bia2580.jpg

 

HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Cathy Williams

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Rendida al deseo, n.º 2580 - octubre 2017

Título original: Bought to Wear the Billionaire’s Ring

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-525-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ENTONCES… –dijo Leo Morgan-White, tendiéndole a su padre un vaso de vino antes de sentarse frente a él.

Harold había llegado hacía solo media hora en coche desde Devon. Había sido una visita sorpresa que no había podido esperar, tal y como le había dicho su padre, muy agitado, la noche anterior.

A pesar de ello, todavía no habían ido al grano. Lo que Leo no entendía era por qué no podía esperar hasta el fin de semana, cuando él mismo podía haber ido a visitar a su padre a Devon.

Pero Harold era un hombre impulsivo y pasional. Muy importante debía de considerar el asunto cuando había ido en persona a Londres, una ciudad que el anciano siempre trataba de evitar.

–Demasiado ruidosa. Demasiada gente. Demasiada polución. Demasiadas tiendas caras llenas de frivolidades –solía protestar Harold–. ¡No se puede pensar tranquilo en Londres! ¿Sabes lo que te digo, Leo? Si no puedes escuchar crecer la hierba, es que estás en el sitio equivocado.

–¿Qué pasa? –preguntó Leo, reclinándose en el sofá para estirar sus largas piernas. Posó el vaso de cristal en la mesa que había a su lado.

Su padre parecía a punto de romper a llorar. Le temblaba la barbilla y respiraba de forma irregular. Por experiencia, Leo sabía que siempre era mejor ignorar esos signos de explosión emocional y centrarse en lo que tenían que hablar. Su padre necesitaba muy poco para deshacerse en lágrimas.

Por suerte, era algo que Leo no había heredado. De hecho, no se parecía a Harold en nada en absoluto, ni en temperamento ni en el físico.

Mientras que Leo era alto, fornido, moreno y atractivo, su padre era de estatura mediana y formas redondeadas.

Y, aunque Leo era frío, conciso y seco, su padre era muy emocional y amante del dramatismo. La madre de Leo, una española de la que había heredado su figura morena, había muerto hacía una década, cuando Leo tenía veintidós años. Era una mujer alta y muy hermosa, que había heredado el negocio familiar a la temprana edad de diecinueve años. Era inteligente y con una astucia natural para los negocios. En teoría, no había tenido nada que ver con su padre, pero su unión había sido un ejemplo perfecto de amor verdadero.

En una época en que los hombres salían a trabajar y las mujeres se quedaban en casa haciendo la comida, su vida familiar había sido lo opuesto. Su madre había llevado el negocio, mientras su padre se había quedado en casa a escribir libros y se había convertido en un autor de éxito.

Eran la prueba de que los polos opuestos se atraían.

Leo quería mucho a su padre. Lo miró con curiosidad cuando lo vio sacarse un trozo de papel del bolsillo.

Tendiéndoselo a su hijo, Harold bajó la vista y habló con voz temblorosa.

–Esa mujer me ha enviado esto por correo electrónico y…

–Te he dicho que debes dejar de angustiarte por este tema –dijo Leo, sin tomar la nota de papel–. Mis abogados están trabajando en el caso, papá. Todo va a salir bien. Solo ten paciencia. Esa mujer puede luchar todo lo que quiera, pero no llegará a ninguna parte.

–Lee lo que dice, hijo. Yo… no puedo… no soy capaz de leerlo en voz alta.

Leo suspiró.

–¿Qué tal va tu libro?

–No intentes distraerme –respondió su padre con tono dramático–. No he podido escribir nada. He estado demasiado preocupado por este tema como para pensar en cómo mi detective va a resolver su caso. ¡La verdad es que me importa un pimiento el libro! A este paso, puede que nunca pueda volver a escribir. No soy como vosotros, los fríos hombres de negocios que solo sabéis hacer números y asistir a reuniones.

Leo contuvo una amarga sonrisa. Él valía miles de millones y hacía mucho más que sumar números y asistir a reuniones.

–Me ha amenazado –dijo Harold, nervioso–. Lee el mensaje, Leo. Gail dice que va a luchar por la custodia y que va a ganar. Dice que ha hablado con un abogado y, aunque Sean dejó por escrito que Adele se quedaría contigo si le pasaba algo, Louise nunca aceptó. Y ahora están los dos muertos. Lo único que importa es que el bienestar de Adele está en peligro, si se queda con esa mujer.

–Ya he oído todo eso antes –dijo Leo. Se terminó la copa de vino y se levantó, masajeándose la nuca mientras se dirigía hacia la ventana.

Su casa ocupaba las dos plantas altas de un gran edificio victoriano en la parte más selecta de Londres. Había contratado al arquitecto más prestigioso de la ciudad para reformar el espacio. Solo había dejado los artesonados de los techos y las chimeneas en su lugar. Como resultado, tenía un piso muy espacioso de cuatro dormitorios y una prueba de que el dinero todo lo podía conseguir.

