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Rosa Luxemburg (Zamosc, Rutenia, 1870 - Berlín, 1919).

Revolucionaria y teórica del socialismo alemán, de origen judío polaco. Hija de un comerciante de Varsovia, su brillante inteligencia le permitió estudiar a pesar de los prejuicios de la época y de la discriminación que las autoridades zaristas imponían en Polonia contra los judíos. Junto con Karl Liebknecht, Rosa Luxemburg encabezó las protestas de los socialistas de izquierda contra la Primera Guerra Mundial (1914-1918) y contra la renuncia del SPD al internacionalismo pacifista; fue detenida por ello en 1915, pero continuó escribiendo.

 

 

 

Título original: Sozialreform oder Revolution? (1899)

 

© De las ilustraciones: Fernando Vicente

© De la traducción: Isabel Hernández

Edición en ebook: marzo de 2019

 

© Nórdica Libros, S.L.

C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B

28044 Madrid (España)

www.nordicalibros.com

 

ISBN: 978-841-7651-31-2

 

Diseño de colección: Filo Estudio

Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón

Composición digital: leerendigital.com

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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Fernando Vicente (Madrid, 1963).

Comienza su trabajo de ilustrador a principios de los años 80 colaborando en la desaparecida revista Madriz. Gana el Laus de oro de ilustración en 1990. Colabora asiduamente con el suplemento cultural Babelia del diario El país desde el que muestra su trabajo más literario cada sábado y donde ha ido perfilando su actual estilo como ilustrador. Con este trabajo ha conseguido tres Award of Excellence de la Society for News Design. Para Nórdica ha ilustrado El juego de las nubes, La saga de Eirík el Rojo, El manifiesto comunista, Estudio en escarlata y Alicia a través del espejo.

 

Reforma o revolución

 

 

CubiertaLa obra se sitúa en las primeras polémicas entre dos campos de la socialdemocracia europea de principios del siglo xx: revisionismo versus marxismo. Luxemburg desgrana, paso a paso, cada uno de los postulados del revisionismo de Bernstein, quien defiende la vía del reformismo como única vía para alcanzar el socialismo, desechando para este fin cualquier estrategia revolucionaria o perspectiva de toma del poder político por parte de la clase trabajadora.

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Índice

 

 

Portada

Reforma o revolución

PRIMERA PARTE

1. El método oportunista

2. Adaptación del capitalismo

3. Introducción del socialismo a través de reformas sociales

4. Política aduanera y militarismo

5. Consecuencias prácticas y caracter general del revisionismo

SEGUNDA PARTE

1. El desarrolo económico y el socialismo

2. Sindicatos, cooperativas y democracia poítica

3. La conquista del poder político

4. El colapso

5. El oportunismo en la teoría y en la práctica

APÉNDICE

El orden reina en Berlín

Promoción

Sobre este libro

Sobre Rosa Luxemburg

Sobre Fernando Vicente

Créditos

Índice

Contraportada

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Reforma o revolución

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Stefan Zweig, la tinta violeta

de Jesús Marchamalo

 

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Escribía con una letra pulcra, redonda y firme. Una caligrafía cuidada, tinta violeta, en folios y cuartillas de papel grueso que tenían en el encabezado un monograma con sus iniciales, S, Z, convertidas en sello, en divisa.

Era educado, cortés, mirada inquieta, y en su rostro, tez clara y gesto relamido, destacaba un flequillo lacio sobre la frente y el bigote poblado, grave, de una formalidad administrativa.

Vestía con frecuencia traje oscuro, zapatos relucientes, camisas de un blanco inmaculado y corbatas en las que siempre brillaba un alfiler con una perla.

Nació en Viena, pocos días antes del trágico incendio del Ringtheatre. El 7 de diciembre de 1881, durante la representación de la ópera de Offenbach Los cuentos de Hoffmann, hubo un escape de gas en las candilejas: una explosión apagada, un fogonazo apenas, tras el que aparecieron llamas, al principio inocentes, cautelosas, que se extendieron por el entarimado y acabaron creciendo convertidas en un monstruo voraz.

Alimentado por los densos cortinajes, el terciopelo rojo, los crespones con los colores patrios que colgaban airosos de los palcos, el fuego saltó, ya desbocado, a la platea, y ardieron faldas de encaje y camisas de blonda; se consumieron en pavesas oscuras las corbatas de lazo, los pañuelos de hilo; prendieron las chisteras, el satén, mientras un humo negro, denso, se adueñaba del aire convertido en cortina irrespirable.

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Murieron más de cuatrocientas personas y hubo miles de heridos.

