DOMADOR DE SUEÑO

Alfredo Gaete Briseño


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PRIMERA EDICIÓN

Marzo 2015

Editado por Aguja Literaria

Valdepeñas 752

Las Condes - Santiago - Chile

Fono fijo: +56 227896753

E-Mail: agujaliteraria@gmail.com

Sitio web: www.agujaliteraria.com

Página facebook: Aguja Literaria

ISBN: 978-956-6039-00-6

DERECHOS RESERVADOS

Nº inscripción: 160.441

Alfredo Gaete Briseño

Domador de Sueños

Queda rigurosamente prohibida sin la autorización escrita del autor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático

TAPAS

Pintura: Alfredo Gaete Briseño

Diseño: Josefina Gaete Silva


He aquí una historia dirigida a quienes no quieren olvidar que una vez fueron niños y, dispuestos a hacer todo lo necesario para convertir sus sueños en realidad, desean acceder a los confines de la paz interior.


Os deseo que viváis la vida

en su máxima dimensión


AGRADECIMIENTOS

Agradezco a mi mujer, Carmen Gloria Silva, por sus sólidos comentarios respecto a los contenidos de esta obra, los cuales me condujeron a introducir importantes cambios.

Agradezco, también, a la escritora Alicia Medina Flores, quien dedicó parte de su tiempo para leerla y releerla, entregándome sugerencias que me ayudaron a enriquecerla considerablemente.

Agradezco, además, a quienes en diversas oportunidades compartieron conmigo la temática de las próximas páginas.

 

