Cubierta

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Joan Coderch

LA RELACIÓN PACIENTE-TERAPEUTA

El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica

Prólogo de
Joana M. Tous

Herder

Portada

Dirección de la colección: Víctor Cabré Segura
Consejo Asesor: Junta Directiva de la Fundació Vidal i Barraquer

Diseño de la cubierta: Michel Tofahrn
Maquetación electrónica: Manuel Rodríguez

© 2012, Fundació Vidal i Barraquer
© 2012, Herder Editorial, S. L., Barcelona
© 2012, de la presente edición, Herder Editorial, S. L., Barcelona

ISBN DIGITAL: 978-84-254-3180-7

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Herder

Créditos

Notas

1. Erróneamente suele traducirse al castellano la expresión inglesa bizarre objects que emplea Bion por «objetos bizarros». El vocablo inglés bizarre significa «estrambótico, extravagante, raro», etc. Pero el significado del vocablo castellano «bizarro» es, según el Diccionario de la Real Academia Española, «valiente, esforzado, generoso, espléndido, lúcido», etc. Nada que ver, por tanto, con la idea de Bion acerca de los bizarre objects.

2. The Enlightenment fue un movimiento filosófico, predominantemente inglés, de los siglos xvii y xviii, caracterizado por su creencia en el poder de la razón humana y por sus innovaciones en materia política, religiosa y educativa. El positivismo es un derivado de este movimiento.

3. Maxwell desarrolla las ideas de Faraday y manifiesta que su hipótesis es correcta cuando afirma que las variaciones del campo magnético inducen un campo eléctrico, y las del flujo del campo eléctrico inducen un campo magnético.

4. Al decir «externamente observables» me refiero tanto a las modificaciones de carácter, comportamiento, tipo de adaptación social, familiar y laboral, desaparición de síntomas, etc., que pueden detectar aquellas personas que conviven con el paciente, como a las pautas de relación con el analista que éste puede advertir de una manera evidente, tales como llegar tarde o temprano a la sesión, callar o asociar, mostrarse cortés, amable y agradecido, u hostil, agresivo, despreciativo, etc. Es decir, me refiero a todo aquello que el analista puede observar al margen de la captación del mundo interno del paciente, que sólo es posible a través del análisis y la comprensión de la transferencia. Una actitud de interés y de colaboración con el analista por parte del paciente, por ejemplo, que sustituya una anterior actitud quejosa y despectiva, puede ser simplemente una consecuencia del aprendizaje o de la identificación con el modelo que ofrece el analista, o un esfuerzo consciente de adaptación a aquello que piensa que se espera de él y que significa ser «buen paciente», sin que se haya producido ningún cambio psíquico en el sentido fuerte del término.

5. Siguiendo las ideas de Frosch (1988), por una parte, y las de Bion (1956, 1957) acerca de la parte psicótica de la personalidad, por otra, hablo de carácter psicótico en relación con el constituido predominantemente por rasgos que revelan la irrupción del pensamiento psicótico en las formas habituales del pensamiento, ansiedades, defensas y estilo de relación de algunos pacientes, pese a que no existan alucinaciones y delirios. Creo que el carácter psicótico es, para las psicosis, el equivalente al carácter obsesivo, histérico o fóbico para las neurosis. Aunque frecuentemente se confunde con el concepto del llamado síndrome fronterizo, a mi juicio, el concepto de carácter psicótico es más estricto y más cercano al cuadro clínico de las psicosis.

