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Mi novia, la tristeza

MI NOVIA, LA TRISTEZA

© 2008, Guadalupe Loaeza

© 2008, Pável Granados

D. R. © Editorial Océano de México, S.A. de C.V.

Blvd. Manuel Ávila Camacho 76, piso 10

Col. Lomas de Chapultepec

Miguel Hidalgo, C. P. 11000, México, D.F.

Tel. (55) 9178 5100

info@oceano.com.mx

www.oceano.mx

Primera edición en libro electrónico: septiembre, 2012

eISBN: 978-607-400-799-2

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada, o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:

Information Consulting Group de México

Para todas las novias, amantes y esposas de Agustín Lara…

Para Enrique, por haber permitido mi romance, de más de diez años, con Agustín Lara…

Para María, mi nieta, mi “María Bonita…, para que en la playa con tus manitas las
estrellitas las enjuagabas…”.

GUADALUPE LOAEZA

A mis padres, Juan Carlos Granados (1955-2003) y María del Carmen Chaparro; a mis
hermanos, Omar y Ulises; a Emiliano Álvarez.

PÁVEL GRANADOS

NOTA DEL EDITOR

El trabajo de los autores es consecuencia de una labor de investigación que abrevó en archivos, bibliotecas, diarios, revistas, manuscritos, fototecas, audiotecas, tanto oficiales como privadas; y pudo enriquecerse con reuniones y entrevistas celebradas ex profeso, ya con familiares, amigos, personas cercanas, conocedoras de Agustín Lara, su obra, su trayectoria, a lo largo de varios años.

La historia de la vida de una persona es un propósito imposible; recrearla, planteando una versión de su biografía, es una tarea ya de por sí temeraria pero aquí se hizo valer el esfuerzo.

Como en toda biografía, los autores recurren a la recreación; a veces, al montaje, al ejercicio analógico, al recurso connotativo, nunca amilanados ante el torrente documental. Salvo los monólogos (que dan comienzo y fin al texto), de cualquier manera amparados en información documental y oral, y los diálogos, recursos de estructura expositiva construidos, digamos ad libitum, cartas, recuerdos, anécdotas y, desde luego, toda la información acerca del personaje, son documentalmente certificables las fuentes de investigación.

Mi nombre es AngelinaMi nombre es Angelina

Puebla, Puebla
sin fecha

Sí, Agustín, mi vida sin ti ha sido un triste jardín, como dice tu canción. Ha corrido en tres palpitantes eras: antes de ti, contigo y después de ti… A pesar de todo, no te guardo rencor. Creo que ya te perdoné hace muchos años. Ya se me olvidaron tus engaños, tus mentiras, tus desplantes de gran señor, tu terrible carácter. ¿Cómo era posible que le cantaras a dos mujeres al mismo tiempo; a una morena y a una rubia; a una con ojos “como dos puñales”, y a los míos, que son como el verde mar; a una “pervertida” y a una “florecita perfumada”? Claro, con tu talento y tu capacidad para mantener varias relaciones sentimentales al mismo tiempo, para ti resultaba muy fácil. Pero no importa, ya también me olvidé de eso. Nada más recuerdo cosas bonitas. Me acuerdo de tu insuperable sentido del humor, de la generosidad que siempre tuviste para Jorgito, de lo bien que tratabas a mi madre; pero sobre todo, me acuerdo de nuestra historia de amor. Siempre te he sido fiel. Lo fui cuando estaba contigo y ahora que llevamos tantos años separados, lo sigo siendo; sí, continúo profundamente fiel a mis recuerdos. No puedo renegar de los años que vivimos juntos. A pesar de todo el tiempo que ha transcurrido, ¡más de treinta años!, siento que le debo lealtad al amor que una vez recibí y que aún te profeso. Es un amor voluntario y agradecido por lo feliz que me hiciste. La memoria de aquellos años ahora me permite tolerar con serenidad mi soledad y mi tristeza. Como un día me dijo mi nieta: “Ay, abuelita, a ti lo bailado ya nadie te lo quita”.

Cuando estoy sola en la casa (mi hijo está todo el día en su taller y mi nieta trabaja en el zoológico de Puebla), abro mi viejo veliz, el que siempre me ha acompañado a los lugares a donde he ido a trabajar como enfermera. Te puedo decir que he recorrido casi toda la república con dos valijas, en una llevaba mis artículos personales y en la otra, nuestra historia de amor. En este veliz conservo los recuerdos que nos unieron: cartas, telegramas, recortes de periódico, fotografías, programas de teatro, recaditos, servilletas en donde escribías estrofas de tus canciones, notas de la tintorería, recibos de luz y de teléfono de las casas donde vivimos, boletos de cine, las recetas de cocina que más te gustaban, pañuelos bordados con tus iniciales, colillas de cigarro Lucky Strike (que apagabas para de inmediato prender otro), dos corbatas, viejas llaves de coches, recibos de regalías, tu calzador, tres limas de uñas que te pertenecieron, viejas portadas de discos long play, copias de cartas que le escribí de tu parte al viejo Azcárraga, textos originales de algunas de tus canciones, tarjetas postales, sobrecitos llenos de pétalos secos, una cajita donde guardo una de tus tantas dentaduras, muchas hojas de los diarios que he escrito en diferentes periodos de mi vida. Pero lo que atesoro con todo mi corazón son las cartas de amor que un día me escribiste. Tus cartas, mis cartas, nuestras cartas. Las he leído millones de veces. Las conozco de memoria. Algunas veces hasta las reescribo, aumentándoles palabras de amor y de resentimiento. ¡Qué época! Esos diez años que vivimos juntos sin duda fueron los más importantes de tu carrera profesional. Está mal que lo diga, pero en aquel tiempo escribiste tus mejores canciones; entre ellas gran parte de la Suite española, muchos pasodobles, tangos, boleros románticos. Las canciones por las que eres realmente conocido: “Imposible”, “Mujer”, “Rosa”, “Ojos negros”, “Santa”, “Granada”, “Sevilla”, “Señora tentación”, “Azul”, “Hastío”, “Arráncame la vida”, “Rival”, “Amor de mis amores”, “Noche de ronda”, “Piensa en mí” y otras, muchas más. Recuerdo muy bien lo que me dijiste un día respecto de tus composiciones. “Es cierto Bibí, no tuvimos hijos, pero en cambio han nacido cientos de canciones que, en cierta forma, son como nuestros hijos. Yo, como su padre por haberlas engendrado; tú, como su madre por haberlas inspirado y aceptado antes que ningún público, con tanta benevolencia: porque de ti recibí el mayor impulso, el más fervoroso aplauso… Oh, mi vida, mi esclavitud, mi todo…”

Puedo decir con todo orgullo que yo vi nacer al que con el tiempo se convertiría en Agustín Lara, el gran compositor de México. De ti se han escrito varias biografías, han especulado sobre el significado de tus canciones, el valor de tu música y la generosidad de tu espíritu. Pero dudo que alguien lo haga con el sentimiento y la emoción de quien —como yo— te vio nacer al amor y la fama cuando sólo eras un bohemio atormentado por la necesidad de crear… Fui testigo de tus fracasos y de tus éxitos, de tus noches en vela mientras componías una canción. Seguí de cerca tus conflictos con las disqueras; los constantes desencuentros con el viejo Azcárraga; las decepciones, tus recaídas de salud y las carencias económicas que tanto te agobiaban. Eso nos unió de una forma especial. No nada más éramos una pareja de enamorados, sino que éramos cómplices, socios, amigos íntimos, esposos y hasta padres de “tus niñas”, como llamabas a tus composiciones.

