Catarsis

Una novela escrita desde
el otro lado del miedo

Eduardo Gismera Tierno

Capítulo III

“–Y tú Holmes, ¿qué quieres ser de mayor?
–No quiero vivir solo”.

Chris Columbus

Uno tras otro, los días conformaban poco a poco mi nueva vida. Buena parte de ellos viajaba; conocí nuevos lugares. El tiempo restante transcurría entre recados en la oficina o en el garaje. Supuestamente debía mostrar más interés por decidir si aceptar el puesto de conductor ad eternum o abandonar el empeño en pocas semanas, pero no me encontraba con ánimo de acometer tamaña tarea. De momento el proceso formativo en el hospital me tenía ocupado de forma suficiente.

Matilde se fue convirtiendo en la madre que nunca tuve y en el padre que me faltaba. Al poco de comenzar mi tarea supe que era la persona en quien debía confiar y así lo hice. A su vera me sentía protegido. En gran medida, aunque no de manera definitiva, lograba paliar el miedo que me acompañaba y que conforma el hilo conductor del relato que tienes entre tus manos. Los momentos en la oficina eran un calvario; no quería entrar, trataba de marcharme al garaje aún sin nada que hacer, aunque no siempre lo conseguía.

Victoria, la secretaria de don Miguel, el director de Expansión y Operaciones, no vio con buenos ojos mi llegada y se ocupó de demostrármelo desde el primer instante. Si quería que le recogiese fotocopias de la máquina, las hacía de una en una a pequeños intervalos y me urgía a apresurarme; si me mandaba a por café para su jefe y para ella, faltaba la servilleta y, cuando la llevaba en el siguiente viaje, entonces me decía que no necesitaba nada para limpiarse, que ya venía muy aseadita de casa…

Yo no le prestaba atención en absoluto y ahora pienso que eso la ponía más nerviosa. Un día, sin embargo, logró ofuscarme. Era el mes de octubre y, al parecer, como cada año por esas fechas, se elegían los regalos que la dirección general remitiría en Navidad a algunos compromisos. Matilde, Alicia y Victoria se reunían con algunas empresas y valoraban distintas posibilidades.

–Victoria va a citar a algunos proveedores para ver qué mandamos en diciembre. ¿Nos acompañas, Alonso? Los hombres no tenéis gusto, pero un arquitecto quién sabe –dijo Matilde en voz alta con cierto sentido del humor, muy bien medido.

–Vaya ánimo le das al pobre –continuó Alicia en su tono cordial, siempre mejorado por esa belleza capaz de enloquecer al más pintado.

–¿Qué día tienes viaje, Alonso? –soltó de inmediato Victoria desde su sitio haciendo caso omiso a la chanza.

–Ya sabes que eso es algo imprevisto, pero el lunes ya está cerrado, vamos a Santander. Como luego hay puente, aún no nos ha comunicado nada don Javier para más adelante.

Regresamos a nuestra tarea. La mía, lo recuerdo perfectamente, consistía en responder a un señor muy mayor que se acercó a mi mesa para preguntar por el departamento de admisión. Me contaba su caso de forma lenta, pausada, pero no pude prestar mucha atención. Entretanto, Victoria, que había tomado el teléfono, elevó el tono de voz volviendo su silla hacia mi posición, forzó una sonrisa apenas perceptible en sus labios y esperó a ser atendida.

–¿Federico Romero, por favor? ¿Eres tú? ¡No me digas que no me conoces! –Mientras hablaba, comenzó a jugar con un estilete tras entrillar el auricular entre el hombro y la oreja con la cabeza bien inclinada y mirándome de soslayo.

–Ya decía yo que, aunque hablamos sólo una vez al año te acordarías. Imagino que ya sabes para qué te llamo. –Esperó a ser respondida.

–Efectivamente. Necesitamos ver qué tenéis; este año, debemos ser muy originales sin perder las formas, ya sabes. –Deduje que hablaba con la primera de las citas a las que nos referíamos minutos atrás.

–Yo prefiero el lunes. Sí, este lunes próximo; la semana que viene tiene sólo tres días y se nos va el tiempo.

»Perfecto, pues a las diez nos vemos. Estarán con nosotros Matilde y Alicia, creo que ya las conoces. Un abrazo y hasta la semana que viene entonces.

