vineta

Conocí a 50 Cent en el invierno de 2006. Estaba entusiasmado con mi libro Las 48 leyes del poder, y le interesaba colaborar en un proyecto editorial. En esa reunión hablamos de la guerra, el terrorismo, la industria discográfica. Lo que más me impresionó fue que nuestra visión del mundo era muy parecida, más allá de grandes diferencias en nuestras circunstancias. Por ejemplo, al hablar de las intrigas que él enfrentaba entonces en la industria disquera, ambos mencionamos las explicaciones favorables con que algunos personajes de la historia han tratado de justificar su conducta, e intentamos imaginar lo que realmente perseguían. Él desarrolló esta manera de pensar en las peligrosas calles de Southside Queens, donde pensar así era indispensable para sobrevivir; yo llegué a esto leyendo un sinfín de libros de historia y observando hábiles maniobras de cierta gente en Hollywood, donde trabajé muchos años. La perspectiva, sin embargo, era la misma.

Ese día nos separamos con una vaga noción de un proyecto futuro. Al considerar, en los meses siguientes, el posible tema de este libro, me intrigaba cada vez más la idea de reunir nuestros dos mundos. Lo que me fascina de Estados Unidos es su movilidad social, que no deje de haber gente que llega a la cima desde abajo, y que entre tanto altera la cultura. Pero en otro nivel, los estadunidenses seguimos siendo una nación de guetos sociales. Las celebridades suelen congregarse alrededor de otras celebridades; los académicos e intelectuales están encerrados en su mundo; a la gente le gusta asociarse con quien se le parece. Si deja esos estrechos mundos, es usualmente como observadora o visitante de otro modo de vida. Lo interesante en nuestro caso era ignorar lo más posible nuestras superficiales diferencias y colaborar en el ámbito de las ideas, iluminando algunas verdades sobre la naturaleza humana que van más allá de la clase o el origen étnico.

Con mente abierta y la intención de indagar en qué podía consistir este libro, pasé junto a Fifty buena parte de 2007. Tuve acceso casi total a su mundo. Lo seguí a muchas reuniones de negocios de alto nivel, sentado sin hablar en una esquina y observándolo en acción. Un día presencié, en su oficina, una ruidosa pelea a puñetazos entre dos de sus empleados, a los que él tuvo que separar. Observé una crisis inventada por él para la prensa con fines publicitarios. Lo seguí en sus encuentros con otras estrellas, amigos del barrio, miembros de la realeza europea y figuras políticas. Visité la casa en que vivió de niño en Southside Queens, conocí a sus amigos de sus días como “conecte” y me hice una idea de lo que pudo haber sido crecer en ese mundo. Y entre más lo veía en acción en todos esos frentes, más me parecía que era un vivo ejemplo de los personajes históricos de los que yo había escrito en mis tres libros. Fifty es un experto en juegos de poder, una especie de Napoleón Bonaparte del hip-hop.

Al escribir sobre diversos participantes de juegos de poder en la historia, desarrollé la teoría de que su éxito podía atribuirse, casi siempre, a una habilidad o cualidad excepcional que los distinguió de los demás. En el caso de Napoleón, había sido su extraordinaria aptitud para captar gran cantidad de detalles y organizarlos en su mente. A menudo esto le permitió saber mejor que sus rivales qué ocurría. Luego de observar a Fifty y hablar con él de su pasado, concluí que la fuente de su poder era su valentía.

Esta cualidad no se manifiesta en gritos o tácticas de intimidación obvias. Cuando Fifty actúa así en público, es puro teatro. Tras bambalinas es frío y calculador. Su audacia se muestra en sus hechos y actitud. Ha visto y vivido demasiados encuentros peligrosos en las calles para que le perturbe algo en el mundo corporativo. Si un acuerdo no es de su gusto, lo incumplirá sin importarle. Si debe ser un poco rudo y tramposo con un adversario, lo será sin pensarlo dos veces. Tiene completa seguridad en sí mismo. Viviendo en un mundo en el que la mayoría de la gente tiende a ser tímida y conservadora, él goza siempre de la ventaja de querer hacer más, correr riesgos y no aceptar las normas establecidas. Salido de un medio en el que no esperaba pasar de los veinticinco años de edad, siente que no tiene nada que perder, y esto le da un poder inmenso.

Cuanto más pensaba en esta especial fortaleza suya, más ejemplar e instructiva me parecía. Me di cuenta de que yo mismo me beneficiaba del ejemplo de Fifty, pues podía superar mis propios temores. Decidí entonces que el tema de este libro sería la valentía, en todas sus formas.