En aquella época, antes de ser ese Agustín Lara que todo el mundo conoce y admira, no tenías a nadie en el mundo más que a mí. Junto con mi madre y mi hijo Jorge llegamos a formar una familia; la familia que siempre buscaste. Eras el centro de nuestras vidas. Yo no existía más que para ti; me convertí en la sombra de tu sombra. Por eso, cuando nos separamos, tardé mucho tiempo en enfrentarme a la vida, ¡sola! Durante muchos años me sentí como una silla con tres patas. Estaba ¡coja! No me sentía completa. No me hallaba. No comía, no me sabía la comida. Todo lo veía gris, le perdí el interés a la vida. Me pasaba las horas totalmente ausente. Estaba deshabitada. Ya no pensaba, nada más recordaba. (A mi edad, ya no pienso, me acuerdo.) Y, claro, el que más padecía mis lamentables estados de ánimo era mi hijo; él era el único que advertía mi triste condición, el fantasma que se había instalado entre los dos. Allí estabas tú, Agustín, en nuestra intimidad, casi como si hubieras estado físicamente entre nosotros. A pesar de que yo nunca hablaba de ti, Jorgito sabía que pasaba horas platicando contigo en mi cabeza. Lo sabía, porque poco a poco dejó de hablarme. Dejamos de comunicarnos. Él hacía sus cosas y yo las mías. Cuando llegaba a cenar a la casa, comíamos sumidos en un profundo silencio. Un día le dije: “M’hijito, creo que me estoy curando, llevo diez minutos sin pensar en él. Sin preguntarme qué estará haciendo. Y sin sentir celos al imaginarlo con otra mujer. ¿Crees que ya lo olvidé?”. No me respondió, nada más me vio con sus ojos de perro triste y continuó cenando.

Los años pasaban, tú siempre bajo los reflectores de la fama y yo en la oscuridad, hasta que nació mi nieta. Te confieso que para mí su nacimiento fue un acontecimiento maravilloso. Era una nena preciosa, con los ojos claros de su padre, una boquita como la de su madre y unas manos largas, largas como las de su abuela Angelina; no, más bien como las tuyas… Ahora me arrepiento de no haber disfrutado aún más de su infancia. Cuando Jorge me la dejaba en la casa, en lugar de jugar con ella, la miraba desde lejos con actitud triste y decaída. Mis pensamientos estaban en otra parte. En esos momentos, lo que más deseaba era que esa niña creciera para poderle platicar de ti. Ansiaba que muy pronto se convirtiera en una adolescente para hacerla mi confidente y, a escondidas, leerle tus cartas, mostrarle las fotos en donde aparecemos juntos y contarle mis secretos. Pero el tiempo pasaba demasiado despacio y parecía que mi nieta no crecía. Entonces deseaba hacerme chiquita como ella, para que las dos nos metiéramos en mi veliz y juntas viajáramos por los lugares descritos en tus cartas. Más que mi nieta, quería que fuera tu hija, la hija que nunca tuvimos. No, Agustín, no me taches de loca ni de egoísta. Hace años que deseo compartir con alguien mi historia de amor. Antes no tenía con quién hacerlo. Por un lado, temía que nadie me creyera y, por el otro, me daba pavor provocar envidias. Ahora que mi nieta ya es grande finalmente se ha convertido en mi amiga. Ella ha sido la única a quien le he mostrado lo que guardo en mi veliz… mi único refugio. ¿No te enojas si te digo que juntas hemos leído algunas de tus cartas? Le encantan. Dice que ella también se hubiera enamorado de ti. Te confieso, sin embargo, que ha habido veces en que se enoja contigo. “Pero, abuelita, ¿por qué ya nunca te volvió a buscar, si lo ayudaste tanto para que se convirtiera en un gran compositor? ¿Por qué sigues pensando en él si han pasado tantos y tantos años?”, me pregunta entristecida. Y por más que le explico que fui yo la que quiso desaparecer de tu vida, no me cree.

Lo que también desespera a mi nieta es que me empecine en seguir dándote gusto a la distancia. Es cierto, no he querido cambiar ni un ápice de mi personalidad. “Si así me quiso, así me quedo”, me repito constantemente. Has de saber, Agustín, que aún conservo la misma actitud con la que me conociste y que creo que correspondía perfectamente a tu forma de pensar en aquellos años. Tengo la misma expresión tristona, la misma personalidad menguada; vivo sin autoestima. Sigo siendo discreta, al grado de borrarme por completo; casera y ahorrativa: aún utilizo los mismos trajes sastre que me conociste y hasta me peino igual, de raya en medio. Eso sí, tengo muchas canas, pero mis ojos, que tanto te gustaban, mantienen el mismo verde jade que te conquistó. Tal vez me he aferrado a no cambiar, por si algún día me llegaras a encontrar en la calle puedas reconocerme de inmediato. Aunque claro, yo me haría la disimulada. Pensándolo bien, creo que ha sido un grave error no haber querido cambiar en absoluto, porque sin duda tus gustos con respecto a las mujeres se han modificado radicalmente. Después de mí te empezaron a gustar otro tipo de señoras, no tan sumisas ni tan obedientes, y mucho menos tan borradas como yo. Nada más dime, ¿qué tiene que ver Angelina Bruschetta con María Félix, Irma Palencia, Vianey Lárraga o Carmen Zozaya? ¿No te parece que hay un abismo entre ellas y yo? Se podría decir que el Agustín Lara de la Félix y el mío no tienen nada que ver. Igual sucede con las otras mujeres que han pasado por tu vida y que, si no me equivoco, han sido, aproximadamente, nueve. ¿O fueron doce? ¿Veinte? Solamente Dios sabe, porque como acostumbrabas engañarnos a todas, incluyendo a María, resulta estéril intentar imaginar a cuántas novias, amantes y esposas les dijiste, les escribiste y les cantaste las mismas canciones. Cada una de nosotras le ha dado forma a “tu novia, la tristeza”, como bien dice tu canción. A ellas tampoco les guardo rencor. Al contrario, me solidarizo con el dolor que les ha de significar ya no vivir contigo. Seguramente al separarse de ti deben haber sufrido lo indecible. ¿Cuántas “Angelinas” tendrán en su poder un veliz lleno de recuerdos y de cartas de amor, como el que yo poseo? ¿A cuántas halagabas con tus típicos detalles, como llenar la tina con pétalos de rosa; a cuántas les regalaste una muñeca para suplir aquella que alguna vez perdieron de niñas; a cuántas les decías que les habías escrito una canción, la misma que me dedicaste a mí, y con cuántas te hiciste perdonar tus infidelidades con joyas, perfumes y pieles? Esto me lleva a una conclusión: siempre utilizaste las mismas tácticas para conquistar a tus mujeres, ya que todas las mujeres se dejan conquistar por los mismos empeños…

