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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

El ahorcado

Título original: Hangman

© 2010, Plot Line, Inc.

© 2016, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

Publicado por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Richard Aquan

Imágenes de cubierta: Andreas Kindler/Johner/Glasshouse images

 

ISBN: 978-84-9139-018-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

 

A Jonathan; el hombre completo, de la A a la Z

Y a Lila y Oscar; besos y abrazos

Capítulo 1

 

En las fotografías aparecía hinchada, magullada y con hematomas; un labio hinchado, los ojos morados y la cara roja y abotargada. A Decker le resultaba casi imposible asociar aquellas imágenes con la hermosa mujer que tenía sentada frente a él. Terry había cambiado en esos quince años. Había pasado de ser una preciosa chica de dieciséis años a una mujer despampanante y elegante. La edad había suavizado y redondeado sus rasgos con la frágil delicadeza de un camafeo victoriano. Él miró alternativamente la foto y su cara. Arqueó una ceja.

—Un desastre, ¿verdad? —dijo ella.

—Tu marido te dio una buena paliza —si Decker entornaba los párpados lo suficiente al mirar su cara, aún podía ver los vestigios de la paliza; un matiz verdoso en algunas partes—. ¿Y estas fotos son de hace unas seis semanas?

—Más o menos —ella cambió de postura en el sofá—. El cuerpo es algo asombroso. Antes presenciaba milagros a todas horas.

Siendo doctora, Terry conocería esa información de primera mano. Que hubiera terminado la escuela de medicina y educado a un niño estando casada con aquel maníaco daba fe de la fortaleza de su carácter. Resultaba duro verla golpeada de ese modo.

—¿Estás segura de querer pasar por esto? ¿Reunirte con él aquí, en Los Ángeles?

—Lo he pospuesto todo lo que he podido —dijo Terry—. En realidad no tiene sentido esconderse. Si Chris desea encontrarme, lo hará. Y no estoy preocupada por mí, sino por Gabe. Si se enfada lo suficiente, podría tomarla con él. Necesito que llegue a ser adulto antes de tomar decisiones sobre mi vida, teniente.

—¿Cuántos años tiene Gabe?

—Cronológicamente le quedan unos cuatro meses para cumplir quince años. Psicológicamente es un hombre adulto.

Decker asintió. Estaban sentados en una elegante suite de un hotel de Bel Air, California. El patrón cromático de la estancia era de un beige relajante. Había un mueble bar con fregadero a la entrada y una encimera de mármol para mezclar bebidas. Terry se había acurrucado en el sofá situado frente a la chimenea de piedra. Él estaba sentado a su izquierda en un sillón con vistas al jardín privado plagado de helechos, palmeras y flores; un oasis para el alma herida.

—¿Qué te hace pensar que durarás hasta que Gabe cumpla los dieciocho?

Terry pensó su respuesta durante unos segundos.

—Ya sabe lo frío y calculador que es mi marido. Es la primera vez que me pone la mano encima.

—¿Y qué ocurrió?

—Un malentendido —miró hacia el techo, evitando la mirada de Decker—. Encontró unos documentos médicos y pensó que yo había abortado. Cuando logré que dejara de pegarme y me escuchara, se dio cuenta de que había leído mal el nombre. La que había abortado había sido mi hermanastra.

—Confundió el nombre de Melissa con el de Teresa.

—Nuestro segundo nombre es el mismo. Yo soy Teresa Anne. Ella es Melissa Anne. Es una estupidez, pero mi padre es estúpido. Yo sigo usando el apellido McLaughlin, igual que mi hermanastra, porque es el que aparece en todos mis títulos y diplomas. Él leyó mal el nombre y perdió los nervios. No es que le importen los niños, pero la idea de que yo hubiese destruido a su descendencia le enfureció. Agradezco que no tuviese una pistola a su alcance —concluyó encogiéndose de hombros.

—¿Por qué te casaste con él, Terry?

—Él quería que fuese oficial. No podía decirle que no porque él nos mantenía. No habría podido terminar la escuela de medicina sin su dinero —hizo una pausa—. En general nos deja en paz a Gabe y a mí. Se concentra en el trabajo, en el alcohol, en las drogas o en otras mujeres. A Gabe y a mí se nos da muy bien esquivarlo. Nuestras interacciones son neutrales y a veces agradables. Es generoso y sabe cómo ser encantador cuando desea algo. Yo le doy lo que desea y todo va bien.

—Salvo cuando no es así —Decker levantó las fotografías—. ¿Qué quieres que haga exactamente?

—He accedido a verlo, teniente, no a volver con él. Al menos no de inmediato. No sé cómo se tomará la noticia. Dado que no puedo escapar de él, quiero que acceda a una separación temporal. No a una separación matrimonial, porque eso no acabaría bien, solo que acceda a darme un poco más de tiempo para estar sola.

—¿Cuánto tiempo más?

—Treinta años, quizá —Terry sonrió—. De hecho, me gustaría volver a instalarme en Los Ángeles hasta que Gabe termine el instituto. He encontrado una casa de alquiler en Beverly Hills. No solo tengo que conseguir que Chris acceda a la separación, sino que quiero que lo pague todo.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—Ya lo verá —sonrió—. Él me ha entrenado a mí, pero yo también a él.

—Y aun así sientes que necesitas protección.

—Estamos hablando de un animal salvaje. Podría ocurrir cualquier cosa. Es bueno tomar precauciones.

—Hay hombres más jóvenes y fuertes que yo, hombres que probablemente te protegerían mejor.

—¡Oh, por favor! Chris podría con cualquiera de ellos. Con usted tiene más… cuidado. Le respeta.

—Me disparó.

—Si hubiera querido matarlo, lo habría hecho.