Índice

Prólogo, Joana M. Tous

Introducción

Capítulo I

Las repercusiones de la cultura contemporánea en el pensamiento psicoanalítico

1. Los cambios culturales y la relación paciente-analista

2. Elementos que inciden en la modificación y evolución de las teorías psicoanalíticas

2.1. Causas externas y causas internas

2.2. Concepto general de la posmodernidad

2.3. La posmodernidad como una modernidad sin falsas ilusiones

2.4. El pensamiento posmoderno en el psicoanálisis

2.5. Otros comentarios en torno a la orientación posmoderna en psicoanálisis

3. El psicoanálisis y las corrientes filosóficas contemporáneas

3.1. Perspectiva general

3.2. Los «juegos de lenguaje» de Ludwig Wittgenstein

3.3. La teoría de la verdad como correspondencia y la teoría de la verdad como coherencia

4. Las transformaciones de las teorías psicoanalíticas

4.1. Perspectiva general

4.2. Cambios en la intelección de la transferencia

4.3. La repercusión de los estudios acerca de la relación niños-padres

4.4. Modificaciones en las metas de la terapéutica psicoanalítica

Capítulo II

El objetivo de la relación paciente-terapeuta: el cambio psíquico

1. Introducción al problema del cambio

2. El concepto de estructura

3. Dificultades que plantea la noción de cambio psíquico

4. Las modificaciones estructurales

Capítulo III

La relación paciente-analista como unidad básica de investigación

1. La teoría relacional

1.1. Antecedentes históricos

1.2. Matices fundamentales del psicoanálisis relacional

1.3. Modificaciones conceptuales desde la perspectiva del psicoanálisis relacional

2. Interacción

2.1. La interacción como hecho psíquico fundamental en la relación analítica

2.2. La teoría interaccional del psicoanálisis

3. De la psicología de una persona a la psicología de dos personas

3.1. Antecedentes y circunstancias condicionantes

3.2. El impacto de la personalidad del analista

3.3. La dialéctica psicología de una persona/psicología de dos personas

Capítulo IV

La empatía en el diálogo psicoanalítico

1. Concepto general de empatía

2. La perspectiva empática: escuchar desde la mente del paciente

3. Las distintas posiciones desde donde el analista escucha

4. La mutua empatía

5. Empatía, simpatía e intersubjetividad

6. El problema de la neutralidad

Capítulo V

La intersubjetividad en la relación paciente-analista

1. El nacimiento de la perspectiva intersubjetiva en el pensamiento psicoanalítico

2. Interacción e intersubjetividad

3. La vivencia intersubjetiva como condición básica para la experiencia de la propia subjetividad

4. La existencia de estructuras profundas innatas

4.1. Las estructuras profundas y la matriz relacional

4.2. La interacción madre-bebé

5. La comunicación intersubjetiva y el pensamiento kleiniano

6. La dialéctica reconocimiento versus destrucción del otro

7. El objetivo del psicoanálisis desde la perspectiva de la intersubjetividad

Capítulo VI

Diálogo y comunicación en el proceso psicoanalítico

1. Interés de la filosofía del lenguaje para el psicoanálisis

1.1. El lenguaje como comunicación y acción

1.2. La doble estructura de los actos de habla

2. La búsqueda de acuerdo y consenso en el diálogo analítico

2.1. Un diálogo en el que siempre existe la posibilidad de que el otro tenga razón

2.2. La mutualidad en la relación analítica

2.3. Mutualidad de regulación y mutualidad de reconocimiento

3. La negociación en el diálogo analítico

3.1. La negociación del nivel de relación

3.2. La negociación de la regla de abstinencia

3.3. La negociación de objetivos y metas

Bibliografía

Capítulo VI

Diálogo y comunicación en el proceso psicoanalítico

1. Interés de la filosofía del lenguaje para el psicoanálisis

1.1. El lenguaje como comunicación y acción

Como he puesto de relieve en la introducción, psicoanalistas y psicoterapeutas nos servimos del lenguaje para nuestra tarea profesional. Sin embargo, en general y salvo excepciones, se le ha prestado muy poca atención, dando por supuesto que sabemos sobradamente cómo servirnos de él. Y, evidentemente, es así. El mundo está lleno de grandes psicoanalistas que no se han preocupado en absoluto de la lingüística ni de la filosofía del lenguaje. Pero creo que tanto para la teoría como para la práctica, así como para la investigación, es muy provechoso que los analistas conozcamos, en alguna medida, las actuales concepciones de la moderna lingüística, la filosofía del lenguaje y la teoría de la comunicación. Un buen ejemplo de esto que acabo de decir lo tenemos en el excelente libro de Amati-Mehler, Argentieri y Canestri The Babel of the Uncounscious (1993), en el cual, a partir de los problemas que presenta el multilingüismo en la clínica psicoanalítica, se estudian diversos aspectos del papel que desempeña el lenguaje en el proceso psicoanalítico.

Los psicoanalistas nos hemos acostumbrado a considerar el lenguaje con el que hablamos a nuestros pacientes como si fuera enteramente descriptivo y explicativo, preocupándonos casi únicamente por los problemas relativos a la verdad o falsedad de nuestras interpretaciones y por si las hemos ofrecido en el momento oportuno, con algunas escasas y vagas referencias al tono de la voz con que se han formulado. Tampoco el lenguaje con el que el paciente nos comunica sus fantasías, emociones, etc., se ha estudiado con el debido detenimiento. No pretendo tratar estos temas con toda la profundidad que merecen, pero pienso que algunas nociones básicas pueden ayudar a comprender mejor los diversos matices de la relación paciente-analista.

 

Ante todo, creo que es menester distinguir entre dos usos del lenguaje. Uno es el que podemos denominar estratégico, y el otro el comunicativo (A. Marquès, 1996). El estratégico es, sin duda alguna, el más empleado por los humanos. En él, el hablante utiliza el lenguaje para conseguir determinados propósitos que son de su interés. El lenguaje publicitario y el lenguaje de los políticos constituyen el más acabado ejemplo de este tipo de lenguaje. De lo que se trata en él es de convencer, persuadir, sugestionar, atemorizar o seducir, etc., en definitiva, lograr que el oyente acepte los puntos de vista del hablante y actúe de acuerdo con ellos, al servicio de sus intereses. La búsqueda de la verdad (aunque me refiero a la verdad aproximada y parcial que, como he expuesto en el primer capítulo, es la que somos capaces de conocer) no se tiene en cuenta para nada. Es bien patente que todos los humanos recurrimos a este tipo de lenguaje en múltiples ocasiones. Como es de justicia, no podemos olvidar que, a veces, este lenguaje se puede emplear en interés del oyente, como es el caso de las terapéuticas de aconsejamiento, directivas, de apoyo, etc. Pero no es esto lo que hemos de entender por verdadero diálogo comunicativo y, por tanto, no es el caso del psicoanálisis y de la psicoterapia psicoanalítica, ya que estas terapéuticas se basan, estrictamente, en la comunicación entre paciente y terapeuta.

El lenguaje comunicativo, fundado en el diálogo, se halla orientado hacia el mutuo entendimiento. Sólo cuando los interlocutores intentan lograr este objetivo podemos hablar de diálogo comunicativo. Más adelante volveré a ocuparme de esta clase de diálogo que, para mí, ha de ser la esencia del diálogo psicoanalítico.

Por mi parte, añado al estratégico y al comunicativo un tercer uso del lenguaje al que denomino desinformativo. En este uso se ofrece, deliberadamente, una información falsa para oscurecer la verdad y dificultar su búsqueda. Se trata, por tanto, de un uso esencialmente perverso y maligno, desafortunadamente muy habitual en el lenguaje político (gobernantes, partidos políticos, medios de información, etc.) y, a veces, también en el publicitario. En el psicoanálisis podemos encontrar este uso del lenguaje en la llamada «perversión de la transferencia», en la que el paciente intenta, inconscientemente, perturbar el funcionamiento mental del analista para ocultar mejor su propia realidad interior. En estos casos, el analista debe interpretar la perversión de la transferencia como única forma de que el proceso pueda avanzar. Yo creo que si se percibe la presencia de una desinformación consciente y voluntaria el tratamiento debe interrumpirse puesto que, en estas condiciones, el paciente no es analizable.