A lo largo de los años, separada de ti, he observado y seguido con atención, gracias a la prensa, a cada una de tus mujeres. Por lo general se parecen entre sí: son chatitas, piernonas, de busto generoso y muy femeninas. Eso sí, no tienen muy buen gusto ni son dueñas de una gran cultura. La mayoría son mucho más jóvenes que tú, con una diferencia de hasta 45 años. Prácticamente todas han sido bailarinas y tienen un hijo a quien siempre terminas por adoptar pidiéndole que te diga “papacito”. Cada una de ellas se cree “la única mujer de Agustín” y aseguran sentirse protegidas, consentidas y amadas por el compositor que “les dedicó sus mejores canciones”. Estoy segura de que si nos hicieran hablar respecto de cómo fue nuestra vida a tu lado, el relato sería muy similar: primero la conquista, las promesas; luego, la petición de matrimonio, las cartas de amor, los detalles, las nuevas canciones; después los celos y las ausencias, hasta llegar a la infidelidad y la inevitable ruptura.

Por lo que a mí respecta, tengo una certidumbre, Agustín. Fui la única que renunció a ti porque realmente te amaba; la única que te pidió, desde que nos despedimos, que jamás pronunciaras su nombre, la única que supo advertir al músico y poeta que había en ti y la única que no se enamoró de Agustín Lara el gran músico, sino del joven pianista, obsesionado por escribir canciones de amor. Entonces me pertenecías a mí y no a tu público. Yo era tu dueña…

Me pregunto si no te estoy aburriendo con mis recuerdos. En lo que a mí se refiere, lo hago, precisamente, para no aburrirme. Nunca me aburrirá platicarte durante horas y horas. ¿Por qué? Porque soy la única dueña de mi nostalgia y esto me hace sentir, además de importante, ¡libre! Puedo verlo como si lo contemplara con una lupa gigantesca. Recuerdo nuestro pasado con tanta claridad…

Como sabes, siempre me identifiqué plenamente con tu excepcional talento. En los últimos años me he impregnado, cada vez un poco más, con las letras de tus canciones, incluso con las que escribiste cuando ya no estábamos juntos: “Noche de ronda”, “Palabras de mujer”, “Solamente una vez” y “Sola” (en esta última parece que me describes de principio a fin). Aprendérmelas de memoria era mi consigna y una manera de seguir, paso a paso, tu biografía. También me funcionó como una manera de matar el tiempo, antes de que él me matara. Me aprendí tantas canciones que parecía un cancionero ambulante. “Ya se las cantaré a mi nieta”, pensaba hace muchos años, ilusionada. Cuando no platicaba contigo en mi cabeza también te las cantaba a ti, especialmente las que pocos conocen: “Concha nácar”, “El capulín”, “El cisne”, “Paloma torcaza”, “Serpentina”, “Porque te vi en la sombra”, “Corazón de seda”, etcétera. Tus composiciones eran como mi Biblia. La “filosofía larista” me transformó en una mujer cada vez más melancólica, “más cursi”, como me dice mi nieta; pero no me importaba.

¿Sabías que me he vuelto experta en el arte de retroceder en el tiempo? Por extraño que te parezca, Agustín, ése es mi pasatiempo predilecto. Una vez que termino con el aseo de la casa, me encierro en mi habitación, pongo en el aparato uno de tus viejos discos, abro mi veliz, hago una selección de tus cartas o de pasajes de mi diario y, sin el menor esfuerzo, empiezo a sumergirme en un pasado que se convierte en presente… y vivo intensamente cada minuto. Cuando estoy de buenas me gusta partir desde el principio de nuestra historia: 1928. El año en que nos conocimos.

¿Te acuerdas, Agustín?

Tengo tan presente aquella tarde en que llegaste a pedir trabajo como pianista. Llevabas semanas sin empleo porque el general Calles, presidente de la República, había mandado cerrar los centros nocturnos, y en esos lugares solías trabajar. Entonces, en el restaurante Salambó, que estaba en el número 15 de la calle Bolívar, en el Centro, necesitábamos a alguien que tocara el piano. Mi madre fungía como cajera y yo, como la “Divina Providencia”, hacía de todo: atendía a la clientela, cocinaba, arreglaba aparadores y manejaba el papeleo legal porque mi socia, que acababa de llegar de Guadalajara, todavía no era apta para esos menesteres.

¿Te acuerdas, Agustín, que en el local había una flamante pianola cubierta de gobelinos y adosada a la pared? Apenas la viste, te dirigiste a ella y empezaste a tocar. Recuerdo que de inmediato tu expresión se transformó y caíste como en éxtasis, transportado por el sonido de las notas que le arrancabas a aquel instrumento.

A los comensales les encantaba la manera que tenía aquel joven melancólico, en extremo delgado, de interpretar la música. Te confieso que yo era la única que no estaba eufórica. A pesar de mi renuencia, estuve de acuerdo con mi socia y mi madre para contratarte como pianista de la una a las cuatro de la tarde y de las nueve a las doce de la noche, hora en que cerrábamos. Tú pedías cinco pesos diarios, a lo que me opuse; te ofrecí cuatro y los alimentos. Aceptaste.

Conforme pasaban los días lograbas atraer, cada vez más, la atención de los clientes. “¿Puedo pedirle una canción, Larita?”, te preguntaban entusiasmados. No obstante tu timidez, concedías sus deseos. ¿Verdad que nadie me creería que entonces eras un muchacho muy tímido? Pues bien, yo te conocí así: tímido, inseguro, modesto y profundamente tierno. Por eso me gustaste. Claro que también me atrajo la sombra de misterio que emanaba de tu personalidad y de tu porte aristocrático. Pero lo que nunca imaginé es que ese hombre que se veía tan desamparado y hasta frágil en realidad era un verdadero Casanova…

Lo primero que te escuché cantar en el restaurante fue “Imposible”, tu primera canción. Ese día te habías quedado después de las cuatro de la tarde; ya se había ido el último cliente y mi madre, mi socia y yo estábamos en un pequeño despacho del restaurante cuando empezaste a cantar. Salí de inmediato de la oficina y te pregunté:

-Oiga, Agustín, ¿esa canción es suya?, quiero decir, ¿usted compuso la música y la letra?