—Lo sé —dijo Decker—. Quería demostrar quién era el jefe —resopló—. Pero lo más importante es que a Chris le gusta disparar a la gente. Al dispararme a mí, obtuvo un dos por uno.

Terry bajó la mirada.

—Presume de que usted le ha pedido favores. ¿Es cierto?

Decker sonrió.

—Le pido información de vez en cuando. Utilizaré cualquier fuente que pueda para ayudarme a resolver un caso —se quedó mirándola a la cara, contemplando su tez pálida, sus ojos color avellana y su larga melena castaña. Asomaban en su cabellera algunas canas, único indicio de que su vida había sido una olla a presión. Llevaba un vestido largo hasta los tobillos, ancho y sin mangas; una prenda de seda con dibujos geométricos de color naranja, verde y amarillo. Sus pies descalzos asomaban por debajo del dobladillo—. ¿Cuándo llegará a la ciudad?

—Le dije que se pasara por el hotel el domingo a mediodía. Supuse que a usted esa hora le vendría bien.

—¿Dónde estará tu hijo cuando todo eso pase?

—Está en UCLA, en una de las salas de ensayo. Gabe tiene un teléfono móvil. Si me necesita, me llamará. Es muy independiente. No le ha quedado más remedio que serlo —su mirada parecía distante—. Es tan bueno…, justo lo contrario a su padre. Dada su infancia, ya debería haber ido al menos dos veces a rehabilitación. En su lugar, es tremendamente maduro. Me preocupa. En su interior hay muchas cosas que han quedado por decir. Se merece algo mejor —se llevó las manos a la boca y parpadeó para contener las lágrimas—. Muchas gracias por ayudarme.

—Primero espera a que haga algo antes de darme las gracias —Decker miró el reloj. Se suponía que debía estar en casa hacía media hora—. De acuerdo, Terry, vendré el domingo, pero tienes que hacer esto a mi manera. Tengo que pensar un plan, decidir cómo quiero que tenga lugar el encuentro. Primero y más importante, habrás de esperar en el dormitorio hasta que yo me asegure de que está limpio. Entonces podrás salir.

—Me parece bien.

—Además tendrás que decirle a Gabe que no venga a casa hasta que le hayas enviado un mensaje diciendo que todo ha ido bien. No quiero que aparezca en medio de una situación delicada.

—Suena razonable.

La habitación quedó en silencio durante unos segundos. Entonces Terry se levantó.

—Muchas gracias, teniente. Espero que los honorarios le parezcan bien.

—Más que bien. Es una suma muy generosa.

—Es lo que tiene Chris, que es muy efusivo. Si le ofreciera menos, se sentiría ofendido.

 

 

—Mira, si no quieres que lo haga, no lo haré —dijo Decker.

—Claro que no quiero que lo hagas —respondió Rina—. Te disparó, ¡por el amor de Dios!

—Entonces la llamaré y le diré que no.

—Un poco tarde para eso, ¿no te parece? —Rina se levantó de la mesa del comedor y empezó a recoger las cosas del brunch; dos platos y dos vasos. Hannah ya casi nunca comía con ellos. Comenzaría el seminario en Israel en otoño. Le quedaban tres meses de instituto y era como si no estuviera.

Decker siguió a su esposa hasta la cocina.

—Dime qué es lo que quieres —Rina abrió el grifo y él añadió—: Friego yo.

—No, friego yo.

—Mejor, ¿por qué no usas el lavavajillas?

—¿Para dos platos?

Contando los vasos, los utensilios y las cacerolas y sartenes, era mucho más que eso, pero no le llevó la contraria.

—Debería haberte consultado antes de aceptar. Lo siento.

—No busco una disculpa. Me preocupa tu seguridad. Es un sicario, Peter.

—No va a matarme.

—¿No me dices siempre que las situaciones domésticas son las más peligrosas porque hay muchas emociones de por medio?

—Lo son, si no estás preparado.

—¿No crees que tu presencia lo complicará todo?

—Podría ser. Pero, si ella no tiene a nadie cerca, podría ser peor.

—Pues que contrate a otro. ¿Por qué tienes que ser tú?

—Cree que a mí me resultaría más fácil apaciguar a Chris.

—«Apaciguar» es la palabra clave —dijo Rina—. ¡Ese hombre es una bomba! —negó con la cabeza mientras fregaba. Después le entregó a Decker el primer plato sin decir nada.

—Gracias por el brunch. Los huevos Benedict con salmón estaban deliciosos.

—Todo hombre merece una última comida.

—No tiene gracia.

Rina le entregó otro plato.

—Si te pasa algo, no te lo perdonaré nunca.

—Entendido.

—Me da igual lo que le pase a ella. Estoy segura de que es una buena mujer, pero ella misma se ha metido en este lío —Rina notaba que su rabia aumentaba—. ¿Por qué tienes que sacarla tú del apuro? Que te pida ayuda me parece una desfachatez.

—Es como si se me hubiera quedada grabada —Decker guardó el plato y colocó las manos en sus hombros. La punta de su melena negra le rozaba los hombros confiriéndole un aspecto relajado. Pero Rina no era nada de eso. Intensa, centrada, decidida…, esos eran adjetivos más apropiados—. La llamaré y le diré que no.

—Ya no puedes hacer eso, Peter. Chris aparecerá en un par de horas. Además, si te echas atrás, le parecerás un cobarde, y eso es lo peor que puede pasar. Estás atrapado —se puso de puntillas y le dio un beso en la nariz. Era alto y grande, pero no era Donatti—. Creo que debería ir contigo.

—Ni hablar. Preferiría echarme atrás.

—A él le gusto.

—Por eso precisamente estaría tentado de dispararme. Está colado por ti.

—No está colado por mí…

—En eso te equivocas.

—Bueno, entonces al menos llévame contigo a la ciudad y me dejas en casa de mis padres.