Tal como expone Marquès (1996), Bülher estableció la doctrina de las tres funciones fundamentales del lenguaje: a) la función representativa, en la cual los signos del lenguaje actúan como símbolos y representan cosas o estados de cosas; b) la función expresiva, en la cual los signos actúan como síntomas y señalan la interioridad del hablante; y c) la función apelativa, en la cual los signos actúan como estímulos dirigidos a provocar una respuesta o reacción en el oyente. Mi opinión es que, en general, los analistas hemos estado razonablemente atentos a estas tres funciones del lenguaje en la comunicación del paciente, pero que, en cambio, hasta que han cobrado mayor fuerza los modelos derivados de la teoría relacional, hemos pensado que en nuestras intervenciones contaba únicamente la primera función, que es una función descriptiva.

Popper (1972), discípulo de Bülher, distingue entre dos funciones elevadas del lenguaje humano, la función descriptiva y la función argumentadora, y dos funciones inferiores, la autoexpresión y la señalización. Dice Popper: «Los lenguajes humanos comparten con los lenguajes animales las dos funciones lingüísticas inferiores [...] La función autoexpresiva o sintomática del lenguaje es obvia: todo lenguaje animal es síntoma del estado de un organismo. La función señalizadora o desencadenadora es igualmente obvia: no decimos que un síntoma es lingüístico a menos que supongamos que puede desencadenar una respuesta en otro organismo [...] Con la función descriptiva del lenguaje humano emerge la idea reguladora de verdad, es decir, la idea de una descripción que encaje con los hechos [...] La función argumentadora del lenguaje humano presupone la función descriptiva: los argumentos versan fundamentalmente sobre descripciones desde el punto de vista de las ideas reguladoras de verdad, contenido y verosimilitud» (K. Popper, trad. cast.: 1988, págs. 117-118). A partir de aquí, Popper continúa desarrollando sus aportaciones, que yo valoro extraordinariamente, a la epistemología, a la posibilidad de la crítica y a su teoría del Tercer Mundo, sin dejar lugar a dudas de que para él «expresión» y «comunicación» son funciones inferiores a las que no es necesario prestar mucha atención, opinión ésta que de ninguna manera comparto pese a la estima que me merecen, en general, las ideas de Popper. De acuerdo con la línea trazada por Popper, toda la filosofía del lenguaje quedaba reducida a una semántica referencial orientada a la representación de la realidad de las cosas, con lo cual la subjetividad y la intersubjetividad dejaban de tener interés.

Pues bien, parece que, sin necesidad de hacer referencia a Popper, los analistas hemos sido siempre popperianos en lo que concierne a nuestro propio lenguaje y, en el mismo sentido en que he citado la clasificación lingüística de Bülher, hemos valorado nuestras intervenciones únicamente de acuerdo con su carácter descriptivo y argumentador. Lástima que no hayamos sido suficientemente popperianos para haber leído a Popper con detenimiento, y así nos habríamos enterado de que ya en su libro La lógica de la investigación científica (1959), Popper había «asesinado», según sus propios términos, al neopositivismo lógico del Círculo de Viena. Ya he mencionado en el primer capítulo que Popper no cree que se pueda verificar la existencia de leyes universales por una suma de observaciones, por grande que ésta sea, ya que siempre permanecerá finita. Una hipótesis o teoría no puede ser jamás verificada o autentificada, sino únicamente ser falsada, es decir, refutada, o no serlo. Atender a ello nos hubiera ahorrado considerar la sesión analítica como un experimento científico que nos llevaría, siempre que la practicáramos con una metodología rigurosa e inmutable y revestidos del papel distante y reservado de un científico que observa algo exterior a él, a descubrir leyes universales del funcionamiento mental. Durante décadas, los psicoanalistas hemos continuado soñando, siguiendo en esto a Freud, con el ideal de conseguir para el psicoanálisis el estatus de ciencia de acuerdo con los moldes, objetivos y metas prefijados por el neopositivismo lógico, sin percatarnos de que hace ya tiempo que los verdaderos científicos de las ciencias «duras» los han abandonado. Yo creo que este espíritu de «experimento científico» ha repercutido hondamente, y no de manera favorable precisamente, en las relaciones paciente-analista. Ahora, muchos de nosotros comenzamos a pensar que si descuidamos la función autoexpresiva y señalizadora de nuestro lenguaje, no nos es posible captar toda la riqueza de la relación con nuestros pacientes, ni la intensidad de la interacción continuada entre ellos y nosotros.

Con lo dicho hasta el momento queda claro que, en un primer momento, la filosofía del lenguaje —y, coincidentemente, también la actitud de los analistas— se centró en la semántica referencial, dirigida a la función representativa de las proposiciones —en nuestro caso, de las interpretaciones que formula el analista—, mientras que los aspectos expresivos y apelativos del lenguaje quedaron reducidos a una simple pragmática que no era digna de tenerse en cuenta desde el punto de vista «científico». Creo que no es aventurado decir que encontramos aquí un ajustado paralelismo entre la filosofía del lenguaje tradicional y el pensamiento psicoanalítico clásico, aun cuando sean dos disciplinas que se han evitado mutuamente.

