Introducción

Nos vamos a encontrar con las obras, pequeñas por su tamaño y grandes como piezas ascéticas, de tres escritores de la Antigüedad cristiana, todos ellos nacidos en África: Tertuliano (c. 156-c. 220), san Cipriano (c. 210-258) y san Agustín (354-430).

El tema que tratarán es el mismo: la virtud de la paciencia; lógicamente, los dos últimos han leído la obra, o las obras, anteriores a ellos, por eso nos interesa especialmente el opúsculo de Tertuliano, que es el primero en escribir sobre esta virtud, parte de la fortaleza. Aquella por la que sufrimos con igual ánimo, por amor a Dios y unidos a Jesucristo, todo género de padecimientos morales y físicos.

Sabemos de la vida de Tertuliano por la lectura del Corpus del propio Tertuliano, de las obras de Eusebio, Lactancio, san Vicente de Lerins y, sobre todo, por la obra de san Jerónimo titulada Varones ilustres. Quinto Septimio Florencio Tertuliano nació en Cartago de padres paganos —el padre era centurión proconsular— y él, cuando llegó a la edad conveniente, se trasladó a Roma para estudiar, y luego ejercer, el derecho, llevando, al parecer, una vida algo licenciosa. De carácter abierto, fogoso, aunque bastante disciplinado, se piensa que su conversión al catolicismo, en 193, se debió, más que a una reflexión y maduración en la doctrina, a una atracción e impulso prestado por el ejemplo de los mártires, lo que se puede deducir no sólo de escritos acerca de su conversión, sino de sus propias y conocidas palabras: la sangre de los mártires es semilla de cristianos (Apol. 50). Un hombre pasional, como era él, debió de vibrar absolutamente con el ejemplo de los que morían por amor a Dios y unidos a Jesús. En ese año de 193 volvió a Cartago, donde desarrolló, como maestro, un amplio apostolado, escribiendo, a la vez, libros algunos de los cuales son verdaderas joyas: Ad nationes, Apologeticus, De testimonio animae, Adversus judeus, Adversus Hermogenes, y los más ascéticos Ad martires, De oratione, De spectaculis, De Baptismo, Ad uxorem… y, entre ellos, el De patiencia, que ahora presentamos.

Cuando era un joven veinteañero, apareció en Frigia una secta que recibió el nombre —por su fundador y principal apóstol— de montanismo. Una secta rígida, que exigía unos extremismos insostenibles para cualquiera, salvo para aquellos cuyo temperamento adolecía del mismo rigorismo y exigencias. En el año 200 llegó este movimiento a Cartago y encontró en el fogoso carácter de Tertuliano una cabeza de extraordinario valor. En 207 era ya totalmente montanista, no atendiendo ni siquiera a las palabras de condenación de la secta por parte del papa Ceferino (198-217). Murió a los 64 años apartado de la Iglesia, el hombre que había significado un avance grande en cuanto a la doctrina y el vocabulario latino que empleó en sus tratados teológicos. Se ha dicho de él que su estilo era tal que cada palabra era toda una sentencia.

De san Cipriano sabemos muchos más datos, sobre todo por el libro que escribió sobre él Poncio1, diácono que le acompañó hasta el martirio. Su nombre completo es, como el de Tertuliano, algo más largo: Cecilio Tascio Cipriano, quien nació también probablemente en Cartago hacia el año 210, al menos eso se puede deducir de la carta 81, de la Vita escrita por Poncio, del hecho de que hable de sus posesiones y casa en Cartago y de que haya ejercido su profesión en la misma ciudad.

Nacido en familia pagana, ejerció como abogado en medio de placeres, comodidades y el género de vida propio de su condición social e ignoramos cómo conoció el cristianismo, pero le atrajo su ejemplo hasta que, guiado por el presbítero Cecilio, se bautizó (hacia 245-246) y después de algún tiempo recibió el sacramento del orden, vendió todos sus bienes y los entregó a los pobres.

En el año 249 murió el obispo de Cartago Donato y fue elegido Cipriano para sustituirle por el juicio de Dios y el aplauso del pueblo2, es decir, por aclamación popular. Cuando en ese mismo año se desató la persecución de Decio, él se retiró al desierto, desde donde escribió a sus fieles 13 cartas.

Esta fuga —en opinión de algunos— no fue bien vista ni en Cartago ni en Roma, desde donde le escribieron una carta, a la que respondió justificando su encerramiento (Carta, 20). Cuando volvió a Cartago, después de más de un año de ausencia, tuvo que enfrentarse a tres cuestiones de gran importancia: la de los lapsos —apóstatas durante la persecución de Decio—, la del cisma, protagonizado por Felicísimo y Novato, y el re-bautismo, esto es, el bautizar por segunda vez a los herejes que volvían a la Iglesia.