La tarea de escribir La Ley 50 fue simple. Al observar a Fifty y hablar con él, noté ciertos temas y patrones de conducta que se convertirían en los diez capítulos de este libro. Una vez determinados esos temas, se los presenté, y los pulimos juntos. Hablamos de vencer el miedo a la muerte, la capacidad de aceptar el caos y el cambio, la alquimia mental que puede obtenerse viendo toda adversidad como una oportunidad de poder. Relacionamos estas ideas con nuestras experiencias y el mundo en general. Amplié después esas conversaciones con un poco de investigación, para combinar el ejemplo de Fifty con anécdotas de otras personas que, a lo largo de la historia, también han demostrado poseer la cualidad de la valentía.

Éste es, en fin, un libro sobre una particular filosofía de la vida, que puede resumirse así: tus temores son una cárcel que limita el alcance de tus actos. Entre menos temas, más poder tendrás, y vivirás más plenamente. Confiamos en que La Ley 50 te inspire a descubrir ese poder.

Introducción

Están bajo el peor enemigo que un hombre puede tener: el miedo. Sé que algunos de ustedes temen oír la verdad: que los educaron con miedo y mentiras. Pero yo proclamaré la verdad hasta que se liberen de ese temor.

—Malcolm X

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La actitud medrosa

En un principio el miedo fue una emoción simple y básica del animal humano. Frente a algo sobrecogedor –la amenaza de muerte inminente en forma de guerras, plagas y desastres naturales–, sentíamos miedo. Como en los demás animales, en nosotros esta emoción cumplía un papel protector: nos permitía advertir un peligro y alejarnos a tiempo de él. Pero en nuestro caso también servía para algo positivo: recordar la fuente de esa amenaza y protegernos mejor la próxima vez. La civilización se derivó de esta aptitud para prever y prevenir los peligros del entorno. También fue por miedo que desarrollamos la religión y varios sistemas de creencias, para darnos consuelo. El miedo es la emoción más fuerte y antigua conocida por el ser humano, algo profundamente inscrito en nuestro sistema nervioso y nuestro subconsciente.

Pero al paso del tiempo sucedió algo extraño. El terror que enfrentábamos perdió intensidad al aumentar nuestro control sobre el entorno. Sin embargo, en lugar de que nuestros temores disminuyeran, se multiplicaron. Empezó a preocuparnos nuestro prestigio social: si los demás nos estimaban, o cómo encajábamos en el grupo. Nos inquietaba nuestro sustento, el futuro de nuestra familia e hijos, nuestra salud y el proceso de envejecimiento. Pasamos de sentir un miedo simple e intenso por algo imponente y real a desarrollar una especie de ansiedad generalizada. Fue como si nuestros miles de años de temor a la naturaleza no pudieran desaparecer; necesitábamos algo, así fuera pequeño o inverosímil, hacia donde dirigir nuestra ansiedad.

En la evolución del miedo, un momento decisivo tuvo lugar en el siglo XIX, cuando publicistas y periodistas descubrieron que si envolvían de temor sus artículos y anuncios, llamarían nuestra atención. Esta emoción es difícil de resistir o controlar, así que esos sujetos no dejaban de orientar nuestra mirada a nuevas fuentes de ansiedad: la más reciente amenaza a la salud, una nueva ola de crímenes, el riesgo de un mal paso en sociedad y muchos otros peligros que ignorábamos. Dada la creciente sofisticación de los medios y la crudeza de sus imágenes, tales personas lograron hacernos sentir criaturas frágiles entre riesgos innumerables, pese a que vivíamos en un mundo infinitamente más seguro y predecible del que nuestros antepasados conocieron. Gracias a ellas, nuestras preocupaciones no hicieron sino aumentar.

Pero el miedo no se hizo para eso. Su función es estimular respuestas físicas vigorosas, a fin de que un animal se aleje a tiempo de un peligro. Pasado éste, el miedo debería evaporarse. Un animal incapaz de librarse de su temor una vez desaparecida una amenaza, no podrá comer ni dormir. Tal podría ser nuestro caso; y si acumulamos demasiados temores, tenderán a influir en nuestra manera de ver el mundo. Pasaremos de sentir miedo por una amenaza a tener una actitud medrosa ante la vida. Acabaremos por ver casi todo en términos de riesgos. Exageraremos los peligros y nuestra vulnerabilidad. Nos fijaremos al instante en la adversidad, siempre posible. Comúnmente no advertimos este fenómeno, porque lo aceptamos como normal. En los buenos momentos nos damos el lujo de inquietarnos por todo. Pero en tiempos difíciles esta actitud cobarde es particularmente nociva. En esos momentos debemos resolver problemas, enfrentar la realidad y avanzar, pero el temor nos induce a retroceder y atrincherarnos.

