Durante los seis
inolvidables años que mediaron entre 1814 y 1820, la villa de
Madrid presenció muchos festejos oficiales con motivo de ciertos
sucesos declarados faustos en la Gaceta de entonces. Se alzaban
arcos de triunfo, se tendían colgaduras de damasco, salían a la
calle las comunidades y cofradías con sus pendones al frente, y en
todas las esquinas se ponían escudos y tarjetones, donde el poeta
Arriaza estampaba sus pobres versos de circunstancias. En aquellas
fiestas, el pueblo no se manifestaba sino como un convidado más,
añadido a la lista de alcaldes, funcionarios, gentiles-hombres,
frailes y generales; no era otra cosa que un espectador, cuyas
pasivas funciones estaban previstas y señaladas en los artículos
del programa, y desempeñaba como tal el papel que la etiqueta le
prescribía.
Las cosas pasaron de distinta manera en el período del 20 al 23,
en que ocurrieron los sucesos que aquí referimos. Entonces la
ceremonia no existía, el pueblo se manifestaba diariamente sin
previa designación de puestos impresa en la Gaceta; y sin necesidad
de arcos, ni oriflamas, ni banderas, ni escudos, ponía en
movimiento a la villa entera; hacía de sus calles un gran teatro de
inmenso regocijo o ruidosa locura; turbaba con un solo grito la
calma de aquel que se llamó el Deseado por una burla de la
historia, y solía agruparse con sordo rumor junto a las puertas de
Palacio, de la casa de Villa o de la iglesia de Doña María de
Aragón, donde las Cortes estaban.
¡Años de muchos lances fueron aquellos para la destartalada,
sucia, incómoda, desapacible y obscura villa! Sin embargo, no era
ya Madrid aquel lugarón fastuoso del tiempo de los reyes tudescos:
sus gloriosas jornadas del 2 de Mayo y del 3 de Diciembre, su
iniciativa en los asuntos políticos, la enaltecían sobremanera.
Era, además, el foro de la legislación constituyente de aquella
época, y la cátedra en que la juventud más brillante de España
ejercía con elocuencia la enseñanza del nuevo derecho.
A pesar de todos estos honores, la villa y corte tenía un
aspecto muy desagradable. Mari-Blanca continuaba en la Puerta del
Sol como la más concreta expresión artística de la cultura
matritense. Inmutable en su grosero pedestal, la estatua, que en
anteriores siglos había asistido al tumulto de Oropesa y al motín
de Esquilache, presidía ahora el espectáculo de la actividad
revolucionaria de este buen pueblo, que siempre convergía a aquel
sitio en sus ovaciones y en sus trastornos.
Si fuera posible trasladar al lector a las gradas de San Felipe,
capitolio de la chismografía política y social, o sentarle en el
húmedo escaño de la fuente de Mari-Blanca, punto de reunión de un
público más plebeyo, comprendería cuán distinto de lo que hoy vemos
era lo que veían nuestros abuelos hace medio siglo. De fijo
llamaría su atención que una gran parte de los ociosos, que en
aquel sitio se reúnen desde que existe, lo abandonaban a la caída
de la tarde para dirigirse a la Carrera de San Jerónimo o a otra de
las calles inmediatas. Aquel público iba a los clubs, a las
reuniones patrióticas, a La Fontana de Oro, al Grande Oriente, a
Lorencini, a La Cruz de Malta. En los grupos sobresalían algunas
personas que, por su ademán solemne, su mirada protectora, parecían
ser tenidas en grande estima por los demás. Aparentaban querer
imponer silencio a la multitud; otras veces, extendiendo los brazos
en cruz, volvíanse atrás como quien pide atención: todo esto hecho
con una oficiosa gravedad que indicaba influjo muy grande o
presunción no pequeña.
La mayor parte se dirigía a la Carrera. Es porque allí estaba el
club más concurrido, el más agitado, el más popular de los clubs:
La Fontana de Oro. Ya entraremos también en el café revolucionario.