Las únicas variantes de las dos llamadas siguientes fueron el nombre de los interlocutores y el momento elegido para los encuentros. No recordaba haber sentido rabia en el pasado, pero en aquel momento supe reconocerla. No podía creer que alguien pudiera comportarse de ese modo. No podía ser, seguro que lo había entendido mal. Comencé a juguetear con la carpeta de cuero marrón que protegía mi mesa y miré de reojo a Matilde que me devolvió un gesto cómplice mientras se colocaba disimuladamente el dedo índice en los labios en ademán de sellar los míos en la distancia.

El miedo que tanto temía volvió a adueñarse de mí. Aunque hubiese querido, no habría sido capaz de pronunciar palabra. Victoria ganaba, vencería siempre que quisiera, mi pusilanimidad se lo ponía fácil, no tenía nada que hacer y –por qué no decirlo–, yo no quería sino huir lejos, muy lejos de allí.

–Tampoco arreglarías nada yéndote lejos. Los problemas hay que afrontarlos y me parece que ahora estás ante uno de ésos.

–Hola padre –dije con normalidad, como si esperase su llegada para charlar en silencio–, sabes que no puedo, no tengo suficiente fuerza; a mí todo el mundo me gana. Tengo mucho miedo, papá. –Mientras hablaba, percibí un ligero temblor en mis mejillas, así que traté de disimular, miré hacia abajo; nadie debía oírnos.

–Victoria no ha ganado; jamás lo hará. A mí también me incordiaba de forma constante, pero como no le hacía ni caso, ahora lo intenta contigo. No servirá de nada. Vive confundida, debes ayudarla.

–¿Qué? ¡Tú no estás bien de la cabeza! A ti eso de morirte te ha sentado fatal. ¡Cómo voy a ayudar a quien desea hacerme daño…!

–Querido Alonso; recuerda siempre que las personas a quien más nos cuesta querer son generalmente las más necesitadas. Victoria no lo sabe, pero te necesita. Dedica todos sus días a lamer la miel en el filo de una navaja de forma que, durante unos instantes, siente el dulzor en sus labios, pero poco después la sangre producida por el acero le produce dolor, un intenso dolor que permanece por tiempo indefinido.

–Mira, no me líes. Esa gente llega más lejos que los demás, mientras que los flojitos como yo jamás seremos nada y tú lo sabes. No intentes convencerme sólo para ayudarme, no es necesario.

–Los muertos no solemos dedicarnos a persuadir a nadie, no presupongas pamplinas, chaval. En el mundo de los vivos en el que habitas, el término competición se contrapone a compasión porque no os dais cuenta de que sólo ésta última puede evitar el dolor. Cuando alguien deja de pensar en sí mismo para ayudar a los otros, así y sólo así, alcanza la felicidad a la que aspira.

–Eso queda muy bien para ser dicho desde el ambón durante una homilía, pero aquí es mucho más difícil. ¿Desde cuándo eres así? ¿Por qué no me decías esto cuando vivías? –pregunté para mis adentros frunciendo de forma ridícula el ceño para cuantos me hubiesen contemplado en aquellos instantes.

–Porque cuando vivía era como los vivos, y ahora que he muerto, soy un muerto más –respondió mi progenitor en tono jocoso. –Dale la vuelta a la tortilla, ¿vale? Las aflicciones que se presentan ante ti, el dolor, el sufrimiento, todo eso tiene un sentido y a ti te corresponde descubrirlo.

–Es decir, que encima debo estar contento con lo que me pasa… ¡hay que fastidiarse! –Yo no sabía cómo acabaría aquella conversación, pero su contenido me parecía increíble. ¡Cómo podía estar imaginando una charla completa en la que mi padre me dirigía unas palabras que me eran ajenas pero que estaban llenas de sabiduría! ¡Cómo podía mi mente sugerir reflexiones en las que yo mismo no creía! Comenzaba a pensar que mi padre se dirigía de verdad a mí para ayudarme–. ¿Me puedes decir qué sentido tiene pasarlo mal? –pregunté.

–Cada instante de pesar debe ser visto como una bendición que la vida pone ante ti para crecer. Los “malos rollos”, si sabemos interpretarlos, son ventanas a la evolución personal. Mira a Victoria, ¿es realmente así como deseas ser? ¿crees sinceramente que es una persona feliz? Su actitud es un ejemplo para ti del camino que sólo conduce a alimentar saña con saña. Ghandi lo manifestó con acierto: “ojo por ojo, y el mundo acabará ciego”.