Esto es justo lo que halló Franklin Delano Roosevelt al asumir la presidencia de Estados Unidos en 1933. Habiendo comenzado con el desplome bursátil de 1929, la Gran Depresión estaba entonces en su fase más álgida. Pero lo que preocupó a Roosevelt no fueron los factores económicos, sino el estado de ánimo de la nación. Creía no sólo que la gente estaba más asustada de lo que debía, sino también que sus temores volvían más complicado aún superar la adversidad. En su discurso de toma de posesión dijo que no ignoraba realidades tan obvias como la crisis económica, y que no predicaría un optimismo ingenuo. Pero pidió a sus oyentes recordar que el país había enfrentado cosas peores, periodos como el de la Guerra civil, y que había salido de esas experiencias gracias a su espíritu emprendedor, resolución y determinación. En eso consistía ser estadunidense.

Temer algo hace que tal cosa se cumpla; cuando la gente cede al miedo, pierde energía e impulso. Su inseguridad se traduce en inacción, lo que la vuelve más insegura, y así sucesivamente. “Antes que nada”, dijo Roosevelt, “permítaseme expresar la firme convicción de que lo único que hay que temer es al miedo, el pánico indescriptible, irracional e injustificado que paraliza los esfuerzos necesarios para convertir el retroceso en avance.”

Roosevelt esbozó en ese discurso la línea que separa al fracaso del éxito en la vida. Esa línea es tu actitud, capaz de dar forma a tu realidad. Si ves todo por el cristal del miedo, tenderás a permanecer en la modalidad de retroceso. Pero es igualmente fácil que veas una crisis o problema como un reto, como una oportunidad de demostrar lo que vales, la posibilidad de fortalecerte y templarte o un llamado a la acción colectiva. Así convertirás lo negativo en positivo por medio de un proceso puramente mental, lo que resultará en una acción también positiva. Gracias a su liderazgo ejemplar, en efecto, Roosevelt contribuyó a que su país cambiara de mentalidad y encarara la depresión económica con un espíritu más decidido.

Hoy los estadunidenses parecen enfrentar nuevos problemas y crisis que ponen a prueba su temple nacional. Pero como Roosevelt al comparar la situación de su tiempo con momentos peores del pasado, puede afirmarse que los peligros que los estadunidenses afrontan en la actualidad no son tan graves como los de los años treinta y la guerra subsecuente. De hecho, todo indica que en el siglo XXI la realidad de Estados Unidos es un medio físico tan seguro e inofensivo como nunca antes en la historia de esa nación. Los estadunidenses habitan el país más próspero del mundo. En otros días, sólo los hombres de raza blanca podían participar en los juegos de poder. Hoy también lo hacen millones de mujeres y miembros de las minorías, lo que ha alterado para siempre la dinámica implicada y convertido a esa nación en la más avanzada socialmente a este respecto. Los adelantos tecnológicos brindan toda clase de oportunidades, y los viejos modelos de negocios se desvanecen, dejando el campo abierto a la innovación. Vivimos una época revolucionaria y de enormes cambios.

Los estadunidenses también enfrentan algunos retos. El mundo es más competitivo; la economía padece vulnerabilidades innegables y debe reinventarse. Como en cualquier situación, el factor determinante será la actitud de la gente: cómo decida juzgar esta realidad. Si cede al miedo, prestará desmedida atención a lo negativo, y producirá justo las circunstancias adversas que teme. Pero si sigue la dirección contraria, adopta una manera valiente de ver la vida y acomete todo con audacia y energía, generará una dinámica muy diferente.

Comprende: nos da mucho miedo ofender a los demás, causar problemas, sobresalir, atrevernos. Nuestra relación con esta emoción ha evolucionado durante miles de años, desde el temor primitivo a la naturaleza hasta la ansiedad generalizada por el futuro y la actitud medrosa que ahora nos somete. Pero como los adultos racionales y productivos que somos, tenemos que superar esta tendencia descendente y dejar atrás nuestros temores.

El valiente

El primer recuerdo de mi infancia es una flama, la flama azul de una estufa de gas que alguien encendió […] Tenía tres años […] Sentí miedo, mucho miedo, por primera vez en mi vida. Pero también lo recuerdo como una aventura, un júbilo extraño. Pienso que esa experiencia me llevó mentalmente a un lugar en el que no había estado nunca. A una frontera, el límite –quizá– de lo posible […] El temor que sentí fue casi una invitación, un reto a entrar en algo de lo que no sabía nada. Creo que ahí comenzó mi filosofía personal de la vida […] en ese momento […] Desde entonces, siempre he pensado en avanzar, en alejarme del calor de esa llama.

