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JOHN DEWEY

LA DEMOCRACIA COMO
FORMA DE VIDA

TRADUCCIÓN, INTRODUCCIÓN
Y SELECCIÓN DE TEXTOS DE
DIEGO ANTONIO PINEDA RIVERA

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Reservados todos los derechos

Copyright © 2017, by the Board of Trustees, Southern Illinois University, reproduced by permission of the publisher.

© Pontificia Universidad Javeriana

©  De la traducción, introducción y selección,  Diego Antonio Pineda Rivera

 

Primera edición: diciembre de 2017

Bogotá, D. C.

ISBN: 978-958-781-159-9

Hecho en Colombia

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Dewey, John, 1859-1952, autor

La democracia como forma de vida / John Dewey ;  traducción, introducción y selección, Diego Antonio Pineda Rivera. -- Primera edición. -- Bogotá : Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2017. (Anábasis Colección)

218 páginas ; 21,5 cm

Incluye referencias bibliográficas.

ISBN : 978-958-781-159-9

1. FILOSOFÍA ESTADOUNIDENSE – SIGLO XX. 2. FILOSOFÍA DE LA DEMOCRACIA. 3. FILOSOFÍA DE LA EDUCACIÓN. 4. AUTONOMÍA EN LA EDUCACIÓN. 5. LIBERTAD ACADÉMICA. I. Pineda Rivera, Diego Antonio, traductor. II. Pontificia Universidad Javeriana. Facultad de Ciencias sociales.

CDD 191 edición 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

inp. 22/09/2017

Prohibida la reproducción total o parcial de este material sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

Cuando pienso en las condiciones bajo las cuales viven hoy tantos hombres y mujeres en muchos países extranjeros, bajo el terror del espionaje y corriendo un peligro latente por reunirse con sus amigos para tener una conversación amigable y por tener reuniones en privado, me siento inclinado a creer que el corazón y la garantía última de la democracia está en las reuniones libres entre vecinos en las esquinas de las calles para discutir y volver a examinar las noticias de cada día leídas en publicaciones sin censura y en las reuniones de amigos en las salas de sus casas y apartamentos para conversar libremente entre sí. La intolerancia, el abuso y las listas negras en las que se registra a todos aquellos que tienen diferencias de opinión en cuestiones religiosas, políticas o económicas —o también a los que difieren por cuestiones de raza, color, riqueza o grado de cultura— son una traición al modo de vida democrático. Es así como todas aquellas cosas que ponen obstáculos a la libertad y al libre flujo de la comunicación levantan barreras que dividen a los seres humanos en grupos y camarillas, en sectas y facciones antagónicas, y, por tanto, van socavando poco a poco el modo de vida democrático. Las garantías meramente legales de las libertades civiles (de la libertad de creencias, de expresión y reunión) son un pobre aval si en la vida cotidiana la libertad de comunicación y el intercambio de ideas, hechos y experiencias se ven trabados por la sospecha mutua, el abuso, el miedo y el odio. Estas cosas destruyen la condición esencial del modo de vida democrático, incluso más efectivamente que la coerción abierta, la cual —como lo prueba el ejemplo de los Estados totalitarios— es efectiva solamente cuando tiene éxito en alimentar el odio, la sospecha y la intolerancia en las mentes de los seres humanos individuales.

JOHN DEWEY, Democracia creativa:
la tarea que tenemos por delante

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INTRODUCCIÓN
LA DEMOCRACIA COMO FORMA DE VIDA:
ALGUNAS COORDENADAS PARA SU COMPRENSIÓN

Decir que la democracia es únicamente una forma de gobierno es como decir que una casa es más o menos lo mismo que una disposición geométrica de ladrillos y cemento, que la iglesia es un edificio en donde hay bancas, púlpito y torres con campanas. Esto es verdad: tales cosas ciertamente son eso. Pero también es falso: son infinitamente más. La democracia, como cualquier otro sistema de gobierno, ha sido finamente modelada a partir de la memoria de un pasado histórico, la conciencia de un presente viviente y el ideal de un futuro por venir. La democracia, en una palabra, es algo social, es decir, es una concepción ética, y sobre su significado ético se apoya su significado como forma de gobierno. La democracia es una forma de gobierno únicamente porque es una forma de asociación moral y espiritual.

JOHN DEWEY, La ética de la democracia

John Dewey ha sido considerado por muchos como “el filósofo de la democracia”. Esta afirmación, como todas aquellas que, por genéricas, resultan inexactas, adolece de una profunda ambigüedad, al menos hasta que podamos entender de una forma aproximada lo que ella pueda significar. Para empezar, Dewey no es —ni nunca pretendió serlo— el inventor de la noción de democracia; muy por el contrario, para él se trata de algo que aprendió de su propio ambiente; algo que, como bien lo indica en muchos de sus textos, formaba parte del sustrato moral en el que se formó: la Norteamérica de la segunda mitad del siglo XIX, la de los años posteriores a la guerra de Secesión (que estalló cuando él no tenía aún dos años de edad), y muy particularmente el estado de Vermont, en la zona de Nueva Inglaterra, donde, como lo expresó en una famosa conferencia sobre la filosofía en Norteamérica, el espíritu democrático estaba arraigado desde el comienzo en la experiencia vital de sus ciudadanos. Dice allí Dewey:

