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HarperCollins 200 años. Desde 1817.

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Bella Frances

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El reto de su vida, n.º 2587 - noviembre 2017

Título original: The Playboy of Argentina

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-531-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

EN MEDIO de la cálida tarde de verano, Rocco «Huracán» Hermida se bajó de su helicóptero en el Campo de Polo de Buenos Aires. Entre la multitud, Frankie Ryan sintió cómo todo el mundo se quedaba callado de golpe.

Si la admiración tenía un sonido, era el del silencio reverente de aquellos hombres adultos mientras miraban a su héroe. Hasta los caballos de polo parecían menear sus melenas y patear el suelo con adoración. Aun así, Frankie no pudo evitar sentir un escalofrío de humillación y vergüenza. Maldito fuera.

Con cada paso que daba para avanzar hacia ellos, su figura se veía con más claridad. Era un hombre alto y de cuerpo esculpido. Su pelo parecía más largo que hacía unos años. Hacía todo ese tiempo, le había resultado desafiante, provocativo. Sin embargo, en ese momento, solo le parecía el héroe argentino por antonomasia. Igual que al resto de la multitud allí reunida.

El viento ondeó las faldas de seda y los presentes tuvieron que sujetarse el pelo y los sombreros con las manos. Durante unos segundos, Rocco desapareció tras un promontorio, mientras la gente contenía la respiración. Pero enseguida apareció de nuevo. Estaba impresionantemente guapo. Y a Frankie le latía el corazón con la misma fuerza… después de tantos años.

La cámara captó su rostro, que al instante apareció en las pantallas gigantes que rodeaban el campo de polo. Seguía teniendo la misma cicatriz sobre la ceja y la nariz rota. Su hermano Dante se acercó a él y posó una mano en su hombro. Dante era tan rubio como Rocco moreno, parecían príncipes gemelos de la luz y la oscuridad.

Era impresionante. Tal y como decían en la prensa. Pero Rocco era todavía más imponente en carne y hueso. Las sonrisas embriagadoras y llenas de familiaridad de los dos hermanos, la emoción del partido, la excitación de la multitud.

Frankie se preguntó cómo iba a poder superar las cuatro horas que tenía por delante. La fiesta de después, la empalagosa manada de aduladores… Todo el mundo estaba pendiente del hombre que la había mirado a los ojos, la había besado en la boca y le había roto el corazón.

Podía hacerlo, se dijo a sí misma. Era fácil. ¿Qué problema había en ver un partido de polo, tomarse un poco de ponche y no meterse en líos?

Colocándose unas gafas de sol demasiado grandes, tomó asiento y se cruzó las piernas temblorosas. Tal vez no debería haber ido. Al fin y al cabo, hacía tiempo que había dejado de ser una forofa del polo.

Era cierto que había pasado la mayor parte de su infancia en una cuadra. Y, a los dieciséis años, su sueño había sido ser jugadora de polo. Pero había sido una ingenua. Había sido una tonta cuando había pensado que su padre había estado bromeando al decirle que lo más a lo que había podido aspirar había sido a secretaria de un hombre rico o, mejor aún, esposa de un hombre rico. Y había sido más tonta todavía por haberse lanzado a los brazos del hombre más arrebatador que conocía. Casi le había rogado que la llevara a la cama. Bueno… la verdad era que eso no era exacto del todo.

Habían pasado diez años desde entonces. Y todavía seguían temblándole las manos y se le aceleraba el corazón al verlo.

Extendió los dedos, forzándose a controlar el temblor, y posó los ojos en el anillo de plata que llevaba, con la palabra «Ipanema» escrita en su superficie. Había sido un regalo para su catorce cumpleaños y no se lo había quitado desde entonces. Mientras lo acariciaba, se dijo que todavía echaba de menos a ese poni. Y seguía odiando al hombre que se lo había arrebatado.

