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Título:

Leonora Carrington. Una vida surrealista

© Joanna Moorhead, 2017

Edición original en inglés: The Surreal Life of Leonora Carrington

Virago, 2017

De esta edición:

© Turner Publicaciones S.L., 2017

Diego de León, 30

28006 Madrid

www.turnerlibros.com

Primera edición: octubre de 2017

De la traducción del inglés: © Laura Vidal

Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

ISBN: 978-84-16714-21-6

Diseño de la colección:

Enric Satué

Ilustración de cubierta:

Diseño TURNER sobre una fotografía de Lee Miller (Leonora Carrington en Saint-Martin-d’Ardèche, 1939), © Lee Miller Archives, Inglaterra, 2017.

Todos los derechos reservados.

Depósito Legal: M-27739-2017

Impreso en España

La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

turner@turnerlibros.com

A Rosie, Elinor, Miranda y Catriona, mis hijas.
Espero que viváis siempre como lo hizo Leonora:
según vuestras propias decisiones.

ÍNDICE

Prólogo

I. La debutante

II. Retrato de Max Ernst

III. Los amantes

IV. La posada del caballo del alba

V. El pequeño Francis

VI. Memorias de abajo

VII. El gran adiós

VIII. Mujer gata

IX. El mundo mágico de los mayas

X. La casa de enfrente

XI. La verdad desnuda

XII. Flor Kron

Epílogo: La giganta

Agradecimientos

Créditos de las citas

Créditos de las imágenes

Dónde encontrar la obra de Leonora Carrington y su círculo

Bibliografía

PRÓLOGO

Se llamaba Prim y abandonó nuestra familia un día de otoño de 1937, cuando solo tenía veinte años.

Había sido una criatura imposible: una chiquilla indómita, una niña indescifrable, una joven que nunca se dejó gobernar y que, por fin, después de sembrar más caos del que habría sido concebible en cualquier familia, dio un portazo y se perdió en el horizonte.

La historia de Prim nunca me fue explicada con detalle; ni mi tía abuela Maurie, que era su madre, ni mi abuela Miriam, que era su tía, me la contaron nunca. Tampoco lo hizo su hermano Gerard, que, además de primo, era el mejor amigo de mi padre. Pero me llegaban retazos ocasionales: una conversación telefónica cuchicheada con la palabra “México” apenas audible; un diálogo susurrado en el sofá en la sobremesa del domingo entre Maurie y Miriam. Exclamaciones ocasionales de Gerard y mi padre: “¡Y entonces pintó una criatura de tres pechos!”.

Se había fugado, me contó mi abuela, con un artista, para convertirse en su modelo. De niña lo había tenido todo, había sido la hija adorada de una familia acomodada, privilegiada y muy unida. Y había renunciado a todas esas cosas ¿para qué? Para malvivir en la sombra con una panda de degenerados, primero en Europa y luego en México.

Ninguno de los comensales de aquellas largas comidas de domingo en la década de 1970 en Lancashire creía que volveríamos a ver a Prim. Maurie, que entonces ya había cumplido los ochenta, llevaba muchos años sin ver a su hija; Gerard apenas la había visto desde que se marchó en 1937 y mi padre, que tenía cinco años cuando Prim desapareció, solo la había visto en un puñado de ocasiones. De mi generación prácticamente ninguno habíamos tenido contacto con ella.

Un encuentro fortuito fue lo que lo cambió todo; aunque para una surrealista como Prim, tal como supe después, nada en el mundo es en realidad fortuito. Creía que los acontecimientos que parecen ocurrir al azar están en realidad predeterminados por el inconsciente; que las personas y las cosas que vamos encontrando son encarnaciones de unos deseos interiores que esperan ser descubiertos. El secreto reside en aprovechar las oportunidades, con independencia de cómo se presenten. Así pues, ¿en mi fuero interno yo siempre había querido conocerla? Pensándolo ahora, creo que sí.

A pesar de haber sabido vagamente de ella durante la adolescencia, la había olvidado por completo, hasta un día de la primavera de 2006. Estaba en una fiesta en el jardín de un vecino. La mayoría de los invitados eran amigos míos pero no sé cómo terminé hablando con alguien nuevo, una mujer morena de unos cincuenta años que llevaba el pelo recogido en una coleta dejando ver un rostro hermoso y cuidadosamente maquillado. Le conté que vivía a la vuelta de la esquina y que mis hijas iban al mismo colegio que los de nuestros anfitriones. Ella me contó que vivía en México y que era historiadora del arte.

Mientras tomábamos una copa de vino, le hice unas cuantas preguntas sobre la única artista mexicana de la que sabía alguna cosa: Frida Kahlo. Por su parte, la mujer me hizo algunas preguntas corteses sobre mis hijas y mi trabajo como periodista. Y entonces, justo cuando me disponía a hablar con otra persona, me acordé de Prim.

—Seguro que no sabes nada de ella –le dije–, pero me pregunto si por casualidad has oído hablar de la prima de mi padre. Se fugó –no conozco toda la historia– y estaba relacionada con el arte y con artistas. Creo que con el tiempo se fue a vivir a México. Puede que ya esté muerta, todo esto fue hace muchos años. Se llamaba…

Llegado este punto dudé; sabía muy bien cuál era su apellido; pero en las escasas ocasiones en que se la mencionaba, siempre era con su apodo familiar. ¿Cuál era su nombre de pila?

—Leonora –dije por fin–. Así se llamaba. Leonora Carrington.

La historiadora del arte abrió mucho los ojos y me miró fijamente.

—¿Leonora? –dijo–. ¿Leonora Carrington? –Y por primera vez oí el apellido de Prim pronunciado no con la entonación plana de Lancashire a la que estaba acostumbrada, sino con una modulación nueva que tenía algo de emocionante, de exótico y de completamente distinto, con una erre fuerte y mucho énfasis en la última sílaba.