-Sí, señora —respondiste—, y puedo decirle que es lo único que tengo en este mundo: mi inspiración, que yo considero un don divino.

Después me contaste que habías vendido los derechos de esta canción por cuarenta pesos, y que como no sabías escribir música, lo hacías como Dios te daba a entender. En el caso de “Imposible”, al no haber partitura, había sido transcrita en tempo di danza, ritmo de música clásica, lo cual te había enfurecido.

Recuerdo que me dijiste:

-Mis canciones poseen otro estilo, acaso emparentadas con ritmos cálidos y tropicales como el danzón… Lo cierto es que aquella transcripción resultó “imposible” o, por lo menos, no era el “Imposible” que yo compuse.

A partir de ese día ya no te volví a ver con los mismos ojos. También tú empezaste a verme de otra manera. Con cuánta impaciencia esperaba que el reloj marcara las cuatro de la tarde para poder ir a platicar contigo. A veces te llevaba una torta o un guisado, pero nunca terminabas los platillos. Tardé mucho tiempo en descubrir la razón; se te dificultaba masticar debido a los dientes postizos que usabas. En ese momento comprendí que la herida que marcaba tu rostro tenía que ver con esa limitación. ¡Ah, cómo platicábamos y cómo me hacías reir! Gradualmente, y sin darme cuenta, me fui convirtiendo en tu confidente y consejera. Al cabo de algún tiempo, comencé a contarte mi vida. Entonces ya tenía un hijo y mi mejor y única amiga era mi madre. Si supieras cómo la extraño. Antes de morir me dijo: “M’hijita, prométeme que tirarás ese veliz y que vas a aprender a ser feliz…”. Pobrecita, porque nunca llevé a cabo su último deseo. Ella fue la primera a la que le confesé que estaba enamorada de ti.

¡Dios mío, cada vez me estoy volviendo más parlanchina! ¿Cuánto tiempo llevo hablando contigo en mi cabeza? Y tú que dijiste en una de las muchas entrevistas que te hicieron que la cualidad que más admirabas en la mujer era ¡el silencio!… ¿Sabías que hay ocasiones en que tú y yo sostenemos largas conversaciones, y que imagino exactamente lo que me dirías, a propósito de cualquier tema? Pero eso sí, esas pláticas son siempre en silencio. ¿Qué hora será? La casa está tan callada. Estoy sentada a los pies de la cama, saco de mi veliz las cartas en desorden. Si miro hacia mi buró veo una foto tuya en un marquito de plata. Allí estás, parado, vestido elegantemente con un chaleco color marfil, atrás se ve un coche modelo 1937. La fotografía fue tomada en Hollywood. Es de mis predilectas. La dedicatoria es preciosa: “20 de junio, 1937. Para el amor de mis amores: ¡Dios te bendiga mil veces, cada instante! ¡Todo yo me convierto en un enorme beso para llenar con él toda tu vida!… Tómalo. Agustín”.

Beso la fotografía al mismo tiempo que tomo tu beso. ¿Te das cuenta cuán enamorada sigue de ti esta anciana, víctima de una terca memoria que se aferra a una vieja historia de amor? No, no puedo ni quiero desenamorarme de ti. ¿Con qué objeto? ¿Qué ganaría? Al contrario, perdería. Pensar en ti es lo único que me queda para darle sentido a mi vida, es mi único acicate. Es cierto que a veces, cuando me despierto por las mañanas, me pregunto ¿para qué me levanto, para qué me visto y para qué me alimento? A veces tengo la impresión de estar sentada en una antesala de espera. Es que como si estuviera esperando que alguien pronunciara mi nombre por un altavoz para decirme que ya puedo pasar a mi cita. A esa cita ineludible a la que todos tenemos que llegar. Créeme, Agustín, que si no fuera porque mi nieta me anima e insiste en que no me deje llevar por mis estados de ánimo, hace mucho que me hubiera muerto… de tristeza.

¿Será posible morirse de tristeza? Si así fuera, yo ya habría muerto hace mucho, mucho tiempo… ¿Y si en efecto he muerto y no me he dado cuenta por estar hablando contigo en mi cabeza? Dime, Agustín, ¿estoy muerta? ¿En qué año fallecí? ¿En 1938, el año en que nos separamos? O ¿el 26 de febrero de 1940, fecha en que te vi por casualidad en Avenida Juárez y decidí esconderme para que no me vieras? Ese día me quise morir. Lo deseé tanto… Pero de esas fechas tan tristes, sin duda la más dolorosa fue la del 6 de noviembre de 1970. Ese día sucumbí, Agustín, porque fue el día en que tú te moriste. ¿Te acuerdas? Yo lo tengo muy presente. Porque justo en el momento en que dieron la noticia en la televisión de tu fallecimiento, dejé de hablar contigo en mi cabeza. Ya no escuché tu voz ni la mía. ¡Qué silencio, Dios mío! Era como si me hubieran desconectado de la vida. Tal vez me morí mucho antes que tú. ¿Cuándo fallecí? Dímelo tú, que todo lo sabes. Dímelo en francés, dímelo cantando, escríbemelo en una carta, aunque no sea de amor, pero dímelo por favor. ¿Hace cuántos años morí para ti, Agustín? ¿Serán los mismos que llevo moralmente muerta? Porque por más que busco en el veliz de mis recuerdos, no aparece ninguna esquela con mi nombre. Sin embargo, allí están las tuyas: planas y planas de encabezados en el periódico, por ejemplo: “Llanto en México por la muerte de Agustín Lara”. Pero referente a mi posible muerte, no encuentro ni un recortito que diga con letras chiquitas: “Ha muerto Angelina Bruschetta, la única mujer que amó al gran compositor veracruzano”. Claro, el hecho de que no encuentre mi esquela no significa que esté viva. Ni mi hijo ni mi nieta tienen dinero para pagar esquelas. ¡Son tan caras! Lo sé porque no pude poner una cuando se murió mi madre. Siempre hemos vivido con muchas carencias. Pero, entonces, ¿cómo saber si estoy viva o muerta? ¿A quién podría preguntarle? ¿A Pedro Vargas, a Toña la Negra? Pero si hace años que se murieron. ¿A don Emilio Azcárraga? Él también ya se murió. ¿A Maruca, tu primera intérprete? A ella no, porque ¿te acuerdas que desapareció mucho antes que nosotros? ¿A Juan Arvizu, a Guty Cárdenas, a Chabela Durán, a Amparo Montes? ¿A Bruno Pagliai, que fue tu agente? ¿A Josephine Baker, que fue tu amiga del alma? ¿A tu tía Refugio, que tanto quisiste? ¿Al torero Manolete, que admirabas con pasión? ¿Al Gordo y el Flaco, quienes en tu viaje a Los Angeles te ofrecieron un agasajo en el Baltimore y te sirvieron como guías cuando visitaste los estudios de Hollywood? Ay, Agustín, ya todos están muertos. ¿Cómo se vive rodeada de tantos muertos? Tal vez a la única persona que le podría preguntar sería a mi hijo, pero por más que lo llamo no me contesta. ¿Se habrá muerto también él? Pobrecito… porque ni me enteré. Ahora mismo lloro y por lo que sé, los muertos no lloran. Me da miedo llorar y llorar y que mi habitación se llene de lágrimas. No sé nadar, nunca aprendí. ¿Me habré ahogado, entonces, en el mar de mi propio llanto? Ay, Agustín, estoy muerta en vida.

