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Para Lola, Antonia, Eugenia, Natalia, Enriqueta,
Enrique, Soledad y María de la Luz
Pero, sobre todo, para Lolita, mi hija

PRÓLOGO

El fenómeno literario más comentado de los últimos años es la proliferación de mujeres escritoras y su éxito en todo el mundo; la fama que han adquirido, que, incluso, las ha llevado a desplazar a algunas modelos de las revistas no culturales. Se habla de si su literatura es diferente; de si hay o no una “escritura femenina”; o si las novelistas actuales están aportando “un tratamiento femenino” a la narrativa, y si ese tratamiento es más rico que el masculino. Con todo lo que se diga, me parece una discusión falsa e inútil; primero, porque la escritura no es femenina ni masculina, sino simplemente buena o mala; y segundo, porque la literatura de mujeres, y su éxito consiguiente, no es nuevo, lleva al menos dos siglos. En su famoso ensayo, Las mujeres y la narrativa (The Forum, 1929; recogido posteriormente en sus Collected Essays), Virginia Woolf se preguntaba por qué las mujeres no produjeron literatura en forma continua antes del siglo XVIII, y por qué, después, escribieron casi tan habitualmente como los hombres, al punto de que “dieron a luz” algunas de las novelas más representativas de la literatura inglesa. No me atañen las respuestas que se da la Woolf a estas interrogantes, sino señalar, con ella, que a partir de mil setecientos noventa y tantos, cuando se publican las primeras novelas de Jane Austen, la literatura escrita por mujeres es tan frecuente y cotidiana como la escrita por hombres. El fenómeno no se reduce a Inglaterra (aunque aquel país fuera el más representativo), pues de manera paulatina se generalizó en toda Europa, y, para mediados del siglo XIX, en casi todo el mundo. Podemos señalar, sin embargo, algo novedoso en el boom actual de la literatura femenina, que no está referido a la escritura sino a la lectura. Hoy en día, debemos reconocerlo, hay muchas más lectoras que lectores, y son estas lectoras las que están revolucionando la literatura: después de todo (como Borges demostró hasta la saciedad) la literatura es mucho más un arte derivado de la lectura que de la escritura. No creo que lo importante sea la cantidad de lectoras, sino la calidad de su lectura, y aquí sí, me atrevería a afirmar, el punto de vista y la sensibilidad femeninas son determinantes. Por otro lado (no sé si como consecuencia de esta sensibilidad), hay un ingrediente especial, y si se quiere nuevo, en las lectoras actuales: están mucho más interesadas en lo que escriben las mujeres que en lo que escriben los hombres; de ahí, quizá, el resurgimiento de ciertas escritoras que estaban prácticamente olvidadas, como la ya citada Jane Austen, Charlotte Brönte, o la misma sor Juana, para nombrar a alguien de nuestro ámbito. Este gusto, esta moda, no actualiza una costumbre del pasado sino que es un fenómeno reciente. Es sabido, por ejemplo, que una buena parte de los lectores de los folletines de Dickens eran mujeres; y que el público que llenaba los corrales de comedia, donde se representaban con éxito descomunal las obras de Lope de Vega, también era femenino; de la misma manera, una buena parte de los espectadores del shakesperiano Globe Theatre eran mujeres, y no por ello lady Macbeth fue más aclamada que Hamlet o Romeo. Ese público, esas lectoras, parecían más interesadas en lo que escribían los masculinos que los femeninos. De la misma forma, cuando las mujeres empezaron a escribir de manera cotidiana, no parece que fueran más aceptadas por el público de su sexo, sino, al contrario, pareciera ser que los hombres las leían con más cuidado. Sin embargo, muy pocos han prestado atención al fenómeno de las espectadoras, de las lectoras, y la discusión se ha enfocado a “las artistas”. Me llama la atención, por ejemplo, la cantidad de alegatos que se han escrito a lo largo del siglo en favor de las mujeres escritoras (varios de la misma Virginia Woolf) y ninguno a favor de las lectoras. La discusión literaria gira en torno a si existe o no la escritura femenina, dejando de lado si las mujeres leen de manera distinta a los hombres. ¿Es relevante que sea una mujer la que juzgue la locura del Quijote? ¿Les gusta más el pragmatismo de Sancho que el idealismo de don Alonso Quijano; o es al revés? ¿Ven las mujeres algo en madame Bovary que los hombres no alcanzamos a descubrir? Esto me lleva a pensar que, en términos de escritura, siempre hemos creído que el punto de vista femenino es diferente del masculino, pero cuando llevamos la discusión al ámbito de la lectura pensamos que las lectoras son iguales que los lectores; o sea, que da lo mismo que una mujer lea, digamos a Isabel Allende, a que la lea un hombre, y, sin embargo, hay quien piensa que La casa de los espíritus (la genial novela de la Allende) sería muy distinta si la hubiera escrito un varón. Ésta es, sin duda, una de las mayores falacias del mundo literario contemporáneo. Aunque este punto tiene mucha tela de donde cortar, no quiero perderme: estábamos preguntándonos por qué hay más mujeres lectoras, y, sobre todo, por qué están más interesadas en lo escrito por las mujeres que en lo escrito por los hombres. Trataré de aventurar (pues lo que se me ocurre es sólo eso, una aventura) algunas respuestas.