—Miles Davis

Existen dos formas de enfrentar el miedo: pasiva y activa. Adoptamos la forma pasiva cuando queremos evitar una situación que nos provoca ansiedad. Esto podría traducirse en aplazar toda decisión que pueda herir los sentimientos de otra persona. O en preferir que todo sea cómodo e inofensivo en nuestra vida diaria, para que nada desagradable nos ocurra. Asumimos esta modalidad cuando nos sentimos frágiles y creemos que afrontar lo que tememos nos perjudicaría.

La variedad activa es algo que casi todos hemos experimentado en algún momento de nuestra vida: la situación riesgosa o difícil que tememos se nos impone por sí sola. Podría tratarse de un desastre natural, la muerte de un ser querido o un revés por el que perdemos algo. Es común que en momentos así hallemos en nosotros una fuerza que nos sorprende. Lo que temíamos no es tan grave. Pero no podemos esquivarlo, y debemos buscar la manera de vencer nuestro miedo o sufriremos las consecuencias. Estos momentos son curiosamente terapéuticos, porque enfrentamos por fin algo real, no un escenario imaginario inducido por los medios. Además, podemos librarnos de ese temor. El problema es que esos instantes no suelen durar mucho ni repetirse con frecuencia. Por tanto, ellos pueden perder rápido su valor, y nosotros volver a la modalidad pasiva, elusiva.

Cuando vivimos en circunstancias relativamente confortables, nuestro entorno no nos abruma con peligros obvios, violencia ni limitación de movimientos. Nuestra meta más importante es mantener esa seguridad y confort, lo que nos hace más sensibles al más mínimo riesgo o amenaza contra el orden establecido. Esto nos dificulta tolerar la sensación de temor, aún más vaga e inquietante, así que permanecemos en la modalidad pasiva.

Pero a lo largo de la historia ha habido personas que han vivido circunstancias mucho más apuradas, agobiadas por peligros cotidianos. Algunas de ellas han tenido que enfrentar una y otra vez sus temores en forma activa. Su situación pudo haber sido crecer en la pobreza extrema, exponerse a morir en batalla, encabezar un ejército en armas, vivir un tumultuoso periodo revolucionario, ser líderes en momentos de crisis, sufrir una pérdida o tragedia personal o ver de cerca la muerte. Infinidad de individuos crecen o se ven en iguales circunstancias, y la adversidad ahoga su espíritu. Pero otros se sobreponen. Creen no tener otra opción: no enfrentar y vencer esos temores cotidianos sería rendirse. Se tiemplan y endurecen como el acero.

Entiende: nadie nace así. No es natural no sentir miedo. Pero este proceso requiere retos y pruebas. Lo que distingue a quienes superan la adversidad de quienes sucumben a ella es la fuerza de voluntad y el ansia de poder.

En algún momento, la posición defensiva ante el miedo se vuelve ofensiva, una actitud valiente. Las personas de este tipo aprecian el valor no sólo de ser intrépidas, sino también de acometer la vida con osadía, apremio y originalidad, creando modelos nuevos en vez de seguir los antiguos. Ven que esto les otorga cuantioso poder, y pronto lo convierten en su mentalidad dominante. Encontramos a este tipo de personas en todas las culturas y épocas, desde Sócrates y los estoicos a Cornelius Vanderbilt y Abraham Lincoln.

Napoleón Bonaparte representa al valiente clásico. Inició su carrera militar justo al estallar la Revolución francesa. En ese crítico momento de su vida, le tocó experimentar uno de los periodos más caóticos y aterradores de la historia. Afrontó peligros sin fin en el campo de batalla, por el surgimiento de nuevas operaciones militares, y libró incontables intrigas políticas en las que un paso en falso podría haberlo llevado a la guillotina. Libró todo esto con espíritu denodado, aceptando el caos de su tiempo y los grandes cambios en el arte de la guerra. Y en una de sus numerosas campañas, pronunció palabras que podrían servir de lema a todos los valientes.

En la primavera de 1800 se preparaba para conducir a su ejército a Italia. Sus mariscales de campo le advirtieron que los Alpes eran intransitables en tal época del año y le recomendaron esperar, pese a que eso estropeara sus posibilidades de éxito. El general les contestó: “No existen Alpes para el ejército de Napoleón”. Montado en una mula, guió personalmente a sus tropas por terreno peligroso e innumerables obstáculos. La fuerza de voluntad de un solo hombre impulsó a ese ejército a cruzar los Alpes, tomar por sorpresa al enemigo y derrotarlo. No existen Alpes ni obstáculos que puedan interponerse en el camino de una persona sin miedo.

