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Primera edición digital: septiembre 2018
Imagen de la cubierta: Michael Gaida | Pixabay
Corrección: Bárbara Fernández
Revisión: David García Cames

Versión digital realizada por Libros.com

© 2018 Roberto Fernández Marín
© 2018 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17236-92-2

Roberto Fernández Marín

Tierras centrales

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4.  
  5. 1. Antecedentes del lugar
  6. 1817
  7. 1830
  8. 1899
  9. 1972
  10.  
  11. 2. La gente
  12. Proemio
  13. Gabriel. Breve diario de verano
  14. Santiago. La pequeña belleza
  15. Lucía. Los amantes peregrinos
  16. Raquel. Placeres desconocidos
  17. Céline. Los escritores muertos
  18.  
  19. 3. Anejos
  20. Librería de segunda mano
  21. La chica de hierro
  22. Guía de viaje por las Tierras Centrales
  23.  
  24. Listado de personajes
  25. Mecenas
  26. Contraportada

1. Antecedentes del lugar

1817

 

La princesa estaba convencida de que iba a morir. Tenía veintiún años y acababa de parir a un niño enorme que salió de su vientre sin vida. Un equipo formado por los mejores médicos —como no podía ser de otra manera— intentó resucitarlo en vano. Los observadores reales, presentes como testigos del parto, resaltaron todo lo que los rasgos del niño se asemejaban a los de su ilustre familia.

«Ha sido la voluntad de Dios», repuso la princesa desde la cama, exhausta, pero serena, con toda la compostura que sabía que se esperaba de ella, una futura reina. Una compostura inútil a estas alturas. Sabía ya entonces que no le restaba mucho tiempo de existencia, pero aseguró a todo el mundo en la habitación que se encontraba bien, para que se fueran y la dejaran solamente en compañía de su gente más cercana. Su preñez había sido motivo de charlas y especulaciones en todo el país desde que en abril de ese mismo año se confirmara la noticia. ¿Dónde quedaban ahora tantas y tantas predicciones, tantas palabras, cuando el futuro heredero no era más que una criatura muerta antes incluso de haber sido parido? Sólo era el cadáver de un bebé desproporcionado. ¿En qué parte de ese rostro arrugado y apenas formado habían visto los observadores rasgos de la familia real? No eran más que embaucadores; y aquellas palabras habían sido dichas por cortesía y miedo, abrumados por el entorno e inspirados además por una lástima infinita hacia la parturienta, mientras tomaban con cuidado aquel cuerpecillo sin vida entre sus brazos y se lo pasaban de uno a otro, escudriñando su cara, obligándose a encontrar semejanzas con la realeza. ¿Acaso podían hacer y decir otra cosa en ese lugar, frente a esa gente, nada menos que la futura reina y su esposo? Este último había permanecido junto a su mujer casi todo el tiempo; pero, sobrepasado por el trágico acontecimiento, y considerando que había aguantado ya lo suficiente, decidió evadirse, por lo menos de espíritu, y tras consumir un opiáceo, se desplomó sobre la cama de una habitación cercana.

La princesa sabía que iba a morir. ¿Qué ocurriría si lo hacía así, sin hijos? Recordó cómo una de las dinastías más poderosas de Europa, que había dado incontables gobernantes, desapareció con la muerte de un monarca débil y mórbido. Siglos y siglos de historia bajo un mismo nombre interrumpidos de golpe, y lo único que había bastado para tamaña tragedia no eran grandes traiciones ni sangrientas masacres, sino un heredero enfermizo e incapaz de procrear. Sostener así la responsabilidad de generaciones sobre sus hombros hizo que ella, hija única, se mareara. Envidió por un momento la suerte de otros moribundos. Su desaparición no implicaba nada, no estaban llevando a la catástrofe a ningún linaje legendario. Cómo sería irse sin tener que rendir cuentas a los antepasados, borrarse sabiendo que sólo era la vida propia la que se detenía, y no además la de tantos nombres detrás de ella. Su abuelo era el rey, y cuando muriera, su primogénito, el padre de la princesa, heredaría el cargo. Después de él, en teoría, ella sería reina. Y luego lo habría sido su hijo. Le entraban ganas de reírse violenta y amargamente ante esta idea. Tantos siglos para nada. Qué estupidez, en el fondo. Una horrible fatiga física y mental la invadía por completo. Sólo quería descansar. Ni siquiera había empezado a aceptar la idea de que su hijo, el niño que acababa de parir, estuviera muerto. No mantendría esa calma, provocada en gran parte por su inmenso cansancio, si esta idea se adueñara de en su cabeza. Trató de dormir algo, y recuperar fuerzas.