–¿Y puedo ayudarla? Pues ya me dirás cómo.

–Con tu ejemplo. Debes ser un mensaje en movimiento, pues el cambio no sólo se logra con palabras. Los hechos ayudan mucho más que las palabras. Debes convencerte, querido Alonso, de que jamás el mal fue vencido con el mal; nunca la paz llegó con la guerra, ni la soberbia y la ira cesaron con más soberbia y más ira. El egoísmo fenece sólo ante la generosidad, la envidia ante el servicio desinteresado; la paz se alcanza con la paz y, si eso es lo que deseas, eso es lo que debes ofrecer de forma altruista.

Me sentía confundido. Toda una lección de filosofía práctica, si es que eso existe, se había producido en mi mente sin yo esperarlo. Algo me estaba ocurriendo, pero yo no podía contarlo. Me sentaba bien poder vivir con un secreto y, como paliativo del miedo, era algo fantástico. Volví a mirar a Victoria y me pareció mucho más infeliz. La cosa funcionaba. Si fuese capaz trataría de ayudarla. Pero su furia creció hasta límites insospechados, así que simplemente guardé silencio con suficiencia.

–Puedes acercarte un momento, por favor –me llamó Matilde.

–Sí claro, dime. –Abandoné mi trinchera camino de su puesto.

–Ya va siendo hora de que comiences el periplo formativo en el hospital. Los días pasan y no debemos aguardar más. Toma esta bata y te la pones a la entrada. Date una vuelta por las plantas y termina a eso de las tres en la consulta de don Javier; quiere que la pases con él.

–¿Voy a pasar consulta? Algún día alguien me despertará de este sueño y me devolverá a la vida real –dije.

–¿Es que nunca has visto a un arquitecto recibir pacientes en una sala? A mí me parece de lo más normal… –dijo Matilde sonriendo mientras alargaba el brazo para darme una bolsa de plástico con un bulto perfectamente plegado en su interior.

–Estará muy doblada pero no hay tiempo para plancharla. Tranquilo que no serás tú quien recete medicamentos. ¿O te animas? –comentó de nuevo con ese calculado sentido del humor que me hacía tanto bien.

La puerta principal del hospital, otrora clínica, era símbolo de la evolución de Panacea durante cuatro décadas. Los cinco escalones que daban a una enorme puerta blanca y opaca fueron rebajados para dar altura al vestíbulo, mucho más luminoso con los actuales cristales que hacían las veces de tabique. Casi nada recordaba al humilde dispensario empeñado en crecer más y más, anexión tras anexión de edificios continuos, uno tras otro devorados por la inmensa boa llamada progreso.

Me senté por un tiempo en uno de los sillones de cuero beige situados a la derecha en cuatro hileras de a cinco y que sirven de punto de encuentro a algunas de las personas que abandonan temporalmente el reguero de otras muchas que entran y salen en un constante peregrinar en busca de salud. Ocupé el último lugar de la última fila con afán de mirar sin ser visto, agazapado de nuevo ante una vida que me tomaba una vez tras otra en bandolera y mecía a su antojo al muñeco vacuo y aterrado en que me había convertido.

Pensé –como ahora pienso– que un hospital es muy similar a una ciudad a la que acude una multitud interminable de peregrinos en busca de consuelo. Al fondo unos leían un enorme cartel con los nombres de las distintas especialidades y su ubicación; a la izquierda según se entraba, dos bellas jóvenes y un tierno edecán respondían amablemente a todos cuantos les preguntaban esto y lo otro. A su lado, una ancha escalinata engullía a quienes se citaban en la cafetería de uno de los sótanos para paliar, entre cerveza y café, el trago de una visita por compromiso o contar el secreto a voces de la gravedad del enfermo que reposaba allá arriba, en alguna habitación. Detrás de mí se encontraba la boca de entrada al otro sótano, el que albergaba el tanatorio que ya conocemos y a la que no me atreví siquiera a mirar.

De vez en cuando un médico con bata blanca o ropa verde turquesa festoneaba la procesión, y un grupo de enfermeras salía a fumar ya con el pitillo en la mano y el encendedor en la otra, prueba de que los hombres no acostumbramos la práctica de cuanto aconsejamos al prójimo.