Primero que nada, no creo en el argumento de que hay más lectoras que lectores porque las mujeres tienen más tiempo libre que los hombres. Estoy del lado de todas aquellas que dicen que la jornada de trabajo femenino es, al menos, tan extenuante como la del masculino. No, creo que las mujeres tienen ahora un hábito por la lectura que los hombres han perdido, pues, si a tiempo nos atenemos, ambos, hombres y mujeres, lo tienen saturado por igual. Me parece que una de las formas de enfocar el problema sería aceptando que las mujeres encuentran algo en la lectura que los hombres ya no encuentran; o, dicho de otra manera, que lo que actualmente se preguntan las mujeres encuentra respuestas en la lectura, mientras que lo que se preguntan los hombres tiene respuestas en otras actividades. Si esto es cierto, creo que se debe a la necesidad de imaginar que tienen unos y otros, y, sin duda, las mujeres están inmersas en los procesos imaginativos de una manera más intensa que los hombres. Esto es, obviamente, una generalización, y como toda generalización cojea por el lado de las particularidades: seguramente se me podrán citar a muchos hombres preocupados por imaginar un mundo nuevo, y quizá, más preocupados que muchas mujeres, pero no me refiero a esos casos, sino a los hombres y mujeres considerados en bola, y, en estas consideraciones, estoy convencido, las mujeres están afanadas en encontrar, en imaginar, ese mundo nuevo.

Cuando digo imaginar, no me refiero a “fantasear”, ni siquiera a “inventar”, sino que trato de señalar esa facultad específica que en momentos clave nos permite descubrir realidades ocultas, que nos indica la solución “real” de muchos problemas, y nos enseña que hay algo donde parecía que no había nada; en fin, quiero recalcar esa facultad del alma, por llamarla así, que descubre las entretelas de la realidad, o incluso, que hace surgir nuevas realidades frente a nosotros. Voy a poner un ejemplo que a muchos les podrá parecer una barbaridad: cuando Newton vio caer del árbol la famosa manzana (que según algunos cómics lo hizo gritar “Eureka”) imaginó la fuerza de gravedad, y después, sólo después, de imaginarla, la dedujo y demostró. Estoy convencido que eso que se llama revelación es, en realidad, el acto “imaginativo” por excelencia.

En este sentido, al cabo de años de luchas feministas, de discusiones sobre el papel de la mujer, de justísimas campañas por defender sus derechos, las mujeres han arribado a una circunstancia: en un entorno más o menos justo y equilibrado (no estoy insinuando que las diferencias se hayan terminado, pero es evidente que se han mitigado, y, al menos en lo legal, se tiende a reconocer la igualdad de hombres y mujeres para terminar con lo que se llama “sociedad machista”), en un entorno más justo, repito, parece ser que las mujeres tienen necesidad de “imaginar” cuál será su participación en esa nueva sociedad; no una participación en contra de los hombres, sino una participación definida, sin ambages, como femenina, cuyo referente sea (si esto existe) lo femenino.

¿Pero qué tiene que ver la imaginación con la lectura?, se preguntarán ustedes. Mucho, en verdad, mucho. En un famoso discurso, el doctor José Sarukhán, uno de nuestros más eminentes biólogos, aseguró que corríamos mucho más peligro dejando de leer que dejando de producir libros (aunque esto último condujera a lo primero). Trataba de señalar que a pesar de que tuviéramos todos los libros del mundo, el peligro radicaba en no leerlos, y afirmó que estaba demostrado que leer era el mejor ejercicio para el cerebro. Yo he parodiado muchas veces esta afirmación, diciendo que el exrector de la Universidad Nacional dice que leer es como poner a las neuronas a hacer aerobics. Más allá de la broma, creo que es una afirmación trascendente, de la que podríamos concluir que un grupo de lectores ejercita sus facultades cerebrales mucho más que uno de no lectores. Entre estas facultades, me parece, la de “imaginar” ocupa un lugar predominante. Quien lee está mucho más capacitado para imaginar su mundo que quien no lee. La lectura lleva a los individuos, hombres o mujeres, a imaginar soluciones a sus problemas. Vamos, los lectores son más creativos que los no lectores. La expresión “soluciones imaginativas” se refiere precisamente a esto, a la necesidad de imaginar nuevas respuestas para viejos problemas.

