiente de él. Mi ardiente deseo de estar en comunión con él debe agradarle, me dije a mí mismo.

Me sentí bien durante más o menos un minuto. Luego, con la virulencia de una cornada de macho cabrío, la evidencia se impuso a mi espíritu: “¡Estoy preocupado por mí mismo!” No estoy cerca de tocar a Dios. ¡No está él en el centro de mis pensamientos, sino yo mismo!” Volvieron las lágrimas, está vez con mayor ímpetu.

Todo mi cuerpo se contorsionaba de dolor mientras clamaba: “¡Oh Dios, no sé cómo venir a ti. Más que ninguna otra cosa necesito conocerte, sentir tu presencia y tu amor. Pero no sé cómo lograrlo. Todos los caminos que tomo acaban por llevarme a mí mismo. ¡Debo encontrar el que me lleva a ti! Sé que eres todo lo que tengo. Pero no te conozco lo suficiente como para que seas todo lo que necesito. ¡Te lo ruego, permite que te encuentre!

Si hubiera deseado alguna vez tener una visión u oír una voz audible desgarrando el silencio de los cielos, era en este preciso momento. Pero nada ocurrió. Ninguna luz mística llenó la habitación. Ninguna voz vino a romper mi soledad. Estaba sentado solo. Y de nuevo, sin quererlo, volví a tranquilizarme.

Las lágrimas habían desaparecido, la fuente que las había alimentado se había secado por completo. Me sentía agotado, todavía desesperado, pero no descompuesto, inaccesible a todos, menos a Dios.

Después de quedarme así algunos minutos, totalmente agotado, cogí mecánicamente mi Biblia, la puse sobre mis rodillas mirándola detenidamente sin saber por qué página abrirla.

Las palabras que había pronunciado hacía menos de diez minutos volvieron a mi mente: “Necesito conocerte pero no sé cómo”, mis pensamientos me llevaron entonces de forma casi involuntaria, luego compulsiva, al pasaje de Hebreos 11.6: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan.”

Abrí pues la Biblia buscando este pasaje que leí cuatro o cinco veces. Me fascinaban las palabras, en parte porque sabía que tenían poder, un poder que estaba convencido llegaría finalmente a conocer.

Hace mucho tiempo que había abandonado la esperanza de encontrar algún día una llave única que conservaría siempre en mi mano y que me permitiría abrir cuando quisiera la puerta de los misterios celestiales. Pero esta noche sabía que Jesucristo era una persona real, que el cielo era un lugar real y que la vida cristiana era sobrenatural. Si bien estaba convencido de no haber descubierto la verdad final y última de este pasaje, sentí que había en este texto algo muy importante para mí, algo que Dios deseaba mostrarme para guiar mis pasos hacia él y poder conocerlo.

Volví a la cama sin haber descubierto nuevas luces relativas a este versículo de la carta a los Hebreos. Sin embargo, tenía la confianza extraña, casi exuberante, de que tenía ante mí una mina de tesoros por explotar, y de que llegaría a descubrir verdades liberadoras perfectamente adaptadas a mi necesidad de conocer a Dios.

El descubrimiento de Dios

Durante las semanas siguientes, este versículo estuvo siempre presente en mi mente. No conseguía sacármelo de la cabeza. Lo leía una y otra vez, meditaba cada palabra, las estudiaba en su contexto, repasaba todo lo que sabía de las Escrituras sobre el modo en que una persona ya perdonada se acerca a Dios, y oré para tener sabiduría. Las ideas que vinieron a mi mente durante estos días de reflexión son la base de este libro. No pretendo que sean novedades, de hecho son tan viejas como el texto bíblico, pero me parecían nuevas. Algunas verdades me parecen más claras ahora; son verdades importantes que deben regir nuestra manera de entender la vida.

Os invito a caminar conmigo por el sendero que seguí al intentar entender lo que Dios me decía en este texto y en toda la Biblia. Solo pueden tomar este camino los cristianos, personas que se apoyan sobre el perdón inmerecido y asombroso de Dios, personas que han aprendido a reconocer y condenar su odio hacia Dios como la realidad más fea y turbadora de su alma.