Antes crucemos, desde el Buen Suceso a los Italianos, esta alegre y
animada Carrera de los Padres Jerónimos, que era entonces lo que es
hoy y lo que será siempre: la calle más concurrida de la
capital.
Pero hoy, cuando veis que la mayor parte de la calle está
formada por viviendas particulares, no podéis comprender lo que era
entonces una vía pública ocupada casi totalmente por los tristes
paredones de tres o cuatro conventos. Imposible es comprender hoy
la obscuridad que proyectaban sobre la entrada de la Carrera el
ancho paredón del Monasterio de la Victoria por un lado, y la sucia
y corroída tapia del Buen Suceso por otro. Más allá formaban en
línea de batalla las monjas de Pinto; por encima de la tapia, que
servía de prolongación al convento, se veían las copas de los
cipreses plantados junto a las tumbas. Enfrente campeaba la ermita
de los Italianos, no menos ridícula entonces que hoy, y más abajo,
en lo más rápido del declive, el Espíritu Santo, que después fue
Congreso de los Diputados.
Las casas de los grandes alternaban con los conventos. En lo más
bajo de la calle se veía la vasta fachada del palacio de
Medinaceli, con su ancho escudo, sus innumerables ventanas, su
jardín a un lado y su fundación piadosa a otro; enfrente los
Valmedianos, los Pignatellis y Gonzagas; más acá los Pandos y
Macedas, y, finalmente, la casa de Híjar, que hasta hace poco
ostentaba en su puerta la cadena histórica, distintivo de la
hospitalidad ofrecida a un monarca. Quedaba para casas
particulares, para tiendas y sitios públicos la tercera parte de la
calle: esto es lo que describiremos con más detención, porque es
importante dar a conocer el gran escenario donde tendrán lugar
algunos importantes hechos de esta historia.
Entrando por la Puerta del Sol, y pasado el convento de la
Victoria, se hallaba un gran pórtico, entrada de una antiquísima
casa que, a pesar de su escudo decorativo, grabado en la clave del
balcón, era en aquel tiempo una casa de vecindad en que vivían
hasta media docena de honradas familias. Su noble origen era
indudable; pero fue adquirida no sabemos cómo por la comunidad
vecina, que la alquiló para atender a sus necesidades. En dicho
portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes
carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un
memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el
mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de
quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de
Ocaña a la Corte para hacer carrera en el comercio. Constaba su
tienda de tres menguados cajoncillos, en que había algunos paquetes
de peines, unas cuantas cajas de obleas, juguetes de chicos y un
gran manojo de rosarios con cruces y medallones de estaño.
La parte de la izquierda, y especialmente el rincón contiguo a
la puerta, era un lugar en el que el público ejercía un
incontestable derecho de servidumbre. Era un centro urinario: la
secreción pública había trocado aquel rincón en foco de inmundicia,
y especialmente por las noches la ofrenda líquida aumentaba de tal
modo, que el escribiente y su hermano hacían propósito firme de
abandonar el local. En vano se amonestaba al público con terribles
pragmáticas de policía urbana, promulgadas por la autorizada voz
del memorialista. El público no renunciaba por esto a su costumbre,
y de seguro lo habrían pasado mal los dos hermanos si hubieran
tratado de impedir por la fuerza la libertad mingitoria, autorizada
por un derecho consuetudinario que, según la feliz expresión de un
parroquiano de aquel sitio, radicaba en la naturaleza del hombre y
en la hospitalidad forzosa del vecindario.
Enfrente de este portal clásico había una puertecilla, y por los
dos yelmos de Mambrino, labrados en finísimo metal de Alcaraz y
suspendidos a un lado y otro, se venía en conocimiento de que
aquello era una barbería. Por mucho de notable que tuviera el
exterior de este establecimiento, con su puerta verde, sus cortinas
blancas, su redoma de sanguijuelas, su cartel de letras rojas,
adornado con dos viñetas dignas de Maella, que representaban la una
un individuo en el momento de ser afeitado, y la otra una dama a
quien sangraban en un pie, mucho más notable era su interior. Tres
mozos, capitaneados por el maestro Calleja, rapaban semanalmente
las barbas de un centenar de liberales de los más recalcitrantes.