Entonces, si hay más lectoras, nuestro mundo está depositando la imaginación en las mujeres, y son ellas las que están “imaginando” las soluciones actuales para los problemas de siempre. Repito, ésta es una generalización que adolece de todas las fallas de las sempiternas generalizaciones, pero me conduce sin mayores problemas a la segunda cuestión: las mujeres están más interesadas en los libros escritos por mujeres porque tienen necesidad de imaginar el mundo a partir de ellas mismas; imaginarlo desde eso que se ha dado en llamar “punto de vista femenino”. No pienso que esto se reduzca a los libros, pues en todos los campos las mujeres parecen mucho más interesadas en las mujeres que en los hombres: les gustan más las locutoras que los locutores, las artistas que los artistas, las periodistas que los periodistas, las deportistas que los deportistas, etcétera. Ojo, no estoy hablando de preferencias sexuales ni mucho menos; esto no pasa por el sexo, ni siquiera por la sexualidad, aunque quizá sí por el erotismo, pero esto es harina de otro costal, por lo pronto, conformémonos con aceptar que las mujeres están simplemente más interesadas en las mujeres.

Este libro de Guadalupe Loaeza es buena prueba de lo que estoy diciendo. Lupe ha escrito, sobre diversas mujeres, textos en los que da cuenta de su admiración; de su pasión por cada una de sus biografías; del inmenso cariño que les tiene; de todo lo que la han inspirado; de la ternura infinita que le provocan; de lo mucho que han significado para el mundo y para su mundo. Aún más, en su conjunto, este libro pretende crear un universo femenino; o, mejor, descubrir el universo a partir de lo femenino; desentrañar de la historia, por ejemplo, lo que ha significado la participación de muchas mujeres, célebres y no célebres, y cómo la sensibilidad de las protagonistas ha jugado un papel central en diversos aconteceres; al mismo tiempo, quiere desmitificar ciertos lugares comunes, como aquel que dice que atrás de todo gran hombre hay una gran mujer; si acaso, Lupe pareciera decirnos que delante de toda gran mujer a veces hay un hombre. Pero no solamente son las mujeres el objeto de su atención, sino los valores específicamente femeninos que tienen sus biografías: su atención, su interés, se centra en descubrir la riqueza que entraña el mundo femenino, sus costumbres, sus vicios, sus muchas frivolidades, su riquísima intuición, su innegable entereza. No se crea por esto que estoy diciendo que estamos ante un libro “feminista”, al menos en el sentido tradicional; no, estos textos están inscritos en el proceso imaginativo que quise describir anteriormente. No se piense tampoco que es un libro “contra lo masculino”, pues más bien pretende, por la vía afirmativa, dar cuenta de lo ínfimamente femenino con relación a sí mismo. No hay vuelta que darle, es un libro de una mujer fascinada por las mujeres.

Más que de sus muchos méritos (que el lector ya tendrá oportunidad de comprobar), me gustaría destacar dos cosas: la forma en como la autora ha agrupado sus textos, y el curioso estilo biográfico-epistolar de algunos de ellos.

Los textos se han agrupado no por el tipo de mujer sobre el que Guadalupe Loaeza escribe, sino por el calificativo que les impone; así, no es importante la actividad a la que se hayan dedicado las biografiadas, sino cómo las percibe la autora: Eleanor Roosevelt y Jacqueline Bouvier vienen juntas, no porque compartan la condición de cónyuges de dos famosos presidentes de los Estados Unidos, sino porque ambas son “mujeres fuertes”. De la misma forma, Danielle Mitterrand no se encuentra junto a ellas, a pesar de haber sido la esposa del presidente Mitterrand, pues el calificativo de “solidaria” le va más al pelo, y por ello se la ubica al lado de algunas esposas y novias de famosos narcos, que destacan, no por su evidente falta de honradez, sino por la más evidente “solidaridad”, que les ha permitido llevar el tipo de vida al que las han obligado sus amores. Lo que resulta sumamente curioso en la elección de los grupos son los adjetivos con que se definen a las protagonistas —fuertes, solidarias, valientes, singulares—, que van adquiriendo con la lectura un carácter vivamente femenino, y uno tiene la sensación de que esos adjetivos (algunos de ellos considerados antiguamente tan masculinos) van conformando eso que es tan difícil de aprehender, de apreciar, de cercar: lo femenino.