¿Cómo pueden encontrar a Dios un hombre soltero o una mujer soltera que luchan contra la soledad? ¿Cómo puede probar la bondad del Señor un padre que acaba de perder a su hijo? ¿Cómo puede descansar en lo que sabe de Dios un hombre de negocios arruinado que tiene una familia numerosa? ¿Cómo puede encontrar la suficiente confianza en Dios para seguir viviendo un adolescente desanimado, turbado y sin ninguna ilusión? Reflexionad conmigo sobre lo que el autor de la epístola a los Hebreos decía en cuanto a los que desean encontrar a Dios.

Capítulo 2
Vivir no es solo existir

La teología necesita sobrevivir ante los embates del sufrimiento para llegar a ser enriquecedora. Y una sana teología nos conduce, a través de sufrimientos, a una experiencia más profunda de Cristo, y por consiguiente, de la esperanza, del amor y del gozo1.

Grande es el dolor que mueve nuestro corazón hacia la búsqueda de Dios. No se trata del lamento del quejica que refunfuña en su insatisfacción ni de la irritación del narcisista que descubre que el egocentrismo tiene trágicas consecuencias. Tampoco se trata del dolor psicológico del que tanto se habla hoy día y que lleva a las personas a no desear más que amarse a sí mismas y poder disfrutar mejor de la vida.

Es más bien el dolor de alguien que quiere disfrutar de un placer que no puede encontrar y que teme que la miseria sea algo inevitable y quizás hasta merecida. Es el dolor que nos hace pararnos para pensar en algo fuera de nosotros mismos, algo más importante y más interesante que nuestras pequeñas preocupaciones en cuanto a nuestra identidad y cómo sacar de ella el mejor partido. Es un dolor que nos lleva irresistiblemente a plantearnos preguntas aterradoras en relación con la vida y Dios.

El dolor que engendra una sana teología es semejante a la experiencia que tiene un hombre que deambula en una vieja casa a medianoche. Al menor ruido, se para inmóvil, todo tenso y en alerta, acechando la presencia de un huésped invisible.

Solo la comprensión espantosa, paralizadora y aterradora de que nos hallamos para siempre fuera del Huerto del Edén, sin ningún medio para reintegrarnos en él, y de que los poderes sobrenaturales planean sobre nosotros, podrá inmovilizarnos el tiempo suficiente como para percibir lo que se encuentra más allá de nuestra experiencia inmediata. Solo este descubrimiento espantoso podrá crear en nosotros una sensibilidad que nos capacitará para escuchar a Dios en su Palabra y nos hará entrar en una dimensión incontestablemente nueva de la vida.

Este tipo de dolor me sobrecogió aquella noche cuando leía Hebreos 11.6. Deseaba oír a Dios. Necesitaba oír a Dios. Nada me importaba tanto como encontrarlo. Me hallaba inmerso en una misión más importante que la de preparar una predicación o la de recoger varias ideas como base para un libro. Luchaba por encontrar un modo de vivir.

Con la pasión de un ciervo que brama por las corrientes de las aguas, me zambullí en Hebreos 11.6, buscando a Dios: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios, porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que él existe y que recompensa a los que le buscan.”

Tres interrupciones

Anhelando comprender el contexto de este versículo, leí todo el capítulo 11, que cuenta la vida de varios héroes de la fe del Antiguo Testamento. Lo primero que me sorprendió fue que el autor interrumpe en tres ocasiones su relato con tres breves observaciones o principios. La primera observación (v.6) explica lo que significa ir a Dios. La segunda (v.13-16) precisa que todos estos héroes del Antiguo Testamento esperaban otra patria, la patria celestial. Finalmente, la tercera (v.38-40), declara que Dios tenía “reservado algo mejor”.