Si se me permitiera hacer una alusión a asuntos personales, diría que nunca dejaré de estar agradecido por haber nacido en una época y un lugar en donde el primitivo ideal de libertad y de una comunidad de ciudadanos que se autogobierna todavía prevalecía de forma suficiente como para que yo me empapara inconscientemente de su significado. En Vermont, quizás más que en cualquier otra parte, estaba arraigada en el espíritu de la gente la convicción de que los gobiernos eran como las casas en donde vivían, pues estaban hechos para contribuir al bienestar humano; y quienes vivían en ellas eran completamente libres para modificarlas y ampliarlas, tanto a estas como a aquellos, cuando el desarrollo de las necesidades de la familia humana exigiera tales alteraciones y modificaciones. Estaba tan arraigada esta convicción en los habitantes de Vermont que, todavía hoy, creo yo que uno es más lealmente patriota con respecto al ideal de Norteamérica cuando sostiene este punto de vista que cuando concibe el patriotismo como una adhesión estrecha a una forma de Estado que supuestamente está fijada para siempre; y cuando reconoce que las exigencias de una común sociedad humana son superiores a aquellas que puedan provenir de cualquier forma política particular.1

Tal vez sea un poco más exacto afirmar, como lo hace Sidney Hook, que Dewey fue “el filósofo de la democracia estadounidense”.2 Tal afirmación, sin embargo, hace despertar nuevas sospechas en la medida en que se tiende a identificar su filosofía con una defensa a ultranza del American way of life, y hasta se llega a afirmar, como lo hiciera en su momento un autor marxista como Harry Wells, que el pragmatismo es “la filosofía del imperialismo”.3 No menos absurda que esta pretensión dogmática de descalificar una filosofía a través de un término peyorativo y de sesgo político resulta la de Bertrand Russell de considerar el pragmatismo, tanto el de Dewey como el de James, como “la expresión del comercialismo americano”. A ella responde Dewey, no sin un dejo de ironía, diciendo que eso sería como decir que “el neorrealismo inglés es un reflejo del esnobismo aristocrático de los ingleses; la tendencia de los franceses a pensar en términos dualistas, una expresión de la supuesta disposición de estos a tener una amante, además de su esposa; y el idealismo de los alemanes, una manifestación de su habilidad para elevar la cerveza y las salchichas hasta fundirla en una síntesis superior con los valores espirituales representados por Beethoven y Wagner”.4

Dewey no negó nunca los estrechos vínculos que existían entre su filosofía pragmatista (o experimentalista, como él prefería llamarla) y la historia y cultura norteamericanas. Se negó, eso sí, a identificar la una con la otra, pues toda filosofía es a la vez la expresión de una época y la crítica más severa de aquella época en la que se formó. Quien lea con cuidado los distintos textos escritos por Dewey podrá percibir fácilmente cómo, a la vez que se sabe norteamericano y admira los grandes personajes y logros de su cultura, es un severo crítico de sus instituciones políticas, religiosas y educativas, así como de sus prácticas artísticas y tecnológicas. Así lo deja en claro en su ensayo sobre el desarrollo del pragmatismo en su país:

Esta teoría [se refiere, desde luego, al pragmatismo] fue norteamericana en su origen en cuanto insistió en la necesidad de la conducta humana y de la realización de algún objetivo en orden a clarificar el pensamiento. Sin embargo, al mismo tiempo, desaprueba aquellos aspectos de la vida norteamericana que hacen de la acción un fin en sí mismo y que conciben fines muy limitados y muy “prácticos”. Al considerar un sistema de filosofía en su relación con factores nacionales es necesario tener en mente no solo los aspectos de la vida que están incorporados en el sistema, sino también aquellos aspectos contra los cuales el sistema es una protesta. Nunca ha existido un filósofo que mereciera tal nombre por la simple razón de que hubiese glorificado las tendencias y características de su entorno social, como también es verdad que nunca ha habido un filósofo que no se hubiera aprovechado de ciertos aspectos de la vida de su tiempo y los hubiese idealizado.