Pero la filosofía del lenguaje comenzó a cambiar a partir de los trabajos de Austin (1962), desarrollados posteriormente por Apel (1976, 1991), Habermas (1989) y Searle (1994), en los cuales se pone de relieve la existencia de expresiones y frases que Apel llamó ejecutivas o performativas. Por su claridad y síntesis expositiva transcribo un párrafo sobre esta cuestión del trabajo de Marquès, Coneixement i decisió. Els fonaments del racionalisme crític: «Austin parte del hecho de que existen enunciaciones (utterances) de las cuales no podemos decir que sean verdaderas o falsas sino, más bien, exitosas o fracasadas (por ejemplo: “María, yo te tomo por esposa…”; “Apuesto mil duros a que…”; “Bautizo este buque con el nombre de…”; “Lego mi reloj a…”). Estas enunciaciones son “enunciaciones performativas” o simplemente “performativas”, a fin de indicar que con ellas realizamos una acción (por ejemplo: una boda, un bautizo, un legado, una apuesta) y no describimos ni constatamos nada, ni tan sólo un acto interno. Austin denomina la acción aquí realizada “acto ilocucionario”. Bien distintas son las “enunciaciones constatativas” o simplemente “constatativas”, las cuales pueden caracterizarse o bien como verdaderas o bien como falsas. Mientras que en las “enunciaciones performativas” cumplimos acciones sociales, en las “constatativas” hacemos statements de carácter teórico-representativo o, cosa equivalente, realizamos actos locucionarios» (A. Marquès, 1996, págs. 189-190; la traducción es mía).

Vemos, pues, de acuerdo con la exposición de Marquès, que en un principio Austin nos presenta una dicotomía. Hay enunciaciones afirmativas o constatativas, con las que realizamos actos locucionarios, semántico-referenciales, y enunciaciones performativas, con las que realizamos actos ilocucionarios, comunicativo-pragmáticos, que expresan intenciones subjetivas del hablante. Las primeras, que se dirigen a la representación de estados de cosas, pueden ser verdaderas o falsas. Para las segundas, con las cuales hacemos algo (prometemos, afirmamos, sugerimos, argumentamos, persuadimos, advertimos, avisamos, impugnamos, etc.), Austin habla de «fuerza», que condiciona su éxito o su fracaso. Es decir, pueden ser oportunas o inoportunas, adecuadas o inadecuadas, etc., juicio éste, por cierto, al que estamos muy acostumbrados los psicoanalistas con relación a nuestras intervenciones. Ahora bien, el examen detenido de tales enunciaciones constatativas ha llevado a diversos autores, como el propio Austin, Apel, Habermas, Marquès, Searle, etc., a poner en duda la realidad de tal dicotomía, ya que también en ellas realizamos un acto, como prometer, sugerir, advertir, señalar, etc. Así, por ejemplo, si le digo a un paciente: «Parece que en este momento usted se siente enojado conmigo», no me limito a constatar un estado de cosas, sino que advierto, aviso, hago saber, pongo de relieve, etc., algo acerca de los sentimientos del paciente. Es decir, realizo una acción.

1.2. La doble estructura de los actos de habla

Lo dicho en el apartado precedente ha llevado a la conclusión de que todos los actos de habla tienen una doble estructura (J. Searle, 1994), puesto que en ellos hay un elemento proposicional-constatativo, de carácter teórico representativo, y un elemento performativo. Si el elemento proposicional, como he dicho, designa un estado de cosas, el elemento performativo manifiesta las intenciones del sujeto que habla, el cual promete, avisa, advierte, etc. En el primero realizamos un acto locucionario y en el segundo, un acto ilocucionario.

Creo que las nociones de la actual filosofía del lenguaje que acabo de exponer son de gran interés para la comprensión y estudio del diálogo terapéutico. Toda enunciación es una acción, es decir, a la vez un acto locucionario y un acto ilocucionario. A causa de ello, el acto ilocucionario informa acerca de la subjetividad del hablante a través del elemento performativo, que nos transmite algo acerca de sus intenciones y de su situación. Es decir, el lenguaje es siempre virtualmente reflexivo, en el sentido de que refleja al hablante, se refiere a él, no únicamente a lo que éste notifica. Tener esto en cuenta me parece de suma importancia para ver claro lo que realmente está ocurriendo en el diálogo analítico. Cuando el analista interpreta la comunicación del paciente está, al mismo tiempo, hablando de sí mismo.

Pienso que lo que vengo exponiendo en este apartado nos permite entender mejor todo lo que he enunciado en capítulos anteriores acerca de la interacción y la intersubjetividad. Dicho de otra manera, la filosofía del lenguaje apoya y da razón de los conceptos psicoanalíticos que he expuesto en torno a la interacción y la intersubjetividad. Cuando nosotros, los terapeutas, hablamos, no estamos únicamente informando acerca de lo que existe en la mente del paciente, como siempre habíamos creído, sino que estamos ejerciendo una acción dirigida hacia él; acción que, además, le hace saber acerca de nuestra subjetividad y nuestras intenciones, incluyendo aquello de lo que nosotros no somos conscientes. Evidentemente, lo mismo ocurre cuando el paciente nos habla a nosotros.

Pienso que si han pasado muchos años antes de que los psicoanalistas nos apercibiéramos de la continuada interacción paciente-analista ha sido porque, aferrados a los conceptos científicos de la época de Freud, por un lado, y a sus deseos de que el psicoanálisis fuera admitido en el campo de las ciencias naturales, por otro, nos hemos centrado exclusivamente, por lo que se refiere a la comunicación verbal, en el paradigma semántico-referencial-constatativo, es decir, aquello de lo que informamos al paciente, olvidando el paradigma pragmático-comunicativo, que nos pone de relieve el habla como acto y como expresión de la subjetividad del hablante. Pero otros puntos de vista se han ido abriendo paso. En un trabajo con Pere Beà (1998), decíamos: «Toda formulación interpretativa que comunicamos al paciente nace de un acto de relación entre éste y el analista, y comunica no sólo palabras sino aun antes la forma que tiene el analista de relacionarse con él […] Hablar de la interpretación es hablar, pues, de la totalidad de la relación y del proceso analítico. Sabemos que toda intervención del analista es un acto de relación, pero la diferencia estriba en que la interpretación es el único acto de relación que reflexiona sobre sí mismo, y por eso subsume en sí todos los actos de relación que se dan en el proceso analítico» (P. Beà y J. Coderch, 1998, pág. 33). Creo que ahora, a la luz de las someras nociones de lingüística y filosofía del lenguaje que acabo de exponer, esta afirmación acerca de la interpretación como un acto de relación adquiere más verosimilitud.