Reflexionando sobre las razones, inspiradas por Dios, que habían podido mover al autor para insertar estas observaciones en estos lugares precisos, me preguntaba si las personas mencionadas justo antes de cada principio ilustraban su razonamiento. Si fuera el caso, el autor estaría diciendo: “Si deseáis comprender lo que afirmo en el versículo seis, considerad el personaje cuya vida me inspiró precisamente la observación insertada en este lugar. Cuando hablaba de ir a Dios, del modo de agradarle por la fe, de aceptar lo que declara ser y de creer que recompensará a cada uno en su tiempo, pensaba en Enoc. ¡Estudiad la vida de Enoc para comprender lo que hace falta hacer para ir a Dios y encontrarlo!”

Sabía que no podía sobrevivir fuera del Huerto a no ser que pudiera conocer mejor a Dios. La batalla que se libraba en mi alma era de aquellas que no podía ganar. Ya que, o tenía que negar hasta qué punto la realidad era dolorosa (pero en este caso, un Dios que solo se puede encontrar negando la realidad que socava nuestra confianza en él, no merece ser conocido); o me tenía que hacer insensible al dolor, zambulléndome de cabeza en el pecado (pero en este caso, los placeres a corto plazo van acompañados de miseria a largo plazo); o tenía que esperar que mi obediencia incitara a Dios a bendecirme concediéndome una buena salud, mucho dinero, relaciones humanas gratificantes y pocos contratiempos que lamentar (pero Dios no actúa como un distribuidor automático que entrega el artículo seleccionado, una vez insertada la moneda).

Tenía que ir a Dios según sus condiciones. Basaba mi esperanza en las palabras que Dios dirigió a su pueblo el cual padecía en el tiempo de Jeremías: “Me buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Seré hallado por vosotros, dice Jehová” (Jeremías 29.13-14).

Pero, ¿qué significa “buscar a Dios de todo su corazón”? ¿Hacer más esfuerzos para obedecerle? ¿Mirar menos la televisión? ¿Dar más dinero en la ofrenda? ¿Dirigir otro grupo de estudio bíblico? ¿Consagrar más tiempo para mi devocional? ¿Tener una lista de oración más larga? ¿Solo escuchar emisoras de radio cristianas? ¿Testificar más a menudo? ¿Limitar mis compras? ¿Tener una actitud más conciliadora hacia algunos empleados reivindicativos? ¿Pasar toda una noche en vigilia de oración?

¿Cómo podía ir a Dios con la seguridad de encontrarlo tal y como él anhela? Decidí estudiar la vida de Enoc para encontrar la respuesta.

Enoc caminaba con Dios

Me fui a la primera mención de Enoc en la Biblia, Génesis 5.18-24. Génesis 5 registra una de estas genealogías que tienes la tentación de saltar o leer muy por encima. Pero, lee todo el capítulo atentamente y mira si resalta algo en particular.

Observarás que se menciona a diez hombres en este capítulo, empezando por Adán, siguiendo con Set, y finalizando con Noé. En cada caso, con la regularidad que conlleva siempre el mismo patrón, la Biblia declara que después de que la persona fuera padre vivió un determinado número de años. Subraya la palabra vivió en los versículos 4,7,10,13,16,19,26 y 30. Se nos dice de cada hombre que vivió desde el momento que llegó a ser padre hasta el día de su entierro, con la excepción de Noé (cuya muerte se relata más adelante en la historia) y de Enoc.

Observa el versículo 22. “Y caminó con Dios Enoc, después que engendró a Matusalén, trescientos años…”. Los demás hombres se contentaron con vivir. Pero Enoc, caminaba con Dios. El contraste merece ser subrayado.

En qué sentido “caminar con Dios” es diferente de “vivir”. Si deseo ir a Dios y descubrirlo de verdad, quizás debería empezar por preguntarme: ¿Me contento con vivir o camino con Dios? (La perspectiva de caminar con Dios no para de turbarme. A veces tengo la impresión de que se trata de una experiencia lejana e inaccesible: me digo a mí mismo que Enoc era un personaje bíblico; mientras que yo soy un americano del siglo XXI. Pero en otros momentos, la idea me parece tan real y tan cercana que me corta la respiración: ¡sí, yo también puedo de verdad caminar con Dios!)