Cerró los ojos, pero no logró conciliar el sueño por completo a pesar del agotamiento. Flotando en la duermevela, perdió la noción del tiempo. De repente, sintió cómo su estómago se retorcía e, inclinándose sobre la cama, comenzó a vomitar. La ayuda llegó al instante, pero la consternación y el miedo eran evidentes en todos los rostros. Ellos también habían empezado a comprender lo que la princesa sabía desde el principio. Se sentía aterida, como si alguien hubiera insuflado un hálito frío en su interior. Sangraba. El partero encargado de sus cuidados durante la gestación se vio sobrepasado por la situación; sus métodos habituales no podían contener la hemorragia. Su turbación era evidente. «Quiero ver a mi marido», dijo ella entonces, tan débil que hizo imposible ya cualquier intento de ocultar el inevitable desenlace. Murió antes de que los médicos tuvieran tiempo siquiera de despertar a su esposo, todavía aletargado por la sustancia consumida. Toda la nación cayó en el luto. Gente de todas las clases sociales lucía pedazos de tela negra atados en torno a sus brazos. Las tiendas, las instituciones, los puertos, cerraron en señal de duelo. Enterraron a la princesa con su hijo a los pies. Tres meses después, el avergonzado partero se pegó un tiro.

El rey quedó así sin nietos. Era precisa una solución inmediata. Varios de sus hijos mostraron su deseo de embarcarse en la tarea de dar un heredero al país. Uno de ellos, que vivía tranquilamente en el extranjero con su amante, la abandonó sin contemplaciones ante aquella expectativa inesperada de inmenso poder; una expectativa inconcebible años antes, ni siquiera en sus sueños más desbocados. Pronto encontró una mujer del rango adecuado en la que llevar a cabo sus planes. Tuvieron una única hija. La llamaron Alexandrina Victoria.

1830

 

Bromwycham es uno de los primeros topónimos que aparecen en los diarios que la reina Victoria comenzó en 1832, a la edad de trece años, siendo aún princesa. Ese mismo año visitó la ciudad y su región, conocida con el pragmático y poco ceremonioso nombre de Midlands, es decir, tierras centrales. Ya había estado allí dos años antes, así que en esta ocasión no se detiene mucho. Parte de su viaje cubría la distancia entre Bromwycham y Wolverhampton, área industrial llena de fábricas, minas, fundiciones y chimeneas. Victoria comienza escribiendo con frases concisas y secas, no carentes de cierto encanto:

Hemos visitado las fábricas, que son muy curiosas. Llueve mucho.

A continuación, describe el paisaje a su alrededor en una estampa que resulta sorprendente por lo que tiene de literaria y tétrica. Podría definirse casi como dickensiana si no fuera porque en 1832 Dickens aún no había comenzado a publicar.

Atravesamos una pequeña ciudad donde están todas las minas de carbón y en varios lugares se ve desde la distancia la tenue luz del fuego de las máquinas. Los hombres, mujeres, niños, región y casas son todos negros. Pero no puedo ofrecer una descripción que dé idea de su extraña y extraordinaria apariencia.

E inmediatamente después viene la frase lapidaria que parece actuar a modo de resumen y corolario de la experiencia de aquella muchacha de trece años, el único sentimiento posible que un lugar como Bromwycham y alrededores sería capaz de provocarle durante el resto de su larga vida:

La región es desolada en todas partes.

Y sigue expresando con perspicacia opiniones personales que no estarían fuera de lugar en una novela:

Justo ahora veo un extraordinario edificio llameando con fuego. La región continúa negra, maquinaria ardiente, carbón, en abundancia, por todas partes, humeantes y abrasadoras pilas de carbón, entremezcladas con chozas miserables y harapientos niños pequeños.

Varios años después de la visita de Victoria, y como si ella lo hubiera presagiado, se empezó a popularizar el término Black Country, Región Negra, para referirse a esta zona al oeste de Bromwycham, definida por el voraz y británico desarrollo industrial. A día de hoy aún mantiene el apelativo.

A pesar de esta mención temprana, ni Bromwycham ni el Black Country vuelven a aparecer mucho en los diarios de la reina Victoria, y cuando lo hacen suele ser de modo secundario, referido a otras cuestiones, y nunca debido a una especial predilección por el lugar.