Otro ejemplo es el del gran abolicionista y escritor Frederick Douglass, nacido esclavo en Maryland, en 1817. Como escribiría después él mismo, el sistema esclavista dependía de la inducción de profundos temores. Douglass se obligó sin tregua a seguir la dirección opuesta. Pese a la amenaza de castigos severos, aprendió a leer y escribir en secreto. Flagelado por su rebeldía, se defendió, y vio reducirse sus azotes. Sin dinero ni relaciones, escapó al norte a los veinte años. Ahí destacó como abolicionista, recorriendo la zona para hablar de los males de la esclavitud. Y aunque los abolicionistas querían que siguiera dando conferencias y repitiendo las mismas historias, él deseaba algo más, y se rebeló otra vez. Fundó entonces un periódico antiesclavista, algo inaudito en un antiguo esclavo. Su periódico tuvo mucho éxito.

En cada etapa de su vida, Douglass fue puesto a prueba por grandes adversidades. Pero en vez de ceder al temor a los azotes, la soledad en ciudades desconocidas, la cólera de los abolicionistas, acrecentó su audacia e intensificó su ofensiva. Esta seguridad en sí mismo le dio la fuerza necesaria para superar la feroz resistencia y animosidad a su alrededor. Todos los valientes descubren en algún momento esta propiedad física: el indiscutible aumento de su energía y fe en ellos mismos de cara a circunstancias negativas, y aun insoportables.

Los valientes no salen únicamente de la pobreza o un medio hostil. Roosevelt creció en un hogar rico y privilegiado. Pero a los treinta y nueve años contrajo polio, que lo paralizó de la cintura para abajo. Fue un momento decisivo, pues tuvo que hacer frente a una limitación seria en sus movimientos y el posible fin de su carrera política. Mas no cedió al temor y el desaliento. Siguió la dirección contraria, pugnó por aprovechar al máximo su condición física y desarrolló un espíritu indomable que lo convertiría en el presidente más valeroso de Estados Unidos. Para una persona así, un encuentro con la adversidad o la limitación, a cualquier edad, puede ser el crisol donde se forje su actitud.

El nuevo valiente

Este pasado, el pasado del negro, de horca, fuego, tortura […] muerte y humillación miedo noche y día, hasta la médula de los huesos […] este pasado, esta lucha incesante por alcanzar y revelar y confirmar una identidad humana […] contiene, pese a todo su horror, algo muy hermoso […] Quien no sufre, nunca crece, jamás descubre quién es.

—James Baldwin

Durante gran parte del siglo XIX, los estadunidenses arrostraron toda suerte de peligros y adversidades: el hostil medio físico de la frontera, divisiones políticas agudas, la anarquía y caos resultantes de grandes cambios tecnológicos y la movilidad social. Pero reaccionaron a ese restrictivo entorno venciendo sus temores y desarrollando lo que se conocería más tarde como el espíritu pionero, de amor a la aventura y celebrada aptitud para resolver problemas.

Dada su creciente prosperidad todo eso cambió. Pero en el siglo XX un círculo siguió siendo tan severo como antes: el de los guetos negros urbanos. Y de ese crisol surgió un nuevo valiente, ejemplificado por figuras como James Baldwin, Malcolm X y Muhammed Ali. No obstante, el racismo de entonces les impidió dar rienda suelta a su espíritu.

A últimas fechas, en esos barrios han surgido nuevas personas así, con más libertad para llegar a la cumbre del poder, en los espectáculos, la política y los negocios. Emergidas de un medio semejante al salvaje Oeste, en él aprendieron a valerse por sí solas y dar rienda suelta a su ambición. La calle y sus ásperas experiencias las educaron. En cierto sentido, son como los aventureros del siglo XIX, con poca educación formal pero inventores de un nuevo modo de hacer negocios. Su espíritu concuerda con el desorden del siglo XXI. Es fascinante observarlas, y en cierta manera tienen mucho que enseñarnos.

El rapero conocido como 50 Cent (o Curtis Jackson) debe considerarse uno de los ejemplos contemporáneos más elocuentes de este fenómeno. Creció en un barrio particularmente tenso y violento: Southside Queens, en plena epidemia del crack en los años ochenta. Y en cada fase de su vida ha tenido que enfrentar peligros que lo han puesto a prueba y templado, ritos de iniciación en la actitud valiente que ha desarrollado poco a poco.