Al menos, los hijos de Ipanema estaban bien. Los dos eran parte del equipo de Rocco Hermida. Eran los favoritos del jugador, como él siempre repetía a la prensa. Y se rumoreaba que los estaba utilizando en su innovador programa de genética. Dos ponis que estaban a punto de llevarlo a la victoria una vez más en aquel partido benéfico de polo. Al menos, eso era lo que todo el mundo pensaba. Nadie dudaba de que el niño mimado de Argentina vencería al equipo de Palm Beach. Además, con su hermano a su lado, el público tenía garantizado un espectáculo protagonizado por los dos hombres más guapos y varoniles de todo América del Sur.

Pero a Frankie Ryan no se le caía la baba. Nada de eso.

Meneó la cabeza al posar los ojos en las miríadas de admiradoras que abarrotaban el campo.

El hecho de que Rocco Hermida estuviera allí era por completo irrelevante, trató de convencerse a sí misma.

Lo más probable era que él ni siquiera la recordara.

Y eso era lo que más la enervaba. Frankie se había muerto de vergüenza y, luego, de rabia cuando se había enterado de que Rocco había comprado a Ipanema después de que hubiera aparecido en su vida como una estrella fugaz, dejando una estela imborrable a su paso. Le había arrebatado su orgullo y su alegría. Pero ella había aprendido una lección. Jamás volvería a dejarse engatusar por nadie.

Frankie tenía una razón muy legítima para estar allí ese día. Y no tenía nada que ver con Rocco Hermida. Igual tenía aspecto de turista, pero estaba haciendo su trabajo. Había conseguido un puesto como directora de desarrollo de producto en Evaña Cosmetics, aunque le había costado años de trabajar como becaria y sin cobrar.

Pero había merecido la pena. Le gustaba tener que viajar a la República Dominicana o a Argentina en busca de la plantación perfecta de aloe vera. Y había cosas peores que hacer una parada de una noche en Buenos Aires para ver un partido de polo e irse después a pasar el fin de semana con su amiga Esme en Punta del Este, en la playa.

Era un plan maravilloso.

Se pidió otra copa. ¿Por qué no? Podía empezar a trabajar en su presentación al día siguiente. Mientras, no había razón para no disfrutar del tiempo libre. Incluso, podía sentarle bien relajarse un poco antes de continuar con sus viajes. Todavía tendría tiempo de sobra para darle los últimos retoques a su informe en el largo viaje de vuelta a casa, antes de tener que presentarlo ante la junta de accionistas.

Era un gran paso. Le había costado mucho convencer a los jefes de que hicieran un acto de fe y miraran más allá del propio huerto de ingredientes orgánicos, para apostar por un punto de venta que sería realmente único. Así que, si podía recargar las pilas disfrutando de su día de turista, lo último que quería era echarlo a perder pensando en el maldito Rocco Hermida.

Con aire distraído, comenzó a echar un vistazo a la colorida mezcla de exóticos porteños y glamurosos extranjeros. A un lado del enorme campo, vio las carpas blancas de la zona VIP. Esme estaría en una de ellas, actuando como anfitriona, sonriendo y posando para las fotos. Como esposa del capitán del equipo de Palm Beach, era parte del espectáculo. Frankie no podía imaginarse nada peor.

Un anuncio resonó en los altavoces de todo el campo. Un primer plano volvió a llenar las pantallas. Allí estaba de nuevo, frunciendo el ceño, con el pelo peinado hacia atrás, a excepción de ese mechón que siempre le caía sobre la frente. Llevaba los colores de su equipo, rojo y negro, con botas y protectores blancos. Mientras la cámara hacía un zoom para sacarlo de cuerpo entero, Frankie no pudo evitar fijarse en sus muslos. Se veían fuertes y musculosos. Ella los conocía bien. Se acordaba. Los había besado.

Durante un momento, se quedó embobada, perdida en sus recuerdos. Había sido su primer beso, su primer amor, la primera vez que se le había roto el corazón. Refunfuñando, apartó los ojos de la pantalla. Mientras, el locutor ensalzaba los éxitos del héroe del día.