El profeta Amós hizo la pregunta: “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3.3). Si quiero caminar con Dios, de entrada una cosa es clara: debemos ir en la misma dirección. Y no se puede negociar con Dios sobre el rumbo. Me invita a unirme a él. No vendrá él a mis propias sendas.

La ruta de Dios está muy bien definida. Se comprometió a reunir “todas las cosas en Cristo… las que están en los cielos, como las que están en la tierra” (Ef 1.10). Si estoy resuelto a caminar con él, no tengo otra elección que seguir el mismo objetivo. Mi voluntad de caminar con él implicará que cualquier otra ambición de mi corazón será sometida a la de glorificar a Cristo. Todo lo que se opone a esta meta deberá ser abandonado.

Las condiciones establecidas por Dios son exigentes. Seguir a Cristo requiere algo de nosotros: más que alegrarnos de nuestra nueva identidad. A veces, podemos hasta tener la impresión de que hace falta abandonar nuestra única esperanza de vivir.

Un día, una mujer cuyo marido pegada regularmente a su hijo adolescente vino a verme. El chico estaba aterrorizado por su padre y había dejado la fe reprochándole a Dios que no hacía nada para protegerle de la ira de su padre. La madre estaba destrozada, confundida, y enfadada. Me pidió que la ayudara.

Me comentó que su madre murió cuando tenía diez años, y que cuatro años más tarde, su padre se suicidó. El cuidado de los tres hermanos más jóvenes cayó sobre sus espaldas de adolescente de catorce años. En el transcurso de los años, había llegado a ser una mujer cuyo sentido de la responsabilidad se había desarrollado sobremanera, una mujer decidida a resolver los problemas de todo el mundo, incluyendo los suyos.

Durante nuestra conversación, sentí que me estaba escuchando con una condescendencia resignada: “Gracias por su interés en ayudarme. Pensaré en lo que me ha dicho, pero estoy más que convencida de que en realidad nadie me puede ayudar. Nadie es lo bastante fuerte o compasivo; soy yo y solo yo la que tiene la responsabilidad de definir lo que hay que hacer.” No lo dijo en voz alta, pero todo en su actitud me transmitía claramente que eso era lo que pensaba.

En un momento determinado le sugerí que se había metido en el papel de superviviente. Se consideraba como la monitora de un grupo de campistas perdidos en la naturaleza en plena tormenta de nieve. Todo dependía de ella. Su único objetivo era conseguir todos los recursos a su alcance – era una mujer muy capaz – para asegurarse de que todos pudiesen salir sanos y salvos.

Con esta resolución profundamente anclada en su alma, sus preguntas “¿Cómo podría ayudar a mi hijo?” y “¿Cómo reaccionar frente a mi marido?” evidenciaban una determinación inflexible de hacer todo lo posible para que las cosas fueran mejor. Pero este programa claramente establecido que quería seguir con toda su pasión, escondía realmente el grito de una mujer sola que anhelaba encontrar a alguien que pudiera estar a su lado, por ella misma, y que la amara de un modo que la pudiese liberar y permitir no sentirse más la responsable de una expedición amenazada. Pero cada vez que alguien se acercaba a ella, como lo estaba haciendo yo, veía en seguida las debilidades en el compromiso de esta persona y retomaba inmediatamente su papel.

El objetivo de esta mujer era manipular a su entorno para que fuera capaz de ocuparse de ella adecuadamente. El objetivo de Dios es reunir todas las cosas en Cristo hasta que se doblen todas las rodillas ante él. Estas dos personas, mi clienta y Dios, no caminaban juntas. Andaban por dos direcciones diferentes. Esta mujer iba a Dios no para caminar con él, sino para convencerlo de que le diera la energía y la capacidad que necesitaba para llevar a cabo su objetivo. A no ser que cambie de dirección, no podrá encontrar ni la paz de Dios en esta situación ni la sabiduría para enfrentarse con sus dificultades.