Uno de los mayores temores de un niño es el abandono, quedarse solo en un mundo aterrador. Ésta es la fuente de nuestras peores pesadillas. Y fue la realidad de Fifty. No conoció a su padre, y su madre fue asesinada cuando él tenía ocho años. Pronto desarrolló el hábito de no depender de nadie para su protección o abrigo. Esto significó que en todo encuentro subsecuente con el miedo sólo contaría consigo mismo. Y que si no quería sentir esa emoción, tendría que aprender a vencerla.

Fifty empezó a merodear por las calles a temprana edad, y fue imposible que no sintiera miedo. Se topaba con violencia y agresión todos los días. Y al ver tan rutinariamente el miedo en acción, comprendió que podía ser una emoción extenuante y destructiva. En las calles, la gente pierde el respeto por quien exhibe miedo. Y puede acabar relegado y con más posibilidades de sufrir violencia por su deseo de evitarla. No había de otra: para tener poder como “conecte” (traficante de drogas) había que vencer ese sentimiento. Nadie debía verlo con otros ojos. Para Fifty, esto implicó ponerse a menudo en situaciones incitadoras de ansiedad. La primera vez que estuvo frente a un hombre armado, se asustó. La segunda, un poco menos. La tercera, nada.

Probar y demostrar así su valor le dio una sensación de gran poder. Pronto supo de la importancia del arrojo: podía mantener a raya a los demás sintiendo suprema seguridad en él. Pero por duros y bravucones que sean, los conectes suelen afrontar un obstáculo inmenso: el miedo a dejar las calles que tan bien conocen y que les han enseñado todas sus habilidades. Se vuelven adictos a ese estilo de vida; y aunque es probable que terminen en la cárcel o mueran prematuramente, no pueden dejar de andar de acá para allá.

No obstante, Fifty ambicionaba algo más que tener éxito como conecte, así que se obligó a enfrentar y vencer ese miedo enorme. A los veinte años de edad y en su mejor momento como traficante, decidió cortar lazos con ese medio e irrumpir en el ámbito musical, sin relaciones ni red de protección. Y como no tenía un plan B, porque triunfaba en la música o se hundía, desplegó una energía tan frenética y atrevida que pronto se hizo notar en el mundo del rap.

Pese a que era muy joven, ya había afrontado algunos de los peores miedos que pueden aquejar a un ser humano –abandono, violencia, cambio radical–, de los que había salido más fuerte. Pero a los veinticuatro años, en vísperas del lanzamiento de su primer disco, chocó cara a cara con el que muchos consideramos el mayor temor: el miedo a la muerte. En mayo de 2000, en un auto frente a su casa a plena luz del día, un asesino a sueldo le vació nueve balas, una de las cuales le atravesó la mandíbula y estuvo a punto de quitarle la vida.

A raíz de esta ejecución frustrada, Columbia Records lo sacó de su catálogo y canceló el lanzamiento de su primer álbum. Se le hizo el vacío en la industria; los ejecutivos temblaban por tener que involucrarse con él y la violencia con que se le asociaba. Muchos amigos le volvieron la espalda, quizá al verlo débil. Se había quedado sin dinero; no podía regresar a las calles tras haber desairado al gremio, y su carrera musical parecía terminada. Fue uno de esos momentos que revelan el poder de la actitud personal ante la adversidad. Fue como si estuviera ante los intransitables Alpes.

Hizo entonces lo mismo que Frederick Douglass: decidió acrecentar su furia, energía e intrepidez. Habiendo estado tan cerca de la muerte, comprendió que la vida puede ser muy corta. No perdería un segundo. Rechazaría el acostumbrado camino al éxito: operar en la industria discográfica, aprovechar la primera oferta jugosa que se presentara y difundir sólo las canciones con potencial de ventas para los ejecutivos. Haría las cosas a su modo: lanzaría un caset y lo vendería o regalaría en las calles. Afinaría así los sonidos crudos y pesados que creía naturales en él. Y hablaría el idioma del barrio sin tener que suavizarlo en lo más mínimo.

De repente sintió una libertad inmensa: podía crear un modelo de negocios propio, ser tan poco convencional como quisiera. Sintió que no tenía nada que perder, como si los últimos rescoldos de temor que le quedaban se le hubieran escurrido en el auto ese día del 2000. La promoción de su caset le dio fama en las calles y llamó la atención de Eminem, quien lo contrató de inmediato para su sello discográfico que compartía con Dr. Dre, lo que sentó las bases de su meteórico ascenso al pináculo del mundo musical en el 2003 y la creación del emporio que ha forjado desde entonces.

Vivimos momentos extraños, revolucionarios. El antiguo orden se desmorona ante nuestros ojos en muchos ámbitos. Pero pese a que esta etapa es tan turbulenta, los líderes de los negocios y la política se aferran al pasado y las viejas maneras de hacer las cosas. Temen al cambio y toda suerte de desorden.