No puedo dejar de conversar contigo en mi cabeza. ¿Me creerás que hice un álbum especial de ti y de tus “musas”? Lo empecé a formar en los años cuarenta. Allí están todas las fotografías de la Doña que aparecieron en los periódicos. ¿Quieres que te lea los pies de foto?: “María de los Ángeles Félix, madrina del Salón de Alta Costura, dirigido por Armando Valdés Peza. Con ella, el compositor Agustín Lara”. “Si usted quiere conocer de cerca a las más rutilantes estrellas del firmamento y a las personalidades de los círculos sociales, artísticos y políticos, El Patio es el mejor escaparate para tal fin. Podrá usted admirar personalmente a notabilidades como el músico poeta Agustín Lara y a la seductora María Félix.” “Vean cómo viven en la intimidad hogareña… en una residencia donde el confort y el lujo son las notas dominantes en la casa de la mujer más famosa de México. Sólo Agustín Lara, en verdad, tenía entre todos los hombres que la cortejaron las condiciones de popularidad y de categoría que le permitieron hacerla su esposa.” “Cuando a raíz de líos judiciales y periodísticos como el de la Chata Zozaya se habla de la bigamia de Agustín Lara, él contestó justa y sensatamente que todo es envidia porque tiene por esposa a la mujer más hermosa de México, María Félix.” En cada una de las placas aparecen los dos, elegantísimos. La Doña con sus joyas y pieles, y tú, siempre vestido de smoking azul marino.

¿Te das cuenta, Agustín, lo que sufría al descubrir estas noticias? ¿Crees que me quejo mucho? ¿Te has fijado que la gente que no se queja es la que más sufre? En esos años en que salías retratado con María compraba todos los diarios y me pasaba las tardes recortando y recortando fotografías, como si se tratara de un ritual. En una gran caja de manualidades tenía unas tijeras alemanas, especiales para cortar papel, que compré en la Casa Boker; tenía una lupa para ver mejor los encabezados, una regla, unas escuadras, brochitas y unos pomos de vidrio en los que colocaba el engrudo que yo misma hacía para pegar los recortes de foto. Era una ocupación como cualquier otra. Si no la hubiera tenido, me hubiera muerto. Y como si hubiera sido su “chaperona invisible”, fui contigo y María a los toros en el aniversario número 16 de la XEW, y a múltiples actos y celebraciones. El 24 de diciembre de 1945 los acompañé a su boda. Allí estaba Renato Leduc, entre otros invitados. Al pie de la foto donde aparecen los novios, leo con mis anteojos y con la ayuda de mi lupa: “Después de felicitar a los recién casados y una vez que el licor empezó a causar estragos entre los asistentes, nos dedicamos a emborrachar las rosas de la residencia de Agustín Lara con champagne, hasta las primeras horas del día”.

Fui con ustedes al Ciro’s al homenaje ofrecido al cinefotógrafo Gabriel Figueroa. También asistí a la fiesta de los periodistas en donde “la famosa María se permitió el lujo de presentarse con las joyas que compró a Gloria Swanson, valuadas en más de 300 mil dólares”. También pegué en las hojas de mi álbum la fotografía en donde aparecen los dos junto a Quique, el hijo de “Su Majestad la belleza”, “Hermosísima Soberana”, “La mujer más bonita del mundo”, como le decían a María. Juntos, ustedes y yo, fuimos a la celebración de los diez años de La Hora del Aficionado en la XEW. Viajamos a Buenos Aires. Estuvimos en el set de los estudios y vimos la filmación de Pecadora en donde interpretaste con tu orquesta la melodía “María Bonita”, para satisfacción de José Díaz Morales, director de la película. Vi a los chaperons en el cabaret Minuit, donde cantabas todas las noches. Pero un día me enteré con tristeza que: “Don Próspero Olivares Sosa, el casamentero número uno de México, tuvo la pena de divorciar a la popular pareja, María y Agustín”. Cinco años antes había leído la solicitud de casamiento que decía: “Con todo respeto venimos a manifestar a usted que es nuestra voluntad unirnos en matrimonio y que para ello no tenemos impedimento, por lo cual solicitamos, atentamente, que se sirva Ud. señalar día y hora para que se celebre el acto, previa la rectificación correspondiente”. Con mi lupa había visto muy claramente las firmas que aparecían en el documento del “pretendiente” o sea tú, y de la “pretensa”, es decir María. Ay, Agustín, ¿por qué eres tan mentiroso? ¿Por qué nunca le dijiste a María que ya te habías casado cuando eras muy jovencito y que después te casaste conmigo en artículo de muerte porque dizque ya estabas moribundo por una pulmonía? ¿Por qué nunca le dijiste que ya te habías casado con Carmen Zozaya? Ay, Agustín, ¿por qué eras tan infiel? ¡Cuántos amores y cuántas mentiras! ¡Qué bueno que ya te moriste, ya no podrás engañar a más mujeres!

En el pie de una foto de Yolanda Gasca dice: “Ahí, donde se le retrató, en un rincón apartado del Teatro Lírico, Yolanda Gasca inició su romance con el compositor. Ella lo llama respetuosamente “el maestro”. En una fotografía de Clarita Martínez, otra de tus mujeres, se lee: “Frente a María Félix, la figura graciosa humilde de Clarita, a quien se le atribuye el mérito de haber conquistado a Lara. Cierto o no, ella ha ganado más de cien mil pesos en publicidad”. Y en la última leo: “En incógnita no despejada aún, Clarita Martínez aparece como el más acendrado amor del compositor”.

Ahora que reviso mi álbum me digo que hubiera sido imposible haberte acompañado a tantos lugares elegantes. Creo que hasta te hubiera dado pena ir con alguien tan poquita cosa como yo. A veces, y para mitigar la amargura que me invadía mientras recortaba los periódicos, me divertía imaginando el vestido que me hubiera puesto en cada ocasión. Por ejemplo, para ir al Ciro’s ¿sabes cuál me parecía el más apropiado? El negro de raso que me compraste en la boutique Vogue de la calle Madero. ¿Te acuerdas que era un poquito drapeado y que tenía muchos botoncitos en las mangas y que lo tuviste que pagar poco a poquito? Ése se lo puso mi nieta para un baile de disfraces. ¿Sabes de qué fue disfrazada? ¡De viuda! Pero ¿qué cosas digo? ¿Cómo ibas a llevar a tu secretaria, a tu recadera, a tu cocinera, a tu enfermera y a tu ama de llaves? No, no pretendo dar lástima, nada más te quiero recordar que hace muchos, muchos años, dejaste de ser el Agustín que un día conocí. ¡El verdadero! El Agustín bohemio; el Agustín auténtico, amoroso y preocupado por los demás. ¡Ah, cómo lo extraño!