Pero todavía hay más. Recordemos las ideas de Wittgenstein acerca de los «juegos de lenguaje» que hemos visto en el primer capítulo. Recordemos algo de lo que dice en el párrafo 23 de Investigaciones filosóficas: «La expresión “juego de lenguaje” debe poner de relieve aquí que hablar un lenguaje forma parte de una actividad o de una forma de vida» (pág. 39). Y en el párrafo 43: «El significado de una palabra es su uso en el lenguaje» (pág. 61). Esto creo que nos lleva a darnos cuenta de que el lenguaje, con su doble estructura, es mucho más que un instrumento para ofrecer información y representar los fenómenos percibidos. Dice Panyella: «El lenguaje no es pues únicamente, como se considera en la postura “moderna”, un transmisor de información y un mecanismo de representación de los fenómenos, sino un creador de significado y de información, un constructor de realidades, es decir, un modificador de la realidad» (M. Panyella, 2000, pág. 63; la traducción es mía). Me parece que no es necesario insistir mucho en subrayar la enorme trascendencia que para los psicoanalistas, que nos valemos del diálogo para nuestras funciones, tiene esta concepción del lenguaje.

2. La búsqueda de acuerdo y consenso en el diálogo analítico

2.1. Un diálogo en el que siempre existe la posibilidad de que el otro tenga razón

Debo advertir que en este apartado, al hablar del diálogo analítico me ceñiré exclusivamente a este diálogo tal como yo entiendo que debe ser o, dicho de otro modo, al diálogo que hemos de aspirar a establecer, aunque es evidente que no siempre podremos conseguirlo. Quiero aclarar, sin embargo, que me parece evidente que el estilo de diálogo que yo planteo no es el predominante, ni mucho menos, en la realidad del diálogo psicoanalítico en el momento actual. Por otra parte, con la exposición de mis puntos de vista no me propongo desautorizar o negar validez a otras formas de concebir la relación analítica.

Tal vez con el enunciado de este apartado he descubierto de golpe mis ideas al proclamar que, para mí, siguiendo en esto la estela del pensamiento de Gadamer, el espíritu del diálogo analítico ha de fundamentarse en el deseo de que sea un diálogo en el cual siempre existe la posibilidad de que el otro tenga razón. Creo que podremos entender mejor este espíritu si tenemos en mente el enfoque hermenéutico que Hans-Georg Gadamer nos ofrece en su obra fundamental Verdad y método (1975). Donnel B. Stern (1997) ha realizado un profundo estudio del enfoque hermenéutico de Gadamer en referencia a su aplicación al psicoanálisis. Creo que este enfoque nos permite aportar nuevas perspectivas al diálogo analizado-analista, sin por ello perder la esencia de aquellas que, durante largo tiempo, han constituido el grueso del pensamiento psicoanalítico.

Relata Donnel B. Stern la anécdota del capitán Cook, que explicó que cuando llegaba a las costas de tierras donde nunca había arribado antes ningún navío, los indígenas que le recibían no acertaban a conocer si lo que veían era un objeto grande que estaba lejos o un objeto pequeño que estaba cerca. Dada la carencia de experiencias previas, no eran capaces de interpretar adecuadamente los estímulos que incidían en su retina y captaba su cerebro. Esta anécdota me sirve para subrayar que todo es interpretación, y que nuestro conocimiento de los hechos es la interpretación que de ellos realizamos. Y todo hecho es tributario de diversas interpretaciones. Aun cuando existe la realidad objetiva independientemente de nuestras mentes, nosotros construimos subjetiva y socialmente esta realidad, de acuerdo con nuestra historia personal y el contexto social y cultural en el que nos hallamos. Consecuentemente, no debemos caer en el error de identificar la realidad percibida con la objetividad (M. Panyella, 2000). Por tanto, podemos decir con Derrida que no existen hechos, sólo interpretaciones, y toda interpretación interpreta otra interpretación. Forzando las cosas podríamos decir que los hechos en sí mismos son estúpidos y que somos nosotros quienes los sacamos de esta estupidez ingénita. Naturalmente, no sería correcto hablar de esta forma, puesto que ello presupondría, precisamente, otorgar a los hechos un significado propio y la posibilidad de ser estúpidos o inteligentes. Lo que sí podemos decir es que los hechos son pragmáticos, neutros, vacíos de sentido y que necesitan de nosotros para adquirir este último.

La realidad, tal como nos muestran los avances científicos y técnicos de hoy en día, es de tan considerable riqueza que no es de extrañar que puedan existir diversas interpretaciones de ella. Como ya he dicho anteriormente, los analistas estamos bien acostumbrados a esto, dado que sabemos sobradamente que ante un mismo material clínico distintos analistas ofrecen diferentes interpretaciones. Y creo que es forzoso que sea así, puesto que, lo mismo que cada relación analítica es única e irrepetible, cada analista tiene su historia individual y exclusiva, que incluye sus previas experiencias y conocimientos profesionales, y que le lleva a formular su personal interpretación. Si ante un mismo material diversos analistas llegaran a la misma interpretación, deberíamos sospechar que se han limitado a aplicar una especie de vademécum interpretativo del tipo: «Cuando el paciente comunica A, ha de interpretarse B». Afortunadamente, el psicoanálisis es otra cosa.