[…] Está más allá de cualquier duda que el carácter progresivo e inestable de la vida y la civilización norteamericanas ha facilitado el nacimiento de una filosofía que considera el mundo como algo que está en constante formación, donde hay aún lugar para el indeterminismo, para lo nuevo y para un futuro real. Esta idea, sin embargo, no es exclusivamente norteamericana, aunque las condiciones de la vida norteamericana han ayudado para que llegue a ser autoconsciente. También es verdad que los norteamericanos tienden a subestimar el valor de la tradición y de la racionalidad considerada como un logro del pasado. Pero el mundo también ha dado pruebas de irracionalidad en el pasado y esta irracionalidad está incorporada en nuestras creencias y nuestras instituciones. Hay malas y buenas tradiciones y siempre es importante distinguir. Nuestro desdén hacia las tradiciones del pasado, con todo lo que esta negligencia implica en el sentido de empobrecimiento espiritual de nuestra vida, tiene su compensación en la idea de que el mundo está siempre comenzando de nuevo y se está reconstruyendo ante nuestros ojos.5

La verdad es que Dewey no concibió nunca el ejercicio filosófico como una apologética del orden establecido y, mucho menos, como una autojustificación del modo de vida y las instituciones políticas norteamericanas. Más aún, su interés no fue nunca elaborar una teoría completa de la democracia (de hecho, solo una de sus obras importantes, Democracia y educación, dedicada a asuntos pedagógicos más que políticos, tiene el término “democracia” en su título), y ello aunque en algunas de sus obras de filosofía política —particularmente en El público y sus problemas y en Libertad y cultura— hiciera importantes aportes para la comprensión de la génesis y fundamentos de la democracia política. Tampoco idealiza la democracia norteamericana (a la que considera como un importante “experimento”, más que como un logro histórico definitivo) ni se propone justificar por qué la democracia es “la mejor forma de gobierno”.

La razón de todo lo anterior es muy simple: para él la democracia no es una propuesta, sino un supuesto. Y yo diría que el supuesto fundamental de todo su pensamiento. Como Dewey mismo lo reconoce en el texto que hemos citado al comienzo de esta introducción, él nació y creció en un ambiente democrático y allí adquirió los hábitos democráticos como si constituyesen una “segunda naturaleza”. En este sentido, toda su filosofía —incluso cuando se ocupa, como lo hace muchas veces, de temas abstractos de lógica, metafísica o teoría del conocimiento— está imbuida del espíritu democrático. Desde luego, cuando se plantea temas de orden estético, psicológico, ético o pedagógico, no menos que cuando se ocupa de asuntos políticos, el supuesto primero desde el que los piensa es el de la educación, la tecnología, el arte o los hábitos que requiere la formación de un ciudadano democrático.

La democracia no es, para Dewey —y en ello insistirá de muchas formas distintas a lo largo de los textos que aquí estamos presentando y en muchas de sus más importantes obras filosóficas, pedagógicas y políticas—, una forma de gobierno, sino una forma de vida. Pero, ¿qué quiere decir esto? Ante todo, que la democracia no se puede reducir a su maquinaria externa, es decir, a las instituciones y procedimientos (como el Parlamento, el sistema electoral, la rotación en los cargos de gobierno, la regla de la mayoría, etc.) a través de los cuales busca garantizar a los ciudadanos el ejercicio de sus derechos y el cumplimiento de sus deberes, sino que se debe comprender como la sociedad organizada para la realización de ideales éticos de primer orden como los expresados en las nociones fundamentales de libertad, igualdad y fraternidad (o, como él prefiere llamarla, cooperación reflexiva). Tal vez en ninguna parte haya expresado de forma más completa y elegante esta idea de la democracia como un modo de vida personal que en el discurso que escribió para la celebración de sus ochenta años de vida, del que me permito citar el siguiente pasaje:

La democracia como modo de vida se encuentra regulada por la fe personal en el trabajo que día a día realizamos junto con otros. La democracia es la creencia en que, incluso cuando las necesidades y los fines, o las consecuencias, son diferentes para cada individuo, el hábito de la cooperación amigable —que, como en los deportes, puede incluir rivalidad y competencia— es una colaboración en sí misma inestimable para la vida. En tanto sea posible, enfrentar cualquier conflicto que surja —y estos seguirán surgiendo— en una atmósfera y un medio libres de la presión de medios como la fuerza y la violencia, y situarlo en una atmósfera de discusión y de juicio inteligente, es tratar a aquellos con quienes estamos en desacuerdo —incluso cuando discrepamos profundamente— como personas de quienes podemos aprender y, en esa misma medida, como amigos. Una fe en la paz genuinamente democrática implica que confiamos en la posibilidad de manejar las disputas, controversias y conflictos como empresas cooperativas en las cuales cada una de las partes aprende de la otra al darle la posibilidad de que se exprese por sí misma, en vez de que una de las partes pretenda vencer a la otra suprimiéndola por la fuerza; dicha supresión, por otra parte, no es menos violenta cuando tiene lugar a través de medios psicológicos, como la ridiculización, el abuso o la intimidación, que cuando se recurre de forma abierta al encarcelamiento o los campos de concentración. Cooperar para que las diferencias tengan oportunidad de manifestarse, puesto que creemos que la expresión de las diferencias no solo es un derecho de las otras personas sino un medio a través del cual enriquecemos nuestra propia experiencia de la vida, es algo inherente a la democracia concebida como modo de vida personal.6