Enoc caminaba con Dios. Entendí que si quería caminar con Dios como Enoc, no bastaba con hacer una simple oración de consagración o algunos esfuerzos complementarios para parecer más espiritual. Se precisaba nada menos que de una operación quirúrgica sin anestesia, una operación cuyo objetivo era extirpar de mi ser todo anhelo de que las cosas fueran según mi voluntad. Y aunque parezca increíble, deseaba someterme a esta intervención. Me parecía sabio permitir a un cirujano experimentado –cuyos pacientes siempre se han restablecido– hacer su trabajo solo, para enfrentarse a mi grave dolencia.

Pero, tenía plena conciencia de que todo el proceso quirúrgico no sería fácil. No solo tenía que comprometerme deliberadamente a emprender el camino de la pureza de intenciones, sino que era también necesario renovar este compromiso todos los días, en particular cuando el dolor de mi corazón clamara por el alivio. Tenía también que familiarizarme con esta energía detestable y fuertemente arraigada en mí, que justifica fácilmente las transgresiones morales cuando pueden traer alivio a mi alma dolorida. En cuanto entiendo que mi egocentrismo se alimenta de un sentimiento de frustración y de incertidumbre sobre la voluntad de Dios para responder a mis necesidades según mis expectativas, a partir de este momento, se desarrolla un clima propicio para el arrepentimiento, una voluntad de abandonar los objetivos egocéntricos para poder descubrir a Dios.

Nuestro objetivo es manipular nuestro entorno para que sea capaz de ocuparse de nosotros adecuadamente. El objetivo de Dios es reunir todas las cosas en Cristo hasta que se doblen todas las rodillas ante él.

Sin embargo, la intervención quirúrgica no se hace en un día. El divino cirujano me sigue por todas partes, bisturí en mano, indicándome amablemente otras evidencias del cáncer del egocentrismo que me roe, esperando que me quede quieto para poder intervenir con una nueva incisión. Este tratamiento tiene efectos sorprendentes: ahora consagro más energía para seguir los objetivos de Dios y estoy atento a los objetivos contrarios que veo dentro de mí. Por cierto, gimo como antes cuando otros me maltratan, pero en la medida en que me someto al cirujano celestial, gemiré más sobre mi pobre consagración a Cristo que sobre los malos tratos de otros, aun cuando sean duros. Y me alegraré más de la bondad del Señor que de la estima orgullosa que puedo tener de mí mismo.

Cualquiera que va a Dios debe hacerlo como Enoc, sometiendo conscientemente su vida a los propósitos eternos, sabiendo a la vez que Dios no concede garantías en cuanto al alivio de sus hijos a corto plazo.

Temer más la impiedad que la incomodidad

Se impone una segunda observación: contrariamente a la gran mayoría de hombres de su tiempo y del nuestro, a Enoc le afectaba más el comportamiento egoísta de las gentes que su dolor. Judas cita el único sermón de Enoc mencionado en las Escrituras, en el cual arremetía contra los que buscaban el consuelo y el placer inmediato en vez de la santidad personal: “He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él.

La misma situación caracterizaba la época de Enoc, la de Judas y la nuestra. Consideramos que el malestar personal (odio hacia uno mismo, baja auto-estima, insomnios, preocupaciones económicas, soledad) es el mal primordial del que debemos ser liberados. Si mezclamos nuestro cristianismo con nuestra búsqueda de bienestar, Jesús no será para nosotros más que un divino masajista al que solo obedeceremos si primero nos ha sanado y relajado correctamente.

Pero, este cristianismo no es el de la Biblia. Cristo ofrece esperanza, no alivio dentro del sufrimiento, y nos pide que le busquemos con ardor aun cuando estamos tentados a pararnos para preocuparnos por nuestro bienestar.

Enoc nos advierte ante el peligro de pronunciar palabras duras contra Dios. Nada nos incita más a murmurar contra el Señor que los sufrimientos que siempre nos parecen injustos y que siempre parecen dejar a Dios indiferente.