Por otra parte, dado que únicamente conocemos la realidad psíquica del paciente a través de la interpretación que de ella realizamos (me refiero a la interpretación previa del «hecho» del paciente que se presenta ante nuestros ojos y nos habla, no a la «interpretación psicoanalítica» que formulamos y le ofrecemos), no existe una posibilidad de comparación entre la interpretación y la supuesta «verdad» del paciente. Para ello, sería necesaria la existencia de una imaginaria tercera persona, omnisciente, que se hallara en posesión de la verdad y desempeñara las funciones de árbitro respecto a nuestra interpretación. La interpretación psicoanalítica es ya una interpretación de la interpretación previa ante el hecho del paciente, y a ella es aplicable, asimismo, la necesidad de una tercera persona omnisciente para estar seguros de su veracidad.

Para entender el enfoque hermenéutico del diálogo analítico, hemos de tener en cuenta lo que Gadamer denomina «prejuicios», a los cuales considera, a la vez, el obstáculo para la comprensión y la fuente de la comprensión (J. Grondin, 1999). Evidentemente, el término prejuicio tiene una connotación negativa que Gadamer no olvida. Gadamer dice, sin embargo: «Un análisis de la historia del concepto muestra que sólo en la Ilustración el concepto de prejuicio adquiere el matiz negativo que ahora tiene. En sí mismo, “prejuicio” quiere decir un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes. En el procedimiento jurisprudencial, un prejuicio es una predecisión jurídica antes de la sentencia definitiva […] Prejuicio no significa pues en modo alguno un juicio falso, sino que está en su concepto el que pueda ser valorado positiva o negativamente» (H.-G. Gadamer, 1975, pág. 337). Pienso que en castellano podemos emplear, con el mismo sentido, preconcepción o presupuesto, términos no cargados con la negativa connotación convencional de prejuicio. Tengamos en cuenta que, desde el punto de vista de la psicología social, a partir de Lewin (1951) se entiende como prejuicio un subconjunto de actitudes. Las actitudes emocionales tienen dos polaridades, una a favor y otra en contra del objeto. La actitud en contra es el prejuicio (P. Notó y M. Panyella, 2000). Yo utilizaré en este texto el término prejuicio en el sentido que le da Gadamer.

Expondré ahora, muy brevemente, el papel de los prejuicios de acuerdo con las ideas de Gadamer. Todos los seres humanos nos acercamos a la comprensión de la realidad según ha sido nuestra historia, es decir, con todas las experiencias y conocimientos acumulados a lo largo de nuestra vida. La suma de todo ello es lo que constituye nuestros prejuicios, según Gadamer. Ellos nos impiden captar la realidad en su totalidad, ya que sólo podemos ver lo que nuestros prejuicios nos permiten ver. Pero cuando podemos percatarnos de la existencia de estos prejuicios, de los presupuestos previos con los que abordamos la realidad, entonces podemos darnos cuenta de la forma en que han organizado nuestra experiencia y, a partir de tal percepción, alcanzar una nueva comprensión y organización de la misma. Para Gadamer, esto sólo es posible mediante el diálogo con el otro. Por lo tanto, no debemos ver los prejuicios como un error, sino como la vieja trama desde la cual podemos diferenciar lo nuevo. Por eso dice Gadamer que en último análisis toda comprensión es autocomprensión.

Para la hermenéutica, el contexto es el conjunto de condiciones históricas, sociales y culturales que existe en una determinada perspectiva. Paciente y analista comparten un contexto externo, sin lo cual no sería posible un diálogo comunicativo. Pero, sobre todo, comparten un contexto interno que les pertenece a ellos exclusivamente: su relación dialogante. Esta relación comporta el esfuerzo de cada uno de ellos para aprehender las razones y argumentos del otro. Gracias a ello, existe un momento en que el paciente o el analista, o ambos a la vez, pueden diferenciar entre un prejuicio propio y la alternativa que ofrece el interlocutor. Éste es el momento que Gadamer denomina «fusión de horizontes». Entender, por tanto, es desligarnos de nuestros prejuicios. Dicho de otro modo, el insight es escapar, gracias al diálogo, de algo que nos mantenía cautivos.

Por lo que estoy diciendo, podemos ver que el desacuerdo previo entre los dos hablantes, entre paciente y terapeuta, es fructífero a través del diálogo comunicativo al que me estoy refiriendo. El desacuerdo, pues, no es un obstáculo sino más bien una oportunidad para que analista y analizado puedan percibir alternativas a sus prejuicios, comprender otra forma de organizar la experiencia y llegar a acuerdos, aun cuando éstos sean parciales. Dice Donnel B. Stern a este respecto: «El acuerdo, sin embargo, no debe ser entendido necesariamente como la victoria de una perspectiva sobre otra, ni tan sólo como la consecución de una síntesis aunque, ciertamente, puede ser alguna de estas dos posibilidades, siempre y cuando ambos interlocutores acepten libremente esta solución. El aspecto esencial del acuerdo es la nueva capacidad, dado el contexto en que se ha formulado la interpretación, de aprehender la verdad en lo que el otro ha de decir» (Donnel B. Stern, 1997, pág. 184; la traducción es mía). Visto de esta manera, yo pienso que el diálogo psicoanalítico ha de ser, verdaderamente, un diálogo con el espíritu del pensamiento gadameriano.