Existe siempre la tentación de pedirle a un autor que nos ofrezca una definición explícita de los asuntos de los que trata con el fin de delimitar de forma clara los conceptos de los que se ocupa. Ello, aunque muchas veces resulte deseable, no es siempre posible. No lo es en este caso precisamente porque Dewey se niega sistemáticamente a hacer de la democracia un concepto exclusivamente político y prefiere concebirla como una experiencia vital y fundamental que ilumina todo esfuerzo de comprensión y que se abre hacia el horizonte de un mundo en perpetua reconstrucción. Es muy significativo, desde este punto de vista, que Dewey hable muchas veces de la democracia, en un tono jeffersoniano, como “nuestro gran experimento”, esto es, como algo en permanente elaboración y como un compromiso ético en el que se embarcaron los norteamericanos desde los tiempos de lo que ellos mismos llamaron sus Padres Fundadores. Dicho experimento no se redujo a la creación de unos principios constitucionales o unas ciertas instituciones de gobierno, sino que se expresó a través de la creación de una cultura de libre circulación en donde la creatividad de los individuos permitió resolver, dentro de un espíritu falibilista de permanente autocorrección, los grandes desafíos que les plantearon la naturaleza y la historia. Según Dewey, fue una feliz combinación —tan bien apreciada por Alexis de Tocqueville en su Democracia en América— de circunstancias naturales (una frontera abierta, una mentalidad pionera) y de una gran inventiva política lo que hizo que dicho experimento tomara una forma propia en el curso de algo más de un siglo.7

Si no es posible ofrecer una definición precisa de algo que en sí mismo es una experiencia de amplias dimensiones, más que un concepto que pueda aceptar una clara delimitación, sí lo es, en cambio, intentar ofrecer algunas coordenadas para su comprensión. Así como en un viaje a un territorio que desconocemos no podemos pretender alcanzar una comprensión completa de las dimensiones de dicho territorio previa al viaje mismo, sino que es necesario que lo recorramos palmo a palmo hasta alcanzar una comprensión propia, así también, al internarnos en la concepción deweyana de la democracia como forma de vida, no nos resulta posible alcanzar una comprensión propia hasta que no recorramos sus diversos textos. Ello no quiere decir, sin embargo, que no nos puedan ser de inmensa ayuda algunas coordenadas básicas que nos permitan recorrer el terreno que apenas empezamos a explorar con algún sentido de orientación. Si intentamos ahora definir tales coordenadas, yo propondría que fueran estas: la concepción deweyana de la experiencia, su énfasis en la individualidad, su noción de una inteligencia social pública y su idea de la necesaria interdependencia de medios y fines.

No hay un concepto más fundamental en toda la filosofía de Dewey que el de “experiencia”; de hecho, varias de sus obras filosóficas más reconocidas llevan el término experiencia en su propio título: experiencia y naturaleza, experiencia y educación, el arte como experiencia, etc. Él mismo prefirió llamar a su sistema de ideas filosóficas, más que pragmatismo (como ordinariamente se le conoce), experimentalismo, pues pretendía subrayar el carácter experiencial de todo auténtico pensamiento, ya que este es algo que se va configurando en la medida en que una criatura viva entra en interacción con su entorno físico y social. Para Dewey, la filosofía, más que la búsqueda de una Verdad o una Realidad últimas, era un esfuerzo de crítica y reconstrucción permanente de la experiencia humana.8 Su noción de experiencia, sin embargo, es muchísimo más compleja que la desarrollada por la filosofía moderna, particularmente el empirismo, en la cual aquella se concibe como un asunto fundamentalmente cognoscitivo, como la afección que sufre un sujeto cognoscente por acontecimientos o cualidades del mundo externo; para Dewey, la experiencia es algo a la vez activo y pasivo, pues se trata de la interacción que se da entre la criatura viviente y el entorno físico y social en el cual se hace posible su desarrollo.9 La democracia misma no se puede concebir, entonces, sino como un cierto tipo de experiencia y de actitud ante la experiencia: como la disposición y capacidad permanente para el diálogo, la autocorrección y la cooperación entre iguales que hace posible la expansión y el enriquecimiento de la experiencia humana en sociedad.

En tanto la democracia es, como lo dice Dewey con énfasis, una forma de vida personal, solo adquiere su pleno sentido en cuanto se encarna en la vida de los individuos, es decir, cuando adquiere la forma de hábitos que guían el pensamiento, la acción y la sensibilidad de los individuos que, como miembros de una comunidad, son capaces de cooperar entre sí en la búsqueda de fines comunes. Insiste nuestro filósofo en que el individuo es “el centro y la consumación de la experiencia”, queriendo subrayar con ello que él es el punto nuclear y la meta fundamental hacia la cual debe apuntar todo desarrollo. No quiere decir esto que pretenda defender una forma a ultranza de individualismo de corte neoliberal (que critica de forma severa en sus escritos sobre Viejo y nuevo individualismo), sino que el individuo mismo es el resultado del proceso social en que se halla inmerso. Este énfasis en la importancia que tiene el pleno desarrollo de la individualidad para la vida democrática es esencial a la hora de comprender su pensamiento filosófico y político, pues, ajeno a toda forma de colectivismo, como el que en su tiempo pretendió desarrollar el comunismo soviético,10 Dewey hace del desarrollo de la individualidad el criterio por excelencia a través del cual se puede juzgar si un determinado comportamiento, una determinada norma o una determinada institución merecen o no el calificativo de “democráticos”. Si bien, para él, la comunidad es mucho más que la suma de los individuos que la conforman, ella solo adquiere su pleno sentido y justificación en la medida en que procura el crecimiento (en el sentido de experiencia ampliada y enriquecida) de cada uno de sus miembros. Una auténtica democracia no se basa en la idea de una fácil medianía, de una mediocridad colectiva, sino que se apoya en el impulso que le dan las individualidades fuertes que la lanzan hacia adelante.