Los nuevos valientes representados por Fifty siguen la dirección opuesta. Ven que el caos del día se ajusta a su temperamento. Crecieron sin miedo a experimentar, merodear por las calles y probar nuevas formas de operar. Aceptan los adelantos tecnológicos que, en secreto, ponen nerviosos a otros. Se libran del pasado y crean su propio modelo de negocios. No ceden al espíritu conservador que ronda a las compañías estadunidenses en estos tiempos de radicalismo. Y en el centro de su éxito está una premisa, una ley del poder que todos los espíritus valientes del pasado han conocido y usado, fundamento de cualquier género de éxito en el mundo.

La Ley 50

Lo que la gente teme más es ser ella misma. Quiere ser 50 Cent u otra persona. Hace lo mismo que los otros aun si no va con ella y su situación. Pero así no llega a ningún lado; desgasta su energía, y no llama la atención de nadie. Huye de lo único que tiene: lo que la vuelve diferente. Yo perdí ese miedo. Y en cuanto sentí el poder que obtenía de mostrar al mundo mi poco interés en ser como los demás, ya no pude retroceder.

—50 Cent

La Ley 50 se basa en esta premisa: los seres humanos tenemos escaso control sobre nuestras circunstancias. Los demás cruzan nuestro camino, nos hacen cosas en forma directa o indirecta y nosotros nos pasamos la vida reaccionando a lo que nos ocasionan. A las cosas buenas les siguen malas. Hacemos todo lo posible por adquirir cierto control, porque no poder hacer nada frente a lo que sucede nos vuelve infelices. Y a veces lo adquirimos, pero nuestro margen de control sobre los demás y nuestras circunstancias es lastimosamente limitado.

Sin embargo, la Ley 50 establece que hay algo que sí podemos controlar: la mentalidad con que reaccionamos a lo que ocurre a nuestro alrededor. Y si somos capaces de vencer nuestra ansiedad y forjar una actitud valiente ante la vida, puede pasar algo extraño y notable: que ese margen de control de las circunstancias se amplíe. En un caso extremo, podríamos crear, incluso, las circunstancias mismas, fuente del inmenso poder de los valientes a lo largo de la historia. Todos los que ponen en práctica la Ley 50 comparten ciertas cualidades –osadía suprema, originalidad, soltura y sensación de apremio–, origen de esa aptitud excepcional para determinar sus circunstancias.

Un acto audaz requiere un alto grado de seguridad en uno mismo. Quienes constituyen el blanco de un acto así o lo presencian, no pueden sino creer que esa seguridad es real y justificada. Su reacción instintiva es respaldar, quitarse de en medio o seguir a la persona segura de sí. Un acto audaz puede mantener a raya a la gente y eliminar obstáculos. Es de esta forma como produce circunstancias favorables.

Somos seres sociales, así que es natural que queramos ajustarnos a quienes nos rodean y a las normas grupales. Pero esto esconde un profundo temor a destacar, a seguir nuestro camino sin que nos importe lo que la gente piense de nosotros. Los valientes son capaces de vencer este miedo. Lo lejos que pueden llegar con su originalidad nos fascina. Y nos hace admirarlos y respetarlos en secreto; nos gustaría poder actuar así. Normalmente nos cuesta trabajo concentrarnos; nuestro interés pasa de un espectáculo a otro. Pero quienes expresan valientemente su diferencia llaman nuestra atención en un nivel más hondo y por más tiempo, lo que se traduce en poder y control.

Muchos respondemos a las inestables circunstancias de la vida tratando de microcontrolarlo todo en nuestro entorno inmediato. Cuando sucede algo imprevisto, nos ponemos tensos y reaccionamos con una táctica que ya nos ha dado resultado. Si los hechos marchan muy aprisa, es fácil que nos sintamos abrumados y perdamos el control. Quienes siguen la Ley 50 no temen al cambio y el caos; los aceptan y se relajan tanto como pueden. Se dejan llevar por el flujo de los acontecimientos, y luego los encauzan sutilmente en la dirección que ellos eligieron, explotando el momento. Gracias a su mentalidad, convierten algo negativo (un suceso inesperado) en positivo (una oportunidad).

Ver de cerca la muerte o recibir un drástico recordatorio de la brevedad de la vida puede tener un efecto terapéutico positivo. Nuestros días están contados, así que más nos vale vivir intensamente cada instante, tener una sensación de apremio ante la vida. Ésta podría terminar en cualquier momento. Los valientes suelen tomar conciencia de esto por medio de una experiencia traumática. Ésta les da energía para aprovechar al máximo cada acto, y el impulso vital así obtenido les ayuda a determinar qué ocurrirá después.