Volvió a visitar la ciudad de Bromwycham el 15 de junio de 1858, ya como reina, para la inauguración de un parque. El tono del diario es más afable esta vez. La ciudad engalanada para la ocasión y las multitudes expectantes parecen ser del gusto de la monarca; pero, si bien describe con cierto detalle la decoración, las pancartas que la reciben, el ambiente general y las personalidades con las que trata, parece haberse perdido esa agudeza de la Victoria adolescente. Comen en Aston Hall, una mansión jacobina del siglo XVII, donde ya estuviera en 1830. Todas las descripciones resultan amables pero protocolarias. Hay cierta excitación cuando menciona que ya había visitado Aston Hall de niña, pero eso es todo. No existe aquí ninguno de los destellos de literatura que había en los diarios de hace veintiséis años.

En la última mención a la ciudad en los diarios de la reina Victoria, en 1899, esta habla de unas cabezas de ganado que se disponen a partir hacia Bromwycham.

En 1901 renombraron una plaza como Victoria Square y erigieron una estatua en su honor. Doce días más tarde la reina murió; como si, por alguna razón profunda e inexplicable, alguien que ya gozaba de estatuas por todo el mundo, hubiera estado esperando a tener una en Bromwycham para fallecer.

1899

 

Herbert Manzoni nació en 1899 en Birkenhead, región de Merseyside, no muy lejos, pero tampoco muy cerca, de la ciudad que tanto contribuiría a transformar. Su padre era un escultor milanés prácticamente desconocido hoy (y se intuye vagamente que también lo fue en su propia época), cuyas únicas obras rastreables parecen ser un jarrón de terracota y el diseño de los maceteros de las ventanas del Ayuntamiento de Liverpool. El joven Herbert participó en el último período de la Primera Guerra Mundial, formando parte del Regimiento n.º 12 de lanceros al principio, y del Regimiento n.º 7 de Middlesex después, en una carrera sin pena ni gloria de la que por lo menos salió vivo, trayendo consigo recuerdos de destrucción de los que procuraría hacer buen uso en años posteriores. A su regreso, empezó a estudiar Ingeniería en la Universidad de Liverpool, cuyo edificio principal, un bloque victoriano de ladrillo rojo y alargadas ventanas, coronado por un reloj de cuatro caras, no pareció hacer mucha mella en Herbert; antes se diría que contribuyó a esa tendencia suya, ya latente, de contraponerse al pasado. Con veinticuatro años llegó a Bromwycham, y con veintiocho, en una meteórica carrera, ya era ingeniero jefe en el Departamento de Alcantarillado y Aguas Fluviales. Se hizo conocido por su tenacidad y poder de persuasión. Todos aquellos con los que trataba, de colegas a políticos, entendían que sus propuestas eran razonables y sensatas cuando las explicaba con ese tono de voz calmado y seguro propio del que se siente hombre de su tiempo. En 1935, tras una serie de ascensos que a otros les llevarían décadas, se convirtió finalmente en ingeniero de la ciudad (city engineer), lo cual le otorgaba, en la teoría y en la práctica, poderes urbanísticos para hacer lo que considerara oportuno. Empezó a trazar las líneas maestras de su plan antes de la Segunda Guerra Mundial. Cuando el conflicto llegó, la destrucción causada por los ataques de la Luftwaffe a Bromwycham fue una señal para Herbert, casi como si un poder superior le confirmara que era él, sin duda, quien tenía razón, y no sus enemigos. El futuro estaba aquí y eran precisas soluciones cuanto antes. La imperiosa necesidad de reconstrucción terminada la guerra hizo que le dieran más poder incluso para implementar su visión. La única opción posible para seguir adelante —cada vez lo veía más y más claro— era desterrar el pasado y abrazar lo nuevo, abrazar ese porvenir de progreso y velocidad casi con la furia de un futurista italiano.

Herbert, sabiéndose responsable del futuro de aquella ciudad que había empezado a amar, se puso manos a la obra.

1972

 

Si las ciudades debieran ser juzgadas por las estatuas que las pueblan, nadie hubiera sabido encontrar una definición adecuada para Bromwycham esa mañana de marzo de 1972, cuando un gorila azulado de unos cinco metros apareció en los jardines Manzoni.