Uno de mis amigos conoció a la que sería su futura mujer en el instituto bíblico. Decidió casarse con ella únicamente si esto era la voluntad de Dios. Fue un ferviente tema de oración, buscó además consejo entre creyentes experimentados, pidió la opinión de sus padres, y mantuvo una actitud moral ejemplar durante todo el tiempo que salieron juntos. Con el apoyo de todas las personas consultadas, le preguntó si quería casarse con él, y ambos decidieron consagrar su vida al servicio de la fe cristiana.

Después de siete años de matrimonio y el nacimiento de dos hijos, su mujer le confesó que era lesbiana y que deseaba vivir con la mujer que veía en secreto desde hacía varios años. Dejó su familia, se divorció y se fue a vivir con su compañera. Seis años más tarde se suicidó. Desde entonces, los dos hijos de mi amigo, ya adolescentes, tienen graves problemas. La hija tiene bulimia y es promiscua; el hijo reconoció hace poco que se drogaba desde los diez años.

Imaginad que este hombre os pide ayuda. Después de que os haya contado los detalles trágicos de su vida y de haber llorado abundantemente por sus hijos y su mujer fallecida, exclama: “¿Por qué Dios no hizo nada? ¿Por qué permitió que me casara con ella, y que eso mismo fuera la causa de tanta pena y sufrimiento? ¡He buscado su voluntad de todo corazón y mirad lo que ha pasado! ¿Cómo puedo depositar en él mi confianza para el resto de mi vida? Todo está en ruinas. ¡No tengo ninguna garantía de que mis hijos salgan de sus problemas un día y no tengo ninguna razón para creer que mi mujer está en otra parte más que en el infierno!”

Si os suscribís a la teología de los amigos de Job, no podréis ayudar con mayor éxito a este hombre del que ellos ayudaron a Job. Según ellos, para que Dios os conceda lo que deseáis, tenéis que defender vuestra causa delante de él, vivir como Dios manda, arrepentiros de todo mal, y “ciertamente luego se despertará por ti, y hará próspera la morada de tu justicia” (Job 8.6).

Si no estoy convencido de que Dios es bueno, lenta pero resueltamente, volveré a tomar el control de mi propio bienestar.

Hoy día, el mensaje es el siguiente: puedes manipular a Dios para conseguir lo que quieres. Por cierto, Dios no resucitará a esta mujer, y es posible que no pueda hacer volver a tus hijos al camino recto, pero puede hacer que te sientas bien a pesar de todo. Aun cuando no se suavicen tus circunstancias, puedes aceptarte como eres y estar contento.

Nosotros los modernos, no cometemos más el error de definir la paz de Dios que supera nuestro entendimiento en términos de circunstancias agradables. Pero nuestro error es más bien pensar que la paz es encontrar la satisfacción en el sentimiento de nuestro valor propio y en nuestra dignidad. Ahora bien, ni la primera ni la segunda definición llegan al meollo de la cuestión. La paz de Dios pertenece a los que confían en su bondad, aun cuando la vida es un tormento y tienen una pésima opinión de ellos mismos. ¡Ojo!, es posible gozar de la paz de Dios y, al mismo tiempo, tener una bajísima auto-estima.

Si no estoy convencido de que Dios es bueno y si infravaloro la seriedad de mi lucha para creer en su bondad, entonces, lenta pero resueltamente, volveré a tomar el control de mi propio bienestar. Y consideraré luego que el amor de Dios hacia mí es la razón imperiosa para amarme a mí mismo. Razonaré así: “Dios me ama. Me acepta plenamente. Quiere que pueda apreciar quién soy como hijo suyo. Por consiguiente, el hecho de buscar gozar más y más de mi identidad es central en su propósito.”

Judas califica de “impíos” a los “que convierten en libertinaje la gracia de Dios” (v.4). No penséis que la impiedad o el libertinaje se limitan a los pecados groseros como el adulterio, el robo o la borrachera. Cada vez que estimamos que es más importante resolver nuestros problemas que buscar a Dios, somos inmorales.