Las paredes estaban adornadas con valiosos cuadros de arte moderno. La decoración era en tonos gris y crema. Lo que más le gustaba a Leo era que el ambiente no interfería en sus pensamientos.

–Esto es diferente, Leo.

–Papá, no lo es –repuso él con paciencia–. Gail Jamieson quiere aferrarse a su nieta porque cree que es un salvoconducto a mi dinero, pero no está capacitada para cuidar de una niña de cinco años. Sobre todo, no será capaz de hacerlo cuando deje de darle dinero y tenga que apañarse sola. El hecho es que… yo ganaré el caso. No quiero tener que ofrecerle dinero a esa mujer, pero, si tengo que hacerlo, lo haré. Ella lo aceptará encantada a cambio de renunciar a la niña porque, como su hija, Gail es una cazafortunas que no duda en manipular cualquier situación para sacar provecho. ¿Tengo que recordarte las razones que llevaron a Sean a Australia?

Su padre hizo una mueca y Leo no prosiguió por ese camino. Los dos sabían cómo había sido Sean.

Siete años más joven que Leo, Sean había llegado a su puerta a la edad de dieciséis años, junto a su madre, Georgia Ryder, de quien Harold se había enamorado hasta los huesos un año después de la muerte de la madre de Leo.

Desde el principio, Sean, un chico muy guapo con pelo largo y ojos azul cielo, había sido vago y malcriado. Una vez que su madre se había hecho con un anillo de boda y había tenido acceso a los millones de Morgan-White, se había vuelto todavía más exigente y petulante. Había desatendido los estudios y, consentido por su madre, se había pasado el tiempo con una panda de vagos que habían gravitado a su alrededor como moscas en torno a la miel. Enseguida, las drogas habían entrado en escena.

Poco después de la boda, sin embargo, el padre de Leo se había dado cuenta del terrible error que había cometido. No quería que una rubia explosiva veinte años más joven que él fingiera que lo quería, cuando a ella solo le interesaba su dinero. Harold quería guardar el duelo por la mujer que verdaderamente había amado.

Leo había hablado con Sean, le había dado un buen sermón que no había servido de nada. Más bien, había tenido el efecto contrario. Dos años después, Sean había dejado los estudios. Y se había enamorado de Louise Jamieson, una chica que había pertenecido a su panda de perdedores. Por aquel tiempo, su madre, tras varias aventuras con hombres de menor edad, había roto su matrimonio con Harold, tratando de sacar la mayor tajada posible. Mientras, Sean se había mudado a Australia con su mujer embarazada.

El padre de Leo se había rendido hacía tiempo. Había dejado de escribir y no respondía los mensajes histéricos de su editor. Se había convertido en un recluso de sí mismo y solo había tenido a Leo para recoger los pedazos.

Dejada a su libre albedrío, Georgia se había gastado vergonzosas sumas de dinero en sus compras, desde diamantes y tiaras a caballos, coches y exóticas vacaciones, mientras había seguido teniendo acceso a las cuentas de su futuro exmarido. También había derrochado dinero en su hijo. Y Leo había estado demasiado ocupado con su carrera profesional como para darse cuenta de lo que estaba pasando.

Cuando, por fin, se había cerrado el acuerdo de divorcio, los ahorros de su padre habían quedado seriamente mermados. El hecho de que llevara años sin escribir, para colmo, no había ayudado.

Entonces, Georgia había muerto en un accidente de coche durante unas vacaciones en Italia. Si hubiera dependido de él, Leo habría dejado a Sean a los lobos, pero su padre, mucho más suave y bondadoso, había seguido enviando dinero a su exhijastro. Se había asegurado de que la hija de Sean tuviera todo lo que necesitaba. Había rogado que le enviaran fotos y había estado entusiasmado cuando había visto las que Sean le había mandado por correo electrónico.

Pero, cuando había intentado hacer planes para ir a conocer a la niña en persona, Sean siempre había tenido una excusa para negárselo.

Georgia había sido un desastre y su hijo, Sean, también. Y, a diferencia de su emotivo padre, Leo no iba a dejar que los sentimientos interfirieran en aquella enconada pelea por la custodia de la niña.

Ganaría porque siempre ganaba. Gail Jamieson, la madre de Louise, a quien había conocido una vez cuando había ido a Australia, no podía estar menos interesada en el bienestar de la pequeña, tal y como Leo había sospechado. Era una mujer vil e interesada. Y él no le tenía miedo.

–Dice que no importa cuánto dinero tengas para los abogados, Leo. Dice que ella ganará porque tú no eres adecuado para cuidar de Adele.