—¿Me estás diciendo –dijo la historiadora del arte– que Leonora Carrington es pariente tuya y que no sabes quién es? Por el amor de Dios… Pero si es posible que sea la artista viva más famosa de México ahora mismo. Sus pinturas son extraordinarias. Por supuesto los mexicanos sabemos que nació en Inglaterra, pero lleva tanto tiempo en nuestro país que ya la consideramos nuestra. Es un tesoro nacional.

De pronto la asombrada era yo. Cuando volví a casa, puse su nombre en Google y encontré fotografías de una hermosa mujer cuyos cuadros me trasportaron a un mundo extraño semejante al de El Bosco, con criaturas equinas que flotaban, bailaban y serpenteaban por unos paisajes de otro mundo. También había pájaros, muchos: gansos elegantes y de largo cuello, patos y golondrinas capturados en el lienzo en pleno vuelo, cayendo en picado y a continuación despegando del cuadro con igual energía. Algunas de sus pinturas describían mundos insólitos y de apariencia siniestra: una mostraba un campo con cielo color rojo y montes de color ámbar por los que desfilaba una procesión de personas con túnicas blancas. Otras figuras de negro se inclinaban alrededor de una criatura gigante con aspecto de eunuco, mientras que una descomunal serpiente turquesa se desenroscaba teatralmente suspendida en el aire. Parecía haber varios elementos que competían por ser el centro de la acción en aquel cuadro: una esfera, una efigie que parecía ser de Dios y una catedral, todos acurrucados debajo de un arcoíris. Y la historia, fuera cual fuera, no terminaba allí, porque en la franja inferior del lienzo Prim había pintado un submundo en el que más personas (muertas, era de suponer) parecían haberse transformado en animales de cabeza negra y puntiaguda. Trepaban, o intentaban trepar y sus esfuerzos discurrían bajo la mirada amenazadora de un tigre de un solo ojo y dientes afilados.

Yo no tenía ni idea de qué trataba o qué significaba todo aquello. Pero volví a pulsar el ratón y entonces aparecieron elementos que me resultaron más familiares. Parecían conectar con el mundo que Prim había dejado atrás, con el mundo que yo conocía. Un cuadro, Té verde, mostraba un jardín cuidado con esmero en el que una avenida de pulcros abetos conducía a una fuente. Podía ser Lancashire en un día soleado, en medio de una ondulada campiña inglesa.

Además de pintora, parecía que Prim también era escritora. Había una novela y varios libros de relatos. Y también fotografías de esculturas, incluso tapices que había diseñado, así como escenografías que había creado. Prim parecía ser muy prolífica y en muchos frentes. Nuestra oveja negra empezaba a parecer una misteriosa mujer del Renacimiento. ¿Por qué no había oído hablar de ella hasta entonces?

A la mañana siguiente telefoneé a mi padre y le pregunté sobre Prim. Se mostró impreciso; el único encuentro que recordaba era en el funeral de la madre de ella, en 1978. “Tuvimos que esperar a que llegara en barco porque se niega a tomar un avión”, me dijo mi padre. Después del funeral se había producido una fuerte discusión entre ella y sus tres hermanos. “Terminó marchándose del funeral y sus palabras de despedida fueron que no volvería a poner un pie en el mismo continente que ellos”.

Según mi familia, Prim tenía ese apodo porque un amigo de su padre, que cuando era pequeña la había visto en la habitación de los niños jugando cuidadosamente con sus juguetes, había comentado: “¡Qué primor!”. Quizá era la ironía inherente al comentario lo que hizo a sus padres adoptarlo como sobrenombre; quizá ya sabían que su hija nunca haría nada recatado, tradicional o mojigato.

Mi padre pareció sorprendido, sin embargo, cuando supo lo que había dicho la historiadora del arte. Su primo, el hermano de Prim, Gerard, le había hablado de Leonora, pero mi padre nunca había tenido la impresión de que su trabajo fuera bueno. “La mandaron a los mejores colegios y luego a los mejores internados en el extranjero, y creo que la expulsaron de todos, uno detrás de otro”, me dijo. Después de aquello, había debutado en sociedad y en la corte. Sus padres le habían organizado un baile en el Ritz. El escándalo, y la fuga, llegaron poco después. “Se marchó a Europa –dijo mi padre–. Una vez allí se metió en toda clase de líos, y fue un dolor de cabeza para todos”.

La única persona que había tenido contacto reciente con Prim era su sobrino Rupert, que la había visitado unos años atrás durante un viaje a México. Lo llamé por teléfono. “No la describiría exactamente como simpática –dijo–. Me dio la impresión de que había hecho un gran esfuerzo por olvidarnos y que no le entusiasmaba que uno de nosotros se pusiera en contacto con ella”.

Cinco meses más tarde, yo miraba por la ventanilla de un avión un vasto entramado de calles en las que se alineaban casas de colores en distintos tonos de amarillo, rojo y azul. Era México DF y en el bolsillo llevaba un papel con un número de teléfono escrito. Me había puesto en contacto con la galería que vendía la obra de Prim y me habían contestado diciéndome que, si visitaba Ciudad de México, intentaría sacar tiempo para verme. Cuando el avión tocó la pista de aterrizaje me puse nerviosa: ¿y si al final se negaba a verme? ¿Y si Rupert tenía razón y había hecho todo aquel viaje para que me dieran con la puerta en las narices?