Allí se discutía, se hablaba del Rey, de las Cortes, del Congreso
de Verona, de la Santa Alianza. Oiríais allí la peroración
contundente del oficial primero y más antiguo, mozo que se decía
pariente de Porlier, el mártir de la Libertad. Al compás de la
navaja se recitaban versos amenizados con agudezas políticas; y las
voces camarilla, coletilla, trágala, Elío, la Bisbal, Vinuesa,
formaban el fondo de la conversación. Pero lo más notable de la
barbería más notable de Madrid, era su dueño, Gaspar Calleja (se
había quitado el Don después de 1820), héroe de la revolución, y
uno de los mayores enemigos que tuvo Fernando el año 14. Así lo
decía él.
Más lejos estaba la tienda de géneros de unos irlandeses
establecidos aquí desde el siglo pasado. Vendían, juntamente con el
raso y el organdí, encajes flamencos y catalanes, alepín para
chalecos, ante para pantalones, corbatas de color de las llamadas
guirindolas, y carrikes de cuatro cuellos, que estaban entonces en
moda. El patrón era un irlandés gordo y suculento, de cara
encendida, lustrosa y redonda como un queso de Flandes. Tenía fama
de ser un servilón de a folio; pero, si esto era cierto, las
circunstancias constitucionales del país, y especialmente de la
Carrera de San Jerónimo, le obligaban a disimularlo. Fundábanse los
que tan feo vicio imputaban al irlandés, en que cuando pasaba por
la calle la Majestad de Fernando o Amalia, la Alteza de mi tío el
doctor o de don Carlos, el buen comerciante dejaba apresuradamente
su vara y su escritorio para correr a la puerta, asomándose con
ansiedad y mirando la real comitiva con muestras de ternura y
adhesión. Pero esto pasaba, y el irlandés volvía a su habitual
tarea, haciendo todas las protestas que sus amigos le exigían.
Cerca de la tienda del irlandés se abría la puerta de una
librería, en cuyo mezquino escaparate se mostraban abiertos por su
primera hoja algunos libros, tales como la Historia de España, por
Duchesnes; las novelas de Voltaire, traducidas por autor anónimo;
Las noches, de Young; el Viajador sensible, y la novela de Arturo y
Arabella, que gozaba de gran popularidad en aquella época. Algunas
obras de Montiano, Porcell, Arriaza, Olavide, Feijoo, un tratado
del lenguaje de las flores y la Guía del comadrón, completaban el
repertorio.
Al lado, y como formando juego con este templo literario, estaba
una tienda de perfumería y bisutería con algunos objetos de caza,
de tocador y de encina, que todo esto formaba comercio común en
aquellos días. Por entre los botes de pomadas y cosméticos; por
entre las cajas de alfileres y juguetes, se descubría el perfil
arqueológico de una vieja que era ama, dependiente y aun fabricante
de algunas drogas. Más allá había otra tienda obscura, estrecha y
casi subterránea en que se vendían papel, tinta y cosas de
escritorio, amén de algún braguero u otro aparato ortopédico de
singular forma. En la puerta pendía colgado de una espetera un
manojo de plumas de ganso, y en lo más profundo y más lóbrego de la
tienda lucían, como los ojos de un lechuzo en el recinto de una
caverna, los dos espejuelos resplandecientes de don Anatolio Mas,
gran jefe de aquel gran comercio.
Enfrente había una tienda de comestibles; pero de comestibles
aristocráticos. Existía allí un horno célebre, que asaba por
Navidades más de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las
empanadas de perdices y de liebres no tenían rival; sus pasteles
eran celebérrimos, y nada igualaba a los lechoncillos asados que
salían de aquel gran laboratorio. En días de convite, de cumpleaños
o de boda, no encargar los principales platos a casa de Perico el
Mahonés (así le llamaban), hubiera sido indisculpable desacato. Al
por menor se vendían en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas
de Inglaterra y mantecadas de Astorga.