El primer chukka, nombre que recibían los distintos tiempos del partido, estaba a punto de comenzar. El aire estaba electrizado por la excitación. Frankie se sentó, dispuesta a animar al equipo de Palm Beach. Aunque dos de sus ponis estaban en el equipo argentino. Y la imagen gigante de Rocco Hermida en las pantallas era capaz de dejar sin respiración a cualquier chica del mundo.

Pero ella no le debía nada.

Cada chukka era más dramático y emocionante que el anterior.

Rocco galopaba como el viento y se giraba como un rayo. La cámara recogía su expresión de concentración y, cada vez que marcaba, algo que hizo unas diez veces, regalaba a la excitada multitud la fugaz visión de sus blancos dientes en una rápida sonrisa.

Por supuesto, también estaba Dante. Volaba de un lado del campo a otro y sus movimientos eran majestuosamente hipnóticos.

Ganaron. Por supuesto. Mientras el público se volvía loco en vítores y aplausos, Frankie se dispuso a abandonar las gradas. Con la cabeza gacha y expresión impasible, se dirigió hacia el lugar donde se guardaban los ponis. Esa era la verdadera razón por la que había ido.

Los mozos estaban refrescando a los animales con mangueras. Las gotas de agua se mezclaban con el polvo del ambiente. Le encantaba contemplar momentos así. No se había dado cuenta de lo mucho que había echado de menos estar cerca de sus adorados caballos.

Todo el mundo parecía atareado, animadas conversaciones llenaban el aire, el ambiente era jovial y distendido. El equipo de Palm Beach había aceptado bien la derrota y, sin duda, Esme estaría satisfecha con el partido. Pero, por supuesto, el rey del día era Rocco Hermida. Y Dante. Como había sido de esperar.

En cuanto pudiera localizar a los dos ponis que había ido a ver, Frankie se iría de allí. Se daría un baño en la pequeña bañera esmaltada de su habitación de hotel y usaría algunos de los regalos que le habían hecho en su última visita a una plantación. Un poco de aceite esencial para relajarse y una infusión de hierbas para dormir. Veinticuatro horas después, estaría lista para irse. Incluso si se iba de fiesta esa noche, algo que Esme quería que hiciera, le sentaría bien un tratamiento relajante.

Nadie le prestaba atención. Era lo más normal, pensó Frankie. Era una mujer delgada y de baja estatura, acostumbrada a pasar desapercibida. Nada que ver con las típicas admiradoras de los jugadores, que tenían todas los dientes perfectos, igual que los ponis, piernas largas y cuerpos impresionantes. De pequeña, ella siempre se había comportado como un niño. Había corrido con sus hermanos, había montado a caballo y había disfrutado de la vida salvaje en los alrededores de su granja. Hasta el día en que había ido al establo a buscar a sus hermanos y se había topado de golpe con Rocco Hermida.

Nunca olvidaría ese momento.

Al dar la vuelta a una esquina, lo había visto, radiante como el sol al mediodía en las sombras del camino embarrado. Él se había quedado parado, mirándola. Ella se había quedado clavada al sitio. Nunca había visto a una persona tan imponente, tan atractiva. Rocco se había tomado su tiempo en mirarla de arriba abajo. Luego, había vuelto su atención hacia Mark y Danny y se había ido dando un paseo con ellos, haciéndoles preguntas con su marcado acento inglés. Ella se había quedado paralizada. Su vida había cambiado sin avisar en aquel mismo instante.

Años después, Rocco poseía una excelente crianza de ponis de primera clase, un programa de mejora genética y un montón de negocios más. Pero el polo era su pasión. Todo el mundo lo sabía.

Mientras caminaba, Frankie se acercó a un tráiler gigante con el rótulo Hermanos Hermida, aparcado en la parte trasera del estadio.

Era un espléndido establo portátil y estaba inmaculado. Los ponis que guardaba estaban limpios y relucientes, descansando en sus cuadras. Eran animales orgullosos, muy bien cuidados. Frankie se paseó entre ellos, inspirando su aroma a victoria. ¿Dónde estaban sus chicas? Estaba ansiosa por verlas. Sabía que reconocería a la progenie de Ipanema sin lugar a dudas. Sus descendientes, criadas por Rocco, eran la viva imagen de su querida poni.