Permanecí por un rato absorto, con la bata blanca en el regazo, sin atreverme a dar un paso; agazapado, triste, cobarde al fin. Fue entonces cuando un carrito de bebé se me acercó empujado por una joven mujer de pelo largo castaño claro, una chica delgada y muy guapa, casi tanto como la criatura rubia que me miraba curiosa con unos ojos azules, espejo del azul del océano, azules como el cielo, del color del mismo paraíso.

Le hice una mueca cómplice sin que me viera la madre mientras me levantaba para enfundarme el falso uniforme que llevaba. Aún no había terminado de introducir la envoltura de plástico en uno de los grandes bolsillos, cuando un gran sollozo brotó del pequeño de golpe, como un borbotón de angustia que provocó de inmediato la mía hasta lograr hacerme volver ante su sillita.

–¿Qué te pasa, pequeño? ¿Cómo te llamas? –No puedo ver sufrir a un niño, no soy capaz y en aquel momento no sabía qué hacer para evitarlo, nada podía parar aquel disgusto.

–Le dan miedo los médicos. Cuando era muy pequeñito, casi recién nacido, tuvimos que ingresarle con bronquiolitis y siente pánico ante cualquier cosa que se parezca a uno de ustedes.

»¿Es usted médico, verdad?

–No, no; yo sólo soy un impostor.

Aquellas palabras, surgidas de tan hondo como el llanto del niño asustado, delataron inesperadamente, también a mí mismo, la verdadera identidad que me definía. Sentí –tengo que reconocerlo–, cierta paz por haberme encontrado, pero el resultado no daba para mucho regocijo.

–¿Cómo? Un impostor. No tiene usted pinta de tal.

–Bueno, algo así. Soy un chófer en prácticas y aquí todo el que entra se tiene que formar. Hoy me toca dar una vuelta por el hospital, así que me han sugerido que me vista así. Siento muchísimo haber hecho llorar a tu pequeño. Pero te estoy tuteando y creo que me has llamado de usted, perdón por todo junto.

–No pasa nada, hombre. Al niño se le pasa con un chupete, ya verás.

Acto seguido, una sonrisa limpia a juego con la enormes lágrimas que aún habitaban aquel rostro, me hizo descubrir que la vida acababa de situarme ante la obra más bella de la Creación: la sonrisa de un niño. Sumido en un silencio perfecto, deseé reivindicar de la mano de Aute…

…el espejismo de intentar ser uno mismo;

este viaje hacia la nada, que consiste en la certeza

de encontrar en tu mirada… la belleza…

Un impostor sumido en el intento vano de lograr ser uno mismo; eso era Alonso, ése era yo. Coloqué ambas manos en los dos enormes bolsillos vacíos de mi atuendo de pega y comencé a caminar. No formaba parte de la riada de pacientes, pero tampoco del cuadro médico; un bicho raro en un lugar que no era el suyo en busca de algo que no sabía qué era, desempeñando un puesto de trabajo usurpado a su propio padre; un ser sin brújula, acostumbrado a vagar sin rumbo. Un impostor en definitiva.

Comencé a dar unos cuantos pasos que, poco a poco, se convirtieron en algo mecánico un pasillo tras otro. Sí, me dije, una ciudad llena de peregrinos, una gran urbe lista para recibir a uno más… El baile de la bata en la parte trasera de mis pantorrillas me producía un ligero roce constante y me hizo evocar sin motivo aparente los sayales de los caminantes de otra época mucho más lejana, pero que en aquel momento me resultaba muy familiar.

El sol al fondo de un pasillo interminable logró trasportarme definitivamente a otro lugar, una ciudad lejana en un tiempo distinto, tal vez miles de años atrás. Sí, la reconocí por fin. Emaús, una ciudad de peregrinos construida por unas y otras culturas, siglo tras siglo, como Panacea, como aquel edificio formado por unos y otros hermanos año tras año. En Emaús los romanos construyeron casas de baños; los judíos cuevas de enterramiento como el tanatorio de nuestro sótano; los bizantinos instalaciones hidráulicas como los tubos a la vista en las paredes que alzan oxígeno a los enfermos; los tres ábsides de su iglesia y su baptisterio lucen mosaicos como los de la capilla que abrí a mi paso y que acoge, como entonces, atribulados espíritus en oración por los suyos.