No lejos de esta tienda se hallaban las sedas, los hilos, los
algodones, las lanas, las madejas y cintas de doña Ambrosia (antes
de 1820 la llamaban la tía Ambrosia), respetable matrona,
comerciante en hilado; el exterior de su tienda parecía la boca
escénica de un teatro de aldea. Por aquí colgaba, a guisa de
pendón, una pieza de lanilla encarnada; por allí un ceñidor de
majo; más allá ostentaba una madeja sus innumerables hilos blancos,
semejando los pistilos de gigantesca flor; de lo alto pendía algún
camisolín, infantiles trajes de mameluco, cenefas de percal, sartas
de pañuelos, refajos y colgaduras. Encima de todo esto, una larga
tabla en figura de media, pintada de negro, fija en la muralla y
perpendicular a ella, servía de muestra principal. En el interior
todo era armonía y buen gusto; en el trípode del centro tenían
poderoso cimiento las caderas de doña Ambrosia, y más arriba se
ostentaba el pecho ciclópeo y corpulento busto de la misma. Era
española rancia, manchega y natural de Quintanar de la Orden, por
más señas; señora de muy nobles y cristianos sentimientos. Respecto
a sus ideas políticas, cosa esencial entonces, baste decir que
quedó resuelto, después de grandes controversias en toda la calle,
que era una servilona de lo más exagerado.
Estas tiendas, con sus respectivos muestrarios y sus tenderos
respectivos, constituían la decoración de la calle; había además
una decoración movible y pintoresca, formada por el gentío que en
todas direcciones cruzaba, como hoy, por aquel sitio. Entonces los
trajes eran singularísimos. ¿Quién podría describir hoy la
oscilación de aquellos puntiagudos faldones de casaca? ¿Y aquellos
sombreros de felpa con el ala retorcida y la copa aguda como pilón
de azúcar? ¿Se comprenden hoy los tremendos sellos de reloj,
pesados como badajos de campana, que iban marcando con impertinente
retintín el paso del individuo? Pues ¿y las botas a la farolé y las
mangas de jamón, que serían el último grado de la ridiculez, si no
existieran los tupés hiperbólicos, que asimilaban perfectamente la
cabeza de un cristiano a la de un guacamayo?
El gremio cocheril exhibía allí también sus más característicos
individuos. Lo menos veinte veces al día pasaban por esta calle las
carrozas de los grandes que en las inmediaciones vivían. Estas
carrozas, que ya se han sumergido en los obscuros abismos del no
ser, se componían de una especie de navío de línea, colocado sobre
una armazón de hierro; esta armazón se movía con la pausada y
solemne revolución de cuatro ruedas, que no tenían velocidad más
que para recoger el fango del piso y arrojarlo sobre la gente de a
pie. El vehículo era un inmenso cajón: los de los días gordos
estaban adornados con placas de carey. Por lo común las paredes de
los ordinarios eran de nogal bruñido, o de caoba, con finísimas
incrustaciones de marfil o metal blanco. En lo profundo de aquel
antro se veía el nobilísimo perfil de algún prócer esclarecido, o
de alguna vieja esclarecidamente fea. Detrás de esta máquina,
clavados en pie sobre una tabla, y asidos a pesadas borlas, iban
dos grandes levitones que, en unión de dos enormes sombreros,
servían para patentizar la presencia de dos graves lacayos, figuras
simbólicas de la etiqueta, sin alma, sin movimientos y sin vida. En
la proa se elevaba el cochero, que en pesadez y gordura tenía por
únicos rivales a las mulas, aunque estas solían ser más racionales
que él.
Rodaba por otro lado el vehículo público, tartana, calesa o
galera, el carromato tirado por una reata de bestias escuálidas; y
entre todo esto el esportillero con su carga, el mozo con sus
cuerdas, el aguador con su cuba, el prendero con su saco y una pila
de seis o siete sombreros en la cabeza, el ciego con su guitarra y
el chispero con su sartén.