–¿Qué estás haciendo aquí?

Frankie se quedó paralizada al escuchar aquella voz a sus espaldas. El estómago le dio un vuelco.

–¿Me has oído? ¿Qué estás haciendo?

Ella respiró hondo, tratando de mantener la calma.

–Solo quería echar un vistazo.

–Date la vuelta.

Ella no podía… no quería hacerlo.

–He dicho que te vuelvas.

Una corriente eléctrica atravesaba el cuerpo de Frankie. La voz que llevaba años sin escuchar le resultaba demasiado familiar. Como si justo hubiera mencionado aquellas palabras inolvidables… «Eres demasiado joven. ¡Fuera de aquí!».

Un poni meneó la cabeza y la miró con sus enormes ojos castaños. A ella se le aceleró el corazón en el pecho. Le temblaban las rodillas. Pero, de alguna parte, sacó fuerzas. Ya no era una niña, sino una mujer hecha y derecha. No volvería a dejarse humillar.

Se giró. Lo miró a la cara. Levantó la barbilla.

Rocco la observó fijamente. Dio un paso hacia ella. Ella dio un paso hacia atrás.

–Sabía que eras tú.

Frankie se forzó a no dejar de mirarlo a los ojos, mientras el suave y viril sonido de su voz reverberaba en sus oídos.

Todavía estaba vestido con las ropas del partido. Tenía el rostro sonrojado por el ejercicio y el calor, el pelo revuelto. Era la viva imagen de la vitalidad. Frankie apenas pudo encontrar fuerzas para continuar mirándolo, pero estaba decidida a no dejarse intimidar.

–He venido a ver a las hijas de Ipanema.

Sus palabras sonaron forzadas. Otro poni pateó en el suelo y removió la cabeza.

–Has venido a verme a mí.

Ella abrió los ojos como platos, dejando escapar una carcajada de desprecio.

–¿Bromeas?

Rocco dio un paso atrás y la contempló con la cabeza ladeada, como si ella fuera un espécimen en venta en el mercado de ganado y estuviera tentado de comprarla.

Luego, arqueó una ceja. Meneó la cabeza.

–No.

Era un hombre arrogante. Insoportable.

–Mira, piensa lo que quieras. Siento no haber pedido permiso para venir a ver tu partido benéfico… ¿pero de veras crees que he venido a verte? Cuando tenía dieciséis años, tuve más que suficiente contigo.

Un atisbo de algo peligroso, travieso y excitante atravesó los ojos de Rocco. De un paso, se colocó justo delante de ella. Posó la mano en su hombro, incendiándolo al instante. El cuerpo de Frankie se derritió, ansió lanzarse a sus brazos.

–No tuviste suficiente… nada de eso –repuso él y sonrió–. Pero querías.

Al sentir clavados en ella sus ojos negros como el carbón, tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le abriera la boca. Si lo hacía, sabía que gemiría sin remedio. Lo único que pudo hacer fue sostenerle la mirada.

Entonces, Rocco deslizó la mano desde el hombro hasta su cuello.

–Frankie… Pequeña Frankie.

Y la sujetó de la nuca.

Frankie apartó la cara.

–¿Qué? –fue todo lo que acertó a decir ella.

–Ya eres una mujer.

Rocco se acercó todavía un poco más. Ella fijó la vista en el logo de su camiseta. Dos pelotas, dos palos, dos letras H. Percibió los músculos firmes bajo su camisa, sus fuertes pectorales, la sombra de vello asomando por encima del botón superior. Vio su piel color caramelo y su cuello ancho y musculoso, la sombra de barba en el mentón, los labios jugosos color vino. Contempló su nariz rota, sus ojos oscuros intensos, sus cejas arqueadas con gesto interrogativo. Y absorbió su aroma. A puro hombre.

Él había colocado la mano sobre su cabeza. Parecía como si fuera una especie de sacerdote desempeñando un extraño ritual de curación.