Olvidémonos de cosas tristes y continuemos retrocediendo en el tiempo, ¡mi deporte predilecto! Ven, mi Flaco del Alma, te invito a que juntos viajemos hasta 1929, año en que te encontrabas de gira en Guadalajara mientras que yo estaba muy preocupada por mi mamá enferma.

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Tengo veintitrés años. Ayer vino Juan Arvizu para saber, según dijo, ¿cuáles eran las canciones que le tenías que dar para grabar? Yo le dije que no sabía de esos asuntos y que se dirigiera a ti, pero él se quedó a platicar conmigo. Tengo la impresión, por lo que me contó, de que está medio enamorado de Maruca Pérez. ¿Te acuerdas cuando yo estaba celosa de tu primera intérprete? Pero ya ves ahora qué amigas somos. Bueno, el caso es que creo que a Juanito le gusta mucho Maruca, aunque ella tenga a su novio Vicente Godínez. También me contó que quería estrenar más canciones tuyas para interpretarlas en los intermedios de las películas. ¿Sabías que cuando canta tus tangos, muchas veces la gente se para a bailar y no quiere que continúe la función? Como Arvizu me insistió tanto en que le diera una canción, le di una copia de tu tango “De noche”. ¿Te acuerdas que me lo dedicaste cuando nos conocimos en el Salambó? Eran los días en que no te hacía mucho caso, mi Flaco adorado. ¿Hice bien en dárselo? Por favor no te enojes conmigo, lo hice para que tus canciones sean más conocidas.

Nadie más ha venido a la casa, Agustín. Me preguntas si me parece buena idea pedirle permiso a Azcárraga para que me lleves contigo a Guadalajara en tu gira con las hermanas Garnica Ascencio. Te contesto que estoy dispuesta a seguirte a donde sea. Por otro lado, creo inútil repetirte cuánto te extraño: juzga por ti mismo y añade a mi pena la enfermedad de mi mamá y el hecho de quedarme en esta casa en la que casi todos los objetos me hablan de ti: nuestra cama, los burós, la luna del espejo, y hasta los azulejos del baño, me hacen recordarte. La otra noche soñé contigo, estábamos los dos en Veracruz, en la playa, tú me enterrabas en la arena mientras me cantabas y yo me moría de la risa. De pronto aparecieron dos gendarmes, diciéndonos que nos tenían que llevar a la cárcel por haber dejado a las palmeras sin cocos. Tú te pusiste furioso y comenzaste a gritar y yo te decía: “Ya, Flaco, no te enojes”. Yo creo que hablé en sueños porque hasta desperté a Jorgito. Has de saber, Agustín, que siempre sí juntamos los cuartos y ahora mi hijo duerme conmigo. No obstante, me faltas tú, la casa está triste sin ti y hasta el piano protesta por tu ausencia con su silencio. Compré un ramo grande de flores artificiales y convertí la canasta toluqueña en florero, colocándola arriba del piano; sin embargo, ni éste ni yo quedamos conformes: a los dos nos faltas tú. Mamá y yo no tenemos otra cosa de qué hablar que no sea de ti. Dice que el Teatro Degollado de Guadalajara, donde vas a ir a tocar, es muy bonito y muy grande. Lamentamos que el contrato no sea ventajoso para ti, con veinticinco pesos diarios y participación de utilidades creo que no va a alcanzar para mucho. Sin embargo creemos que la gira será un éxito. Qué bueno que tu canción “Sólo tú” haya gustado tanto. Qué bonito es cuando dices:

Si no me has olvidado,
si todavía quedan algunos besos de nuestra orgía,
si todavía queda alguna llama de aquella hoguera,
déjame que te bese aunque me muera.

Qué lástima que no estaba en el teatro para aplaudirte con toda mi alma cuando estrenaste tu bolero. Inútil decirte que tus cartas las absorbo palabra por palabra, encontrando, invariablemente, los resultados de un año de convivencia a mi lado.

Con la voluntad que ahora demuestras ya no estás a merced del destino. Veo ante ti un camino luminoso en el que se vislumbran los frutos de tu trabajo. Recuerda que espero con ansía la letra de “Rosa”, tu nueva canción. Recibe un verdadero cielo de besos…

Agustín, mi Flaco, mi muchachito querido, hoy es 13 de diciembre de 1929 y quiero que seas testigo, como lo es Dios, de mis sufrimientos pasados y presentes. Siento que algo se rasga dentro de mí, Agustín, mi niño querido, tú me conoces y sabes de lo que soy capaz. No puedes imaginarte mi desesperación al sentirme tan sola, tal vez sea ridículo pensarlo, pero creo que faltándome tú, me falta el aire que respiro.

En cuanto te fuiste a Guadalajara salí a la calle a ponerle a mi mamá un telegrama, y de regreso entré a la Catedral, lloré mucho, pedí consuelo y recé por ti, para que no me olvides, seas bueno y triunfes siempre; le recé a tu madrecita y le imploré, como a una santa, que velara por su hijo y no me lo quitara.

Bien sabe Dios que, a pesar de guardar en mi alma el sentimiento más grande hacia ti, no puedo dejar de decirte que a veces padezco tus tratos brutales. A pesar de eso te digo que te quiero con toda mi alma y que no vivo más que para ti.

Los tiempos se me confunden. Por momentos, se me borra la memoria… ¿En qué año estábamos? Ah, sí, en 1929. Creo que ese año es el que más recuerdo, no sé por qué. Tal vez porque fue cuando empecé a sufrir. Me acuerdo que estabas de gira y yo te escribía cartas medio tristonas, diciéndote cosas como: “Mira, Agustín, si ya no me amas, no me escribas, y si por el contrario, aún sientes amor por mí y algún día vuelves a México y buscas la casita en que hemos sido tan dichosos, ten la seguridad de que en cualquier momento encontrarás en ella a la mujer honrada y digna que nunca bajará la frente por una falsedad. Yo te espero siempre, lo juro por mi hijo. ¿Quieres tú?”.

Así te preguntaba entonces, Agustín, en ese año, y hoy, muchos años después, te sigo preguntando lo mismo. ¿Quieres tú?

Mi niño querido, sigamos jugando con el tiempo, ése que para mí no ha pasado… el mismo que está detenido en mi cabeza, ése que tan malos ratos me hace pasar, pero que, sin embargo, hago de él lo que yo quiera. Por ejemplo, transportarme hasta el 24 de diciembre de 1929, mes en que te encontrabas de gira en Sonora.