Hebreos, romanos, samaritanos, griegos, bizantinos, cristianos, unos tras otros, siempre la misma cosa, la misma pelea en busca de salud. ¿No sería eso la vida misma? ¿No seríamos todos peregrinos que, una y otra vez, recorreríamos el camino que nos llevaría a encontrar sentido a algo que parecía no tenerlo? ¿No había vivido ya antes y, lejos de haberme encontrado, seguía vagando? ¿No estaría regresando a mis otras vidas para darme cuenta, al despertar, de que seguía siendo sólo un peregrino? ¿Éramos todos entonces impostores que vivíamos en un cuerpo que no era del todo real?

–¿Cómo va eso Alonso? Haz el favor de saludar, hombre, que estás como en otro mundo –me dijo sobresaltándome un auxiliar.

–Ni que lo digas –comenté sin saber muy bien a quién me dirigía.

–Ya me he enterado de que sustituyes a Pablo. ¡Qué buen hombre fue tu padre! La vieja guardia estamos encantados de verte por aquí. Es una forma de no perder del todo a Paredes.

–Muchas gracias. De momento estaré sólo por un tiempo, luego ya veremos.

–Eso dijo tu padre, eso dije yo, y ya ves, camilla arriba, camilla abajo, treinta y siete años. Pero me marcho a comer que son casi las tres y la hora es la hora. Un abrazo, amigo.

Aún hoy no recuerdo quién fue la persona tan amable que me despertó de aquel deambular por la historia de la Humanidad, como si no tuviera otra cosa que hacer. Se trataba sólo del regreso inconsciente a mi estudio sobre Emaús realizado como trabajo de fin de carrera, pero le estoy todavía agradecido porque, si no me arranca del trance, nunca hubiera llegado a mi cita con don Javier en su consulta. Habían transcurrido varias horas caminando, no me había dado ni cuenta; “cada día estoy peor”, pensé sin remedio.

La zona de consultas está situada en la entreplanta del hospital; un lugar repleto de puertas blancas y sillas azulonas, sencillas pero cómodas, entre multitud de recovecos, casi vericuetos para algunas personas mayores incapaces de subir los grandes escalones desde la planta baja, sin posibilidad de regresar sin pérdida a los ascensores abandonados en el hall principal.

A la entrada, junto a un pequeño puesto de recepción, un enorme cartel contenía todas las especialidades habidas y por haber, médicas y quirúrgicas, dispuestas en orden alfabético y seguidas cada una de ellas de una flecha que pretendía marcar el camino de cada paciente: “Alergología”, “Anatomía Patológica”, “Anestesiología”, “Angiología…” Me pareció que así nunca llegaría a leer el rótulo deseado, así que le pregunté a la amable señorita situada a mi espalda, quien me indicó el camino, algo extrañada de ver a alguien con la indumentaria que supone cierto conocimiento de la zona, preguntar tamaña simpleza.

Partí al fondo; dejé a ambos lados, “Dermatología”, “Ginecología”, “Nefrología”, “Psiquiatría y Cardiología”; luego giré a la izquierda, “Oncología Médica”, “Unidad Renal”, “Unidad del Sueño”, “Unidad de la Mama”; otra vez a la derecha, una sala de espera, “Podología”, “Aparato Digestivo”, “Urología”, “Endocrinología”, “Neumología”, “Otorrinolaringología”… Por fin llegué a una sala mucho más grande dotada de varias filas de sillas y algunas mesitas repletas de varios montoncitos de revistas, obsoletas en su mayoría.

A un lado, un nuevo letrero recitaba: “Unidad de Neurocirugía”, una de las más importantes del hospital por lo que se veía; del otro lado, al fondo a la izquierda, estaba el lugar destinado a las consultas de “Medicina General”. Llegué a la vez que don Javier, con cierto alivio por no haberme retrasado; al menos no mucho para lo que podía haber sido.

–Llegas rozando el poste, querido Alonso.

–Ésa es la verdad, don Javier. Me despisté un poco y a continuación no he sido capaz de encontrar su sala con prontitud.

–Pasa, pasa, no te quedes ahí parado, la consulta no muerde.