Antes he dicho que paciente y analista llegan a su encuentro con toda su tradición personal, todo lo que resumidamente podemos llamar sus prejuicios. Esto da lugar a que se establezca un tipo de relación en la que ambos quedan prendidos y entrampados, ya que cada uno de ellos percibe al otro de acuerdo con estos prejuicios, tanto conscientes como inconscientes. Esto es lo que se ha llamado el «campo psicoanalítico» (M. Baranger y W. Baranger, 1969; Donnel B. Stern, 1997). Creo que esto es una fase ineludible de la relación analítica, ya que es menester que ambos interlocutores se encuentren aprisionados e inmovilizados en un campo que se ha formado por la conjunción de sus mutuos prejuicios para que puedan percatarse de la situación en la que se hallan y escapar de ella. Si el analista no queda prendido en el campo psicoanalítico, es que se ha mantenido en una posición distante, no participativa y carente de afecto, por más que formule ingeniosas interpretaciones. Sólo cuando ambos se dan cuenta del campo en el que están inmersos, entonces pueden saltar fuera de él para establecer otra relación más novedosa, flexible y beneficiosa para ambos. En cada proceso psicoanalítico el analista ha de percibir su manera de organizar el campo con un determinado paciente, lo cual le permitirá descubrir sus preconcepciones, modificarlas, enriquecerlas y dejar de estar encadenado por ellas. Por eso, con razón decimos que en cada análisis el analista, si «cura» al paciente, también se «cura» a sí mismo.

Vayamos de nuevo a los «juegos de lenguaje». Paciente y analista ponen en marcha un juego de lenguaje. Es como si dijeran: «Ahora vamos a jugar a que uno de nosotros es el analista y el otro el analizado. El analizado dirá todo lo que se le ocurra, sin callarse nada, y el analista interpretará el sentido oculto de lo que haya dicho». Cuando llega la hora de la sesión se inicia el juego, que finaliza cuando el analista avisa que ha terminado el tiempo de la sesión y el paciente, sin más, se marcha a sus quehaceres. Pero lo que quiero indicar es que con ello no se crea únicamente una situación institucionalizada, en la que cada uno de los participantes ha de desempeñar determinado papel de acuerdo con ciertas reglas. Lo que a nosotros, psicoanalistas, nos interesa es que, a partir de aquí, el significado de las palabras que ambos pronuncien, como nos ha enseñado Wittgenstein, no se hallará ligado directamente a su denotación, a lo que dice el diccionario que significan, sino que paulatinamente irán adquiriendo un significado propio del contexto en que se pronuncian, perteneciente al campo bipersonal que se ha creado o, dicho de otra manera, surgido de la psicología de dos personas que emerge de la conjunción de sus psicologías individuales. Esto es así hasta tal punto que yo creo que un observador externo que, sin saber nada de análisis ni del «juego» que se está practicando, contemplara una sesión analítica y escuchara el diálogo de los dos participantes pensaría que ambos están locos. En mi opinión, el nivel de bondad comunicativa del diálogo analítico se halla íntimamente ligado a la expresividad e inteligibilidad del juego de lenguaje desplegado por uno y otro.

Tal vez algo de lo que llevo dicho, y de lo que más adelante diré en este apartado, especialmente la proposición de que la creación de significados y la nueva organización de las experiencias es algo que compete a ambos participantes, puede llevar a la sospecha de que propugno una relación simétrica entre paciente y analista, una crítica que muy frecuentemente se ha dirigido al psicoanálisis relacional. Para mí, la relación es igualitaria, pero no simétrica. Y creo que ahora estamos en condiciones de entender esta afirmación. Para comenzar, el hecho mismo de que el paciente acuda en busca de ayuda y acepte iniciar un tratamiento que el analista está dispuesto a dispensar, convierte la relación en fundamentalmente asimétrica. Uno pide ayuda y el otro esta dispuesto a ofrecerla. Esto es totalmente asimétrico. El papel de cada uno queda, de entrada, claramente definido: se espera que el paciente comunique —sin que, a mi parecer, esto implique imponerlo como una regla— aquello que vive, siente, piensa y experimenta en el curso de la sesión, mientras que el papel del analista es fundamentalmente interpretativo, es decir, ayudar al paciente a articular y buscar sentido y significado a su comunicación. Naturalmente, no hemos de olvidar que asimetría no significa que el analista sea infalible en sus intentos de búsqueda de significado. Lo que he estado diciendo hasta ahora muestra mi idea de que el analista se encuentra continuamente incrustado en y formando parte de la relación analítica, con lo cual él mismo deviene objeto de su interpretación, con todas las dificultades y limitaciones que esto entraña. Con todo, los papeles están suficientemente diferenciados para mantener esta asimetría.

Pero ahora podemos decirnos: «Bien, si la relación es asimétrica ¿dónde está el igualitarismo?». Creo que la respuesta hemos de encontrarla en la clase de diálogo comunicativo que he tratado de presentar. Para mí, un diálogo comunicativo es aquel en el que cada uno aporta sus argumentos para sostener las ideas y creencias que expone. Un diálogo en el que uno y otro se esfuerzan por entender y hacerse entender sobre sus respectivos puntos de vista. Un diálogo, en fin, en el cual cada uno intenta convencer al otro con argumentos dirigidos a la razón, sin intentar dominarlo ni controlarlo. Y creo que este tipo de diálogo, un diálogo en el que cada uno de los participantes se esfuerza por escuchar y comprender al otro y, al mismo tiempo, trata de que el otro le escuche y le comprenda es, a la vez, altamente emocional. A fin de cuentas, tengamos muy presente que los pacientes no aceptan las interpretaciones porque sean objetivamente verdaderas y correctas, sino sólo cuando las encuentran subjetivamente convincentes. En esto reside el igualitarismo de la relación analítica: ambos protagonistas son iguales porque se parte del principio de que cada uno de ellos busca entender al otro y hacerse entender por ese otro.

Algo que creo necesario advertir, antes de terminar este apartado, es el hecho de que en cada discurso individual hay siempre una polifonía de voces. La unidad aparente del discurso es el resultado de la fusión de distintas voces interiores que se integran de una forma específica y peculiar en cada sujeto (Amati-Mehler y otros, 1993). Por tanto, el analista, al escuchar la comunicación del paciente, escucha hablar al self (tanto si consideramos éste unitario como plural) y a los diversos objetos internos que dialogan con el self y entre sí. Y el resultado de este diálogo es la comunicación que recibe el analista. Yo creo que esta forma de estar atento a la comunicación del paciente tiene gran importancia en la práctica clínica, puesto que, contrariamente a la opinión más generalizada de que el analista debe formular una sola interpretación para un fragmento dado de comunicación, creo que en muchas ocasiones es menester ofrecer dos o más interpretaciones para atender a las diferentes voces con que nos habla el paciente. De lo contrario, una parte de éste quedará desatendida. Puede objetarse a esto que siempre es posible referirnos a ella en una ulterior interpretación, pero a veces hay voces que tardan en volver a sonar.