Del estilo, tengo que decir que me seduce profundamente el recurso epistolar de Guadalupe, y su continuo uso de supuestas cartas de sus biografiadas. En el caso de Eva Perón, por ejemplo, se introduce una carta en la que Evita comunica a su mamá que ha ingresado como locutora a una famosa radiodifusora bonaerense; la carta (si no lo es, parece inventada con toda impunidad por Lupe) le da a esta biografía un carácter íntimo, interior, casi cariñoso, que nos permite avistar la vida de Eva Duarte de Perón como si la estuviéramos compartiendo desde dentro; como si Guadalupe nos hubiera introducido de incógnito en su guardarropa, y ahí, de lo más cómodos, nos contara la vida de la famosa Evita. El estilo epistolar a veces toma la forma de un diario que la protagonista ha llevado, como en el caso de Grace Kelly; diario, no hace falta decirlo, tan imaginado como muchas de las cartas. Finalmente, me rindo ante las misivas que Lupe dirige a las mujeres que admira; es como si quisiera contarles a ellas, a sus biografiadas, su propia vida, para que éstas comprendan por qué las admira tanto, por qué su vida es tan singular, o por qué es tan trascendente su valentía o solidaridad. Estoy convencido de que Guadalupe Loaeza está en el umbral de descubrir, de imaginar, nuevas posibilidades narrativas para el género epistolar, pero, por lo pronto, sus cartas, todas estas biografías, me han permitido ver las muchas facetas del mundo femenino; mundo que esta mujer, Guadalupe Loaeza, me ha desnudado, y me ha permitido columbrar una posible respuesta al inquietante interés que las mujeres sienten por las mujeres. No voy adelantar ninguna respuesta, porque espero que los lectores, al final de estas páginas entretenidas, aleccionadoras, cautivantes, encuentren las propias, pero sí voy a decir que estas biografías han construido un puente nuevo para entender mi propia fascinación por las mujeres.

Sealtiel Alatriste

MIS HERMANAS Y YO

Desde que me acuerdo, siempre estuve rodeada por mujeres maravillosas. Esto no es una casualidad: soy la séptima de una familia de ocho mujeres y un solo hombre. Por lo tanto me desarrollé, crecí y me eduqué en un mundo netamente femenino, que rigió una mujer particularmente ma-ra-vi-llo-sa: mi madre.

Recuerdo que de niña mis verdaderas heroínas eran mis hermanas mayores; las admiraba tanto que quería ser como ellas. En todo las imitaba: en su forma de hablar, de vestir, de caminar, de pensar y de divertirse. Desde muy niña, quise adoptar sus nostalgias; sus amores y desamores; sus ilusiones y resentimientos; sus retos y sus fracasos. Mis hermanas eran mi mundo, mi mejor punto de referencia: mi brújula. Su juicio era fundamental para mí, tanto que si un día llegaba a pelearme con alguna de ellas, sentía que el mundo se me venía encima. Entonces todo se me nublaba y no volvía a ver el sol, sino hasta que hacíamos las paces. Aunque ellas eran entre sí tan maravillosamente distintas e iguales a la vez, a cada una le encontraba cualidades y virtudes, que hasta la fecha admiro. Como agradecimiento por todo lo que me enriquecieron cada una de ellas, les dedico este libro: ellas fueron las primeras mujeres maravillosas con las que tuve contacto.

A Lola, la mayor, le admiraba su alegría y su espontaneidad; pero, sobre todo, su rebeldía. Me gustaba que con toda libertad prefiriera escuchar cantar a Lola Beltrán “La cama de piedra”, en lugar de apreciar el “Domino” interpretado por Patachou, no obstante que esto le causara serios conflictos con mi madre. Me gustaba que le gustaran las arracadas por encima de las medias perlas, y las faldas de tubo en vez de la típica kilt escocesa con alfiler. Asimismo, me encantaba ser su “chaperona” cuando uno de sus pretendientes (tenía muchísimos), “el doctor”, la invitaba a tomar un café en una de las calles de lo que después se convertiría en la zona rosa. Todavía me veo frente a mi malteada de chocolate, mientras los escuchaba platicar de películas italianas clasificadas “sólo para adolescentes y adultos”. Si algo le admiraba a Lola mi hermana era su autenticidad. Gracias a esa autenticidad, y a la fuerza que esto representa, Lola mi hermana ha sabido soportar muchos sinsabores que le dio la vida.

Antonia, la segunda, nació con una estrella en la frente, por eso siempre fue la súper “star” de la familia. Todo lo que hacía Antonia, lo hacía bien. Todo lo que decía Antonia era inteligente y gracioso. Todo lo que se le ocurría a Antonia, era original. Hablaba francés, inglés, italiano y lo que se le diera la gana. Era teatrera; le gustaba imitar a las artistas del cine mudo; bailar tap; y llevar a sus hermanos chicos al cine Parisiana a ver las funciones de tres películas. Antonia leía todo el santo día y se creía la muy muy porque era la consentida de mi papá; porque tenía unos ojos azules preciosos; porque no le tenía miedo a mi mamá y porque de todas era “la más Loaeza”. Esto le gustaba; seguramente porque la hacía sentirse muy diferente a las que nacieron “muy Tovar”, como era mi caso.