—Eso sí que puedo hacerlo —Decker miró el reloj de la cocina—. Deja este desastre. Ya me encargaré yo cuando regrese.

—¿Ya te vas?

—Quiero preparar la habitación antes de que llegue Chris.

—De acuerdo. Voy a por mi bolso. Llámame cuando hayas acabado y todo esté en orden.

—Lo haré, te lo prometo.

—Sí, sí —Rina le dio un manotazo cariñoso—. Cuando uno se casa, ¿no promete amar, honrar y obedecer?

—Algo así —le dijo Decker—. Y, no es por echarme flores, pero diría que cumplo bastante bien con mis votos matrimoniales.

—Bastante bien con los dos primeros —admitió Rina—. Es el tercero el que parece que se te resiste.

Capítulo 2

 

Como salido de un cuadro de Diego Rivera, apareció con un enorme ramo de calas que ocupaba casi todo su tronco. Christopher Donatti medía metro noventa, igual que Decker.

—No deberías haberte molestado —antes de que Chris pudiera mostrar sorpresa, Decker le quitó las flores y las lanzó sobre la encimera de mármol cercana a la puerta, después le dio la vuelta y lo empujó hasta que quedó pegado a la pared. Los movimientos de Decker eran rápidos y bruscos. Apuntó con su Beretta a la base del cráneo del tipo—. Lo siento, Chris, pero ella no confía mucho en ti en estos momentos.

Donatti no dijo nada mientras Decker lo cacheaba. Llevaba piezas de buena calidad: las herramientas de su oficio. Llevaba una S&W automática en el cinturón y una pequeña pistola Glock del calibre 22 oculta en un compartimento que tenía en la bota. Sin dejar de apuntar a Donatti al cuello con su Beretta, Decker le vació el bolsillo y lanzó su billetera sobre la encimera. Le dijo que se quitara los zapatos, el cinturón y el reloj.

—¿El reloj?

—Ya sabes cómo son estas cosas, Chris. Ahora todo es micro-mini. Quién sabe lo que podrías esconder ahí dentro.

—Es un Breguet.

—No sé lo que es eso, pero suena caro —Decker le quitó el reloj de oro, que era increíblemente pesado—. No voy a robártelo. Solo quiero examinarlo.

—Es un reloj con el mecanismo al descubierto. Si abres la parte de atrás podrás ver cómo funciona.

—Mmm…, no explotará, ¿verdad?

—Es un reloj, no un arma.

—En tus manos, cualquier cosa es un arma.

Donatti no lo negó. Decker le dijo que mantuviera las manos levantadas y el cuerpo contra la pared. Retrocedió lentamente unos centímetros para darse algo más de espacio. Con un ojo siempre puesto en sus manos, Decker comenzó a vaciar los cargadores de las pistolas de Donatti.

—Puedes darte la vuelta, pero mantén las manos en alto.

—Tú mandas.

Giró su cuerpo hasta quedar los dos cara a cara. Sin sus armas, Chris parecía imperturbable. Había inexpresividad en sus ojos; azules, aunque sin luminosidad. Era imposible saber si estaba enfadado o si la situación le hacía gracia.

Una cosa era segura, Chris había tenido épocas mejores. Estaba demacrado, tenía manchas en la cara y su frente era un jardín donde florecían las espinillas. Se había dejado el pelo largo, ya no lo llevaba rapado como hacía seis años, la última vez que Decker lo viera en persona. Lo llevaba cepillado hacia atrás, como el conde Drácula, recortado por debajo de las orejas. Seguía siendo desgarbado, pero sus brazos eran más grandes de lo que Decker recordaba. Se había arreglado para la ocasión y llevaba un polo azul, unos pantalones de vestir color carbón y unas botas de cocodrilo.

—Empiezan a dolerme un poco los brazos.

—Bájalos despacio.

Lo hizo.

—¿Y ahora qué?

—Toma asiento. Muévete despacio. Si te mueves despacio, yo me muevo despacio. Si me metes prisa, dispararé primero y preguntaré después —cuando Donatti se dispuso a sentarse en la silla, Decker lo detuvo—. En el sofá, por favor.

Donatti cooperó y se dejó caer sobre los cojines. Decker le lanzó el reloj, que él atrapó al vuelo con una mano y volvió a ponerse en la muñeca.

—¿Acaso ella está aquí?

—Está en el dormitorio.

—Es un comienzo. ¿Y va a salir?

—Saldrá cuando yo le dé la señal.

—¿Dónde está Gabe?

—No está aquí —respondió Decker.

—Probablemente sea lo mejor —Donatti se llevó las manos a la cabeza y volvió a levantarla segundos más tarde—. Supongo que tiene sentido que estés aquí.

—Gracias por tu aprobación.

—Mira, no voy a hacer nada.

—Entonces, ¿por qué traías armas?

—Siempre voy armado. ¿Puedo hablar ahora con mi esposa?

Decker se quedó de pie junto a la encimera de mármol del mueble bar de la habitación sin soltar la Beretta.

—Un par de normas básicas. Número uno: permanecerás sentado en todo momento. No te aproximes a ella en lo más mínimo. Y nada de movimientos rápidos. Me ponen nervioso.

—De acuerdo.

—Cuida tu lenguaje y tus modales y estoy seguro de que todo irá como la seda.

—Sí…, seguro —su voz era apenas un susurro.

—Estás un poco pálido. ¿Quieres un poco de agua? —abrió el mueble bar—. ¿Algo más fuerte?

—Lo que sea.

—Macallan, Chivas, Glenfiddich…

—Glenfiddich solo —segundos más tarde, Decker le entregó un vaso de cristal con una generosa dosis de whisky escocés. Donatti dio un trago delicado y después se bebió gran parte del contenido—. Gracias. Esto ayuda.