Si, por una parte, Dewey “individualiza” la democracia, por la otra “socializa” la inteligencia. Esta última, lejos de ser una capacidad individual que unos tienen más que otros, es una fuerza social y pública. No se trata de algo encerrado en la cabeza, sino de la fuerza social que ha hecho posible que, en cuanto seres históricos, lleguemos a ser lo que en efecto somos. Dewey, más que de “la razón” como una facultad de la que pueden hacer uso los individuos, prefiere hablar de la inteligencia como una capacidad social y pública; y trata, por ello, de ver en todos los elementos que forman una cultura (su tecnología, sus creencias, su conocimiento, sus expresiones artísticas, sus propias ideas filosóficas) productos de una inteligencia social reflexiva que se halla en permanente reconstrucción. No puede haber, entonces, democracia sin el cultivo de esta inteligencia reflexiva que se pone en acto en todos los ejercicios de examen, investigación y deliberación pública; y, si la democracia es una forma de vida más apropiada que otras, es precisamente porque ella promueve de forma mucho más sistemática las prácticas investigativas y reflexivas de carácter cooperativo que otros regímenes de vida social. Como bien lo ha indicado Hilary Putnam, al afirmar que Dewey ofrece una “justificación epistemológica de la democracia”, “la democracia no es solo una forma de vida social entre otras formas factibles de vida social: es la condición previa para la aplicación plena de la inteligencia a la solución de los problemas sociales”.11

Quienes conciben la democracia solo como una forma política, o como un simple mecanismo para conseguir unos determinados fines, bien pueden creer que, como reza el dicho tan común, “el fin justifica los medios”. Para quien, como Dewey, concibe la democracia como una forma de vida, medios y fines resultan inseparables, pues es imposible perseguir fines democráticos a través de medios que sean contrarios a ellos. No es posible, por ejemplo, conseguir mayor libertad individual, una más completa equidad o una cooperación reflexiva cada vez más amplia a través de medios como la intimidación, el odio o la simple fuerza bruta. Medios y fines son interdependientes. No solo los medios se justifican por los fines que persiguen, sino que los propios fines deben justificarse por los medios empleados; en tal sentido, es la propia bondad de los medios utilizados lo que hace legítimos los fines perseguidos. En ello consiste precisamente lo que el propio Dewey llama “la radicalidad” de la democracia.12

Son muchas las obras del filósofo de Vermont que fueron traducidas al castellano, y a muchas otras lenguas, desde los comienzos mismos del siglo XX. Una lista de las principales traducciones de tales obras a nuestra lengua se encuentra en la bibliografía que ofrecemos al final del presente libro. Dewey no fue, sin embargo, un pensador dedicado exclusivamente a escribir libros —algunos de ellos muy voluminosos— sobre todo tipo de asuntos filosóficos: lógica, epistemología, ética, estética, filosofía política, filosofía de la educación, etc. Escribió también muchos otros textos: conferencias, artículos en revistas especializadas de filosofía y ciencias sociales, semblanzas de grandes personajes, memorias de sus viajes, panfletos, informes y documentos programáticos de carácter político o pedagógico, artículos de prensa, cartas, poemas, etc. En todos estos textos, mucho más cortos y de ocasión, desarrolla muchas de sus ideas filosóficas con una mayor soltura que en sus obras más elaboradas.

Muchos de tales textos, sin embargo, son poco conocidos en nuestra lengua, pues casi nunca fueron traducidos y solo eran conocidos hasta hace poco tiempo por los estudiosos de su obra. Afortunadamente, en las décadas posteriores a su muerte, sucedida en 1952, se inició una amplia labor de recolección de todos sus escritos, que dio lugar con el tiempo a la edición de sus obras completas en inglés, por parte de la Southern Illinois University, en 37 tomos: 5 que recogen sus escritos hasta 1898 (conocidos como Early Works), 15 que recogen lo que escribió entre 1899 y 1924 (sus Middle Works) y 17 tomos en donde están compilados los textos escritos por él desde 1925 hasta el momento de su muerte (sus escritos de madurez o Later Works). De esta edición hemos seleccionado aquí quince textos muy poco conocidos en el mundo de habla hispana (de hecho, la gran mayoría de ellos nunca habían sido traducidos al castellano), todos ellos relacionados con su reflexión en torno a la democracia como forma de vida.