Todo esto es bastante simple: cuando incumples esa ley fundamental e involucras en un encuentro tus miedos habituales, limitas tus opciones y tu capacidad para determinar los hechos. Tu temor puede llevarte, incluso, a un campo negativo, en el que tus poderes disminuyan. Ser conservador, por ejemplo, puede arrinconarte y a la larga exponerte a perder lo que tienes, por perder también tu capacidad de adaptarte al cambio. El afán de complacer a los demás puede acabar ahuyentándolos; es difícil respetar a alguien tan obsequioso. Si tienes miedo de aprender de tus errores, te arriesgas a repetirlos. Cuando incumples esta ley, ningún grado educativo, contacto ni conocimiento técnico puede salvarte. Tu actitud medrosa te encierra en una prisión invisible, en la que permanecerás.

Observar la Ley 50 produce la dinámica contraria: abre posibilidades, brinda libertad de acción y contribuye a generar un impulso vital.

La clave para poseer este supremo poder es adoptar la forma activa de enfrentar tus temores. Esto significa entrar al terreno del que normalmente huyes: tomar las decisiones difíciles que has evitado, vértelas con quienes intrigan en tu contra, pensar en ti y tus necesidades antes que complacer a los demás, obligarte a cambiar la dirección de tu vida aunque ese cambio sea justo lo que más temes.

Ponte deliberadamente en situaciones difíciles y examina tus reacciones. Notarás en cada caso que tus temores eran exagerados y que enfrentarlos tiene el efecto tonificante de acercarte más a la realidad.

En algún momento descubrirás el poder de la inversión: vencer lo negativo de un temor particular produce una cualidad positiva, como independencia, paciencia, suprema seguridad en uno mismo, etcétera. (En cada uno de los capítulos siguientes se resaltará este cambio de perspectiva.) Y una vez que emprendas ese camino, te será difícil retroceder. Seguirás adelante, hasta verlo todo con audacia y valentía.

Entiende: no es indispensable el haber crecido en Souhtside Queens o sufrido un intento de asesinato para poder desarrollar esa actitud. Todos encaramos retos, rivales y reveses. Decidimos ignorarlos o evitarlos por temor. Lo que importa no es la realidad física de tu entorno, sino tu estado mental, cómo afrontas la adversidad que forma parte de la vida en todos los ámbitos. Fifty tuvo que enfrentar sus temores; tú debes decidir hacerlo.

Por último, tu actitud puede determinar la realidad en direcciones opuestas: una que te restringe y arrincona en el temor y otra que te brinda posibilidades y libertad de acción. Lo mismo puede decirse de la mentalidad y espíritu que adoptes al leer los capítulos siguientes. Si los lees con tu ego por delante, sintiéndote agredido o juzgado (si, en otras palabras, los lees a la defensiva), te cerrarás innecesariamente a la fuerza que podrían ofrecerte. Todos somos humanos; todos resentimos los efectos de nuestros temores; aquí no se juzga a nadie. De igual forma, si lees estas páginas como recetas por emplear al pie de la letra en tu vida, reducirás su valor y su aplicación a tu realidad.

Por el contrario, asimila estas líneas con espíritu abierto y valiente, y permite que sus ideas lleguen al fondo de tu ser e influyan en tu manera de ver el mundo. No temas experimentar con ellas. Adaptarás así este libro a tus circunstancias y obtendrás un poder similar sobre el mundo.


Creo juzgar sanamente diciendo que vale más ser impetuoso que circunspecto, porque la fortuna es una mujer, y es necesario, por esto mismo, cuando queremos tenerla sumisa, zurrarla y zaherirla. Se ve, en efecto, que se deja vencer más de los que la tratan así que de los que proceden tibiamente con ella.

—Nicolás Maquiavelo

CAPÍTULO 1

Ve las cosas como son:
Realismo absoluto

La realidad puede ser muy cruel. Tus días están contados. Hacerte y conservar un lugar en este mundo, despiadadamente competitivo, exige un esfuerzo constante. La gente puede ser traidora. Te involucra en infinidad de batallas. Tu labor debe ser resistir la tentación de querer que todo sea distinto y, en cambio, aceptar —y aun abrazar— valientemente las circunstancias. Al concentrarte en lo que ocurre a tu alrededor, obtendrás una percepción clara de lo que hace que algunas personas avancen y otras se rezaguen. Si entrevés las manipulaciones de los demás, podrás sortearlas. Mientras mejor comprendas la realidad, más podrás alterarla conforme a tus propósitos.