—De nada —Decker se quedó observándolo—. Parece que ya vas recuperando el color.

—No he tomado una copa en todo el día.

—Son las doce del mediodía.

—Según el horario de Nueva York, ya casi es la hora feliz. No quería que ella pensara que soy débil, pero lo soy —otro trago—. Sabe que soy débil. ¡Qué cojones!

—Esa boca.

—Ojalá la boca fuera mi único problema. Entonces estaría en buena forma —le devolvió a Decker el vaso vacío.

—¿Otro? —cuando Donatti negó con la cabeza, Decker cerró el mueble bar—. ¿Qué ocurrió?

—Lo que ocurrió es que soy un idiota.

—Eso es decirlo muy suavemente.

—Siempre he tenido problemas de comprensión lectora.

—Estás pasando por alto un elemento crucial, Chris. No puedes usar a tu esposa como saco de boxeo, incluso aunque hubiera abortado de verdad.

—No le di un puñetazo, la golpeé.

—Eso tampoco es aceptable.

Donatti se frotó la frente.

—Ya lo sé. Solo quería corregirte porque sabía que estaba dándole con la mano abierta. Si le hubiera dado puñetazos, estaría muerta.

—¿De modo que eras consciente de que estabas dándole una buena paliza?

—Nunca antes había ocurrido, y no volverá a ocurrir.

—Y ella debería creerte porque…

—Puedo contar con los dedos de una mano las veces en las que he perdido los nervios. Mira, sé que está asustada, pero no tiene por qué. Solo fue… —cuando se dispuso a levantarse del sofá, Decker le apuntó a la cara con la pistola. Volvió a sentarse—. ¿Puedo ver a mi esposa, por favor?

—Al menos esta vez has dicho «por favor» —Decker se quedó mirándolo—. Deja que te haga un par de preguntas teóricas. ¿Y si ella no desea hablar contigo?

—No habría accedido a reunirse conmigo si no quisiera hablarme.

—Tal vez no quisiera decírtelo por teléfono. Eso te daría tiempo para planear algo peligroso y probablemente estúpido.

—¿Es eso lo que ha dicho? —Donatti levantó la mirada.

—¿Qué te parece si hago yo las preguntas?

—No tengo nada planeado. Fui un idiota. No volverá a ocurrir. Tú déjame ver a mi esposa, ¿de acuerdo?

—¿Y si ya no quiere verte más? ¿Y si pide el divorcio?

—No sé —Donatti se retorció las manos—. No he pensado en eso.

—Te cabrearía, ¿verdad?

—Probablemente.

—¿Qué harías?

—Nada contigo aquí —sus ojos al fin cobraron vida—. Decker, no va a pedirme el divorcio, al menos no ahora, porque, primero y más importante, tengo dinero suficiente para arrastrarla a una carísima batalla legal por la custodia de Gabe. Le resultaría mucho más fácil esperar a que él cumpliera los dieciocho, y Terry es una mujer práctica. Me quedan otros tres años y medio hasta que tenga que abordar este tema. Ahora me gustaría ver a Terry.

Estaba jadeando.

—¿Otro whisky? —preguntó Decker.

—No —Donatti negó con la cabeza—. Estoy bien —tomó aliento y lo dejó escapar—. Estoy listo si tú lo estás.

Decker se quedó mirándolo con severidad.

—Estaré vigilando todos tus movimientos.

—De acuerdo. No me moveré. Tengo el culo pegado al asiento. ¿Podemos ir al grano?

No tenía sentido retrasar lo inevitable. Decker la llamó. Había colocado la silla de Terry a un lado para poder tener el camino despejado desde el cañón de su pistola hasta el cerebro de Donatti. No es que esperase un tiroteo, pero Decker era boy scout y policía y siempre intentaba estar preparado. Terry había recogido las piernas bajo su largo vestido, pero su postura era elegante y regia. De nuevo, el vestido carecía de mangas y dejaba ver sus brazos bronceados adornados con diversas pulseras. Miraba fijamente a Donatti a la cara, aunque era a él a quien parecía costarle mirarla a los ojos.

—Tienes buen aspecto —le dijo él.

—Gracias.

—¿Cómo te encuentras?

—Bien.

—¿Cómo está Gabe?

—Está bien.

Donatti espiró y miró hacia el techo. Entonces la miró a la cara.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Interesante pregunta —le dijo ella—. Sigo intentando averiguarlo.

Él se rascó la mejilla.

—Haré cualquier cosa.

—¿Puedo tomarte la palabra? —antes de que pudiera responder, ella continuó—. No estoy preparada para volver contigo.

Donatti cruzó las manos sobre su regazo.

—De acuerdo. ¿Y vas a estar preparada algún día?

—Posiblemente…, probablemente, pero todavía no.

—De acuerdo —Chris miró a Decker—. ¿Puedes darnos un poco de intimidad, por favor?

—Eso no va a ocurrir —Decker levantó las flores—. Te ha traído esto.

Terry miró las calas.

—Luego pediré que traigan un jarrón —se volvió hacia Chris—. Son preciosas. Gracias.

Donatti estaba inquieto.

—Y… ¿cuándo crees que…? Quiero decir, ¿cuánto tiempo más quieres quedarte aquí?

—¿En California o aquí en este hotel?

—Me refería a lejos de mí, pero sí, cuánto tiempo más piensas quedarte aquí.

—No lo sé.

—¿Un mes? ¿Dos meses?

—Más —se humedeció los labios.

—Eso va a salir un poco caro. No es que pretenda escatimar con el dinero…

—Es caro —dijo Terry—. Quiero alquilar una casa. Técnicamente la alquilarías tú. He visto una que me gusta. Solo estoy esperando a que extiendas el cheque.