Con respecto al primero de los casos decidió que, mientras no se pudiera reunir el concilio que discerniera los casos, exigiría que los lapsos cumplieran la penitencia que estaba establecida.

Respecto a la segunda cuestión, habrá que decir que el cisma fue promovido por los dos personajes arriba citados y otros cinco presbíteros que ya se habían opuesto a la elección de Cipriano como obispo. No pudiendo llegar a ningún acuerdo, fueron excomulgados.

En 254 ocupa la sede de Roma Esteban. Cipriano entra en discusión con él a propósito de los herejes que pretende re-bautizar. Dos años más tarde, y con motivo del re-bautismo, escribe De bono patientiae, que es la obra que ahora publicamos; pero la discusión llega a extremos tales que se teme la ruptura con Roma, que no ocurre porque el Pontífice Esteban murió en agosto de 257, mártir bajo la persecución de Valeriano. No se sabe el final de la discusión: sólo san Agustín dice que Cipriano se doblegó, aunque hasta el 314 —más de medio siglo después— no dejó de rebautizarse en Cartago a los que, por miedo normalmente, habían cedido en su fe ante las persecuciones.

¿Qué nos dice de la paciencia? Que está y proviene de Dios, que tolera los pecados e injurias de los hombres, incluso adoradores de dioses absurdos. Jesús, como hombre y como Dios, nos ilustra con su ejemplo tolerando con su Pasión y su muerte en la Cruz la conducta de los hijos de Adán. Nos anima a luchar pacientemente, como hombres fuertes y caritativos, para vivir el Reino de Dios que ya está entre nosotros, pero que debemos llevar a su plenitud bajo el Espíritu Santo y la gracia conseguida por Jesucristo.

San Agustín, el tercero y más completo autor de los que aquí nos ocupamos, nació el año 354 en Tagaste, hoy llamado Suk-arrás, de padre pagano y madre cristiana, santa Mónica, que influyó grandemente sobre su hijo. Estudió, primero, en Tagaste, después en Cartago y, a partir del 383, en Roma. La lectura de Cicerón le inclinó hacia la filosofía, pero conoció la doctrina de Montano y fue montanista hasta cerca de los 30 años, aunque acabó decepcionado. En Roma abrió una escuela de elocuencia, ganando un año más tarde —estamos hablando ya del 385— la cátedra de retórica en Milán gracias a la influencia del prefecto Símaco. Este traslado fue decisivo para su conversión al catolicismo, ya que conoció a san Ambrosio y asistió a su predicación. Esto, unido a la lectura de Porfirio y Plotino determinó su vocación filosófica y religiosa, determinando su regreso al África.

En 391 fue ordenado presbítero en Hipona para ayudar al obispo Valerio, quien le consagró obispo un año antes de su muerte, en 396. Se dedicó plenamente a su ministerio, llevando una vida cenobítica junto a su clero, elevando el nivel cultural y religioso africano, que había decaído a lo largo del siglo IV. Luchó contra la multitud de sectas heréticas que proliferaban en aquellos años: pelagianos, donatistas, semiarrianismo… Así llegó a la edad de 76 años, muriendo con plenitud de pensamiento y agilidad de pluma, mientras los vándalos sitiaban la ciudad.

Lo que más admira de san Agustín es cómo desciende con gran facilidad desde el pensamiento abstracto a una exposición sencilla, cuando trata de llegar con la doctrina al pueblo. Tiene multitud de sermones y cartas, apologías y escritos sobre moral, es teólogo especulativo, ascético y además es poeta. Su influjo sigue siendo grande en el pensamiento de occidente y, así como habrá muchas personas que no conocen a Tertuliano o san Cipriano, ignoro si algún cristiano no ha oído hablar de san Agustín.

José María Sanabria


1 Además hay más datos biográficos en Lactancio, san Jerónimo, en san Agustín, en Casidoro, y en su propio epistolario. A veces se le llama Ponciano.

2 Pontio: Vita Cypr. 5.

TERTULIANO

De patientia

Capítulo I

Temo, lo confieso ante Dios, mi Señor, que tal vez sea una desfachatez que yo me lance a escribir sobre la paciencia. No soy la persona adecuada, pues carezco de la honestidad que sería necesaria, ya que cuando es preciso demostrar e inculcar algo se buscan las personas competentes que, con anterioridad, la hayan tratado y dirigido con precisión a fin de poder recomendarla con la autoridad que nace del proceder personal, sin que en sus enseñanzas deban avergonzarse por faltar el propio ejemplo.

¡Ojalá que esta misma desfachatez traiga el remedio; de modo que el mismo desenfado que se tiene al enseñársela a otros, se convirtiera en maestra de lo que decimos!

Quiero decir que hay un tipo de bienes —también de males— de una magnitud tan imponderable como la gracia de una inspiración divina. Porque lo que es un gran bien se halla en manos de la voluntad de Dios, el cual por ser el único en poseerlo es también el único en dispensarlo, y esto a quien Él señala para conseguirlo.