Otra de las cosas que a Antonia hacía sentirse muy orgullosa era que se conocía la historia y la literatura universal como la palma de su mano. Además, tenía una cualidad que me impresionaba sobremanera: un novio que la adoraba y que muy seguido le llevaba serenata; por eso, mientras lo esperaba, como Penélope, pasaba el tiempo tejiéndole chalecos, bufandas; hasta calcetines de rombos de dos colores le tejió. Su noviazgo fue largo, largo; tan largo que tenían tiempo para todo: para pelearse, extrañarse, contentarse, escribirse, regalarse, llamarse mil veces al día por teléfono, odiarse, reconciliarse y acabar besándose de nuevo. Cuando se enojaban, Antonia sufría como una verdadera María Magdalena; sumida en una tristeza atroz se podía quedar llorando hasta la madrugada, mientras escuchaba uno de los tantos discos que le había regalado Agustín, “No me platiques más”, de Lucho Gatica. Sin embargo, Antonia se pasaba el tiempo platique y platique acerca de su larga estancia en un internado en París; a propósito de todo lo que leía y veía en el cine; tanto platicaron que terminaron por casarse. Cuando finalmente Agustín pidió su mano, yo estaba tan contenta e ilusionada con el futuro matrimonio, que, de paso, también le di la mía, de diez años. De recién casados ellos, nada me daba más ilusión que ir a visitar a mi hermana Antonia a su casa en Polanco. En esa época se convirtió en mi confidente: todo, todo le contaba. Y mientras iba y venía de su casa a la mía en mi Juárez-Loreto, me fui convirtiendo en una jovencita llena de dudas y de barros. Por las tardes, me leía párrafos de Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir, para que entendiera mejor mis “fantasmas”, como llamábamos a mis dudas. Gracias a Antonia, aprendí que la vida no se entiende sin los libros; aprendí que es en los libros donde se encuentra el conocimiento del mundo y de los seres humanos. Gracias a Antonia, aprendí a observar el mundo que me rodeaba y a saber reírse de uno mismo. El humor de Antonia me fascinaba; por original y por ingenioso pero, sobre todo, por “loazeano”.

Dependiendo de nuestras edades, Antonia mi hermana fue, de cada una de nosotras, nuestra mejor amiga y más discreta confidente. Por eso todas la queremos tanto.

Un día, mi padre le dijo bromeando a Eugenia, que ella era de mucho mejor familia que sus hermanas. Le encantó la idea; se lo tomó tan en serio que sin quererlo nos “snobeaba”; sobre todo, cuando teníamos comportamientos que no embonaban con sus parámetros de “savoir faire”. De adolescente si algo le admiraba a Eugenia, era el chic que tenía para arreglarse. Entonces, nada me gustaba más, que ponerme, a escondidas, su ropa. Cuando se iba de week-end, ya sea a Morelia o a Acapulco, con la ayuda de un gancho abría su clóset cerrado con llave; en seguida, sacaba uno de sus tantos suéteres de cashmere, una mascada de seda y uno de sus collares de perlas de tres hilos. Para el domingo en la noche, todo estaba de regreso tal y como lo había dejado: en el mismo lugar y doblado con los mismos pliegues. Thank God, nunca me descubrió. Sin duda, de todas es la que mejor gusto ha tenido y tiene; sin hipérbole, digamos que su casa podría ser fotografiada, a cualquier hora del día, por cualquier fotógrafo de la revista Architectural Digest. Eugenia me enseñó muchas cosas; como los secretos de una decoración refinada y no cara; a comprar como rica, para que durara como pobre; a comer correctamente una alcachofa; a distinguir entre un excelente vino y uno barato. Me enseñó que en la vida hay que saber ser audaces y perseverantes. Me enseñó el orden y la puntualidad (aunque de esto me falte mucho por aprender). Me enseñó que la ternura abre muchas puertas; y sobre todo, a no ser rencorosa. Mi hermana Eugenia es tan vital y luchona que es capaz de subir al Popo en una mañana, ir a visitar a un amigo en la cárcel y estar justo a tiempo en su casa para recibir a doce personas que, seguramente, cenarán su delicioso canard à l’orange, un riquísimo arroz salvaje y una mousse de zapote prieto para chuparse los dedos. “Tu casa es la casa donde mejor se come en México”, le dicen constantemente sus amigos. Si en algo cree Eugenia, es en la amistad. Eugenia es capaz de todo por sus amigos; entre más se puedan encontrar en desgracia, más se solidariza y trata de ayudarlos. Eugenia puede ser una conversadora divertidísima. Como conoce a “tout Mexique” es una cronista de sociales inmejorable; cuando va a una fiesta puede describirla enumerando infinidad de detalles. Es tan vehemente, que en tanto platica de la reunión, parece que uno estuvo presente. Además, tiene las mejores direcciones del mundo, lo cual le permite, sin egoísmos, proporcionar los mejores tips. Con la misma generosidad, regala a sus amigas recetas de cocina que las señas dónde comprarse un vestido Chanel a mitad de precio. De todas, Eugenia es mi hermana más internacional, la más jet-set. En el secretaire del siglo XVIII que tiene en su recámara, guarda hasta cinco agendas Hermès con todas las direcciones de sus amigos en París, Nueva York, Roma, Brasil, Portugal, Suiza, Canadá, Colombia; hasta en Córcega tiene amigos Eugenia. De nosotras, Eugenia es la que está mejor informada de lo que realmente pasa alrededor del mundo. Una de sus pasiones, aparte de libros de historia o biografías, es leer todo tipo de revistas; con la misma pasión lee Hola!, Time, que Proceso. “¿Te enteraste lo que dijo el embajador de Estados Unidos en París en relación con la exportación de champagne?”, pregunta con toda naturalidad durante una cena mundana. Eugenia es la más cinéfila de todas. Si la hubieran conocido los hermanos Lumière, seguramente se hubieran asociado con ella, y juntos hubieran abierto el cine-club más exclusivo de Boulogne. Se sabe los nombres de todos los artistas del cine mudo; puede narrar durante horas los viejos chismes del Hollywood de los años cuarenta; conoce de memoria la biografía de los actores franceses; y sabe en qué año y con qué director se filmaron todas las películas ganadoras de Oscares. Eugenia habla francés como parisina e inglés como bostoniana. Estoy segura que si hablara alemán, lo haría como cualquier princesa de la familia Wurtemberg. Cada vez que veo a mi hermana Eugenia, se me viene al espíritu una expresión que la pinta de cuerpo entero: “Genio y figura hasta la sepultura”. Sin duda, Eugenia mi hermana nunca dejará de maravillarme, por ser tan ella y tan imprevisible a la vez.