Leo se quedó paralizado. Su padre tenía los ojos llenos de lágrimas. Con reticencia, tomó el papel que su padre había sacado y leyó el mensaje de correo electrónico que había enviado la señora Jamieson.

–Ahora entiendes lo que te digo, Leo –dijo su padre, quebrándosele la voz–. Y lo malo es que esa mujer tiene razón.

–No estoy de acuerdo.

–No llevas una vida responsable –señaló Harold con voz más firme–. No en lo relativo a criar a un niño. Te pasas la mitad del tiempo fuera del país…

–¿Cómo, si no, voy a dirigir mis empresas? –se defendió Leo, furioso por que una mujer que tenía la ética de una rata se atreviera a juzgarlo–. ¿Desde el sofá de casa?

–No es eso. La cuestión es que pasas gran parte del año en el extranjero. ¿Cómo va a ser bueno eso para cuidar a una niña de cinco años? Además, no se equivoca cuando dice que tú… –dijo su padre, interrumpiéndose con un gesto de resignación y frustración.

Leo apretó los labios. Sabía que las elecciones que había hecho en lo relativo a mujeres no complacían demasiado a su padre. Sabía que Harold ansiaba verlo felizmente casado con una chica agradable y respetable que lo esperara cuidando el fuego del hogar cada vez que él regresaba de una larga batalla.

Pero eso no iba a pasar. Leo tenía demasiada experiencia como para dejarse engañar por la ilusión del amor. Por mucho que su padre hubiera adorado a su madre, cuando Mariela Morgan-White había muerto, se había quedado destrozado. Sí, algunos idiotas dirían que es mejor haber amado y haber perdido que no haber amado nunca, pero él no estaba de acuerdo.

Su padre no aprobaba sus aventuras amorosas, aunque hacía muchos años que había dejado de hablarle de ello. Esa era la primera vez en largo tiempo que le expresaba su decepción.

–Siempre apareces en la prensa rosa –le reprendió Harold–. Siempre tienes a alguna… tontita colgando del brazo, dedicándote una caída de pestañas postizas.

–Ya hemos hablado de este tema –protestó Leo, irritado.

–Pues hablaremos otra vez, hijo –repuso Harold en un murmullo.

Su padre parecía cansado de vivir. Era como si se hubiera quedado sin fuerzas, sin energía.

–Tú decides qué hacer con tus… amantes –continuó Harold en voz baja–. Sé que no sirve de nada que intente hacerte ver tu equivocación. Pero ahora no estamos hablando solo de ti. La abuela de Adele dice que eres moralmente inapropiado para ocuparte de la pequeña.

Leo se pasó la mano por el pelo y meneó la cabeza. Sean no había tenido ninguna relación de sangre con ellos, pero estaba de acuerdo con su padre en una cosa. La niña no tenía la culpa de los errores de los adultos y no debía pagar por ellos. En cierta forma, era su responsabilidad moral evitarlo.

–Me ocuparé de eso, papá.

–Las cosas no podrían estar peor –dijo su padre, y se apretó los ojos con los dedos.

–No debes ponerte así.

–¿Qué harías tú en mi lugar? –repuso su padre–. Adele es importante para mí. No puedo perder este caso.

–Si no logramos ganar en los tribunales, no puedo hacer más –señaló Leo, extendiendo las manos en un gesto de frustración–. No puedo secuestrar a la niña y esconderla hasta que cumpla dieciocho años.

–No, pero sí hay algo que puedes hacer…

–No te entiendo.

–Podrías prometerte. No digo que te cases, solo que te prometas. Podrías presentarte ante los tribunales como un hombre responsable, para convencerles de que eres un buen candidato como figura paterna para Adele.

Leo se quedó mirando a su padre en silencio. Se preguntó si los sucesos de los últimos días lo habrían vuelto loco. Eso o no había comprendido lo que acababa de decirle.

–¿Que me prometa? –repitió Leo, meneando la cabeza con incredulidad–. ¿Qué propones? ¿Que busque en Internet a una pareja adecuada?

–¡No seas estúpido, hijo!

–Entonces, no te entiendo.

–Para dar la imagen de un hombre estable y normal, debes tener a una mujer estable y normal a tu lado. No sé por qué no ibas a hacerlo por mí. Y por Adele.

–¿Una mujer estable y normal? –dijo Leo, atónito. Él nunca salía con mujeres de esa clase. Le gustaban las féminas frívolas e inapropiadas para el matrimonio. Nada de compromisos serios. A ellas les atraía su dinero y a él no le importaba, porque eso le ayudaba a despacharlas sin remordimientos cuando se cansaba.

–Samantha –señaló su padre, como un mago que sacara un conejo de una chistera.

–Samantha…

–La pequeña Sammy Wilson –aclaró Harold–. Sabes de quién te hablo. ¡Sería perfecta para el papel!