Mientras nos detenemos en esta descripción, los grupos avanzan
hacia la mitad de la calle y desaparecen por una puerta estrecha,
entrada a un local, que no debe de ser pequeño, pues tiene
capacidad para tanta gente. Aquella es la célebre Fontana de Oro,
café y fonda, según el cartel que hay sobre la puerta; es el centro
de reunión de la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta por la
impaciencia y la inspiración, ansiosa de estimular las pasiones del
pueblo y de oír su aplauso irreflexivo. Allí se había constituido
un club, el más célebre e influyente de aquella época. Sus
oradores, entonces neófitos exaltados de un nuevo culto, han
dirigido en lo sucesivo la política del país; muchos de ellos viven
hoy, y no son por cierto tan amantes del bello principio que
entonces predicaban.
Pero no tenemos que considerar lo que muchos de aquellos jóvenes
fueron en años posteriores. Nuestra historia no pasa más acá de
1821. Entonces una democracia nacida en los trastornos de la
revolución y alzamiento nacional, fundaba el moderno criterio
político, que en cincuenta años se ha ido difícilmente elaborando.
Grandes delirios bastardearon un tanto los nobles esfuerzos de
aquella juventud, que tomó sobre sí la gran tarea de formar y
educar la opinión que hasta entonces no existía. Los clubs, que
comenzaron siendo cátedras elocuentes y palestra de la discusión
científica, salieron del círculo de sus funciones propias aspirando
a dirigir los negocios públicos, a amonestar a los gobiernos e
imponerse a la nación. En este terreno fue fácil que las
personalidades sucedieran a los principios, que se despertaran las
ambiciones, y lo que es peor, que la venalidad, cáncer de la
política, corrompiera los caracteres. Los verdaderos patriotas
lucharon mucho tiempo contra esta invasión. El absolutismo,
disfrazado con la máscara de la más abominable demagogia, socavó
los clubs, los dominó y vendiolos al fin. Es que la juventud de
1820, llena de fe y de valor, fue demasiado crédula o demasiado
generosa. O no conoció la falacia de sus supuestos amigos, o
conociéndola, creyó posible vencerlos con armas nobles, con la
persuasión y la propaganda.
Una sociedad decrépita, pero conservando aún esa tenacidad
incontrastable que distingue a algunos viejos, sostenía encarnizada
guerra con una sociedad lozana y vigorosa llamada a la posesión del
porvenir. En este libro asistiremos a algunos de sus
encuentros.
Sigamos nuestra narración. Los curiosos se paraban ante la
Fontana; salían los tenderos a las puertas; el barbero Calleja, que
se hacía llamar ciudadano Calleja, estaba también en su puerta
pasando una navaja, y contemplando el club y a sus parroquianos con
una mirada presuntuosa, que quería decir: «si yo fuera allá… ».
Algunas personas se acercaban a la barbería formando corro
alrededor del maestro. Uno llegó muy presuroso y preguntó:
«¿Qué hay? ¿Ocurre algo?».
Era el recién venido uno de esos individuos de edad indefinible,
de esos que parecen viejos o jóvenes, según la fuerza de la luz o
la expresión que dan al semblante. Su estatura era pequeña, y tenía
la cabeza casi inmediatamente adherida al tronco, sin mas cuello
que el necesario para no ser enteramente jorobado. El abdomen le
abultaba bastante, y generalmente cruzaba las manos sobre él con
movimiento de cariñosa conservación. Sus ojos eran medio cerrados y
pequeños, pero muy vivos, formando armoniosa simetría con sus
labios delgados, largos y elásticos, que en los momentos más
ardorosos de la conversación avanzaban formando un tubo acústico
que daba a su voz intensidad extraordinaria. A pesar de su traje
seglar, había en este personaje no sé qué de frailuno. Su cabeza
parecía hecha para la redondez del cerquillo, y el ancho gabán que
envolvía su cuerpo, más que gabán, parecía un hábito. Tenía la voz
muy destemplada y acre; pero sus movimientos eran sumamente
expresivos y vehementes.
Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre
y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de
Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del
convento, dejando a los padres con tres palmos de boca abierta. A
fines del siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran
abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo. Desde
entonces fue ardiente liberal hasta la vuelta de Fernando, en que
sus relaciones con el favorito Alagón le proporcionaron un destino
de covachuelista con diez mil reales. Entonces era absolutista
decidido; pero la Jura de la Constitución por Fernando en 1820 le
hizo variar de opiniones, hasta el punto de llegar a alistarse en
la sociedad de los Comuneros y formar pandilla con los más
exaltados. Cuando tengamos ocasión de penetrar en la vida privada
de Carrascosa, sabremos algunos detalles de cierta aventura con una
beldad quintañona de la calle de la Gorguera, y sabremos también
los malos ratos que con este motivo le hizo pasar cierto
estudiantillo, poeta clásico, autor de la nunca bien ponderada
tragedia de los Gracos.
«¿Pues no ha de ocurrir? -dijo Calleja-. Hoy tenemos sesión
extraordinaria en la Fontana. Se trata de pedir al Rey que nombre
un Ministerio exaltado, porque el que está no nos gusta. Tendremos
discurso de Alcalá Galiano».
-Aquel andaluz feo…
-Sí, ese mismo. El que el mes pasado dijo: No haya perdón ni
tregua para los enemigos de la libertad. ¿Qué quieren esos
espíritus obscuros, esos… ? Y por aquí seguía con un pico de
oro…
-Ya les dará que hacer -observó Carrascosa-. ¡Qué elocuencia!
¡Qué talento el de ese muchacho!
-Pues yo, señor don Gil -manifestó Calleja-, respetando la
opinión de usted, para mí tan competente, diré…
Y aquí tosió dos veces, emitió un par de gruñidos por vía de
proemio, y continuó:
«Diré que, aunque admiro como el que más las dotes del joven
Alcalá Galiano, prefiero a Romero Alpuente, porque es más
expresivo, más fuerte, más… pues. Dice todas las cosas con un
arranque… por ejemplo, aquello de ¡al que quiera hierro, hierro!, y
aquello de ¡no buscan los tiranos su apoyo en la vara de la
justicia; búscanle en los maderos del cadalso, en el hombro
deshonrado del verdugo! Si le digo a usted que es un…
-Pues yo -contestó el ex-abate-, aunque admiro también a Romero
Alpuente, prefiero a Alcalá Galiano, porque es más exacto, más
razonador…
-Se engaña usted, amigo Carrascosa. No me compare usted a ese
hombre con el mío; que todos los oradores de España no llegan al
zancajo de Romero Alpuente. Pues ¿y aquel pasaje de los abajos?
Cuando decía: ¡Abajo los privilegios, abajo lo superfluo, abajo ese
lujo que llaman rey… ! ¡Ah! Si es mucha boca aquella…
Calleja repetía estos trozos de discurso con mucho énfasis y
afectación. Recordaba la mitad de lo que oía, y al llegar la
ocasión comenzaba a desembuchar aquel arsenal oratorio, mezclándolo
todo y haciendo de distintos fragmentos una homilía insubstancial y
disparatada. Se nos olvidaba decir que este ciudadano Calleja era
un hombre muy corpulento y obeso; pero aunque parecía hecho
expresamente por la Naturaleza para patentizar los puntos de
semejanza que puede haber entre un ser humano y un toro, su voz era
tan clueca, fallida y aternerada, que daba risa oírle declamar los
retazos de discursos que aprendía en la Fontana.
«Pues no estamos conformes -contestó Carrascosa, accionando con
mucho aplomo-, porque ¿qué tiene que ver esa elocuencia con la de
Alcalá, el cual es hombre que, cuando dice 'allá voy', le levanta a
uno los pies del suelo?».