A Decker le asombró la determinación con la que hablaba, desafiándolo a negarle cualquier cosa.

—¿Dónde? —preguntó Donatti.

—En Beverly Hills. ¿Dónde si no?

—¿Qué necesitas? —le preguntó Decker cuando ella se dispuso a ponerse en pie.

—Tengo un poco de sed.

—Siéntate. ¿Qué te apetece?

—Pellegrino, con hielo.

—Yo me encargo. ¿Y tú, Chris?

—Lo mismo.

—Sírvale un whisky —ordenó Terry.

—Estoy bien, Terry.

—¿Acaso he dicho que no lo estuvieras? —preguntó ella—. Sírvale un whisky.

Donatti levantó las manos.

—Ningún problema —dijo Decker—, siempre y cuando los dos os estéis quietos.

—Yo no voy a ninguna parte —dijo Donatti. En cuanto el whisky rozó sus labios, pareció calmarse—. Bueno…, háblame sobre esa casa que voy a alquilar.

—Está en una zona llamada Los Llanos, que es de las zonas más caras. Cuesta doce mil al mes; es lo mínimo en ese barrio. Hay que hacer algunas reparaciones, pero está para entrar a vivir. La principal razón por la que he elegido Beverly Hills son las escuelas, que son buenas.

—No hay problema —aseguró Donatti—. Lo que desees.

A juzgar por aquella conversación, parecía que Terry llevaba el control de la relación. Tal vez fuese así la mayor parte del tiempo, pero la mayor parte no era sinónimo de todo.

—¿Yo podré tener una llave? —preguntó Donatti.

—Claro que sí. Vas a alquilarla tú.

—¿Y cuánto tiempo piensas vivir ahí, en la casa que voy a alquilar yo?

—Normalmente los contratos de alquiler son por un año.

—Eso es mucho tiempo.

Terry se inclinó hacia delante.

—Chris, no te pido una separación legal, solo física. Después de lo que ocurrió, es lo mínimo que puedes hacer.

—No estoy intentando llevarte la contraria, Terry. Solo intento hacerme una idea del tiempo. Si quieres un año, tómatelo. Es cosa tuya, no mía.

Ella se quedó callada unos segundos. Entonces dijo:

—Sabrás dónde estoy, tendrás una llave de la casa. Ven cuando quieras, no pienso ir a ninguna parte. ¿Te parece justo?

—Más que justo —Donatti se obligó a sonreír—. De todas formas, no me vendrá mal tener un lugar donde quedarme cuando esté en la costa oeste. Probablemente sea una buena idea.

—Así que te he hecho un favor.

—Yo no diría eso. Doce mil al mes. ¿Qué tamaño tiene la muy cabrona?

Terry le dirigió una sonrisa; una mezcla entre humor y flirteo.

—Tiene cuatro dormitorios, Chris. Estoy segura de que se nos ocurrirá algo.

La sonrisa de Donatti se volvió auténtica.

—De acuerdo —dio un trago a su vaso y después se rio—. De acuerdo. Si es eso lo que deseas…, está bien. Tal vez me eches de menos cuando no esté.

—Soñar es gratis.

—Muy graciosa.

—¿Tienes hambre? —Terry recorrió su cuerpo con la mirada—. Has perdido peso.

—He tenido un poco de ansiedad.

—¿Cómo sabes tú lo que es la ansiedad?

Donatti miró a Decker con cara inescrutable.

—Qué ingeniosa es, ¿verdad?

—¿Tienes hambre, Chris? —repitió Terry.

—Podría comer algo.

—Aquí tienen un restaurante de primera —se miró el reloj de diamantes que llevaba en la muñeca entre las pulseras de oro—. Está abierto. No me importaría comer.

—Genial —Donatti se dispuso a ponerse en pie, pero entonces miró a Decker—. ¿Puedo levantarme sin que me dispares?

—Baja al restaurante y encarga algo para los dos, Chris. Busca una mesa al lado para mí. Enseguida te alcanzamos.

La expresión de Donatti se volvió amarga.

—Estaremos en un lugar público, Decker. No va a ocurrir nada. ¿Qué tal si nos das un poco de intimidad?

—Estaré sentado a otra mesa —respondió Decker—. Susurrad si no queréis que os oiga. Adelante. Te vemos allí.

Donatti puso los ojos en blanco.

—¿Vas a devolverme las armas?

—En algún momento —dijo Decker.

—Puedes quedarte con la munición, solo dame las armas.

—En algún momento.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Golpearte en la cabeza para que pierdas el conocimiento?

—Ni siquiera estaba pensando en eso, pero, ahora que lo mencionas, eres impredecible.

Donatti se volvió hacia Terry.

—¿A ti te importa que vaya armado?

—Depende de él —respondió ella.

—No sirven para nada sin munición —cuando Decker no respondió, añadió—: Vamos, sería un gesto de buena fe. Solo pido lo que es mío.

—Ya te he oído, Chris —Decker abrió la puerta—. Pero no siempre se consigue lo que uno desea.

Ambos hombres se miraron cara a cara. Entonces Donatti se encogió de hombros.

—Lo que tú digas —salió por la puerta sin mirar atrás.

Decker negó con la cabeza.

—Es frío como el hielo —se volvió hacia Terry—. Lo has manejado bien.

—Eso espero. Al menos, me dará algo de tiempo para pensar.

Decker advirtió que estaba temblando.

—¿Te encuentras bien, Terry?

—Sí, estoy bien. Un poco… —había empezado a sudarle la frente y se secó la cara con un pañuelo—. Ya sabe lo que dicen, teniente —risa nerviosa—. Nunca dejes que te vean sudar.