En una de mis cartas imagino que te debes preguntar con ansia qué hago y qué pienso durante el paso de los días. ¿Qué hacía? Rezaba, pedía, rogaba, imploraba a Dios, a los santos y a tu madrecita, que te volviera a ver pronto; rezaba para que regresaras sano y salvo de tu gira por diferentes ciudades de la república; te pido que, cuanto antes, regreses al seno de esta familia, que es la tuya de corazón.

¡Ah, cómo te extrañaba, cómo te lloraba y cómo te necesitaba en esos tiempos! Y ahora, ¿acaso no estoy en las mismas? Te digo, Agustín, que el tiempo no pasa. Para mí es como una naranja que da vueltas y más vueltas. Entonces me preguntabas: “¿Qué piensa mi Angelina, el amor de mis amores?”. Y yo te respondía: “En ti, siempre en ti”. Al despertar me pregunto: ¿qué estará haciendo mi Flaco?… ¿Ya se levantó? ¿Ya se estará arreglando?; 10:00 a.m. Debe estar en ensayo; 12:00 a.m. Comiendo seguramente; 3:00 p.m. Desde esta hora hasta las 8 o 9:00 p.m. hago conjeturas, no sé lo que podrás hacer en las tardes. ¿Qué haces? ¿Paseas? ¿Duermes? Me desespera esta incertidumbre. Tengo la impresión de que cada día te alejas más de mí; de mí, que quisiera tenerte cerca, cuidarte, mimarte, acariciarte. Eres como un niño en tus enfermedades y achaques, sólo mi ternura y cariño son capaces de comprenderte. ¿Verdad?

Ahora voy a platicarte algo de mí. ¿Quieres? ¿Sí? Bueno…

Con el dinero que le dijiste a Briceño que me diera, me acuerdo que le compré a mi mamacita únicamente cosas útiles: zapatos, medias, ropa interior y una tela corriente para un vestido. A Jorge, zapatos (para la escuela), ropita interior y un suéter. Para mí, medias, ropa interior y un vestido de quince pesos. También compré para ti un regalito que te mandé justo el día de navidad. ¿Te digo? No. Ya lo verás tú. Estoy pintando dos cuadros, mi favorito es: El jarabe tapatío. Creo que no lo hago tan mal. Ya los verás. Hoy, martes, fuimos a ver a San Antonio, entré de rodillas y te encargué con este santo que, como sabes, te quiere mucho. Espero atenderá mis súplicas. Mamá está muy mejorada. Yo estoy mala. Ayer me sacaron una muela, después de ocho días y noches de dolor constante. Creo que la tensión nerviosa en que me tienes ha hecho pedazos mi organismo, al grado de sentirme enferma. Le tengo un miedo a este invierno. Tú sabes los estragos que hace el frío conmigo. Ojalá vengas pronto para que juntos emprendamos un régimen curativo.

¿No te cansa escucharme hablar y hablar? ¿No te aburro?

¿Cómo ves, Agustín, que ahora viajemos a otro año? ¿Verdad que recordar es vivir? Basta con que nos metamos en el túnel del tiempo para poder viajar a cualquier fecha de nuestro calendario personal. Por eso te invito a que nos transportemos a 1932, un año lleno de homenajes para el gran compositor veracruzano. Homenaje en el Teatro Iris, donde participó la propia Esperanza Iris. El año en que compones “Santa” para la película del mismo nombre. El año en que desde La Habana me llegó la noticia de tu supuesta muerte. Y el año en que te invita Azcárraga a la XEW para que tengas tu propio programa: La Hora Íntima de Agustín Lara.

Yo acababa de cumplir veintiséis años. Es verano y está a punto de llover. Hace calor y estoy de malas porque me desespera considerar que cada minuto que transcurre te alejas más y más de mí; de mí, que he consagrado mi vida a la tuya. Sin embargo, tengo fe en ti, en tu triunfo y en que el éxito más completo coronará tus esperanzas. También tú, de 35 años, debías tener fe en ti mismo para vencer las dificultades que te salían al paso. En mis cartas te suplico que no te desanimes. Te pido que tengas fibra; constantemente invoco al espíritu de tu mamacita, que ella, bien lo sabías, no te abandonaba nunca. También te ruego que de vez en cuando pienses en mí, te pido que te acuerdes de tus promesas. Rezo por ti, porque lo merecías, porque habías sufrido y porque eras bueno.

Te suplico que ahorres lo más que puedas, que cuides tu salud y que siempre recuerdes “que no hay más que dos grandes amigos: Dios y el dinero”.

Algo me decía que me esperaba un largo tiempo de penas y tristezas. Mi sufrimiento era enorme, mi desolación… incomparable; sin embargo, tú eras la única persona que podías darme “un poco de consuelo”.

Hacía esfuerzos sobrehumanos para resignarme, sabía que al fin y al cabo ésa era la resignación de la impotencia. Y te escribía: “En este momento empieza el primer temblor de la noche. Imagínate mi aflicción, dos noches hemos tenido que estar en la calle todos los vecinos pues se cayó la barda y es de temerse que pase lo mismo con las habitaciones. En fin, a ver cómo nos va”.

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Ahora, Agustín, saquemos del veliz, al azar, una de tus cartas. Cualquiera de ellas, son tantas, escritas con tu caligrafía tan bonita. Cierro los ojos y tomo una. Veamos… Es del… 16 de junio de 1937, año en que te encontrabas en Hollywood. Dice así:

Linda mía:

Recibí tu telegrama, el cual contesto apresuradamente para que ésta se vaya en avión —sencillamente es truncar una vida lo que han hecho conmigo. Figúrate, ya instalado en los estudios, con mis oficinas propias y con la categoría de un escritor de música, sufrir la pena de que me hayan cancelado el contrato, de la manera más terrible que te imaginas…

Sentí que me moría, todo se me hundió y no sé todavía cómo no he hecho una tontería. Como yo daba por hecho todo, me puse a echarme encima compromisos fuertísimos, en fin lo que no te figuras… Sólo la Virgencita podrá salvarme, ya que mi determinación de no volver con esa gente de México es definitiva. Estoy tratando de comunicarme con don Emilio Azcárraga a Chicago, para exponerle mi situación. No lo he logrado pues Bolli me dijo en la sala en el hotel Sherman, y no está registrado ahí…

Si puedes averigua su dirección y dámela luego. Mira, si México me repudia, si allí se me critica, se me persigue, se me asedia, se me llena de envidias y de maledicencia, qué razón hay para estorbar un propósito como el mío, ¿qué voy a hacer entonces?

Linda mía de mi alma: mi moral está muy quebrantada; tengo momentos de verdadera locura; tú eres un santuario donde me refugio y donde lloro…

Toda mi lucha algún final debe tener. Yo sigo y si no puedo vencer, me queda el consuelo de haber hecho lo indecible por mí y por uds.; si la suerte no ayuda, hay muchas cosas en el más allá que pueden darle a uno siquiera reposo y definitiva tranquilidad.