Siempre he pensado que Natalia, la cuarta de las Loaeza, tiene un corazón tan grande como la catedral de Guadalajara; en él, cada una de sus hermanas y su único hermano, tenemos una capillita muy especial. Desde que Natalia era muy joven, siempre se preocupó porque estemos bien, porque no suframos, porque no nos peleemos, porque logremos nuestras metas, porque nos apoyemos; pero, sobre todo, porque siempre estemos muy unidos. Cuando nos peleamos entre nosotros, la que más sufre es Natalia; es tan bondadosa “Natita”, como le decía mi papá, que de adolescente le gustaba leer la sección de crímenes de los periódicos para poder rezar por “las ovejas descarriadas” antes de dormirse. Una de las tantas pasiones que tiene Natalia es la de analizar, para después concluir con un sinnúmero de consejos. “Acuérdate que soy muy intuitiva”, dice antes de emitir sus juicios, que con frecuencia resultan sumamente acertados. “De todas tus hermanas, Natalia es la más guapa”, he escuchado decir desde que me acuerdo. En efecto, cuando Natalia tenía diecinueve años, paraba, li-te-ral-men-te, el tráfico. Era tan bonita y tan atractiva, que cuando Marc, hoy su marido, la acompañaba al cine, en lugar de ver hacia la pantalla, se pasaba lo que duraba la película admirando el perfil de Natalia. “Tu hermana se parece a Brigitte Bardot”, me comentaban en el colegio; pero yo la veía todavía más linda que a BB. “Cuando sea grande quiero ser como ella”, me decía llena de admiración. Aparte de su belleza y de su corazonzote, Natalia contaba con otro privilegio: era, ante los ojos de todo el mundo, la consentida de mi mamá. Sin lugar a dudas, esto le daba, sobre todas nosotras, un poder mayúsculo. Ser la preferida de la “Reina Madre” tenía todas las ventajas del mundo, pero también había que pagar costos; en el fondo, Natalia siempre lo entendió así y, por amor a mi madre, así lo asumió. Natalia es la mejor anfitriona del mundo: por su casa en París han pasado y se han hospedado, sin exagerar, más de un millón de compatriotas. Gracias a este don, personalmente me beneficié de sus atenciones cerca de dos años; gracias a ella fui una estudiante muy bien alimentada y cuidada. En ese lapso aprendí muchas cosas: entre ellas, a adaptarme a una cultura totalmente distinta a la mía; a cocinar; a identificar a los BCBG (bon chic, bon genre); y a servir como guía perfecta de los mexicanos de paso. Con Natalia visité museos, castillos, parques, bosques, galerías de arte, iglesias, catacumbas, cine-clubs, casas de moda, salones de té, puentes, bibliotecas y catedrales. Mucho le debo a Natalia mi amor a Francia, transmitido en primerísimo lugar por nuestra madre. Igualmente, le debo una enseñanza fundamental: “Siempre que puedas da calor humano a los demás”. No obstante haya vivido más de treinta años en París, Natalia sigue siendo más mexicana que cuando se fue. Gracias a una vitalidad envidiable, conserva su entusiasmo y su frescura. Afortunadamente, hasta ahora, no ha sido víctima del peculiar “modito francés”; en Natalia admiro, entonces, su autenticidad, su encanto personal y su permanente gana de ayudar a los demás.