Capítulo 3

 

Mientras Decker estaba en la ciudad, a unos treinta kilómetros de casa, Rina aprovechó para reservar para cenar en uno de los muchos restaurantes kosher del bulevar Pico. Salieron de casa de sus padres a las seis y, media hora más tarde, estaban sentados a una mesa tomando copas de Côtes du Rhône. Aunque Peter no era muy hablador, aquella noche parecía especialmente apagado, así que Rina estuvo encantada de cargar con el peso de la conversación. Quizá Peter tuviera hambre. Supuso que empezaría a hablar cuando estuviese de humor. Pero, después de comerse el costillar, las patatas fritas y la ensalada, seguía taciturno.

—¿Qué está pasando por esa cabecita tuya? —preguntó Rina al fin.

—Nada.

—No te creo.

—¿Ves? Ahí es donde las mujeres os equivocáis. Cada vez que los hombres no hablamos, lo asociáis a alguna meditación profunda que tenemos con nosotros mismos. En mi caso, estaba pensando en el postre…, en si merece la pena meterme todas esas calorías.

—Si quieres, podemos compartir algo.

—Lo que significa que yo me comeré el noventa por ciento.

—¿Y si prescindimos del postre y tomamos café? Pareces hecho polvo.

—¿De verdad? —Decker se acarició el bigote pelirrojo y canoso como si estuviera pensando en algo profundo. Aunque su vello facial siguiera conservando parte del color encendido de la juventud, el pelo de la cabeza era ya más blanco que naranja, pero seguía teniendo bastante.

Sonrió a su esposa. Rina se había puesto un vestido de satén morado oscuro que guardaba en el armario de su madre. Aunque era demasiado religiosa para mostrar canalillo, el escote que llevaba acentuaba su precioso cuello. Decker le había regalado unos pendientes de diamantes de dos quilates por su cuarenta y cinco cumpleaños y se los ponía siempre que podía. Le encantaba verla con cosas caras aunque, con su nómina, eso no ocurría con mucha frecuencia.

—Supongo que estoy un poco cansado.

—Entonces vámonos a casa.

—No, no. Me vendría bien una taza de café.

—De acuerdo —Rina le tocó las manos—. No solo estás cansado, estás agobiado. ¿Qué ha pasado esta tarde?

—Ya te lo he dicho. Todo ha ido como la seda.

—Y aun así sigues perplejo.

Decker escogió bien sus palabras.

—Cuando Terry hablaba con él, parecía segura de sí misma, como si tuviera el control de la situación.

—Tal vez fuese así contigo cerca.

—Estoy seguro de que en parte era así. Y él parecía arrepentido, así que Terry tenía bastante rienda suelta. No sé, Rina. Se mostraba casi mandona. Mientras comían hablaba ella casi todo el tiempo.

—¿Y has podido oír lo que decían?

—He podido verlos. Era evidente que ella dominaba la conversación.

—A lo mejor habla cuando se pone nerviosa.

—Podría ser. Antes de reunirnos con él en el restaurante, hemos hablado unos minutos. De pronto ha empezado a temblar y a sudar.

—Ahí lo tienes.

—Pero había algo más, Rina. Si no conociera el trasfondo, habría jurado que durante la comida flirteaba con él…, estaba sexy. Había algo raro.

—¿Qué tiene de raro? A ella le gusta.

—Hace seis semanas le dio una paliza.

—Ella sabe cómo es y aun así sigue habiendo algo en él que le parece atractivo. Toma malas decisiones. Así es como acabó en esta situación. Nadie le dijo que tuviera que ir a visitarlo a la cárcel y acostarse con él sin usar protección.

—No es estúpida, Rina. Es una madre meticulosa y es doctora en urgencias.

—Como todo el mundo, tiene aspectos positivos y algunos puntos oscuros. En el caso de Terry, sus debilidades son dañinas —se inclinó hacia delante—. Pero, como te dije esta mañana, Peter, no es nuestro problema. A ti te ha contratado. Te ha pagado y has hecho tu trabajo. ¿Y si lo dejas estar?

—Tienes razón —Decker se irguió sobre su asiento y le dio un beso en la mano—. Hemos salido a cenar y te mereces un marido que no esté en coma.

—¿Te apetece ahora ese café?

—¡Un café sería fantástico! —Decker sonrió—. Incluso me tomaría un postre.

—¿Qué te parece el pastel de melocotón?

—Suena muy bien. ¿Nos atrevemos a pedirlo con helado de vainilla o el mejunje congelado que preparen para simular el sabor auténtico?

—Claro —respondió Rina sonriente—. Volvámonos locos.

 

 

El móvil empezó a sonar justo cuando el coche había llegado a lo alto de la autopista 405 e iniciaba el descenso hacia el valle de San Fernando. Las montañas que bordeaban el camino hacían que hubiese poca cobertura. Dado que era Decker quien conducía, Rina le sacó el teléfono del bolsillo de la chaqueta.

—Si es Hannah, dile que llegaremos a casa en unos veinte minutos.

—No es Hannah. No reconozco el número —pulsó el botón para responder—. ¿Diga?

Se hizo el silencio al otro lado de la línea. Por un instante Rina pensó que se había cortado, pero entonces vio que la pantalla del teléfono seguía encendida.

—¿Diga? —repitió—. ¿Puedo ayudarte?

—¿Quién es? —preguntó Decker. Ella se encogió de hombros—. Pues cuelga.

—Perdón —era una voz de hombre. Se aclaró la garganta—. Busco al teniente Decker.

—Este es su móvil. ¿Con quién hablo?

—Con Gabe Whitman.

Rina tuvo que hacer un esfuerzo por no soltar un grito ahogado.

—¿Va todo bien?

—¿Con quién hablas? —preguntó Decker.

—No —respondió Gabe desde el otro lado—. Quiero decir que no lo sé.

—¿Quién es, Rina? —insistió Decker.

—Gabe Whitman.

—¡Dios! Dile que espere.