Desde el salón de la casa de los Zweig se veía la plaza del teatro y asomados a las ventanas contemplaron incrédulos cómo el fuego consumía el edificio casi hasta los cimientos. Ese fue el primer recuerdo de Alfred Zweig, que tenía entonces dos años: el caos y los heridos, los coches de bomberos, las llamas amarillas, enormes y en apariencia vivas, reflejadas en los cristales de su casa, tétricas a lo lejos, mientras su hermano Stefan dormía plácidamente en la cuna y a su lado la nodriza, Margarete, canturreaba.

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Los Zweig, una familia judía acomodada. El padre, Moritz o Moriz, largas patillas, quevedos, pelo ensortijado partido milimétricamente en dos por una raya, fue un exitoso empresario dedicado al comercio textil. Alto, delgado, culto, presumía de no haber solicitado nunca un crédito, de que a su nombre jamás se hubiera emitido un pagaré, de no haber contraído deudas en la vida. La madre, Ida Brettauer, hija de un banquero, refinada, políglota, la reina de la casa, fue perdiendo oído después de su segundo parto y acabó llevando una trompetilla a los conciertos, a las conversaciones de café, a las veladas en el salón de casa, mundanas, relucientes —manteles de hilo, cubertería y copas de cristal—, a las que acudían amigos artistas, abogados, industriales de pompa y circunstancia.

Fue un niño de carita redonda, pelo castaño, liso, y mirada vivaz que llamaba la atención de los viandantes. Una de las historias familiares recordaba cómo un día paró en seco un carruaje ante el parque en el que paseaba con su padre. Era un miembro de la familia imperial que se bajó del coche solo para estrecharle, mullida, sonrosada, la manita.

Una infancia de blondas, trajes de terciopelo y lazos, fotos iluminadas con magnesio y veranos en el balneario de Marienbad, donde los más pequeños cenaban todos juntos en una mesa aparte, tutelados por una institutriz.

Con seis años ingresó en el Wasa-gymnasium, un liceo exclusivo, severo y de una opresiva rigidez, del que siempre conservó un recuerdo oscuro: «miedo», escribió, «severidad», «suplicio», «cárcel».

Buen lector, estudiante mediocre —necesitó clases particulares de física y matemáticas—, mal deportista, no destacó en el patinaje sobre hielo, ni en natación, y no aprendió a montar en bicicleta.

A los doce años abandonó el piano; a los trece dejó la filatelia y comenzó su colección de autógrafos. Zweig y sus compañeros de colegio iban al teatro, a la ópera, y en la entrada de artistas esperaban a los cantantes, los solistas, actrices, a quienes, con la mejor de sus sonrisas, como quien solicita un aguinaldo, tendían el álbum para que se lo firmaran.

Allí, en la Viena de entorchados y bailes, plácida y palaciega, una tarde encontró paseando a Gustav Mahler y otra vez, recordaba, le presentaron a Johannes Brahms —el pelo arrebolado, larga barba, bigote, y grande como un oso—, que se agachó, gentil, hasta su altura para darle una cariñosa palmadita.

«El demonio del coleccionismo», llamaba a esa obsesión suya por los manuscritos, los autógrafos. Enviaba cartas a diario, tres o cuatro, dirigidas a sus autores predilectos, en las que les pedía su firma y algún texto, y esperaba paciente la respuesta. Así, llegó a tener una de las más importantes colecciones que han existido nunca. Romain Rolland, Rilke o Thomas Mann le obsequiaron con alguno de sus originales y Hesse, a quien visitó en su refugio de Gaienhofen, cerca del lago Constanza, le regaló el texto autógrafo de Heumond.

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Le fascinaba el enigma de la creación, su insondable misterio, de modo que buscaba de manera enfermiza borradores, apuntes y cuadernos con las anotaciones preliminares de las grandes obras artísticas. Se hizo asiduo de librerías de lance en París, Viena, Berlín, y de salas y casas de subastas. Adquirió manuscritos de Nietzsche y de Montaigne, de Stendhal y de Balzac, de Verlaine, Fêtes galantes, y Dostoievski, y una copia, autografiada por el propio Goethe, de su poema Canción de mayo, que enmarcó y tuvo siempre con él.

Más tarde empezó a comprar partituras: Haydn, Brahms, Chopin, Scarlatti, y de Beethoven no solo manuscritos, sino algunos de los objetos que estaban en su habitación cuando murió: retratos, un mechón de cabello, monedas, un violín, una brújula y su escritorio, que le vendió discretamente la familia que lo había adquirido en la subasta pública tras la muerte del compositor.

Todo aquello, los libros, los papeles, su inmensa biblioteca, lo acabaría perdiendo. Su colección terminó dispersándose en manos de particulares, o desapareció en las llamas de aquel mundo sumido en la larga noche oscura del nazismo. Al final apenas conservó unas pocas partituras de Mozart y Beethoven, Haendel y Schubert, en un pequeño portafolios que mostraba con nostalgia a sus amigos, como un vago recuerdo del pasado.