Cuando le preguntaron al artista por el motivo de su estatua, respondió, desdeñoso y cómico, que tenía «sus propias razones baladíes» para hacerlo. Una respuesta al fin y al cabo esperable en un artista pop que creaba obra pop. Quizá sería más revelador preguntarse por los motivos que impulsaron a los responsables a patrocinar esa y no otra escultura. Cualquier paseante puede atestiguar, incluso hoy, que hay algo en la atmósfera de Bromwycham que promueve la rareza en las obras de arte públicas. Por ejemplo, Swing 1988, de Kevin Atherton, que representa el movimiento de un columpio congelado en el tiempo; o Thomas Attwood, de 1993, conocida como Birmingham Man, que muestra a un político en insólita postura, recostado sobre los peldaños de Chamberlain Square, y que durante la noche puede confundirse con un borracho; o el bajorrelieve de 1968 de Old Square, donde el único propósito de todas las representaciones de hombres y animales parece ser llevar la caricatura a su punto extremo. También en la misma plaza está Tony Hancock, un hombre que viste un sombrero y tiene una expresión terriblemente sombría, que bien podría ser un actor de cine negro, pero es un cómico que acabó suicidándose. Forward, de 1991, en Centenary Square y ya desaparecida, mostraba a un grupo de gente representativo de la ciudad en estilo infantilizado y con colores poco habituales: parecía casi hecha de mazapán, como si desde un principio fuera consciente del carácter efímero que se confirmó cuando unos vándalos le prendieron fuego unos años después. Hay tantas estatuas insólitas en Bromwycham que podría escribirse un libro sobre ellas. Muchas ya han desaparecido, en parte como consecuencia de su propia rareza, en parte por esa necesidad imperiosa que Bromwycham siempre parece tener por reciclarse. Así, bajo las palabras displicentes del artista se escondía un respeto a la tradición de la ciudad que para los no iniciados en Bromwycham era como un juego, casi como una burla.

En julio de ese año, durante una huelga nacional de constructores, dos obreros subieron a los hombros del gorila y colgaron una pancarta, haciéndole simpatizante de su petición de mejoras laborales. Cumplía así, de modo involuntario, una función social que ninguna de las otras estatuas convencionales —la reina Victoria, políticos varios…— habrían pensado jamás en alcanzar.

Pasado un tiempo, un vendedor de coches —que se parecía ligeramente a Michael Caine— la compró para usarla, como no podía ser de otra manera, de reclamo publicitario para su negocio. El generoso gorila era igual de eficiente como obra de arte pop que como publicidad vistosa.

Aún en Bromwycham, cambió de ubicación una vez más antes de dirigirse a Edimburgo. Incluso hubo rumores de que el gorila había desaparecido, pero eran infundados. Sufrió tambien varios cambios de imagen: lo pintaron de rosa, de blanco… En 2005, el gorila viajó de nuevo, esta vez a Penrith, donde, cansado de tanto trajín, decidió yacer boca arriba un tiempo. Cuando se redescubrió la estatua, en 2011, los habitantes de Bromwycham se dieron cuenta de que todo era cierto y de que en ese gorila se encontraba, de un modo u otro, parte de la esencia de la ciudad, así que reclamaron su vuelta. Pero, tal vez de manera inevitable, el propietario le había tomado apego y no pensaba deshacerse de ella tan fácilmente.

En 2016 fue trasladado a Leeds con motivo de una exposición, cerrando así el círculo: de obra de arte a objeto publicitario y de vuelta al mundo del arte. El gorila se dijo que, en el fondo, no había tanta diferencia. Allí permanece de momento. Se anuncia que a dicha exposición acudirá el artista original. Aunque nadie lo diga a viva voz, todos esperan que ofrezca una explicación mejor de los motivos que le llevaron a crear ese gorila, sobre todo ahora que con el tiempo ha tomado vida propia. Pero en el fondo saben que no pueden ser contentados; saben que volverá a hablar sobre sus «razones baladíes», y lo acepten o no, en esas dos palabras se encuentra todo el misterio de la creación humana.

2. La gente

Proemio

 

Escuchó historias de gente que había viajado, que había cambiado y que había conseguido cosas que antes no sospechaba. Él quería cambiar más que nada en el mundo. Viajó, consiguió cosas que antes no sospechaba, pero comprobó desesperado que seguía siendo el mismo idiota que era antes de partir.