Dicha selección se ha hecho atendiendo a algunos criterios muy básicos. En primer lugar, el criterio fundamental fue que debía tratarse de textos en donde Dewey ofreciera una reflexión sobre la idea de la democracia como forma de vida, aunque en directa relación con problemáticas sociales, políticas, educativas y culturales que, aunque tuviesen un vínculo estrecho con problemas de su tiempo, fuesen relevantes para las discusiones contemporáneas; así, por ejemplo, su reflexión sobre las nociones de mediocridad e individualidad, suscitada por las pruebas de capacidad mental, conserva toda su actualidad, pues plantea el problema central para la discusión de nociones claves en nuestros tiempos, como las de equidad, inteligencia y respeto de la individualidad; de un modo semejante, su reflexión sobre la libertad académica conserva su plena vigencia a pesar de haber sido escrita hace más de cien años. En segundo término, debía tratarse de textos de diversas etapas del desarrollo de Dewey como filósofo, precisamente porque lo que se busca poner de presente es que la idea de democracia fue algo sobre lo que Dewey reflexionó una y otra vez a lo largo de su dilatada carrera filosófica; esa es la razón por la cual hay textos, tanto de la primera época de Dewey, en la que era todavía un profundo admirador de la filosofía hegeliana (como los dos primeros de esta selección), como de sus últimos años, e incluso uno, el final, que quedó inédito a su muerte; y esa es también la razón por la cual, en vez de ofrecer una organización propia de estos textos, preferimos publicarlos siguiendo un orden estrictamente cronológico. En tercer término, quisimos destacar la variedad de formatos y estilos que hay en los escritos de Dewey; por ello no tomamos ningún pasaje de ninguno de sus libros fundamentales, ni siquiera de sus obras más reconocidas de pensamiento político, sino que solo elegimos textos cortos: ensayos, discursos dirigidos a diversos públicos universitarios y a asociaciones profesionales, semblanzas, artículos publicados en revistas de educación y ciencias sociales, colaboraciones en libros colectivos, textos en donde expresa opiniones personales sobre asuntos de su época, panfletos en donde hace una síntesis de algunas de sus creencias, discursos en los que conmemora acontecimientos de su propia vida y hasta un manuscrito que quedó inédito, y seguramente incompleto, a la hora de su muerte; con ello hemos querido destacar, además de la variedad de sus estilos de escritura, el carácter público de toda su filosofía, pues no se limitó a lo que enseñara en sus cátedras universitarias o escribiera en sus grandes obras filosóficas, sino que participó de forma comprometida de los grandes acontecimientos de su época. Finalmente, hemos escogido textos que no fueran de difícil lectura (como lo son algunos pasajes de sus obras filosóficas más conocidas), con el fin de que los pudiese leer con igual deleite un público amplio, del que igualmente pudiesen formar parte el simple lector que se interesa en cuestiones filosóficas, políticas y educativas, el estudioso que apenas empieza a acercarse a su obra y el investigador que aspira a alcanzar una más elevada comprensión filosófica.

Todos los textos traducidos para la presente selección han sido tomados de la edición más completa de los escritos de Dewey con la que contamos: la ya referida de la Southern Illinois University en 37 tomos (5 de sus Early Works, 15 de sus Middle Works y 17 de sus Later Works). Como ya es costumbre entre los estudiosos de su obra, la citación se hace de la siguiente forma: se indica primero a qué grupo de obras, de los tres señalados, corresponde el texto citado; a continuación se señala el volumen citado del grupo de obras en mención y la página o páginas citadas. Así, por ejemplo, un texto como “The Ethics of Democracy”, se cita de la siguiente forma: EW 1: 227-249. Con ello se indica el grupo de obras al que pertenece (Early Works, en el ejemplo), el volumen de dicho grupo de obras (1) y las páginas del volumen (227-249) en las que se encuentra el texto al que se hace referencia. Para alcanzar mayor claridad con respecto al origen de cada uno de los textos seleccionados y traducidos, en el pie de página de cada uno de ellos indico su nombre original en inglés, su ubicación en la obra de Dewey y si el texto en mención fue publicado previamente, y en dónde, antes de aparecer en la edición de sus obras completas.

Aunque las reflexiones de Dewey sobre la democracia como forma de vida fueron elaboradas en un contexto muy diferente al nuestro —el de los Estados Unidos de Norteamérica de finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX—, considero que pueden resultar iluminadoras para todos aquellos que creemos que la democracia es mucho más que una forma de gobierno (que ciertamente lo es: aquella forma de gobierno imperfecta por sí misma, como imperfectos somos los seres humanos) y que es, sobre todo, un ideal ético que hace posible la creación de una cultura más amplia en extensión, porque está al alcance de todos, y más elevada en sus pretensiones, porque permite el libre juego de la individualidad y facilita la creación de una comunidad humana mejor, pues se basa en la fe en que, aunque seamos contingentes y falibles, tenemos siempre la posibilidad de construir un mundo que está aún por terminar y la posibilidad de reconstruir, con la fuerza de una inteligencia abierta y pública, aquello que nos ha quedado mal diseñado.