Vende el carro. Cámbiate a una casa más pequeña para que no gastes tanto de renta. No hay más remedio. Si te dan cuatro mil por el carro, déjate dos mil y gírame el resto convertido en dólares que de algo me servirán. Yo no me achico, pero de repente se me cierra el mundo. ¿No te han molestado con lo de Hacienda? Cada minuto reniego más de ese país de mierda. Oh, Dios mío, ¡Qué cosa tan terrible pasa en mi alma!… si puedes, sigue mi consejo. Yo te he dado una palabra y la cumpliré pase lo que pase. Sé fuerte, si puedes. Yo te adoro como seas, como quieras ser; eres mi Dios, mi vida, mi esperanza, todo. Algún día te probaré que sé ser hombre y que te adoro sobre todo el mundo.

Tuyo, Agustín

Es cierto, nunca fuiste feliz en Estados Unidos, no te entendían, no te apreciaban. En esa época el jazz imperaba en la Unión Americana. Tú lo dominabas como intérprete al piano, no así en el terreno de la composición. Además, como artista latino, Hollywood, más bien Paramount, te exigía música típicamente mexicana. Un estilo que siempre estuvo fuera de tu dominio.

-¡No puedo, Bibí…! ¡No está dentro de mí…! ¡No estoy hecho a ese molde…! —me decías, angustiado.

Además, en Estados Unidos no tenías tu propio círculo de amistades, tal vez por ello nunca llegaron hasta nuestro departamento en Hollywood aquellos personajes a quienes ya considerabas tus amigos. Nunca vi ni asistimos a las reuniones que ofrecían Dolores del Río, Lupe Vélez, Ramón Novarro, ni siquiera Tito Guízar, que era el intérprete latino de El embrujo del trópico, como se llamaba la película para la que te habían contratado. Una vez más, como ya era costumbre, dada tu personalidad, para ti contaba más la fantasía que la realidad. Claro que nunca te lo dije, haberlo hecho hubiera significado arrancarte de tu mundo fantástico y volverte a la realidad. Era tanto como despojarte de tu inspiración.

Una desilusión me invadía esos días. Me preocupaba comprobar cómo había disminuido la fluidez y calidad de tu producción. Dime, Agustín, ¿había sido Hollywood responsable de esa mala racha?

Tan era así que tus cartas de esa época eran realmente angustiosas. Por lo que me escribías, era evidente que carecías de seguridad, te advertía amargado, pero sobre todo, impotente. He aquí las últimas líneas de otra de tus misivas dictadas por la desesperación:

Otra vez a lo mismo, Bibí: el corazón de este flaco a quien tanto calumnian y aborrecen es un buen corazón, y es tuyo. Mi ser, mi inspiración (que aún sopla) te pertenecen absolutamente. Siéntete, por esto, ¡orgullosa! ¡Ya lo creo! Reza para que Dios me cuide y mi cerebro no sufra estas crisis tan infames. Alimenta el fuego de tu amor con mis besos, con mi recuerdo, con mi música. Ya vendrán mejores días. No tengas miedo. Vuelvo a decirte que me halagan tus palabras, que me alientan, que me llenan de fe. Mientras me quieras tú, ya se puede estar derramando el canal del desagüe… todos los horrores que dicen de mí los periódicos, es natural. Son comadres que se pelean y ponen de (planes) al pobre de Agustín que no está en México y que no puede defenderse. ¡Qué me importa! Tú vive para mí. Y todo vendrá bien. Nada de llanto, nada de pena. Amor y nada más que amor. Con esto basta. Muchos recuerdos a todos. Dale las gracias a Pedro de Lille en mi nombre. Dile que Dios se lo pagará con sus hijitos. También a mí se me han humedecido los ojos, que cada día ven menos; pero no le hace. Sécalos con un beso. Te amo.

Agustín

Pero eso fue hace muchos años. Tiempo después, los periódicos en México hablaban maravillas de ti. A partir de los años cuarenta no había día en que no publicaran una nota sobre Agustín Lara. Todavía hace unos meses leí que cada vez que el presidente José López Portillo sale de viaje oficial, un empleado del Estado Mayor Presidencial tiene la misión de llevar en una cajita la colección completa de discos del gran compositor veracruzano. ¿Te das cuenta, Agustín, que el presidente ha llegado a escucharte en Estados Unidos, en Francia y hasta en China? Bueno, pero volvamos a Hollywood. ¿Verdad, mi Flaquito, que cuando Jorgito y yo nos reunimos contigo fuimos muy felices? Vivíamos algo muy parecido a una tranquila vida familiar. Tú trabajabas ocho horas diarias. Los sábados íbamos a cenar a alguno de los extraordinarios centros nocturnos de la ciudad. Deliberadamente escogíamos los de ambiente latino, pues tú odiabas los netamente estadunidenses. ¿Te acuerdas cuando fuimos a cenar al Sebastian’s Club? Esa noche estábamos muy contentos porque habías recibido una felicitación de Irving Berlin. Incluso pediste champagne para brindar por el reconocimiento del mejor compositor estadunidense. Estábamos cenando unas langostas deliciosas cuando de pronto se acercó a nosotros el señor Rithers, funcionario de una importante empresa cinematográfica; hablaba bastante bien el español, y mientras charlaba no dejaba de observarme detrás de sus anteojos redondos. Yo sufría, pues temía que su interés por mí te provocase un impetuoso ataque de celos. Bastaba que alguien me mirara más de la cuenta o se expresara de mí en forma admirativa para que te pusieras furioso.

-Mister Lara, dígame, ¿están ustedes recién casados…? —preguntó Rithers, con tono irónico.

-No, pronto cumpliremos nueve años —respondiste irritado.

-Oh, y su esposa ¿es artista también…?

-No, no… —respondiste tajante. Es solamente eso: mi esposa… ¡y nada más!

-¡Oh, qué lástima…! He podido apreciar el gran parecido que tiene con Lili Damita, la esposa de Errol Flynn… Ella filmó con gran éxito la película Goldie Gets Along. Y si usted aceptara que le hiciéramos una prueba a su esposa, tal vez…

¡Dios mío, nunca te lo debió haber dicho! De pronto, te pusiste pálido como una hoja de papel y con una voz sumamente enérgica le respondiste:

-¡No, Mister Rithers; le ruego que no insista…! Nosotros los latinos pensamos muy diferente sobre el matrimonio… Bueno, cuando menos yo sí… Yo no podría soportar que mi esposa…

-All right, all right…! Ni una palabra más —agregó como pudo el señor Rithers, con la cara muy enrojecida. Él también estaba molesto con tu actitud. Hasta creí que se iban a agarrar a golpes. Pero afortunadamente no pasó a mayores. Rithers se puso de pie, se despidió de nosotros y desaparecióíííí