El taxi recorrió a gran velocidad unas calles ruidosas y atestadas llenas de humo. Los cláxones atronaban, los vendedores ambulantes gritaban, en todas partes centelleaban luces de neón. Algunos tramos del trayecto los hicimos por una autopista de dos alturas acompañados del estruendo de frenos y bocinas de coches y camiones que no veíamos circulando debajo. En las aceras, niños con pantalón corto y camiseta vendían pulseras, cacharros y juguetes en manteles extendidos en el suelo: detrás de ellos, mujeres con delantales sucios cocinaban en parrillas de cocinas abiertas a la calle.

Cuando nos acercamos al centro de la ciudad, los edificios bajos de los barrios periféricos dieron paso a unas construcciones más lujosas que recordaban a las ciudades europeas. En los semáforos, los niños se adentraban peligrosamente entre el tráfico para limpiar parabrisas y tratar de vender paquetitos de caramelos a través de las ventanillas de los coches. Cruzamos una amplia plaza. Era el Zócalo, me explicó el conductor, corazón del asentamiento azteca de Tenochtitlán. Una enorme bandera roja, blanca y verde cubría la fachada de un gigantesco edificio y, delante de la verja de la catedral, unos hombres vestidos con uniformes color arena tocaban el acordeón y pedían monedas pasando el sombrero. El ruido de los instrumentos, y de otras músicas, llenaba el aire. Había hombres vestidos con pantalón negro y camisa blanca tocando la guitarra –mariachis– y mujeres con la cabeza cubierta con pañuelos de vivos colores detrás de puestos con pilas de frutas de colores aún más vivos: sandías, papayas, piñas y mangos.

Mi hotel era modesto, pero limpio, y los recepcionistas eran educados y solícitos. Me señalaron la calle que buscaba en la carretera principal, donde estaba la casa de Prim. Luego, puesto que en la galería me habían sugerido que la visitara después de las diez de la mañana del día siguiente y no tenía nada más que hacer, me senté en el bar y me tomé mi primer tequila, servido con un vaso de jugo de tomate recién hecho aparte. En la calle, los vendedores recogían sus puestos bajo el sol cálido del atardecer. Me bebí la copa con la música enlatada que salía de los altavoces de fondo y el sonido de voces en español en el aire y me pregunté, una vez más, cómo había terminado Prim en un lugar a ocho mil kilómetros del Lancashire en el que las dos habíamos crecido.

A la mañana siguiente paseé por mi habitación hasta que pasó un minuto de las diez y a continuación marqué su número. Contestaron después de un solo timbrazo.

—¿Hola? –dijo una voz profunda; podía haber sido de hombre, pero sin duda era de alguien inglés y supe que era Prim.

—Soy tu prima de Inglaterra –dije–. Estoy en Ciudad de México.

—Bueno, pues me alegra saber de ti. Había estado esperando que llamaras.

Hubo una pausa.

—Entonces, ¿cuándo te veo? –dijo.

Unos minutos después caminaba nerviosa y apresurada por la avenida,* otra calle ancha y arbolada; aunque no estaba tan concurrida como las inmensas autovías por las que me había llevado el taxi el día anterior, desde luego había animación y parecía salir música de todas las puertas. En la parte central de la calle había una mediana que era en realidad una plaza alargada, con bancos, estatuas, fuentes y un mercado. Muchos de los coches que circulaban a gran velocidad eran escarabajos Volkswagen verdes y blancos, que para entonces yo sabía que eran taxis, y que lo mismo podían transportar que arrollar a alguien. Caminé deprisa entre los puestos que vendían fruta y tortillas de maíz y entre la gente desayunando en las terrazas de los cafés bajo el sol primaveral.

Saltaba a la vista que la Colonia Roma había sido, en algún momento, un vecindario elegante; tenía mansiones de elaboradas fachadas, con ventanas francesas de postigos y recargados balcones a la calle. Había puertas principales imponentes y verjas cerradas, detrás de las cuales atisbé patios con fuentes, escaleras exteriores y balaustradas de hierro forjado. Pero la pintura de muchas de las mansiones estaba descascarillada y varias aparecían tapiadas y cubiertas de pintadas.

La calle de Prim era mucho más tranquila que la avenida principal. En una esquina, dos mujeres con los mandiles llenos de lamparones freían carne y verduras para rellenar tortillas y un niño sentado en una silla de plástico rojo a la puerta de un diminuto establecimiento vendía cigarrillos, caramelos y los periódicos nacionales, La Jornada y El Universal. Ante la fachada de la casa de mi prima había dos árboles de gran tamaño, tan frondosos que casi tapaban las ventanas de los pisos superiores. En la planta baja no había ventanas, solo una puerta de garaje y la principal de madera maciza. Respiré hondo y toqué el timbre. Un timbrazo agudo resonó en el interior.

Durante unos segundos no ocurrió nada. Entonces hubo ruido de pisadas y una voz dijo: “¿Quién es? ¿Qué quieres?”.* Casi de inmediato oí otra voz, más apagada, diciendo otra cosa; y a continuación la puerta se abrió y apareció una mujer rechoncha con un delantal blanco, que me miró fijamente. Detrás de ella había una oscuridad cavernosa de la que surgía una figura diminuta. Cuando se acercó a la luz, vi que vestía casi por entero de negro. Pantalón negro, jersey gris oscuro, chaqueta de punto negra. Le cruzaba el pecho la correa de un bolso pequeño que, pronto descubriría, contenía sus posesiones más preciadas: su cajetilla de Marlboro Lights y su mechero de plástico. Llevaba el pelo gris retirado de la frente y los ojos eran redondos y penetrantes, como los de mi padre; y aunque tenía en la cara las arrugas de los muchos años vividos, seguía siendo guapa. Cuando llegó hasta la puerta sonrió y la cara entera se le iluminó, de manera que durante unos segundos fue verdaderamente hermosa. “Bueno –dijo mirándome–. Me alegro de conocerte”.