La lucha a la que tiene que hacer frente mi amigo es la de creer que Dios es digno de confianza, aun cuando no impidió a su mujer suicidarse, a su hija de caer en la bulimia y la promiscuidad y a su hijo drogarse. Si mi amigo pierde esta batalla, se verá mucho más turbado por el trágico desenlace de estos acontecimientos en su vida que por el carácter impío e intransigente de su búsqueda de la felicidad. Si gana esta batalla, será liberado de la necesidad de sacar un poquito de felicidad de su vida en ruinas; liberado para consagrarse a la realización de los propósitos de Dios y para descubrir, si bien de manera fragmentaria, el significado del gozo auténtico.

Cada vez que estimamos que es más importante resolver nuestros problemas que buscar a Dios, somos inmorales.

Incluso cuando sufrimos, debemos considerar que Dios es bueno, ¡porque lo es de verdad! Y cuando las cosas nos van bien, debemos considerarlo bueno por razones que van más allá de nuestro bienestar inmediato. Si no es así, a la menor herida, tendremos palabras duras contra Dios y seguiremos haciendo lo que alivia nuestra alma. Estaremos más preocupados por nuestra comodidad que por nuestra impiedad.

Si quiero de verdad ir a Dios y encontrarlo, debo caminar como Enoc, creyendo que Dios es bueno, sean cuales sean las circunstancias de la vida, y rehusando sacrificar mi búsqueda de bienestar en beneficio de mi compromiso de honrarle.

Enoc opuesto a Lamec

Volvamos a Judas, versículo 14. Enoc es presentado como el “séptimo” desde Adán. Esta precisión tiene como meta distinguir a este Enoc de otros personajes que tienen el mismo nombre en la Biblia.

En mi deseo de sacar del ejemplo de Enoc todo lo que fuera posible en relación con la búsqueda de Dios, me pregunté si podía aprender más lecciones sobre este detalle mencionado por Judas. Volví a leer Génesis recordando que Adán dio nacimiento a dos descendencias, una por Set, la otra por Caín. Enoc fue el séptimo descendiente de Adán por Set.

Quise comprobar luego dos cosas: ¿Cuál era el séptimo descendiente de Adán por el linaje de Caín? y ¿habría algunas características esenciales de Caín que se reflejaran en sus descendientes? Las respuestas a estas preguntas, posiblemente, contrastarían con la vida de Enoc y me ayudarían a entender también cómo no acercarme a Dios.

Génesis 4.17-24 presenta a Lamec como el séptimo descendiente de Adán por Caín. Llegó a ser el primer polígamo conocido de la historia humana. El modo en el que se jactó delante de sus dos mujeres revela claramente que solo estaba decidido a hacer lo que le diera la real gana. “Ada y Zila, oíd mi voz; Mujeres de Lamec, escuchad mi dicho: que un varón mataré por mi herida, y un joven por mi golpe” (Génesis 4.23).

En esta cultura primitiva, el poder se medía por el número. Quizás Lamec se casó con dos mujeres, menospreciando el propósito divino, para acrecentar su poder. La Biblia no cuenta que Lamec se haya acercado a Dios, pero si hubiera sido el caso, no sería sin lugar a dudas por otro motivo que el de conseguir mayores recursos que le permitieran conseguir sus objetivos egoístas.

El modo en que Lamec organizó su vida alrededor de su bienestar refleja una tendencia ya presente en Caín, tendencia que la Biblia llama “el camino de Caín”. En la condenación que Dios le aplicó por el asesinato de su hermano figuraba la sanción: “Errante y extranjero serás en la tierra” (Génesis 4.12). Caín nunca tuvo el permiso de guardar las maletas y considerar suyo ningún lugar2. Caín se quejó contra Dios: “Grande es mi castigo para ser soportado” (Génesis 4.13). Decidido a conjurar su mala suerte, se esforzó por hacer que su vida fuera lo más agradable posible. Fundó un hogar y comenzó a construir una ciudad (Génesis 4.17).

Debo renunciar a mi fascinación por mí mismo ante el beneficio de una preocupación más compatible con la naturaleza del objetivo de Dios. No estoy yo en el centro. Sino Dios. Existo por él y no existe él por mí.