-Es verdad -dijo, terciando en el debate, uno de los
circunstantes, que debía de ser torero, a juzgar por su traje y la
trenza que en el cogote tenía-; es verdad. Cuando Alcalá embiste a
los tiranos y se empieza a calentar… Pues no fue mal puyazo el que
le metió el otro día a la Inquisición. Pero, sobre todo, lo que más
me gusta es cuando empieza bajito y después va subiendo, subiendo
la voz… Les digo a ustedes que es el espada de los oraores.
-Señores -afirmó Calleja-, repito que todos esos son unos
muñecos al lado de Romero Alpuente. ¡Cómo puso a los frailes hace
dos noches! ¿A que no saben ustedes lo que les dijo? ¿A que no
saben… ? Ni al mismo demonio se le ocurre… Pues los llamó…
¡sepulcros blanqueados!… Miren qué mollera de hombre…
-No se empeñe usted, Calleja -refunfuñó el ex-covachuelista con
alguna impertinencia.
-Pero venga usted acá, señor don Gil -dijo Calleja, haciendo
todo lo posible por engrosar la voz-. ¡Si sabré yo quién es Alcalá
Galiano y los puntillos que calzan todos ellos! ¡A mí con esas! Yo,
que les calo a todos desde que les veo, y no tengo más que oírles
decir castañas para saber de qué palo están hechos…
-Creo, señor don Gaspar, que está usted muy equivocado, y no sé
por qué se cree usted tan competente -indicó Carrascosa en tono muy
grave.
-¿Pues no he de serlo? ¡Yo, que paso las noches oyéndoles a
todos, no saber lo que son! Vamos, que algunos que se tienen por
muy buenos no son más que ingenios de ración y equitación.
-Es verdad también que Romero Alpuente no es ningún rana -dijo
otro de los presentes.
-¿Cómo rana? -exclamó, animándose, Calleja-. ¡Que le sobra
talento por los tejados!… Y a usted, señor Carrascosa, ¿quién le ha
dicho que yo no soy competente? ¿Quién es usted para saberlo?
-¿Que quién soy? ¿Y usted qué entiende de discursos?
-Vamos, señor don Gil, no apure usted mi paciencia. Le digo a
usted que le tengo por un ignorante lleno de presunción.
-Respete usted, señor Calleja -exclamó don Gil un poco
conmovido-; respete usted a los que por sus estudios están en el
caso de… Yo… yo soy graduado en cánones en la Complutense.
-Cánones, ya. Eso es cosa de latín. ¿Qué tiene que ver eso con
la política? No se meta en esas cuestiones, que no son para cabezas
ramplonas y de cuatro suelas.
-Usted es el que no debe meterse en ellas -exclamó Carrascosa
sin poderse contener-; y el tiempo que le dejan libre las barbas de
sus parroquianos, debe emplearlo en arreglar su casa.
-Oiga usted, señor pedante complutense, canonista, teatino, o lo
que sea, váyase a mondar patatas al convento de Móstoles, donde
estará más en su lugar que aquí.
-Caballero -dijo Carrascosa, poniéndose de color de un tomate y
mirando a todos lados para pedir auxilio, porque aunque tenía al
barbero por lo que era, por un solemne gallina, no se atrevía con
aquel corpachón de ocho pies.
-Y ahora que recuerdo -añadió con desdén el rapista-, no me ha
pagado usted las sanguijuelas que llevó para esa señora de la calle
de la Gorguera, hermana del tambor mayor de la Guardia Real.
-¿También me llama usted estafador? Mejor haría el ciudadano
Calleja en acordarse de los diez y nueve reales que le prestó mi
primo, el que tiene la pollería en la calle Mayor; reales que le ha
pagado como mi abuela.
-Vamos, que tú y el pollero sois los dos del mismo estambre.
-Sí, y acuérdese de la guitarrilla que le robó a Perico Sardina
el día de la merienda de Migas Calientes.
-¿La guitarrilla, eh? ¿Dice usted que yo le robé una
guitarrilla? Vamos, no me venga usted a mí con indirectas…
-contestó el barbero, queriendo parecer sereno.
-Véngase usted aquí con pamplinas: si no le conoceremos, señor
Callejón angosto.