—Enseguida se pone —le informó Rina.

—Gracias.

Decker se salió de la carretera, detuvo el coche en el arcén, encendió las luces de emergencia y agarró el móvil.

—Soy el teniente Decker.

—Siento molestarle.

—No me molestas. ¿Qué sucede?

—No encuentro a mi madre. No está aquí y no responde al teléfono. Mi padre tampoco responder al suyo.

—De acuerdo —a Decker le iba el cerebro a mil por hora—. ¿Cuándo hablaste con tu madre por última vez?

—He vuelto al hotel sobre las seis y media o siete. Se suponía que íbamos a ir a cenar, pero no estaba aquí. Su coche tampoco está, ni su bolso, pero no me ha dejado una nota ni nada. Eso es impropio de ella.

A Decker le dio un vuelco el estómago. Su reloj decía que eran casi las nueve.

—¿Cuándo hablaste con ella por última vez, Gabe?

—Sobre las cuatro. Usted ya se había marchado. Mi madre ha dicho que todo había ido bien. Parecía tranquila. Ha dicho que iba a salir a hacer unos recados y que volvería sobre las seis. No sé si estoy exagerando, pero, con Chris, nunca se sabe.

—¿Dónde estás ahora?

—Estoy en el hotel.

—¿En la habitación?

—Sí, señor.

—De acuerdo. Gabe, voy a dar la vuelta y estaré allí en media hora. Sal de la habitación y espérame en el vestíbulo. Quiero que estés en un lugar público, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —hizo una pausa—. La habitación está bien…, quiero decir que no parece que hayan tocado nada.

—Eso no significa que tu padre no pueda aparecer de pronto. No sería buena idea que os vierais a solas.

—Eso es cierto —otra pausa—. Gracias.

—No es necesario que me des las gracias. Tú sal por la puerta y no mires atrás.

Quince minutos más tarde, Decker entró con su Porsche en el aparcamiento. Los aparcacoches eran distintos a los que habían estado allí por la tarde. Cuando le preguntaron cuánto tiempo se quedaría, Decker les dijo que no lo sabía.

El complejo del hotel consistía en casi siete hectáreas de plantas y vegetación tropical en las laderas de Bel Air. El aire nocturno estaba cargado con el aroma de los jazmines en flor y un cierto toque a gardenias. Palmeras, helechos y arbustos en flor bordeaban los senderos de piedra y cubrían las orillas de un estanque artificial poblado de patos y cisnes. Decker y Rina cruzaron un puente y contemplaron el estanque mientras las aves nadaban.

Decker la miró.

—¿Por qué no te vas con el coche a casa?

—Hannah está en casa de una amiga. Puedo esperar.

—No sé si quiero que estés aquí en caso de que Chris aparezca. Tengo un mal presentimiento.

—¿Y si espero en el vestíbulo?

—¿Te importaría? Podría tardar un rato. Si no la encuentro pronto, tendré que registrar el hotel.

—No será un problema a no ser que me echen —hizo una pausa—. ¿Qué vas a hacer con Gabe? No sabes lo que está pasando. No puedes permitir que se quede aquí solo, incluso aunque fuera mayor de edad.

Los dos se quedaron callados.

—Puede quedarse con nosotros —agregó Rina.

—No creo que sea buena idea.

—No creo que tengas elección.

—Tiene un abuelo que vive en el valle.

—Entonces ponte en contacto con él por la mañana. Una noche con nosotros no cambiará nada.

—Realmente eres la madre Tierra.

—Así soy yo —respondió Rina—. Vengan a mí los abatidos, los pobres, los hacinados que anhelan respirar en libertad, etcétera, etcétera. Emma Lazarus y yo teníamos en común mucho más que el apellido.

 

 

Aunque el hotel en sí era una serie de discretos bungalós de estuco rosa con tejados de tejas rojas de estilo mediterráneo conectados entre sí, el vestíbulo era un edificio independiente. A través del ventanal, Decker vio el mostrador de recepción con una mujer uniformada revisando unos papeles, una portería vacía y un conjunto de muebles tradicionales situados de cara a una chimenea de piedra. Uno de los sillones beis estaba ocupado por un adolescente desgarbado; El pensador, de Rodin. Rina y él entraron y el chico levantó la cabeza y se puso en pie. Decker intentó sonreír para tranquilizarlo.

—¿Gabe?

Él asintió. Era un muchacho guapo; nariz aquilina, barbilla fuerte, melena rubia oscura y unos ojos verde esmeralda enmarcados por unas gafas sin montura. No era muy corpulento, pero tenía la misma complexión definida y musculosa que su padre en la adolescencia. Parecía rondar el metro ochenta de estatura.

Decker le ofreció la mano y el chico se la estrechó.

—¿Qué tal? —Gabe se encogió de hombros con impotencia—. Esta es mi esposa. Va a esperarme aquí… a esperarnos. ¿Todavía no has sabido nada de nadie?

—No, señor —miró a Rina igual que miró a Decker—. Siento haberles arrastrado hasta aquí. Probablemente no sea nada.

—Sea lo que sea, no es molestia. Vayamos a la habitación.

La mujer de la recepción levantó la mirada.

—¿Va todo bien, señor Whitman?

—Eh, sí —Gabe puso una sonrisa forzada—. Todo bien.

—¿Está seguro?

Gabe asintió con rapidez. Decker se volvió hacia Rina.

—Te veo en un rato.

—Tómate tu tiempo.

Decker y su joven acompañante salieron al aire fresco y neblinoso de la noche y guardaron silencio mientras caminaban. Los caminos parecían distintos por la noche a como habían sido durante el día. Con la iluminación artificial camuflada entre las plantas, todo el complejo tenía un aspecto surrealista, como el decorado de una película. Gabe pasó de un jardín a otro hasta llegar al bungaló que compartía con su madre. Abrió la puerta, dio al interruptor de la luz y ambos entraron.