Tal vez nunca como hoy la democracia ha sido tan aceptada en la teoría y tan rechazada en la práctica. En nombre de la democracia, y sobre todo cuando se la considera como la forma de gobierno que debe primar sobre las demás más allá de toda condición histórica y de toda diferencia cultural, se cometen día a día todo tipo de crímenes y atropellos. No nos resulta extraño que algunas potencias militares, paradójicamente aquellas en las que el espíritu democrático parecería tener más arraigo, pretendan imponer por la fuerza su modo de gobierno sobre países y culturas que no han pasado por un proceso previo de ilustración ciudadana que garantice que los hábitos democráticos tengan un arraigo en el corazón de los ciudadanos. Menos extraño aún, porque lo hemos vivido recientemente, nos resulta el hecho de que, en nombre de la democracia, se nos haya pretendido imponer la dictadura del estado de opinión, como si la democracia fuera una simple cuestión de número: de votos, de encuestas, de meras opiniones. ¿Acaso para ser democráticos deberíamos retornar a la caverna que nos describe Platón, en donde unos hombres atados de pies y manos e incapaces de mover su cabeza en cualquier dirección se engañan con imágenes ilusorias que otros les proyectan?

La democracia como forma de vida es, nunca deberíamos olvidarlo, algo muy distinto del reino de la mera opinión. Es un ideal de vida que debe ser construido y reconstruido de forma permanente en nuestras formas habituales de convivencia con otros: en nuestras familias, en nuestras instituciones, en nuestras costumbres. Como bien nos lo recuerda Dewey, nada es más ajeno al espíritu democrático que la tendencia a convertir la democracia en algo ya fijado, en un proyecto ya realizado, en algo logrado de una vez y para siempre:

A mi parecer, el más grave error en que podemos incurrir con respecto a la democracia es el de concebirla como algo fijado: fijado en su idea y fijado en sus manifestaciones externas.

La idea misma de democracia, el significado de la democracia, debe ser continuamente explorado y de nuevo examinado; tiene que ser continuamente descubierto y redescubierto, rediseñado y reorganizado. Al mismo tiempo, las instituciones políticas, económicas y sociales en las que esta se ha encarnado tienen que ser rediseñadas y reorganizadas para introducir los cambios que se sigan del desarrollo de nuevas necesidades por parte de los seres humanos y de los nuevos recursos que existan para satisfacer estas necesidades.

Ninguna forma de vida permanece, o puede permanecer, estática. O va hacia delante o va hacia atrás; y, si va hacia atrás, su destino es la muerte. La democracia como forma de vida no puede permanecer estática. Además, si pretende permanecer viva, debe ir hacia adelante introduciendo los cambios que se requieren y que se le van exigiendo en un momento y lugar determinados. Y, si no va hacia adelante, si intenta permanecer estática, está ya comenzando a marchar hacia atrás por el camino que la conduce hacia su extinción.13

Debo, finalmente, agradecer a todos los que hicieron posible que este libro saliera a la luz. En primer lugar a la Pontificia Universidad Javeriana, que ha apoyado por tantos años mi interés en la obra de Dewey, y que me ofreció las mejores condiciones para la realización de este trabajo. A todos mis amigos y colegas de la Facultad de Filosofía, sin cuyo impulso y crítica bondadosa no habría podido desarrollar plenamente mi condición de filósofo y educador. Al Comité de Publicaciones de la Facultad y a la Editorial Pontificia Universidad Javeriana, por la aprobación de este proyecto y por el cuidado que han puesto en el trabajo editorial. A todos ellos, de nuevo, MUCHAS GRACIAS.

 

DIEGO ANTONIO PINEDA RIVERA

Profesor titular

Facultad de Filosofía

Pontificia Universidad Javeriana

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LA ÉTICA DE LA DEMOCRACIA (1888)*

* John Dewey, “The Ethics of Democracy”, The Early Works of John Dewey 1882-1898, ed. Jo Ann Boydston, 5 vols (Carbondale: Southern Illinois University Press, 1969-1975), 1: 227-249 (citado en adelante EW). Fue publicado inicialmente como N.º 1, Second Series, University of Michigan Philosophical Papers (Michigan: Ann Arbor, Andrew & Co.: 1888), 28 págs.

 

 

Las contradicciones aparentes siempre requieren atención. Cuando la contradicción es entre una forma de vida que aparentemente está llegando a hacerse universal y la teoría de esa forma de vida, que llega a hacerse casi despreciable, esto resulta todavía más sorprendente. Una contradicción de ese estilo es la que tenemos en lo que se refiere a la condición presente de la democracia: en la medida en que gana extensión práctica en los asuntos de la sociedad cada vez es más baja la apreciación teórica que alcanza. Aunque nunca había tenido un respaldo tan efectivo en la vida como en el presente, ningún observador puede negar, creo yo, que sus defensores nunca habían sido tan apologéticos ni sus detractores tan agresivos y pesimistas. Para los defensores, el estado actual de los asuntos es, sin duda, evidencia adicional de la verdad de su posición, mientras que, aunque la mayoría de los hombres aceptan la democracia, son cada vez menos aquellos a quienes les gusta. La contradicción es, entonces, fácilmente explicable. Pero aquellos que creen que los instintos prácticos del hombre —como queda atestiguado en un amplio trecho de la historia y sobre una amplia área de la existencia política— no fácilmente resultan del todo equivocados, y que en caso de conflicto entre la vida práctica y la crítica teórica esta última es mucho más apta para ser culpable, harán que resulte probable exigir una revisión de la teoría. Sin entrar en una indagación ulterior acerca de las causas de esta ruptura entre las creencias del hombre educado y las tendencias efectivas de los organismos políticos, quiero hacer de una de sus recientes manifestaciones la excusa para un examen de la concepción básica del ideal de la democracia. Esta excusa es el destacable libro Popular Government, de sir Henry Maine.