-Anda, que te quedaste con la colecta el día de San Antón.
¡Catorce pesos! Pero entonces eras realista y andabas al rabo de
Ostolaza para que te hiciera limpia-polvos de alguna oficina.
Entonces dabas vivas al Rey absoluto, y en la estudiantina del
Carnaval le ofreciste un ramillete en el Prado. Anda, aprende
conmigo, que, aunque barbero, he sido siempre liberal, sí, señores.
Liberal, aunque barbero; que yo no soy cualquier vende-humos, sino
un ciudadano honrado y liberal como cualquiera. Pero miren a estos
realistones: ahora han cambiado de casaca. Después que con sus
delaciones tenían las cárceles atarugadas de gente, se agarran a la
Constitución, y ya están en campaña como toro en plaza, dando vivas
a la libertad.
-Señor Calleja, usted es un insolente.
-¡Servilón!
Esta voz era el mayor de los insultos en aquella época. Cuando
se pronunciaba, no había remedio: era preciso reñir.
Ya el arma ingeniosa, que la industria ha creado para el
mejoramiento y cultivo de las barbas de la mitad del género humano,
se alzaba en la mano del iracundo barbero; ya el agudo filo
resplandecía en lo alto, próximo a caer sobre el indefenso cráneo
del que fue lego, abate y covachuelista, cuando otra mano
providencial atajó el golpe tremendo que iba a partir en dos
tajadas a todo un graduado en cánones de la Complutense. Esta mano
protectora era la mano robusta de la mujer de Calleja, la cual,
desconcertada y trémula al ver desde el rincón de su tienda la
actitud terriblemente agresiva de su esposo, dejó con rapidez la
labor, echó en tierra al chicuelo, que en uno de sus monumentales
pechos se alimentaba, y arreglándose lo mejor que pudo el mal
encubierto seno, corrió a la puerta y libró al pobre Carrascosa de
una muerte segura.
Las tres figuras permanecieron algunos segundos formando un
bello grupo. Calleja, con el brazo alzado y el rostro encendido; su
esposa, que era tan gigantesca como él, le sostenía el brazo; el
pobre Gil, mudo y petrificado de espanto. Doña Teresa Burguillos,
que así se llamaba la dama, era de formas colosales y bastas; pero
tenía en aquellos momentos cierta majestad en su actitud, la cual
recordaba a Minerva en el momento de detener la mano de Aquiles,
pronta a desnudar el terrible acero clásico. El Agamenón de la
Covachuela ofrecía un aspecto poco académico en verdad.
«Ciudadano Calleja -dijo aquella señora en tono muy reposado-,
no emplees tus armas contra ese pelón, que se pudre a todo pudrir:
guárdalas para los tiranos».
Calleja cerró, pues, la navaja, y la guardó para los
tiranos.
Don Gil se apartó de allí, llevado por algunos amigos, que
quisieron impedir una catástrofe; y poco después, el grupo que allí
se había formado estaba disuelto.
La amazona cerró la puerta, y dentro continuó su perorata
interrumpida. No queremos referir las muchas cosas buenas que dijo,
mientras el muchacho se apoderaba otra vez del pecho, que tan
bruscamente había perdido. Baste decir, para que se comprenda lo
que valía doña Teresa Burguillos, que sabía leer, aunque con muchas
dificultades, hallándose expuesta a entender las cosas al revés;
que a fuerza de mascullones podía enterarse de algunos discursos
escritos, reteniéndolos en la memoria; que alentada por la barberil
elocuencia y liberalesca conducta de su esposo, se había hecho una
gran política, y que era muy entusiasta de Riego y de Quiroga,
aunque más que los hombres de sable le gustaban los hombres de
palabra, llegando hasta decir que no conocía caballero más
galantemente discreto que Paco (así mismo) Martínez de la Rosa. Es
casi seguro que manifestó deseos de tener delante al bárbaro Elío
para clavarle sus tijeras en el corazón. Penetremos ahora en la
Fontana.