–¿Quieres que salga con Samantha Wilson para conseguir la custodia de Adele?

–Es una buena opción.

–¿Estás loco?

–¡No seas descarado, hijo! –le reprendió Harold.

–¿Sabe ella algo de esto? ¿Habéis estado los dos haciendo planes a mis espaldas? –quiso saber Leo, perplejo. Sin duda, su padre había perdido los estribos.

–No le he dicho nada –admitió Harold–. Bueno, ya sabes que solo viene a Salcombe los fines de semana…

–No, no lo sabía. ¿Por qué iba a saberlo?

–Tendrás que exponerle el tema tú mismo. Puedes ser muy persuasivo y no veo por qué no vas a usar tus dotes para resolver esto. No suelo pedirte nunca ningún favor. Creo que es lo mínimo que puedes hacer, hijo. Me gustaría asegurarme de que Adele crezca querida y cuidada y ambos sabemos que Gail es la peor abuela que le podía haber tocado. Me pasaría el resto de mis días temiendo por el porvenir de la niña…

–Gail puede ser muchas cosas, pero ¿no crees que estás exagerando con esto?

Su padre continuó, haciéndole caso omiso.

–¿Se puede condenar a una niña a vivir con una mujer de su calaña? Los dos conocemos los rumores acerca de ella… No puedo forzarte, pero me temo que yo… ¿Qué sentido tendría para mí seguir viviendo?

 

 

Samantha no llevaba más de media hora en su pequeño apartamento cuando oyó que sonaba el timbre insistentemente en la puerta. Hizo una mueca, molesta.

Tenía mucho que hacer y no podía perder el tiempo con vendedores ambulantes. O, peor aún, podía ser su vecina de arriba, que tenía la mala costumbre de pasar a visitarla alrededor de esa hora, las seis de la tarde, para tomarse un vaso de vino con alguien demasiado educado y considerado como para negarse.

Samantha se había pasado muchas horas escuchando las vicisitudes de su vecina con su último novio.

En ese momento, sin embargo, estaba demasiado ocupada.

Tenía demasiados deberes que corregir. Demasiadas lecciones que preparar. Por no mencionar el banco, que le había estado recordando a su madre durante los últimos tres meses que no habían pagado las mensualidades de la hipoteca de la casa.

Pero quienquiera que estuviera en la puerta no se iba, a juzgar por su insistente llamada.

Tras dejar sobre la mesa un montón de cuadernos de ejercicios, se puso las zapatillas de andar por casa, pensando en qué excusa iba a darle a quien estuviera en su puerta para poder seguir trabajando sin interrupción.

Cuando abrió, se quedó boquiabierta. Literalmente. Se quedó parada como una tonta con los ojos como platos, porque era la última persona que había esperado ver ante la puerta.

Apoyado en el marco, un hombre alto y musculoso la observaba con indolencia, con las manos en los bolsillos de un abrigo negro de cachemira.

Habían pasado varias semanas desde la última vez que había visto a Leo Morgan-White.

La había saludado con la cabeza desde la otra punta del enorme salón de su padre, que había estado ocupado con al menos seis invitados más, amigos de su padre y la madre de ella. Harold era un miembro popular en su comunidad y su fiesta anual de Navidad era un evento importante en el pueblo.

Esa noche, Sammy no había hablado con Leo. Él se había presentado con una guapa morena quien, a pesar de que era invierno, llevaba un vestido muy ligero y muy corto que había atraído la atención de todos los hombres de la reunión.

–¿Vengo en mal momento?

 

 

Leo había aceptado. Su padre era un viejo zorro, se dijo. Había logrado convencerle de que hiciera lo impensable, bajo la amenaza de hundirse de nuevo en la depresión que lo había asfixiado durante años.

Por supuesto, Harold quería de verdad a Adele y deseaba que la niña estuviera cerca y a salvo. Y Leo estaba de acuerdo en que Gail sería una influencia horrible para una pequeña de cinco años. Pero, cuando su padre le había amenazado con perder las ganas de vivir si no lo ayudaba, él había estado perdido.

Por eso, allí estaba, dos días después. La protagonista de su plan demente lo observaba vestida con un anodino conjunto gris y unas ridículas zapatillas de color chillón.

–¿Leo? –dijo Sammy, y parpadeó, preguntándose si sería una alucinación provocada por el estrés–. ¿Qué quieres? ¿Cómo has sabido dónde vivo? ¿Qué diablos estás haciendo aquí?

–Son muchas preguntas. Te las responderé en cuanto me invites a pasar.

Abrumada por un repentino temor, Sammy se puso pálida.

–¿Ha pasado algo? ¿Tu padre está bien? –preguntó ella. Le costaba pensar con claridad. Leo siempre le había causado ese efecto. Quizá, era por su aspecto devastador. Era tan, tan… guapo.