–¿Prim?

Su sonrisa desapareció.

–No soy Prim –dijo, y esta vez su voz tenía un matiz más cortante–. A Prim la olvidé hace mucho tiempo. Ahora soy Leonora –su tono se suavizó–. Pero pasa. Vamos a la cocina. ¿Te apetece un té?

Se volvió hacia el pasillo y la seguí cruzando el umbral a un país distinto, el país de Leonora, un territorio surrealista que estuve a punto de no llegar a conocer, si no hubiera sido por ella. La asistenta cerró la puerta detrás de nosotras, sellando así de nuevo la frontera. Estaba a punto de descubrir que en el mundo de Leonora siempre era la hora del crepúsculo en un día de invierno frío y silencioso. Al final del pasillo en penumbra con suelo de losetas distinguí una escalera; a la derecha, una habitación de techo bajo con vigas vistas y una estufa grande fuera de uso. De la penumbra sobresalían esculturas: una figura alta que miraba desde un rostro alargado; una mujer menuda con los antebrazos juntos y las manos abiertas. Ahuecadas, esperanzadas.

Por otra puerta se accedía a lo que más adelante yo llamaría santuario interior, la cocina de Leonora, una suerte de tabernáculo en el centro de su isla fortificada. Parecía el lugar más frío y oscuro de todos: una habitación cuadrada con una ventana que daba, no a la calle, sino a un patio angosto de muros altos dominado por un árbol enorme cuya bóveda de hojas bloqueaba el más mínimo rayo de luz.

Aquí estuve refugiada con Leonora durante los cinco días siguientes, bebiendo unas veces té y otras tequila, escuchando una historia que unía la magia y la locura, el amor y la desilusión, la valentía y la obsesión.

Era un personaje fascinante y me atrapó desde aquella primera mañana. Me quedé deslumbrada, igual que se habían quedado Max Ernst y los surrealistas en la década de 1930, cautivada por una presencia que me resultaba cercana y, al mismo tiempo, inalcanzable. Los fantasmas del pasado de Leonora parecían danzar a nuestro alrededor en aquella cocina; era un vínculo fascinante con el momento cumbre del arte del siglo XX, un mundo que giraba en torno a los cafés y bulevares del París de la preguerra, poblado por personajes como Pablo Picasso y Marcel Duchamp, Salvador Dalí y Man Ray, Joan Miró y Francis Picabia y, por supuesto, el amante de Leonora, Max Ernst. Ella había estado en el centro de ese mundo, allí era adonde se había escapado cuando dejó Lancashire. Su arte se había formado en aquel torbellino creador, y ahora era la única que quedaba. Entonces había sido una joven de apenas veinte años, en el umbral de su carrera; ella estaba en su plenitud y ellos eran hombres de cuarenta, cincuenta años. La mayoría se había convertido en nombres inmortales, mientras que ella era (al menos fuera de México) poco más que una nota a pie de página en la historia del arte. Y sin embargo allí estaba, siete décadas después, todavía creando y defendiendo el surrealismo. El foco del mundo del arte había cambiado, pero Leonora seguía en lo suyo como siempre.

A sus ochenta y nueve años, cuidaba mucho su aspecto. Su indumentaria habitual la componían un pantalón y un suéter, y solía vestir de negro, aunque en ocasiones llevaba una chaqueta de punto o un jersey gris o crema. Solía llevar recogido el pelo, todavía largo y también gris, y cuando se ponía sus pendientes favoritos en forma de lágrima tenía algo de la dama eduardiana que había sido su madre. Su voz, clara y con las vocales muy pronunciadas, era fuerte e inconfundiblemente inglesa, con un atisbo de sus raíces de clase alta y ni rastro de influencia del país en el que había vivido durante los últimos setenta años. Cuando le hablaba en español a Yolanda, la asistenta, parecía casi recrearse en pronunciar las palabras de la manera más inglesa posible. Conservaba un ligero acento de Lancashire y sus maneras eran directas.

Era evidente que Leonora nunca había buscado, ni necesitado, fama ni atención. Era la antítesis del artista que persigue al mundo de galeristas y coleccionistas, estudiosos y periodistas; había ignorado la existencia de todos ellos, se había encerrado en aquella casa fría y oscura en México y se había dedicado a pintar. Nunca había buscado complacer a los demás; no perdía tiempo en eso, y pensaba que la apartaba de las cosas importantes de la vida, que era serle fiel a su curiosidad sobre las ideas y sobre el arte.

Para cuando la conocí, Leonora tenía ochenta y muchos años y llevaba una vida aislada y solitaria. En mi primera visita, su marido, Chiki, seguía con vida; tenía más de noventa años y estaba delicado. Vivía en dos habitaciones de la planta baja y Leonora no pasaba mucho tiempo con él. Su matrimonio no había sido difícil, pero Leonora siempre había conservado su independencia; había pasado años lejos, en Estados Unidos, y había habido otros amantes. Se sentían más como una pareja cuya relación se ha agotado que como una pareja que nunca debió serlo. El centro de la vida de Leonora en México eran sus hijos, Gabriel y Pablo; en la época en que la conocí los acontecimientos más importantes de su vida eran su almuerzo semanal con Gabriel, profesor de literatura comparada en la universidad, y sus frecuentes conversaciones telefónicas con Pablo, patólogo en Richmond (Virginia). Su casa, ahora oscura y silenciosa, tenía un pasado más ruidoso y alegre; había sido el hogar en el que se habían criado los chicos y lugar de reunión del grupo de artistas europeos del cual Leonora había sido la fuerza impulsora.