—Está justo como la dejé —anunció el joven.

Y prácticamente igual a como estaba cuando Decker se había marchado esa tarde. Las flores que Chris le había regalado a Terry estaban en un jarrón sobre la mesita del café. El vaso de whisky de Donatti se encontraba en el fregadero del mueble bar. Habían vaciado el cubo de basura y el sofá del salón se había convertido en cama. Sobre una bandeja de plata había varias chocolatinas y la carta del servicio de habitaciones para el desayuno. En la mesita había agua y se oía música clásica procedente del equipo de sonido.

—¿Duermes aquí?

Gabe asintió.

Decker entró en el dormitorio. La cama de Terry estaba también preparada.

—¿Las camas estaban abiertas cuando llegaste sobre las seis?

—No, señor. Vinieron más tarde, sobre las ocho —hizo una pausa—. Probablemente no debería haberles dejado entrar, ¿verdad?

—No importa, Gabe —Decker observó la habitación. Había mucha ropa en el armario y una pequeña caja fuerte. Le preguntó al chico si conocía la combinación de la caja.

—La de esta no la conozco, pero sí sé qué código utiliza habitualmente mi madre.

—¿Podrías intentar abrirla?

—Claro.

Gabe introdujo una serie de números. Tuvo que hacer dos intentos, pero al final la puerta se abrió. La caja estaba llena de joyas y dinero en efectivo.

—¿Tienes algo para transportar los objetos de valor? —le preguntó Decker.

—¿Por qué?

—Si tu madre no vuelve, no puedes quedarte aquí solo.

—No me pasará nada.

—Estoy seguro de que sabes cuidar de ti mismo, pero soy policía y tú eres menor. Estaría quebrantando la ley si te dejara quedarte aquí solo. Además, dadas las circunstancias, no querría que estuvieras solo ni aunque tuvieras dieciocho años.

—¿Y dónde va a llevarme?

—Puedes elegir —Decker se frotó las sienes—. Sé que tienes un abuelo y una tía que viven en Los Ángeles. ¿Te sentirías cómodo llamando a alguno de ellos? No me importa llevarte.

—¿Esa es mi única opción?

—Podrías pasar la noche en mi casa y, con suerte, las cosas se habrán solucionado por la mañana.

—Esa sería mi primera opción. Preferiría eso a ir con mi abuelo. Mi tía es maja, pero un poco despistada. No es mucho mayor que yo.

—¿Cuántos años tiene Melissa?

—Veintiuno…, pero es muy inmadura.

—De acuerdo. Esto es lo que haremos. Te irás a casa con mi esposa. Yo me quedaré por aquí un rato e intentaré averiguar qué sucede.

—¿Por qué no puedo quedarme aquí con usted mientras intenta averiguarlo?

—Porque puede que tarde un buen rato. Es mejor que te vayas a casa con mi mujer y me dejes hacer mi trabajo. Te veré por la mañana. Si tu madre regresa, te llamaré de inmediato. Y, si sabes algo de ella o de tu padre, me llamas para no andar perdiendo el tiempo. ¿Te parece bien?

El muchacho asintió.

—Gracias, señor. Se lo agradezco mucho.

—No hay de qué —Decker sacó una libreta—. Tengo el número de tu madre. Necesitaré el de tu padre y también tu móvil.

Gabe recitó una serie de números.

—Sabrá que mi padre cambia de número cada poco tiempo. Puede que un día dé señal y al siguiente ya no.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con tu padre?

—Déjeme pensar. Chris me llamó el sábado por la mañana… sobre las once. Acababa de aterrizar. Me dijo que estaba en el aeropuerto y que al día siguiente se reuniría con mi madre.

—¿Y tú qué dijiste?

—No lo recuerdo bien. Le dije que… vale. Luego me preguntó cómo estaba mi madre y le dije que bien. Fue una conversación de dos minutos…, lo típico entre nosotros —se mordió el labio—. En realidad a Chris no le caigo bien. Soy una molestia, algo que se interpone entre mi madre y él. Apenas me habla salvo que se trate de mi música o de mi madre, pero se ve obligado a tratar conmigo porque soy lo que le une a ella. Es todo un desastre.

—Tu padre es un desastre. Por casualidad no sabrás el número de su vuelo, ¿verdad?

Gabe negó con la cabeza.

—¿Sabes con qué aerolínea suele volar?

—Cuando no vuela en avión privado, suele ir con American Airlines en primera clase de costa a costa. Le gusta estirar las piernas.

—Si se fuera de Los Ángeles, ¿dónde crees que iría?

—Podría irse a casa. O podría irse a Nevada y quedarse allí un tiempo.

—Tiene burdeles en Elko, ¿verdad? —el muchacho se sonrojó y Decker preguntó—: ¿Sabes cómo se llaman esos locales?

—Uno es La Cúpula del Placer —tenía la cara roja—. El Palacio del Placer… Tiene como tres o cuatro sitios con la palabra «placer».

—¿Has intentado llamar a esos sitios?

El chico negó con la cabeza.

—No tengo los números. Puede que aparezcan en la guía. Podría llamar a información si quiere.

—No. Yo me encargo. Prepara una bolsa con algunas cosas, saca el dinero y las joyas de la caja fuerte y después te acompañaré al vestíbulo.

—Siento ser una molestia. Me siento como un idiota.

—No es molestia —le pasó un brazo por los hombros. Al principio el chico se puso rígido, pero después relajó los hombros bajo el peso del brazo de Decker—. Y no te preocupes demasiado. Probablemente todo se solucione.

—Todo se soluciona. A veces se soluciona para bien. A veces para mal. Es esa segunda opción la que me preocupa.