Pero ella no necesitaba nada de eso.

–Sí. Ya soy mayorcita. Y me voy –le espetó ella y se apartó–. Déjame pasar. Quiero irme.

Sin embargo, Rocco la sujetó. La recorrió con la mirada con atención, fijándose en cada detalle de su rostro. Luego, meneó la cabeza.

–Espera un momento. ¿Dónde te alojas?

Frankie titubeó. Se lo imaginó de pronto en su pequeña habitación de hotel, llenando el espacio con su imponente presencia. Era una imagen demasiado caliente como para poder soportarla.

–Eso no importa. Me quedaré solo un par de días.

Rocco no parecía tener prisa en moverse. Ella apartó la vista, miró a su alrededor y al vaso vacío que seguía sosteniendo en la mano. Podía hacer cualquier cosa menos mirarlo a él.

–Creo que deberías quedarte un poco más. Para ponernos al día.

Diez años atrás, Frankie había soñado con ese momento. Había soñado y fantaseado con él como una tonta. Pero, en ese momento, preferiría morir antes que darle la satisfacción de demostrarle el más mínimo interés.

–¿Ponernos al día en qué? No tengo intención de retomar nuestra historia del pasado.

–¿Acaso llamas historia a lo que pasó en tu pequeña cama en la granja?

Sus palabras sonaban dulces y ácidas al mismo tiempo.

–No tienes ni idea, querida, de lo mucho que me hubiera gustado llevar las cosas más lejos contigo ese día.

Rocco le agarró un mechón de pelo. Ella se estremeció, no de dolor, sino de excitación.

–Mucho más lejos…

Cuando él le recorrió el rostro con ojos de deseo, a Frankie le temblaron las piernas.

–No tienes ninguna oportunidad –le espetó ella.

Él sonrió. Solo un instante. Luego, apretó los labios. Meneó la cabeza.

Frankie ya no podía más. Posó las manos en el pecho de él y empujó. Era sólido como una roca… no tenía esperanza. Rocco rio, pero se apartó a un lado.

–Tus caballos están descansando –informó él, cambiando de tono–. Han jugado bien. Están en aquella zona de cuadras. Tómate tu tiempo para verlos.

Frankie pasó de largo delante de él, desesperada por escapar. Sin embargo, dos pasos más allá, se detuvo. Tragó saliva y miró hacia atrás.

–Gracias.

–El placer es mío, Frankie –susurró él–. Y me propongo repetirlo.

Dicho aquello, Rocco se fue. Ella respiró, bajo la atenta mirada de los caballos. Seguro que los animales la entendían y sabían lo difícil que era compartir el aire con una persona que parecía ser la estrella de su propio sistema solar.

Encontró sus ponis. Sus nombres irlandeses estaban pintados en sus cuadras, Roisin y Orla. Tenían el mismo porte magnífico que su madre. Ella no podía sino alabar el trabajo que Rocco había hecho con los caballos. El mimo y el cuidado que le ponía al ganado era legendario. Además, se enorgullecía de que las descendientes de Ipanema estuvieran en tan buen lugar, en los mejores establos del mundo. Si Ipanema estuviera allí también…

Su hermano Mark estaría feliz. Era un profesional de la genética equina y el linaje que había producido había catapultado su granja a la fama. Ella sabía que seguía en contacto con Rocco y que intercambiaban conocimientos de vez en cuando. Mientras, su padre rezongaba en silencio cada vez que se mencionaba el nombre del jugador de polo. Nunca había podido demostrar sus sospechas, pero tampoco las había olvidado. Y a ella la había castigado enviándola a un convento, para que aprendiera a comportarse.

Frankie llevaba ya cinco años lejos de Irlanda. Lejos de esa vida, trazándose su propio camino. Madrid era su hogar. Evaña era su mundo. Su padre le había cedido el negocio a Mark y los únicos contactos que ella tenía con esas preciosas criaturas se limitaban a los pocos viajes que hacía para visitar a su hermano.

Cuando los besó en el cuello, los ponis menearon la cabeza con satisfacción.

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