La vida de Leonora no había sido ningún camino de rosas. Había elegido la vía difícil, sufriendo mucho en consecuencia, y llevaba su fortaleza como una insignia del valor que se había ganado a pulso. Era un honor mayor que el certificado que tenía pegado con Blu-Tack a la puerta de su armario, la distinción que le había dado el gobierno mexicano; sin duda más importante que la Orden del Imperio Británico que le habían concedido, con mucho retraso, los ingleses, y que recibió de manos del príncipe Carlos en una visita que hizo él a México en 2000. Estos reconocimientos tardíos la desconcertaban, pero nunca se dejó impresionar por ellos. Hacía muchos años ya que había decidido que había una sola cosa en la que podía confiar, y era su corazón de hierro. Los acontecimientos externos, los adornos de la riqueza y el éxito, las opiniones ajenas, los apartaba, los descartaba, los ignoraba. No le preocupaban ni la aprobación ni la desaprobación de los demás; había aprendido a sobrevivir encerrándose cada vez más en su coraza.

La mayoría de los que conocían a Leonora nunca llegaban más allá de su aspereza, no lograban traspasar la barrera que se había convertido, con el tiempo, en su armadura para protegerse del mundo. Era un enigma, potenciado por las leyendas y fábulas que la rodeaban. Aquellos que se acercaban la encontraban como la encontré yo: con el escudo en posición defensiva, desconfiada, circunspecta.

Pero por supuesto había también vulnerabilidad; es posible que le hubiera dado la espalda a nuestra familia setenta años atrás, pero percibí que nuestra ascendencia común nos proporcionaba una conexión que Leonora llevaba décadas sin tener con nadie. Quizá fuera su última oportunidad y yo era el vínculo con una parte de sí misma que se había esforzado mucho por esconder, y por mantener escondida. Y sin embargo siempre había sido clave en su identidad.

–Me gustaría volver –dije cinco días más tarde en el oscuro vestíbulo, con el taxi esperándome fuera, al sol, para llevarme al aeropuerto –. No tengo ni idea de cómo lo haré, pero encontraré la forma.

Porque, ahora me daba cuenta, había estado engañándome. No había ido a México porque fuera periodista, había ido porque era su prima. Había ido porque Prim –Leonora ahora– me fascinaba. También quería reparar el daño causado por el cisma que la había separado de nuestra familia; pero, sobre todo, simplemente quería pasar más tiempo con ella. Me gustaba su compañía. Y pensaba que ella también disfrutaba de la mía.

–Muy bien –dijo–. Vuelve cuando puedas. Te estaré esperando.

¿Había estado esperando, todos esos años, a que alguien de nuestra familia fuera en su busca? ¿Era posible que el mayor deseo de Leonora durante toda su vida hubiera sido impresionarnos? Una de las paradojas de su biografía es que se había marchado tan lejos para escapar de nosotros, pero luego dedicó la mayor parte de su vida en México a explorar y explicar su infancia y su adolescencia a través del arte. La familia siempre es la gente más difícil de impresionar. Con otros puedes fabricar un mito que funcionará o no; con tus parientes nunca. Y en nuestra familia, la reputación de Leonora no tenía nada que ver con sus hazañas artísticas. Era una hija irresponsable, una hermana egoísta, una tía ausente. Nada más.

Y sin embargo, la Leonora que me encontré en México se convirtió en la mejor prima que había tenido jamás. Me abrió su casa y su corazón; me contó su historia con todo el detalle y la sinceridad de que fue capaz. Al final fui a verla muchas veces: entre 2006 y 2011 (cuando murió) la visité dos veces al año. En ocasiones me quedaba dos o tres semanas, otras un mes, y pasaba los días enteros con ella. Nunca lo viví como una obligación, y ella nunca se sintió como un pariente anciano al que hay que cuidar; incluso con noventa años conservaba el fuego de la rebeldía juvenil que la había impulsado a alejarse de nosotros tantos años atrás.

Leonora era, tal y como había dicho la historiadora del arte de la fiesta, una de las artistas más conocidas de México, y si íbamos a comer a un restaurante siempre se le acercaban admiradores y le pedían autógrafos. Pero llevaba toda la vida sorprendiéndose incluso a sí misma y, desde luego, a los demás. Me habló de un día en el colegio de monjas en que estuvo interna cuando bajó a desayunar llevando los zapatos desparejados. “Ya estamos otra vez, Leonora Carrington –dijo una de las monjas–. Siempre desesperada por parecer diferente”. Pero la religiosa se equivocaba; Leonora no se había calzado mal deliberadamente y no estaba desesperada por ser diferente. Ya era diferente y no estaba preparada para hacer las concesiones que hace la mayoría de las personas para encajar.

La clave para entender a Leonora es que era una rebelde, y lo era hasta el tuétano. Para cuando la conocí, la historia del arte ya había documentado su acto de rebeldía más espectacular y romántico, su fuga con Max Ernst para unirse a los surrealistas de París; pero aquello no era más que un retazo del centón de una vida entera de rebeldía. Cuestionar lo que se esperaba de ella era la razón de ser de Leonora; todo merecía ser puesto en duda e investigado. En su infancia se rebeló contra las restricciones que conllevaba ser la única niña entre varios hermanos varones; durante la adolescencia, se rebeló contra las normas de las monjas y en consecuencia la expulsaron, dos veces, de un colegio. Cuando sus padres quisieron poner en práctica lo que ambicionaban para ella, que fuera primero una joven de sociedad, decorativa, y luego una esposa obediente, se rebeló de nuevo y huyó; y después en París, cuando tropezó con la visión que tenían los surrealistas de ella como femme-enfant, como musa, también se rebeló. Me contó lo sucedido un día que Joan Miró le dio dinero para que fuera a comprarle cigarrillos. “Le devolví el dinero y le dije que fuera él mismo. No me dejé intimidar por ellos”.