2.2. La mutualidad en la relación analítica

La forma más habitual de mutualidad en el psicoanálisis, y lo mismo puede decirse de la psicoterapia psicoanalítica, suele quedar limitada a que paciente y analista acuerdan realizar juntos una determinada tarea pactando unas reglas y formas de procedimiento. En tal caso, queda perfectamente claro que se va a llevar a cabo el examen e intento de modificación de la psicología de una persona, el paciente, que el analista se limitará a observar e interpretar, partiendo del principio de que todo el material psíquico que surge pertenece estrictamente a aquél. Desde este enfoque, el hecho de que el paciente se ve constante y fuertemente influido por sus percepciones, conscientes e inconscientes, de las palabras y comportamiento del analista en toda su extensión, no se tiene en cuenta.

Una comprensión muchísimo más amplia del concepto de mutualidad es la que irrumpe a partir de la idea, propia de la teoría relacional, de que ambos, paciente y terapeuta, participan en el proceso analítico y que se influyen y regulan mutuamente el uno al otro, a la vez consciente e inconscientemente. Desde la perspectiva relacional se considera que la personalidad del analista, con sus rasgos y aportaciones peculiares, es fundamental para el tratamiento. Es decir, el proceso analítico no se puede considerar aislado de las variables personales y de la presencia inmediata del analista. Desde este punto de vista, la respuesta emocional del analista —prefiero utilizar el término «respuesta emocional» que me parece que contiene un sentido más amplio que el de contratransferencia— no se puede describir como un fenómeno que se presenta ocasionalmente, que se piensa como producido íntegramente por las proyecciones del analizado y que requiere, por parte del analista, un cuidadoso control para que no se introduzca desfavorablemente en la relación terapéutica de una manera perturbadora, sino que tal respuesta debe considerarse como un elemento continuo y central, indispensable para la comprensión y la interpretación. El analista, con su personal y cambiante experiencia afectiva, es un componente mayor del proceso analítico que ha de ser investigado en todo momento para entender el efecto que está ejerciendo sobre la transferencia del paciente.

Los kleinianos y otros teóricos de las relaciones objetales utilizamos, como ya hemos visto, el concepto de identificación proyectiva para indicar el mecanismo a través del cual el analizado provoca determinados sentimientos y respuestas en el analista. Pero lo que yo quiero recordar aquí es que, como he descrito antes, también el analista induce determinadas respuestas en el analizado a través de su característica personalidad. También proyectivamente el analista sitúa aspectos de su propio self en la mente del paciente. Es decir que si este último ejerce una presión en los sentimientos y respuestas del analista, éste hace lo mismo con el paciente. La participación y puesta en escena de los propios sentimientos y fantasías son mutuos y recíprocos rasgos de la relación analítica (L. Aron, 1996).

La mutualidad incluye, desde luego, el acuerdo de paciente y analista para emprender su tarea, lo que generalmente se ha llamado alianza terapéutica o alianza de trabajo; pero va mucho más lejos, hacia el corazón mismo de la relación terapéutica. Aun cuando el proceso analítico se emprende con la finalidad de promover cambios en la mente del paciente, para aliviarle de sus sufrimientos y promocionar el desarrollo de su personalidad y su capacidad para obtener una mayor satisfacción de sus necesidades emocionales y pulsionales, la situación es extremadamente compleja. Ahora ya sabemos que el proceso no descansa únicamente en el insight facilitado por la interpretación y en las nuevas experiencias de relación que se le ofrece al analizado por parte del analista, y que no es suficiente tener en cuenta que se realiza con la colaboración del primero, sino que hemos de tener bien presente que el proceso analítico siempre es una empresa conjunta, dado que el analizado no sólo es un objeto de investigación sino que es también un sujeto separado que percibe e investiga al analista. El proceso analítico no debe concebirse como el estudio e investigación de un sistema cerrado por parte de otro sistema cerrado. Dice Loewald sobre este asunto: «Nosotros tenemos que matizar nuestro lenguaje respecto al investigador y el objeto, dado que el objeto, por la misma naturaleza del proceso, […] llega a ser un investigador de sí mismo, y el investigador […] llega a ser un objeto de estudio para sí mismo» (H. Loewald, 1960, pág. 278; la traducción es mía).

Mutualidad tampoco quiere decir simetría. En la perspectiva que estoy exponiendo el énfasis se pone en la mutualidad de la situación terapéutica, y en la importancia del reconocimiento del hecho de que ambos, paciente y analista, son, simultáneamente, objeto y sujeto, a la vez para sí mismos y para el otro. Al mismo tiempo, en mi opinión, ni la patología ni la salud mental se deben juzgar como pertenecientes exclusivamente al paciente, la una, y al analista, la otra. Como tampoco hemos de creer que sólo el analista posee la capacidad para diferenciar la realidad de la fantasía y para interpretar las experiencias que se despliegan en la relación.

Asimismo, desde la configuración de la mutualidad que estoy proponiendo, no ha de juzgarse que las resistencias son un hecho mental que tiene lugar exclusivamente en el paciente, sino que creo que hemos de considerarlas como una expresión interaccional que se produce en el espacio transicional propio de la situación terapéutica, de manera que podemos definir las resistencias como algo que se origina no en uno o en otro de los dos protagonistas, sino en la relación de mutualidad establecida entre ambos.