Tomé una de las dos sillas situadas de frente y apoyé el codo derecho en la mesa tras la que ya se había situado el doctor Aguilar, como rezaba el bolsillo de la solapa de aquel directivo mutado de pronto en médico raso. La situación fue extrañísima así que, mientras él encendía el ordenador situado a la izquierda de su mesa desde mi posición y se colgaba un fonendoscopio que sacó del cajón de una mesita auxiliar repleta de volantes de las más variadas sociedades médicas, yo me dispuse a escudriñar la habitación.

Nada más entrar, a la izquierda y al hilo de la pared, una camilla de escay negro yacía parcialmente cubierta por un rollo de papel desechable, vigilada desde lo alto por un cuadro con motivos de caza, una de las aficiones del doctor. Al fondo, al lado de la ventana que le servía de escolta, una estantería muy moderna había sido convertida en muestrario de recuerdos, ora ilustres, ora entrañables, que habían ido decorando la vida del hombre situado ante mí. Sobre la pantalla del ordenador, y un tanto elevado, un monitor más grande, conectado con el equipo principal, mostraba alguna radiografía de anteriores citas. Más a la derecha, el típico despliegue de diplomas de estudios, cursos, simposios, congresos y demás garantías del bagaje adquirido en forma de papel.

Don Javier –el doctor Aguilar– se levantó ligeramente para encender el negatoscopio de vidrio esmerilado que completaba el decorado y al poco dirigió a mí su mirada.

–Bueno, Alonso, ¿qué te parece mi “cubículo” preferido?

–Me parece muy bien, aunque estoy sorprendido. Parece usted un camaleón. ¿Por qué hace todo esto? No tiene necesidad.

–Lo hago porque un médico debe pasar consulta a sus pacientes y yo soy un médico enredado en demasiada gestión. Siempre he querido hacer esto y nunca lo dejaré mientras pueda.

–Ya, pero su misión directiva es mucho más importante, digo yo. Su responsabilidad excede con mucho a la de revisar catarros –expresé, tal vez sin mucho decoro.

–A ver si te enteras de una vez –me dijo en tono algo airado–. Si no sabes de dónde vienes, es imposible saber a dónde vas. ¿Cómo podría dirigir Panecea si no sé lo que les pasa a mis pacientes? ¿Cómo hacerlo sin escuchar de su propia voz las verdaderas necesidades de la evolución médica y organizativa?

–Lo siento, don Javier, me he pasado unos cuantos pueblos de listo.

–No pasa nada, querido Alonso –dijo el doctor recobrada la calma–. Lo importante es que te convenzas de que es muy importante para mí, y para todos en Panacea, que yo cumpla con mi función principal. Del mismo modo tú tienes que visitar las salas de espera para conocer el lugar que te da de vivir, no sólo de comer como la mayoría piensa.

»Ahora saldrás ahí y simplemente permanecerás sentado. Quiero que observes las conversaciones, los rostros de las personas. Deseo que sientas sus preocupaciones, sus miedos, sus añoranzas. Sí, querido Alonso, para un chófer esto también es importante; no lo dudes.

De regreso abrí la puerta y busqué un lugar entre la marea de sillas azulonas ensambladas de cuatro en cuatro, unas vueltas sobre otras y pobladas por decenas de ojos que me miraban de un modo inquisitorial e impedían cualquier asomo de reflexión, si hubiese tenido esa capacidad.

Tomé asiento en la parte más alejada del dispensario de don Javier, dejando atrás el área neuroquirúrgica. Ante mí, una sinfonía de toses y pañuelos en ristre anunciaba la llegada del invierno. Unos charlaban con sus acompañantes; otros iniciaban una conversación y exhibían, sin rubor alguno, su vida entera ante perfectos desconocidos. Algún niño correteaba entre aquel laberinto de felpa y metal mientras era reprendido una y otra vez.

A cada rato salía don Javier con papel y bolígrafo, nombrada a tres o cuatro personas, comprobaba si se encontraban presentes, y daba la vez de entrada por turno. Casi nadie faltaba y la puntualidad del doctor, por difícil que parezca, era absoluta. Unos se iban y otros llegaban en un perfecto equilibrio que mantenía la sala en la capacidad adecuada.