Puede que el título del presente escrito sorprenda a primera vista. ¿Reforma social o revolución? ¿Es que la socialdemocracia puede estar en contra de la reforma social? ¿O acaso puede enfrentar la reforma social a la revolución social, esa transformación del orden existente que constituye su objetivo final? Desde luego que no. La lucha práctica de todos los días por las reformas sociales, por la mejora de la situación del pueblo trabajador aunque sea sobre la base de la existente, por las instituciones democráticas, esa lucha constituye el único camino por el que llegar a la lucha de clases del proletariado y por el que trabajar para conseguir su objetivo final: la conquista del poder político y la abolición del sistema salarial. Para la socialdemocracia existe una relación inseparable entre la reforma social y la revolución social, en tanto que para ella la lucha por la reforma social es el medio, la transformación social, el fin.

Una confrontación de esos dos momentos del movimiento obrero no la encontramos más que en la teoría de Eduard Bernstein, tal como la ha expuesto en sus ensayos sobre Problemas del socialismo, publicados en Die Neue Zeit entre 1896 y 1897, y concretamente en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia.[1] Toda esa teoría prácticamente no conduce a otra cosa más que a aconsejar que se abandone la transformación social, objetivo final de la socialdemocracia y, por el contrario, hacer que la reforma social pase de ser un medio de lucha social a su objetivo. El propio Bernstein formuló sus puntos de vista de la manera más certera y clara al escribir: «Para mí el objetivo final, sea cual sea, no es nada, el movimiento lo es todo».[2]

Pero como el objetivo final del socialismo es el único momento decisivo que diferencia el movimiento socialdemócrata de la democracia burguesa y del radicalismo burgués, que hace que todo el movimiento obrero pase de ser un laborioso trabajo de remiendos en pro de la salvación del orden capitalista a una lucha de clases contra ese orden justamente con el fin de abolirlo para la socialdemocracia, la pregunta «¿reforma social o revolución?» en sentido bernsteiniano se convierte también en la de ser o no ser. En la confrontación con Bernstein y sus partidarios no se trata en último término de esta o de aquella forma de luchar, no de esta o aquella táctica, sino de la existencia absoluta del movimiento socialdemócrata.

Doblemente importante es que los trabajadores reconozcan esto, porque justamente se trata de ellos y de su influencia en el movimiento, porque es su propio pellejo el que aquí está en juego. La corriente oportunista del partido formulada de manera teórica por Bernstein no es otra cosa que un esfuerzo inconsciente de asegurar la supremacía a los elementos pequeñoburgueses que han llegado al partido, de modelar en su espíritu la práctica y los objetivos del partido. La cuestión de la reforma social y la revolución, del objetivo final y del movimiento es, en suma, la cuestión del carácter pequeñoburgués o proletario del movimiento obrero.

ROSA LUXEMBURG

18 de abril de 1899

[1] Eduard Bernstein (1850-1932) fue un político alemán de origen judío perteneciente al SPD (Partido Socialista Alemán), al que hoy en día se considera el padre del revisionismo y uno de los principales fundadores de la socialdemocracia. Luxemburg se refiere en este prólogo a sus obras Probleme des Sozialismus (Problemas del socialismo) y Die Voraussetzungen des Sozialismus und die Aufgaben der Sozialdemokratie (Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, 1899). [A menos que se exprese otra autoría, esta nota, al igual que todas las siguientes, es de la traductora].

[2] La cita es de su obra Der Kampf der Sozialdemokratie und die Revolution der Gesellschaft (La lucha de la socialdemocracia y la revolución de la sociedad, 1897-1898). Bernstein no veía las ventajas de una lucha política de la clase obrera, sino que, en su opinión, bastaba con luchar cada día un poco por las mejoras económicas, de manera que abandonaba el objetivo final socialista: la conquista del poder político por el proletariado. De ahí esta afirmación de que no importa el fin, sino solo el movimiento.

PRIMERA PARTE[3]

 

 

 

 

[3] El texto incluye dos series de artículos que Luxemburg escribió refutando las teorías revisionistas que Bernstein publicó entre 1896 y 1898, con las que establecía una delimitación estricta entre las clases sociales al tiempo que diferenciaba entre la sociedad capitalista y la socialista de manera absoluta y defendía un Estado que debía constituirse por encima de las clases. La autora preparó dos ediciones de esta obra, una en 1900 y otra en 1908. En esta última introdujo algunos cambios derivados de sus propias experiencias, sobre todo en lo relativo a las crisis económicas, y eliminó los pasajes en los que hacía referencia a la exclusión de los reformistas. Es en esta segunda edición en la que nos hemos basado para la presente traducción.