“Hay un lugar oscuro y laberíntico
por donde transitamos cual frágiles peces
traslúcidos, con el corazón y el cerebro a merced,
en desconcierto, solos, perdidamente solos,
con restos de infancia coqueteándole a la vejez,
donde la historia, rostros y ropas sobran, no calzan,
nada calza,
convirtiéndonos en dueños de todo y nada, y lo que
parimos en un momento, late paralelo,
invisible.
Hay un lugar,
este,
en este segundo, aquí,
y solo por compañía este órgano y su música de
fondo,
aquí donde el disparo viene presuroso, certero,
porque es noche, porque hay oscuridad”
Deslizarme por estos espacios dándoles vida es solo, y solo, por el gran apoyo y confianza que se ha tenido en mi trabajo. Hablo especialmente del escritor Alfredo Gaete Briseño, quien con paciencia logró convencer a mi ánimo de dar este gran salto.
Agradezco, también, a mi gran amiga y escritora Hortensia, quien tras largas conversaciones y lecturas, reafirmó mi amor por la poesía.
Y agrego un especial agradecimiento a quienes me rodean día a día. Gracias por su paciencia.
No es fácil adentrarse y salir pronto de la poesía de la escritora Alicia Medina. Ella encanta y mata. Mata de mil formas y asertiva nos regresa, renovados, a esta… ¿realidad?
Alicia, hembra y dama, confiada y temerosa, su misa y rebelde. Fuego y sosiego… danza con los tambores auténticos del Apocalipsis. Escarba, pinta, urde estos versos exaltados con una cadencia que se aproxima a la proclama.
La autora se doblega como junco entre el húmedo manantial, y en concordancia con la génesis de Eva enarbola aquel premio con gesto infinito para luego redoblar el verbo haciéndolo eterno. Alicia se encumbra desde el himeneo al cénit, donde la aplauden, abrazan, colocándole una guirnalda con elixir de vida.
A leer, pues, a la escritora que con voces ajenas, con ojos desolados, con desesperados y violentos atardeceres ha podido construir pedazo a pedazo, o mejor dicho, jirón a jirón, una especie de Cántico Antiguo, en donde el verbo ya tan succionado se nos hace potente, maravilloso y fiel.
Pienso,
pienso en mi sangre, en su ritmo,
desde donde parte, estación primaria el alma.
Su rítmico paso por oscuros rincones,
perdidos,
olvidados.
Pienso en ella
mientras aparecen y desaparecen tras el flujo,
rostros.
Busco cicatrices que asoman como sombras y
cuerpos extraviados.
Pienso en mi sangre, en su textura y temperatura,
ese flujo que decide por mí,
en el que me pierdo cuando retiro mis ropas
y un hombre extraño se calza mi blusa,
en ese flujo caliente, caliente como el mío,
puro, exacto, humano.
Pienso en ella y en la muerte
en el color que no se ha de conocer,
en las aberturas de mi cuerpo
y por donde ha escapado la vida,
transformándose
mirándome de frente, desde arriba
y a veces con enfado.
También pienso en el hombre y en su esclavo,
el pensamiento.
Aquí, traspuesta
en medio de la tarde
invoco conjuros,
descuelgo de algún lado
hipocampos terrestres,
también blasfemo a veces
es cierto,
es que en dos vueltas de mundo
algo
torció mi mano izquierda
volviéndola sumisa y pordiosera,
algo oscuro, desdentado.
Entre las púas de su lengua
se enredaron uno que otro beso,
unos cuantos suspiros de media noche,
es lo que quedó,
es lo que queda.
Aquí traspuesta la tarde pide permiso,
y quedo aquí, inquieta.
Como lo candente y que escurre
caigo,
densa, tibia como mano en un vientre,
de los cabellos asomando rosas de profundo aroma,
¿voy de pie? No lo sé.
Caigo,
espesa, ardiente
con el pubis azulado,
así como la tristeza,
como las tardes en tierras lejanas
como dos manos a solas, caigo.
De pronto es lo que es
la mano
la boca,
ese perfil de mendigo y sombra ausente,
de pronto es eso, lo que es,
solo cánticos enfermizos
de unos cuantos pechos inflados,
o quizás son aquellas estanterías
donde algún día hubo la dulce miel
y el reposo por instantes
de tu mirada clara,
de pronto es solo hoy
y este absurdo cuarto descuadrado
y ventanas colgando de un pie,
de pronto es seguramente
este antiguo y profundo hastío
ese de pensarte y des pensarte
mientras las puertas siguen con su rito azaroso.
Libres sean señores demonios, libres sean,
cuando la noche se torne perfecta, vengan y rodéenme,
descuélguense por mi espalda sin afanes ni culpas,
diluyan los tormentos que parlotean sobre mis ojos,
violenten esta lengua, sáquenla de su modorra
y diviértanse cual niños desnudos profanando mi ombligo,
vengan, sofóquenme,
que cargo dedos que parlan francés,
que bajo mi cama habita un cuerpo
de extrañas costumbres,
vengan, corran, procréense en mí, corrompan y desquicien
las serpientes que mordisquean esta lengua,
denles de comer,
sacien su hambruna, rasguen sus bocas
que lo colosal de la historia aún dormita,
dormita en el cuarto contiguo al mío,
donde en esta desnudez me hallo prisionera,
y estas cuatro cuerdas aún recuerdan
que no todo está dicho.
Soy el obtusángulo,
insecto repto pensante, de un cuerpo tiempo
un cien pies ciego,