Pasé un par de horas, tal vez más, ensimismado en mis pensamientos, tratando de imaginar las vidas de todos aquellos seres fuera de aquel lugar. Unos habían nacido humildes, a otros les atribuía problemas con la herencia de su familia, algunos eran sin duda trabajadores esforzados por criar a su prole y elevarla por encima de su destino actual…

Tan absorto estaba que no reparé, hasta bien entrada la tarde, en que la persona situada a mi derecha no se había movido aún. Se trataba de una señora con bastantes años, delgada, de pelo gris perfectamente peinado. La miré a hurtadillas. Llevaba un pequeño bolso, un bastón que reposaba una silla más allá y una bolsa grande, blanca, plana y cuadrada, de las que se usan para transportar radiografías.

Poco a poco aquella anciana despertó mi curiosidad. Volví a mirar y comprobé que había tomado el garrote en el que apoyaba una mano temblorosa, sin esmaltes ni cuidados aparentes. Tal vez, pensé, no ha oído su nombre y espera a ser llamada; acaso no tiene nada que hacer y ha llegado con mucha antelación.

La estancia se vaciaba pero la mujer permanecía quieta sin pronunciar palabra. Un leve sonido nasal hizo que volviese el rostro hacia ella. La faz arrugada y sin maquillar mostraba los rescoldos de una belleza que tuvo que ser deslumbrante. La mirada gacha temblaba a la par de unos labios que se escondían, ya ajados, y daban paso a una barbilla de eterna tersura. Tal vez consciente de ser observada, su nerviosismo pareció incrementarse de golpe.

–¡Qué duro es esto, hijo mío! –exclamó la buena mujer.

–¿Qué es duro, señora? ¿Puedo ayudarla en algo? –respondí de forma casi automática.

No dijo nada, de modo que me creí obligado a insistir. Parecía muy inquieta; apurada.

–¿Puedo al menos conocer su nombre? –continué para rebajar el tono de nuestra recién iniciada conversación.

–Irene, me llamo Irene.

–Eirene –musité mirando yo también en diagonal descendente–. Una gran diosa sin duda, forma femenina de Ireneo; “la que trae la paz”.

–¿Cómo sabe el origen de mi nombre, doctor? –continuó Irene, algo más atenta a la charla.

–No señora, no soy médico; sólo espero a que termine el doctor Aguilar. Soy tan sólo uno de sus ayudantes; me ha pedido que esperara junto a todos ustedes a ver qué aprendo. Respecto a su nombre, ando últimamente a vueltas con algunas cuestiones sobre la antigua Grecia, eso es todo.

–Ya –asintió ella con la cabeza que repetía un ligero sube y baja, otra vez absorta en lo que parecía una preocupación infinita.

–Creo que le vendrá bien decirme qué le pasa; tal vez pueda echarle una mano, Irene.

–No es nada; sólo que mis hijos prometieron acompañarme pero no han aparecido. Soy una de las primeras personas que ha citado el doctor pero dejé pasar mi turno con la esperanza de, por una vez, no entrar sola. Apenas puedo caminar pero ya sabe: los niños, el trabajo, esa vida que se han creado y que no cuenta con las personas mayores. Eso es todo.

De nuevo el silencio intentó apoderarse de nosotros. Supe que debía decir algo, deseé dar con las palabras adecuadas en auxilio de aquella persona. Me recorrió una extraña sensación de utilidad; tal vez mis días pudiesen valer para algo, al menos por una vez.

–Si le sirve de consuelo, soy una persona joven y, sin embargo, padezco igualmente de soledad. Hace unas semanas que murió mi padre; mi madre lo hizo cuando yo era muy niño. Ni siquiera la recuerdo, y si no llega a ser porque el doctor Aguilar me ha acogido, los días serían insoportables para mí.

Nadie respondió a semejante alarde de valor; no encontré rúbrica a tan exacta descripción de aquello en lo que me había convertido. Soledad con soledad, hombro con hombro, apoyamos nuestra efímera contemporaneidad en los instantes mudos que buscan el consuelo mutuo a modo de circunspecto sigilo.

De pronto, la puerta que nos separaba de don Javier se abrió y su voz resonó con cierto eco, provocado por el vacío que había regresado a la sala. Tan sólo quedábamos en ella dos personas, las dos únicas personas que existíamos en el mundo según nosotros mismos.

–Alonso, si eres tan amable, acompaña a doña Irene y pasa tú también. A ver si podemos echarle una mano.