Rechazando el arrepentimiento, Caín se hizo con el deber de superar las consecuencias de su pecado y de crearse circunstancias favorables. Es como si dijera: “Vale, me han expulsado del huerto. Desde que desalojaste a papá y mamá del Edén y colocaste este ángel a la puerta para prohibirnos la entrada, entendí que tenía que adaptarme a una vida en un mundo en el que crecen las malas hierbas y los cardos. Pero aunque estoy fuera del huerto, me niego a vivir la existencia miserable de un nómada. Haré todo lo que está en mi poder para recrear las condiciones de vida del huerto. Edificaré una ciudad, plantaré flores, acondicionaré parques de ocio para mis hijos. Me niego a errar indefinidamente sin buscar un lugar donde establecerme. No tengo meta más elevada que la de arreglarlo todo para mi bienestar personal.”

Como Caín transmitió esta actitud a sus descendientes, nosotros podemos hoy contemplar dos conceptos opuestos de la vida: el de Lamec (que refleja la influencia impía de Caín) y el de Enoc (de acuerdo con la piedad de Set). La divisa de Lamec hubiera podido ser: “¡Me edificaré una ciudad! ¡Quiero abandonarme a los placeres ya! Y la de Enoc: “¡Edificaré el reino de Dios! Y confío que Dios me edificará un día una ciudad en la que disfrutaré.”

Como Dios se preocupa con tierno cuidado por sus hijos, alivia a menudo sus sufrimientos y resuelve sus problemas. Pero como su amor es un amor inteligente, arraigado en lo que sabe es lo mejor para nosotros, nos ha llamado a vivir para realidades mucho más interesantes que nosotros mismos. Nos conduce en la realidad sobrenatural de vivir para el establecimiento de su reino eterno.

Hagámonos la pregunta fundamental: ¿Me contento simplemente con existir o camino con Dios?

Al escudriñar nuestra vida, tengamos cuidado de no perdernos en nosotros mismos hasta el punto de olvidar que hay algo más extraordinario que debemos considerar. Si deseo rechazar el concepto de Lamec e ir a Dios como Enoc, debo renunciar a mi fascinación por mí mismo ante el beneficio de una preocupación más compatible con la naturaleza del objetivo de Dios. No estoy yo en el centro. Sino Dios. Existo por él y no existe él por mí.

Hagámonos la pregunta fundamental: ¿Me contento simplemente con existir o camino con Dios? ¿Nos preocupamos únicamente por satisfacer nuestra alma, por hacerlo todo para que nuestras necesidades estén colmadas, por edificar nuestras ciudades? O ¿nos preocupa conocer a Dios, cooperar con él como amados colaboradores para la realización de un proyecto que nos supera, parecernos al Hijo que el Padre ama más que todo, y esperar la ciudad que Cristo está construyendo en este momento?

Aprendamos lo que significa ir a Dios, creyendo que es bueno, aun cuando la vida parece indicar lo contrario, sabiendo que recompensa a los que le buscan sinceramente, incluso cuando su alma está en agonía.

Pero, ¿podríamos traducir de una manera aun más práctica las lecciones de Hebreos 11? ¿Qué sería de nuestra vida si nos acercáramos a Dios como Enoc?

Notas

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Cualquiera que haya tenido la ocasión de viajar puede entender la triste suerte de Caín. Mi mujer y yo hemos vuelto recientemente de un viaje de un mes por Europa en el que hemos pasado cuatro semanas en cuatro países diferentes, durmiendo en nueve camas diferentes. Durante esta gira, nunca hemos deshecho completamente nuestras maletas, pues sabíamos que pronto tendríamos que viajar otra vez. No nos hemos sentido en casa en ningún lugar. Hacia el final de nuestro periplo, aun cuando nuestros anfitriones nos trataron muy bien, anhelábamos regresar a nuestra casa. La primera cosa que hice en cuanto pasamos el umbral de nuestra casa fue sacar toda la ropa del equipaje y guardar las maletas en su sitio habitual. Si tuviera que viajar constantemente sin poder regresar a casa, me sentiría profundamente perturbado.