Dicen que no hay quinto malo. En el caso de Kiki (Enriqueta), debiera decirse que no hay quinta mala. ¿Por qué es tan buena Kiki? Tal vez, porque cuando era niña dice que se le apareció la Virgen; nunca supimos cuál de todas, ni qué cosa le dijo, el caso es que esa leyenda siempre se contó en la familia. Por supuesto, yo siempre lo di por hecho y quise creer que, junto con Fátima y Juan Diego, Kiki era una elegida del Señor. Quizá se deba a esa “aparición” que hasta la fecha, cada vez que Kiki se encuentra en un alto, le gusta repartir dinero entre los niños de la calle y las mujeres indígenas. “Ay, Kiki, ¿por qué le diste ese billete de cincuenta?”, le pregunté el otro día. “A mí no me cuesta nada; en cambio, a esa pobre señora le doy un gusto enorme”, me dijo. Kiki mi hermana es como de película de Lelouch; no, más bien, es como de novela de Milan Kundera. Miento: Kiki es como de la vida de todos los días; es decir, una mujer de a de veras. Ella no se anda con cuentos: o saca “el toro de la barranca” o saca “el toro de la barranca”. ¿Cómo era Kiki hace muchos años? Cuando tenía dieciséis, con Natalia, daba clases de inglés y de francés en el Colegio Asunción. Sus alumnas las adoraban; las encontraban tan originales y chistosas, que durante el recreo no faltaba una niña que exclamara con absoluto entusiasmo: “¿Por qué no jugamos a la miss Kiki y a la miss Natalia?”. Si algo admiraban estas niñas bien era la belleza y la distinción de su miss Kiki; les gustaba su pelo lacio y rubio como el trigo; les encantaba cómo se vestía, sus piernas largas y delgadas; pero, sobre todo, apreciaban su inteligencia creativa. A Kiki mi hermana le trajeron muchas serenatas. “Tenía tanto pegue”, como se decía en los cincuenta, que un día el millonario de Liceo Lagos rentó un camión para traerse a los Violines de Villa Fontana con todo y piano y tocarle “La vie en rose”. De todas, sin duda, Kiki era una verdadera inspiradora de grandes pasiones: muchacho que conocía, muchacho que quería salir con ese “mango”. Kiki puede ser la mujer más cálida del mundo, pero también la más distante. Si alguien le cae mal, se lo hace notar. Pero si una persona le cae bien, está dispuesta a todo con tal de darle gusto. Tal vez uno de sus defectos que más consecuencias le ha traído en la vida es que es demasiado entregada. “O todo o nada”, es una de sus máximas. Kiki se ha recibido varias veces en la Universidad de la Vida; seguramente, muy pronto recibirá su título de doctora en esa misma materia. Sin embargo, pienso que si hubiera ido a la Universidad Nacional Autónoma de México sería una espléndida abogada, economista o licenciada en administración de empresas. Cuando niña, Kiki era la consentida de una tía como de cuentos; se llamaba Conchita y ambas se quisieron muchísimo. Tanto que mi tía Concha la heredó, dejándole sus joyas, buena parte de su biblioteca y mucha aceptación y amor. A finales de los cincuenta, cuando acompañaba a Kiki a casa de mis tías Loaeza, la trataban como princesa. En el “Pino” (nombre de la calle de la colonia Santa María donde vivían), ella podía hacer lo que se le diera la gana. Tenía su cuarto, con sus propios juguetes, libros y discos. Tenía su bicicleta, su nana, su chofer y hasta el Larín de la esquina era suyo. Recuerdo que le envidiaba este segundo hogar, tan lleno de amor y de ternura para una niña más bien traviesa y rebelde. Una de las cosas que admiraba de Kiki adolescente, es que leía los cómics en inglés; se leía los de la Pequeña Lulú, los de Archi, Gasparín y los de amor. Ahora Kiki ya no lee cómics, sino que es una verdadera ejecutiva súper profesional. Gracias a su esfuerzo y a la enorme fe que tiene en sí misma, Kiki creó una oficina de relaciones públicas sólida y muy próspera: actividad que toma entre sus manos, actividad que queda maravillosamente bien organizada. Sus clientes norteamericanos quedan tan maravillados, que, cuando le escriben cartas para felicitarla, le ponen en mayúsculas: “YOU ARE A WONDERFUL WOMAN”.