Años más tarde, ya afincada en México, se rebeló contra la concepción machista latina de cómo deben comportarse las mujeres, haciendo su vida cuando su marido la ignoró. Cuando llegaron los hijos, se rebeló contra cualquier noción según la cual la maternidad le exigía bajar su ritmo de trabajo; de hecho, produjo sus mejores obras en pleno caos doméstico, pintando, tal y como explicaba, con un bebé en una mano y el pincel en otra.

Y luego, de forma gloriosa y sin atisbo de remordimiento, se rebeló contra la fórmula que la habría ayudado a convertirse en una artista consagrada, enemistándose con importantes mecenas y galeristas y negándose a conceder entrevistas o a dejarse fotografiar para periódicos y revistas. En el ecuador de su vida se rebeló contra la idea de un hogar estable o cómodo y emprendió sola un viaje peripatético por Estados Unidos.

Y por último, en el periodo en que yo la conocí, estaba embarcada en su última rebelión: contra la vejez. Se negaba a dejarse amilanar o limitar por ella. Aceptaba su inevitabilidad, pero nunca agacharía la cabeza ante ella, nunca se dejaría doblegar, y nunca permitiría que la marchitara. Esa es, de hecho, la razón de que la vida de Leonora importe, y que importe contarla, porque vivió de forma intrépida y llevó una existencia que muchos anhelan pero pocos consiguen. Tuvo miedo, pero le plantó cara, una y otra vez. Y así, su vida no estuvo limitada como suelen estarlo las vidas de las personas. Pero vivir de forma intrépida tenía su precio, como yo descubriría y, si hay una moraleja en su historia, es esa. Los seres humanos podemos vivir con más imaginación y más libertad de las que suponemos, pero nada es gratis: ni ignorar esa verdad ni escapar de ella.

La reputación de Leonora en nuestra familia no podía ser más distinta de la realidad que conocí cuando estuve con ella en México. Cuando llamé a su puerta me recibió con generosidad y durante los cinco años siguientes fue mi sabia consejera y mi interlocutora. Cuando no estaba en México, hablábamos por teléfono; hacia el final de su vida empezó a fallarle la memoria y siempre le gustaba asegurarme que recordaba quién era yo cuando la llamaba. “¿Qué tal tiempo hace en Londres? –me preguntaba–. Aquí hace un frío horrible, siempre hace frío”. Cada vez que la llamaba para decirle que planeaba ir a verla, me daba el mismo consejo. “No te olvides de traer muchos jerséis, ya sabes el frío que hace en mi casa”.

Una de las mejores cosas de estar con Leonora era su sentido del humor, que era siempre agudo y muchas veces a costa de otros. Su humor resultaba un misterio para muchos, y probablemente empeoraba las cosas el hecho de que fuera mordaz y muy británico, mientras que por lo general su audiencia era mexicana y se perdía en los matices más finos. Muchas de sus bromas las decía con cara inexpresiva, sin dar pista alguna sobre si pretendía hacer reír o no; es probable que en ocasiones ni ella misma lo supiera.

Cuando conocí a Leonora, yo tenía cuarenta y pocos años, era madre de cuatro hijas, periodista y residente en Londres. Como la mayoría de las personas, a veces pensaba en lo emocionante, liberador y revitalizante que sería poder escapar de cuando en cuando a probar otra clase de vida. Gracias a Leonora, hice precisamente eso; porque, en realidad, ¿qué me impedía pasar parte de mi vida en México? “Yo no podría hacer lo que tú –me dicen a veces–. Tengo hijos que cuidar / un trabajo / una casa que llevar / no tengo dinero para viajar”. Bueno, a mí también me pasa. Se puede hacer, pero requiere esfuerzo. Y todos asumimos riesgos en algún momento de nuestra vida, las personas que se quedan en casa igual que las que viajan.

Conocer a Leonora cambió el rumbo de mi vida, que dediqué a reconstruir su historia. Esa reconstrucción me llevó a México muchas veces, y también a distintos puntos de Europa y Estados Unidos. Y desde un remoto rincón de Lancashire a un estuario en Cornualles; de las elegantes calles del barrio londinense de Kensington a las angostas callejuelas llenas de librerías de la margen izquierda de París. Me llevó de una espectacular ladera cubierta de viñedos en el sur de Francia a un bonito puerto de mar en el norte de Europa, y de las galerías de arte madrileñas y las calles empinadas con carriles de tranvía de Lisboa a un palazzo en el Gran Canal de Venecia. Y, al final, como siempre en estos casos, resultó que el verdadero viaje fue interior, en mi corazón, igual que le había ocurrido a Leonora.

Mis desplazamientos no fueron solo geográficos, también temporales. La historia de Leonora empezó en una Inglaterra que sufría las pérdidas devastadoras de la Primera Guerra Mundial y siguió en una Francia arrasada por el caos de la Segunda. Conoció España en los primeros días de Franco, y Portugal cuando estaba lleno de refugiados que huían de Hitler. En el Nueva York de la guerra fue recibida como una artista europea exiliada más, y desde allí viajó mil seiscientos kilómetros al sur hasta México, cuya escena creadora seguía presidida por Diego Rivera y los muralistas (nadie habría predicho entonces que la mujer de Rivera, Frida Kahlo, llegaría a ser la artista más famosa de todos ellos). Y allí se quedaría, en una Ciudad de México que le pareció desolada y vacía cuando llegó, pero que para el final de su vida se habría convertido en la mayor metrópoli del mundo. Y Leonora la haría suya y, contra todo pronóstico, llegaría a ser su hija predilecta.