Por esto mismo es un verdadero consuelo pensar sobre aquello de lo que no podemos gozar; como los enfermos que faltándoles la salud, no se cansan de hablar de ella. Lo mismo yo —¡Oh pobre de mí! siempre consumido por la fiebre de la impaciencia— para obtener esta virtud necesito suspirar, pedir y hablar continuamente de ella. Constato esta enfermedad, y tengo presente que sin la ayuda de la paciencia no se adquiere con facilidad ni la firmeza de la fe ni la buena salud en la doctrina cristiana. De tal modo Dios la ha puesto por delante que sin ella nadie puede cumplir ningún precepto, ni realizar una obra que sea grata al Señor.

Los que viven como ciegos honran su excelencia proclamándola como máxima virtud. Y los filósofos paganos, que se atribuyen una sabiduría animal, tanto la estiman que pese hallarse divididos por muchas ligerezas y envidias en sectas y opiniones diferentes, sin embargo concuerdan respecto a la paciencia; sólo se ponen de acuerdo para su estudio.

Únicamente con ella hay concordia; en ella se unen, y de manera unánime se empeñan en fingir que la poseen. Buscan ser estimados por sabios, simulando ser pacientes. ¡Gran alabanza de ella es que se hagan merecedores de honra y gloria esos vanos sabios! O quizá, ¿no será afrentoso que cosa tan divina se mezcle con tales falacias? Véanlo ellos. Tal vez, dentro de poco tiempo sufrirán vergüenza al ver que su pequeña sabiduría es destruida con este mundo.

Capítulo II

La obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia humana —asombrada de la resignación canina3—, sino de la divina ordenación de una enseñanza viva y celestial, que nos muestra a Dios como dechado de esa virtud.

Él, desde el principio del mundo, derrama por igual el rocío de su luz sobre los justos y los pecadores y quiso establecer las ventajas de las estaciones, el servicio de los elementos y la maravillosa fecundidad de la naturaleza tanto para los que son dignos como para los que no lo son.

Tolera a pueblos ingratos, que adoran fantoches y las obras de sus manos; y que persiguen su nombre y a su familia4.

Su paciencia soporta continuamente la lujuria, la avaricia, la iniquidad descarada, hasta tal punto que, precisamente por esto, la mayoría no cree en Él porque nunca le han visto castigando al mundo.


3 Referencia a los filósofos cínicos.

4 Persiguen a Dios, en su nombre por no poder otra cosa, y a su familia, es decir, al pueblo de Dios, a la Iglesia.

Capítulo III

La sabiduría divina podría quizá parecer, en estas manifestaciones, como algo demasiado alto y celestial. Pero, ¿se puede decir lo mismo de aquella paciencia que manifestó de modo muy claro ante los hombres, aquí en la tierra, como para ser alcanzada con la mano?

Porque, siendo Dios, sufrió encarnándose en el seno de una mujer y allí esperó; nacido, no se dio prisa en crecer; y adulto, no buscó ser conocido; más bien vivió en condiciones desdeñables. Fue bautizado por su siervo, y rechazó los ataques del que le tentaba sólo con palabras. Siendo rey se hizo maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación; buen conocedor de la paciencia enseña por ella el perdón de las culpas. No vociferará ni alzará el tono y no hará oír en la calle su voz. Caña quebrada no partirá y no apagará mecha mortecina5.

No mintió el profeta; por el contrario, atestiguaba que Dios pone su Espíritu en el Hijo con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; no rechazó ni la mesa ni la casa de nadie. Él sirvió el agua con que lavó los pies a sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se desazonó con aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer sentir el fuego del cielo a gente tan ofensiva6.

Sanó a los desagradecidos y toleró a los que acechaban. Y si todo esto pareciera poco, todavía aguantó junto a sí al traidor, sin delatarlo.

Cuando fue entregado, lo llevaron como oveja al sacrificio, sin quejarse; como cordero abandonado a la voluntad del esquilador. Él, que si hubiese querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, pero ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos7. No fue herido Malco en aquella ocasión, sino la paciencia del Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y le dio satisfacción a quien Él no había injuriado, restituyéndole la salud por medio de la paciencia, madre de la misericordia.

5 Isaías, 42, 2 s.

6 Lc, 9, 52-56: Pero no le recibieron porque tenía intención de ir a Jerusalén. Al verlo, sus discípulos Santiago y Juan, dijeron: «Señor ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? Pero volviéndose, les reprendió, se fueron a otro pueblo.

7 Mat. 26, 51 s.: En esto, uno de los que estaban con Jesús echó mano a la espada, la sacó e hirió al siervo del Sumo Sacerdote, llevándole una oreja. Dícele entonces Jesús: «Vuelve la espada a su sitio, porque todos los que empuñen la espada a espada morirán». El nombre del siervo era Malco.