“Esta niña es ‘la inteligente’, solía decir mi madre cada vez que mencionaba a Marisol (Soledad). De todas, sin duda, fue la más reservada y la más tímida; no era platicadora. Había momentos que incluso hasta parecía lejana. Con sus grandes ojos azules y su larga trenza rubia se pasaba el tiempo observando; ser observada o enjuiciada por Marisol, representaba todo un reto; desde que era niña su juicio fue inteligente y profundo. Marisol siempre fue una excelente alumna, muy cumplida y atenta. Ella no perdía el tiempo ni frente al televisor, mucho menos en el teléfono con sus amigas: su prioridad era la tarea y los libros que leía. Con ella tengo muchos recuerdos: juntas íbamos los domingos al Club Vanguardias, a misa a la Votiva y al Café Viena a merendar. Cuando éramos adolescentes, nos paseábamos por la zona rosa y tomábamos café capuccino en el Kineret. También nos gustaba jugar a la ouija: con nuestra recámara a oscuras y un disco de Joan Baez, le preguntábamos con quién nos íbamos a casar, y si seríamos felices; recuerdo que ella tenía más magnetismo que yo, y que siempre se concentraba mucho mejor. ¡Ah, cómo se movía la ouija cuando la dirigía ella! Entonces, juntas compartimos muchas cosas: nuestra recámara, amigos, un viejo disco de Chavela Vargas, confidencias, fiestas, dudas, chismes de las señoritas Palacios, nuestras vecinas, pretendientes, monjas, lecturas, reseñas en el cine Roble, enojos y excentricidades de mi madre y los juegos olímpicos de 1968, ambas fuimos edecanes. No obstante le llevo cuatro años, Marisol siempre fue mucho más politizada y consciente que yo. “Explícame esto”, le preguntaba constantemente; y ella siempre me contestaba con enorme generosidad y paciencia. Muchas veces la acompañé a pie al Colegio de México, cuando estaba en la colonia Roma, y platicábamos mucho y nos quejábamos de las mismas cosas: “que si mi mamá; que si mi papá; que si mis hermanas; que si esto que si lo otro…”. Sé que cuando me fui a estudiar a Montreal me extrañó mucho; pero yo la extrañé más cuando se fue a estudiar a París. Recuerdo que cuando regresó me dijo: “Te puedes poner toda mi ropa nueva”; y así fue. ¡Ah, cuántas veces me puse su falda azul marino con su blusa verde perón! Marisol siempre fue muy sentimental. Me acuerdo que lloraba mucho en las películas tristes, tanto que me hacía llorar también a mí. Cuando hizo un estudio sobre la guerra civil de Estados Unidos, lloró y lloró por todos los muertos; y mientras lloraba con la novela de Jane Eyre, yo lloraba con la de Ana Karenina. Me acuerdo que cuando éramos niñas y estábamos en el Colegio Francés de San Cosme, las monjas nos escogieron para que bailáramos en la fiesta de fin de año con trajes tradicionales de diferentes estados de la República francesa; Marisol iría disfrazada de alsaciana y yo de bretona. Cuando vi nuestros trajes, me burlé mucho del de Marisol: “Con ese moñote vas a parecer mesera del Café Tacuba”, recuerdo que le dije muerta de la risa. Y en tanto lloraba, yo me reía y me creía mucho con mi vestido, con su blusa de mangas bombachas y su delantal todo bordado. Al otro día, Marisol se veía preciosa con su traje; parecía una verdadera alsaciana. En cambio, yo me veía espantosa, con mi sombrero de cucurucho y mi mandil todo deschistado. No obstante la víspera había sido tan grosera y burlona, Marisol nunca me dijo nada. Entonces, admiré su discreción, pero más que nada, su solidaridad. Si de alguien estoy orgullosa es de Marisol mi hermana, que puede ser, además de una espléndida investigadora y doctora en relaciones internacionales, una excelente madre y esposa.

María de la Luz, “Yuyu”, como le decíamos de niña, nació en Montreal y fue un bebé como de anuncio Gerber. Cuando llegó a la casa, yo tenía trece años. A partir de ese momento, me quise convertir en su “madrecita”: la bañaba, la vestía, le preparaba los biberones con leche Carnation y la presumía a todas mis amigas. Después de Antonia, Mariluz era la consentida de mi papá. Recuerdo que tenían una relación sumamente tierna y amorosa. Cuando Mariluz cumplió cuatro años, la inscribieron en el Colegio Alitas, que se encontraba en la calle de Po en la colonia Cuauhtémoc. La recuerdo perfecto con sus trencitas (que yo le hacía) y su uniforme verde y blanco. Cuando pasaba a recogerla a la una de la tarde, salía toda chapeada con una enorme sonrisa; sus ojos negros y muy pestañudos se veían más brillantes que en la mañana. “Pareces manzana de California”, le decía, en tanto la abrazaba con todo mi cariño. Mariluz era una niña adorable, cuya única ilusión era ir al supermercado con mi papá. Lo que más me gustaba de Mariluz era su enorme capacidad de ternura y el que no se enojara nunca con nadie. Más que enojarse, se entristecía; sobre todo, cuando no la comprendían. Ahora Mariluz tiene más de treinta años, sigue siendo igual de tierna; es muy trabajadora, nunca falta a su oficina; tiene muchos amigos; adora a Alain Delon y las quesadillas de Emilio Castelar; añora París, donde estudió por más de un año; pero lo que más extraña es a papá, quien, sin duda, fue el que más la comprendió.

Ellas fueron mis primeras mujeres maravillosas.

MUJERES ENTRAÑABLES