Durante los cinco años en que la traté, Leonora me contó muchas cosas que nunca olvidaré, y que han cambiado mi vida. Pero la más importante de todas fue esta: “La seguridad, bajo cualquier circunstancia, es una ilusión”. Era una de esas criaturas extraordinarias que saben reconocer lo ilusorio, y vivió su vida en consecuencia.

I
LA DEBUTANTE

Lo que mejor recordaba Leonora de la noche de su debut en sociedad en Buckingham Palace era el dolor físico. “Llevaba una tiara –me contó–. Y se me clavaba en el cráneo”. La frase la dijo de una manera que para entonces yo sabía era Leonora en estado puro: pronunciando cada palabra con énfasis y con los ojos azul claro fijos en mí. Subrayó especialmente dos palabras: “clavaba” y “cráneo”.

La velada que recordaba fue una noche cálida de la primavera de 1935. Era la primera presentación en la corte del año, el año que resultaría ser el último del reinado de Jorge V. Unos meses después, Jorge habría muerto y su hijo mayor se habría embarcado en el breve reinado que terminaría en su abdicación. Uno de los pocos cambios que haría el nuevo rey, Eduardo VIII, sería simplificar la compleja parafernalia de la “presentación en sociedad” de cerca de mil debutantes, que había permanecido prácticamente intacta desde su introducción por parte de la reina Carlota en el siglo XVIII. Pero para Leonora y sus coetáneas de 1935 aquella noche la parafernalia estaba en plena vigencia y por momentos la espantó, la horrorizó y la hizo pasar mucha vergüenza.

En la fotografía que les hicieron a su madre y a ella la noche de su presentación, sin embargo, Leonora parece sorprendentemente dócil. Lleva un vestido que The Times describió al día siguiente como “satén de color limón bordado con el reverso de la tela”. Está cortado al bies, es entallado y elegante, con una cola corta que le cae con gracia alrededor de los tobillos. Su pelo rizado, muy negro, está domado y sujeto en la coronilla bajo la molesta tiara. En una mano sostiene un abanico, con los dedos cerrados alrededor en un gesto airoso. Lo lleva como le han enseñado y viste las ropas que le han pedido que lleve. A su lado, su madre, Maurie, con un vestido largo rosa y plateado, sujeta un abanico de plumas de avestruz y mira pensativa, puede que esperanzada incluso, un punto distante. Tal vez, piensa, hayamos conseguido someter al fin a esta rebelde hija mía. Quizá vaya por fin a comportarse de la manera en que queremos que se comporte, y con el tiempo encuentre un terrateniente joven y rico que se case con ella y le dé una vida de privilegios y prerrogativas que la haga sentar la cabeza y dejar de causarnos a todos tantas preocupaciones. Porque preocupaciones era lo que había dado Leonora a los Carrington hasta donde cualquiera de ellos recordaba. Tal y como habían dicho las monjas de uno de los internados a los que había ido, el de St Mary’s Ascot: “Esta muchacha no coopera ni en el trabajo ni en los juegos”.

Pero la rebelión de Leonora no había hecho más que empezar. Más tarde, Maurie y su marido, Harold, echarán la vista atrás y se darán cuenta de que la infancia de su hija –sus expulsiones de los colegios, su incapacidad para acatar la autoridad de nadie, su completo desprecio de todo aquello que valoraban ellos– no había sido más que el preludio de la explosión que se produciría unos años después. Por una vez, en esa velada de primavera de 1935, Leonora se ha dejado domesticar; pero será la última ocasión, la última vez que hará lo que se le diga, lo que quieren que haga. Su expresión es serena y está hermosa; lleva los labios pintados de rojo intenso y mira directamente a la cámara. Algo en su expresión recuerda a la Gioconda; no está claro si sonríe o está seria. Pero hay algo en su gesto, en la serenidad de su mirada, que revela su indiferencia hacia lo que la rodea. Le falta un mes para cumplir diecisiete años, pero sabe que su futuro, sea cual sea, no tendrá nada que ver con pertenecer a la clase alta inglesa. Ha probado la temporada londinense y ha visto su realidad: su esnobismo, su estrechez de miras, su carácter convencional.

Los preparativos para la noche de su presentación en sociedad empezaron cuando llegó por correo al piso de los Carrington en Londres una invitación en forma de gruesa tarjeta con letras en relieve. Decía: “Por encargo de Sus Majestades, el Lord Chambelán convoca a la señora de Harold Carrington y a la señorita Leonora Carrington a una velada de presentación en el palacio de Buckingham el 29 de marzo de 1935 entre las cinco y las ocho de la tarde”. En todos los barrios elegantes de Londres, Mayfair, Knightsbridge, Kensington y Piccadilly, cientos de otras familias abrían invitaciones para el mismo acontecimiento. Y es que la “presentación en sociedad” era algo reservado a las hijas de la élite del país, en su mayor parte familias cuyo pedigrí se remontaba a varias generaciones, dueñas de extensas heredades, títulos nobiliarios, riqueza y legiones de criados. Solo unas pocas invitaciones estaban dirigidas a “nuevos ricos”, como los Carrington.

Los preparativos de la velada exigían tiempo y esfuerzo. Leonora y Maurie tuvieron que ir a varias pruebas a Mayfair, con el exclusivo modisto Victor Stiebel, que les hizo los vestidos y que era el diseñador por excelencia de las debutantes y sus madres en la década de 1930. Leonora asistió a las clases de Betty Vacany para aprender a hacer bien la reverencia, dando un paso con el pie derecho exactamente como debía darse y con la inclinación de cabeza adecuada. Habría dos reverencias, una al rey y otra la reina, en el salón del trono del palacio de Buckingham. Todo, desde las reverencias hasta la etiqueta en el vestir y el horario, estaba sujeto a reglas estrictas. Las colas de los vestidos debían medir exactamente dos metros y tres centímetros desde los hombros, y las tiaras debían llevar sujetas tres plumas de avestruz blancas tal y como figuran en el emblema del príncipe de Gales Iche Dien, ligeramente ladeadas. Un extenso formulario de Buckingham Palace detallaba hasta dónde podía llegar el escote delantero y trasero de los vestidos de las mujeres.