Este libro ofrece la exposición más adecuada y coherente que conozco de una escuela de filosofía política, la cual reposa sobre un amplio conocimiento histórico y es el producto de un análisis agudo. Su examen, por lo tanto, aunque no ofrecerá una crítica de los puntos de vista individuales de sir Henry Maine, sí nos ofrecerá los medios para llegar a algunas conclusiones referentes a la naturaleza fundamental de la democracia. La meticulosidad con que está construida la posición de Maine puede ser la que lo haya llevado al hecho de que él no vea en la democracia ningún significado histórico, ninguna realización de alguna idea. Para él, esta no es sino “el producto de una serie completa de accidentes”, y sus perspectivas de futuro son tan inciertas como breve es su pasado. Es “la más frágil e insegura” de las formas de gobierno; y, desde su introducción, el gobierno es más inestable de lo que lo había sido desde la época de los guardias pretorianos. A juzgar por la experiencia pasada, la democracia siempre “termina produciendo formas monstruosas y malsanas de monarquía y aristocracia”. La descripción que hace de sus tendencias actuales es como un sumario de lo que en su pasado hizo carrera y como un vaticinio de lo que podríamos permitirnos esperar de su futuro. “Su legislación es una expresión salvaje de libertinaje destructivo; un arbitrario derrocamiento de todas las instituciones existentes, seguido por un periodo más amplio en el cual sus principios ponen fin a toda actividad social y política; lo que da por resultado un nivel muerto de ultraconservatismo”. De tal manera que, como Maine mismo señala en tono oracular, “puede que no haya una desilusión mayor que aquella de que la democracia es una forma progresista de gobierno”. “El establecimiento de las masas en el poder es el peor augurio para toda legislación fundada sobre la opinión científica”. El resumen del asunto completo es la máxima, tomada de Strauss y ante la cual se asiente con aprobación: “La Historia tiene un sonido aristocrático”.

Puesto que lo que está en cuestión aquí es su base teórica, filosófica, estos puntos de vista pueden pasar sin cuestionamiento, aunque confieso que sus ideas en relación con el origen de la democracia parecen estar basadas en un punto de vista sobre la historia según el cual a esta se le niega todo significado, excepto el que surja de la yuxtaposición accidental de circunstancias; una visión de la historia en la que los presagios sobre el futuro reposan sobre bases irrelevantes, en la que la supuesta destructividad se debe a la necesidad ocasional de acabar con los males engendrados por la aristocracia y en la que la infertilidad legislativa que se le atribuye se orienta sobre todo a mostrar que en todos los estados, excepto en la democracia, las mayorías de personas son más opuestas al cambio y al progreso que las minorías. Y bien puede que eso sea así. Pero, en ese caso, el cargo hay que hacérselo a la forma de gobierno que cultive una masa de ese estilo, y no a la democracia.

Pero, dejando de lado estas consideraciones, debemos ocuparnos ahora de la filosofía de la democracia y del gobierno de Maine. La posición fundamental de Maine, y la única que él considera indispensable para alcanzar alguna comprensión de la materia, es que “la democracia es solamente una forma de gobierno”. Todos los puntos de vista que le atribuyen a esta algún significado o funciones no están basados en la clara comprensión de que la democracia es únicamente una más entre otras varias formas de gobierno que han sido descartadas. Este será nuestro punto de partida. El siguiente paso se dirigirá hacia el significado del gobierno. Aquí se adopta virtualmente el punto vista de Hobbes tal como fue elaborado por la escuela analítica de Bentham y Austin: el gobierno es simplemente lo que tiene que ver con la relación entre el sujeto y el soberano, entre un superior y un inferior políticos. Este será el segundo punto. El tercero se refiere a lo que debe ser tomado como la marca distintiva de las formas de gobierno, es decir, lo que diferencia a la democracia de otras formas de gobierno; en este caso se trata de algo cuantitativo o numérico: si el soberano es uno o pocos, que tienen sujeta a una multitud, entonces tenemos monarquía o aristocracia; pero, si el soberano es la multitud, que tiene sujeto a un pequeño número, entonces tenemos democracia. Es una característica de la democracia que quien aparentemente gobierna es en realidad el que sirve, y que sujetos semejantes son el verdadero gobernante.

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