Gabriel. Breve diario de verano

 

11 de julio. 2014

He venido a ver a mi amigo Gabriel. Está trabajando en una antigua ciudad industrial inglesa. En realidad, este breve viaje forma parte de uno mayor, de más días, que he realizado con mi novia a Londres. Laura fantaseaba con ello desde hace tiempo, fascinada desde años atrás por la idea de pisar y formar parte, brevemente, de uno de los lugares más conocidos del mundo. Una de sus intenciones —nunca me lo ocultó— era pasar tardes enteras de tiendas, lo cual a mí —tampoco se lo oculté— no me entusiasmaba. De modo que decidimos seguir rumbos distintos durante tres días. Ella tendría su tiempo a solas para dedicar a las compras, y yo aprovecharía para visitar a mi amigo, ya que estaba en el mismo país. La verdad, dudo que lo hubiese hecho en otras circunstancias. Seguramente no habría realizado este viaje desde España sólo para verle a él.

Ya por teléfono me dijo que no vivía en un sitio muy especial, pero no podía imaginar que hubiese sido tan sincero. Hemos dado una vuelta por el centro y me ha dicho, siempre con esa sonrisa torcida —como si no quisiera que nada de lo que dijera fuese tomado muy en serio—, que ya he visto lo mejor que ofrece ese lugar, que eso era todo. De camino al primer bar, ha añadido que tampoco habría mucha diferencia de ser otra la ciudad en lugar de aquella: que las hileras de viviendas unifamiliares de ladrillo con ventanas-mirador, los edificios fabriles semiabandonados y el cielo nublado se repiten, con variaciones pero sin sorpresas, en el resto del país. Me reí. No sé por qué.

12 de julio. 2014

No esperaba encontrar a Gabriel así. No sabría decir cómo esperaba encontrarle, pero no así. Pensaba que todo sería como antes, en España: un tipo normal, unas charlas habituales, unas borracheras comunes. Y aunque, en apariencia, no puedo negar que nos hayamos desviado de este plan desde que le he visto, sí puedo decir que hay algo en el fondo de su voz, en su manera de expresarse. Es difícil describirlo. Me cuenta que tiene un grupo de amigos, pero que trabajan en hoteles y bares, y que con esos horarios es difícil quedar. No sé si creerle, a estas alturas. No sé si está solo. Y en este caso, ¿qué sigue haciendo aquí?

Diría que le hace falta una novia, pero cuando intento sacar el tema parece obviarlo y derivarlo a una de sus bromas. Viéndole, me considero afortunado. Llevo saliendo unos dos años con Laura y, a pesar de todo lo malo —que no ha sido poco—, la sigo queriendo. Gabriel, ¿ha tenido a alguien? No sabría decir, quizá sí, algún idilio fugaz, pero no cabe duda de que nada serio. Los dos estamos ya muy cerca de la treintena, creo que hay que andarse con cuidado de no llegar a cierto punto de la vida solo. Luego es todo mucho más difícil. No quiero imaginar qué haría sin el apoyo de Laura, si tuviera que levantarme día tras día en una cama vacía en una ciudad extraña.

Soy el primero —y, hasta el momento, el único— de nuestro antiguo grupo de amigos que se ha acercado a verle. Si está agradecido, no me lo ha dicho. Si he perturbado algún posible plan que pudiera tener antes de mi visita, tampoco. Me dice que está bien, que tiene trabajo y gana su dinero. Pienso si necesitará, también, decirse a sí mismo estas cosas.

13 de julio. 2014

Hoy por la mañana me ha enseñado un libro de poesía manoseado y con los bordes desgastados que seguramente se trajo desde España. Como alucinado, lo ha abierto por las páginas centrales y me ha señalado un poema de Cernuda titulado «Peregrino». Incómodo, mi mirada lo sobrevoló, pero no quise leerlo. Aun así, capté la última línea: «tus ojos frente a lo antes nunca visto». Le contesté, excusándome, que lo buscaría y lo leería con más detenimiento en otra ocasión, y que le daría mi opinión. Me miró como si esperara una respuesta que no podría darle ni aunque viviera mil años. Cerró el libro restándole importancia y propuso ir a tomar unas cervezas antes de mi partida.

Escribo esto desde mi tren de vuelta a Londres. Siento un alivio indecente de verme libre de la presencia de Gabriel. Me lo imagino caminando solo por las calles, entrando solo a bares, aguantando quién sabe qué, solo, hasta altas horas de la madrugada, tentando a una suerte que no llega, esperando ver algo que nadie haya visto nunca antes. Tengo que llamar a Laura lo antes posible. Su voz, afectuosa y clara. Al menos su voz.