The Times señalaba que la tendencia general aquel año habían sido los vestidos de estilo victoriano para las debutantes y largos y clásicos para las mujeres de más edad. “El tul con puntillas, la gasa, el tafetán y el ciré fueron los materiales escogidos para la mayoría de los vestidos de las jóvenes, con cuerpos que caían desde los hombros y se completaban con diminutos bullones u hombreras –decía la crónica–. Las damas de mayor edad ofrecían un marcado contraste, con cortes entallados y vestidos austeros de lamé y tisú de colores intensos, terminados en faldas de cola corta”. El bordado fue un elemento importante en todos los vestidos; ricas incrustaciones de lentejuelas, perlas o mostacillas daban peso a dobladillos y colas, y el diseño de la mayoría de las creaciones incluía un contorno dibujado con delicadas cuentas. La reina María lució un “vestido de lentejuelas irisadas bordado con cristal y mostacillas” mientras que la duquesa de York, que para finales del año siguiente sería la reina Isabel, vistió un modelo de ciré en tonos dorados y plata blanca cuya cola de encaje iba bordada en oro y plata.

Leonora era una adolescente, pero ya sabía que no quería que su indumentaria fuera lo que más llamara la atención de ella. Si la temporada londinense hacía sentir mimadas y protegidas a otras muchachas, felices en la burbuja artificial de la alta sociedad británica, a ella la flagrante desigualdad le abrió los ojos a la forma en que eran vistas, y tratadas, las mujeres. El ejemplo más revelador le llegó un día en la carreras de Ascot, invitada junto a sus padres en el Recinto Real. Los caballos fueron una de las grandes pasiones de la vida de Leonora, así que aquello le resultó más interesante que un día preparándose para un baile o para tomar el té en el Dorchester. Pero resultó que a las mujeres no se les permitía ni apostar ni ir al paddock a ver los caballos antes de la carrera. Furiosa, Leonora agarró un libro, Ciego en Gaza, de Aldous Huxley, se sentó en un rincón y lo leyó de cabo a rabo. A sus padres les horrorizó su visible aunque silencioso acto de protesta; estaba haciendo lo que haría toda su vida: mostrar sus sentimientos en público sin miedo.

Tal y como lo veía Leonora, la temporada de Londres era lo más parecido a un mercado de ganado. Las expectativas para mujeres jóvenes de clase alta en la sociedad británica antes de la guerra seguían siendo muy limitadas; debían casarse bien, con un joven de una familia que también tuviera capital y tierras, y para las más afortunadas también habría un título nobiliario. Habría una casa que llevar en la ciudad y, al menos, una hacienda en el campo. Habría sirvientes a los que dirigir, bailes y fiestas que organizar y damas a las que visitar para tomar el té. Con el tiempo habría hijos que dejar en manos de la niñera y después enviar a un internado. Siempre habría dinero, ropa cara y buena comida en las mejores mesas, y el correo diario traería las invitaciones más deseadas. Y habría, con el tiempo, una suerte de libertad una vez hubieran nacido los hijos; aventuras amorosas que serían toleradas, pequeños intereses y aficiones que serían fomentados. Las damas montarían a caballo y cazarían; podían apoyar causas caritativas; podían viajar.

Pero Leonora ya tenía algo que la mayoría de las jóvenes que la rodeaban en el palacio de Buckingham aquella noche de marzo no: una ambición personal. No lo habría considerado una ambición, porque para ella era la parte más íntima y verdadera de sí misma; algo que, sentía, ya era, más que algo que deseara llegar a ser. Leonora sabía que quería ser artista. Desde que tenía uso de razón había dibujado y pintado lo que veía a su alrededor y también cómo se sentía. Su pintura Té verde (La dama oval), que data de unos años después, 1942, ofrece numerosas claves. En medio de un paisaje inglés perfectamente domesticado hay una muchacha momificada, envuelta en una tela con manchas de vaca, incapaz de moverse. Los caballos, que tanto le gustaban a Leonora y con los que a menudo se identificaba, están en este caso atados a árboles; por tanto no pueden escapar. En un toque de surrealismo, los árboles a los que están sujetos les crecen de la cola.

Los Carrington vivían con un lujo comparable al de la mayoría de las debutantes de 1935; Leonora había sido criada con unas comodidades por completo desconocidas para los trabajadores corrientes como los que faenaban en las extraordinariamente prósperas fábricas textiles de su padre. El hogar familiar era una hermosa mansión victoriana color gris paloma llamada Hazelwood Hall, situada en la ladera de un monte frente a la bahía de Morecambe, en la zona sur del distrito de los Lagos. Todo en el lugar sugiere abundancia: el edificio tiene una amplia fachada de dos pisos con anchos ventanales en los extremos; en el centro hay un mirador con barandillas de hierro forjado sustentadas por cuatro columnas de piedra. La entrada principal en tiempos de Leonora se hacía por la parte trasera de la casa, y daba a un recibidor de paredes forradas de madera que conducía a varias salitas soleadas en la parte delantera. Rodeaba la casa un magnífico jardín con un despliegue intrincado, casi geométrico, de terrazas, setos de boj, escalones y pérgolas, creación del paisajista eduardiano Thomas Mawson.

Tengo una fotografía de Leonora que encontré entre los papeles de mi padre después de su muerte, en la terraza de Hazelwood Hall,