CAPÍTULO 1

CÓMO GOBERNABAN ÉL-YO Y ÉL-EGO


El lejano reino de Corporal estaba enclavado en un fértil valle rodeado de pronunciadas laderas.
Sobre la cima más alta del cerro Lamente se alzaba, protegido por las inexpugnables rocas, el castillo del rey Él-Yo. Coronado por imponentes torres, sus vigías se encontraban acompañados por atentos arqueros dispuestos a disparar a quien osara acercarse.
Los pacíficos corporalinos hacían un arduo trabajo para mantener a sus familias y a la vez cumplir debidamente con la obligación de contribuir al financiamiento del reino. Según la creencia popular, las tierras provenían de herencia divina y el monarca era su celador. Así, quien atentara contra él, lo hacía también contra Dios. Y esto lo entendía bien el ejército de la corona, defensor incondicional de sus imperativas leyes. Por tanto, la palabra de Su Majestad era ley y su acción justicia, con plenos poderes para decidir sobre la vida de los ciudadanos.
Sin embargo, el gobierno tenía una peculiar estructura: el rey había delegado la dirección y las decisiones políticas en su primer ministro, Él-Ego, quien convencido de que su principal obligación era liberarle de las responsabilidades propias del ejercicio de gobernar para que utilizara todo su tiempo en actividades placenteras, hacía lo que estuviera a su alcance para no involucrarlo y al mismo tiempo mantener su confianza.
Pero este fiel servidor, quien parecía gozar de poderes plenipotenciarios, carecía del derecho a castigar, ya que siendo el monarca el elegido para velar por las pertenencias del Creador, por tradición dicha prerrogativa era indelegable. Solo él podía decidir el destino de cada súbdito, así como el Ser Supremo lo hacía con respecto a su espíritu.
El poder de Él-Ego, entonces, se cimentaba sobre las amenazas con que recorría las calles amedrentando a los ciudadanos, amparado en la severa justicia de Él-Yo, haciéndoles creer que en su representación podía aplicar penas terribles, como la decapitación, por ejemplo, ante cualquier conducta que él considerara subversiva contra la corona. Así, había logrado transformarse en un tipo intocable, cuya sola presencia producía terror. Para dar mayor consistencia a su engaño, dictó leyes que sancionaban de sediciosa cualquier actividad que pudiera interpretarse como atentatoria a su gestión. Entonces su poder pareció ilimitado y su arrogancia invadió siniestramente la vida de los corporalinos, la cual decayó al punto de perder de vista que su existencia tuviera algún sentido más allá de asegurar el bienestar del rey y su corte.
Convencidos de que el monarca estaba dispuesto a secundar sin reservas a su primer ministro, le obedecían sin restricciones, y los chismes referidos a su poder y crueldad corrían por las calles como agua por el lecho de un río. Se contaba, por ejemplo, que una vez un grupo de ciudadanos cansados de tanto abuso, en un acto de rebeldía, había alzado la voz para pedir a Su Majestad que supervisara como se debía las correrías del primer ministro.
―¡Pero qué desparpajo juzgarme a mí, que soy su rey! ―Habría dicho enfurecido, y considerando aquel acto de desconfianza una vil e imperdonable blasfemia, los envió al cadalso para ser degollados.
Y como nadie quería perder su cabeza, era impensable que alguien tuviera la osadía de reclamar, cuestionar o hacer preguntas. Se pensaba que cualquier agitación, incluso la más mínima inquietud que conllevara una crítica respecto a la forma de gobernar, sería catalogada como capciosa y tendría consecuencias trágicas para quien estuviera involucrado.
Así, se creía que las cosas andaban según lo exigía el Ser Supremo: el monarca cumplía su voluntad, el primer ministro era leal a las órdenes de Su Majestad, y el pueblo acataba, haciendo un gran esfuerzo para mostrar buena disposición.
Los pacíficos habitantes de los reinos vecinos, por su parte, aunque realizaban tareas productivas similares, aprendieron a no inmiscuirse con los de Corporal, lo que hacía más penosa aún la vida de sus habitantes. Las amenazas de Él-Ego eran tan ruidosas y desproporcionadas, que tenían pánico de sufrir los tormentos de una guerra que pudiera declararles aquel demente. Mientras no mostrara ambición expansionista, había que dejarlo en paz.
Creyéndose dueño de la verdad, el primer ministro se convirtió en un ser inflexible, presa de sí mismo, repleto de temores que los demás ignoraban y él mismo no comprendía, aislado, incapaz de admitir su triste realidad, cada vez más convencido de que sembrar el terror era el único camino para controlar y ser respetado.
Ocultaba a Él-Yo todo aquello que lo pudiera intranquilizar, orgulloso de la maestría con que lo manipulaba para mantenerlo entretenido, sin medir el costo que ello significaba para la totalidad del reino. El monarca, por su parte, cada vez más indolente ante sus obligaciones, solo pensaba en dar rienda suelta a sus placeres.
El primer ministro era un hombre de figura larga y atlética. Usaba barbilla en punta igual a la de Su Majestad, quien estaba gustoso de que lo imitara. Y a ojos del pueblo, significaba una mayor proximidad entre ambos, muy útil para las pretensiones de Él-Ego. A esto se sumaba su vasto conocimiento respecto a lo que ocurría en el territorio, incluidos los sucesos más intrascendentes, lo cual les inclinaba a creer que tenía un conjuro con magos malignos y hechiceros. Era como si además de los ojos en la cara, poseyera otros en la cintura, la espalda y los pies. Incluso se corría la voz de que los tenía en las ramas de los árboles y en las laderas de los cerros. Él decía que eran los ojos del Ser Supremo, pero que el pueblo creyera lo que quisiera.
Él-Yo, por su parte, satisfecho con el trabajo de su fiel súbdito, podía dedicarse a comer con glotonería, vivir a destajo sus lujurias, y gozar traspasando todos los extremos.
―Hay que proteger el patrimonio de la Patria ―advertía el primer ministro con su convincente vozarrón―. Vosotros, sus súbditos, usufructuáis de las tierras para construir casas donde cobijaros en lugar de vivir en mugrientas cuevas; podéis criar animales para proveeros de abrigo y alimento; hacéis vuestras plantaciones; estáis autorizados para recoger carbón y leña... Lo menos que podéis hacer es aportar a la corona un porcentaje de vuestras ganancias, pues ella os protege día y noche del enemigo. Es vuestra obligación. Una obligación sagrada. Y debéis dar una cantidad grande que demuestre vuestra generosidad y agradecimiento, y hacedlo con amor. Quejaros sería una gran deslealtad a vuestro rey y un pecado mortal contra Dios, pues él os ha provisto de Su Majestad y de la Patria..
Él-Yo aplaudía cada vez que lo escuchaba, reforzando la confianza que le tenía, con lo cual fortalecía el despliegue de sus amenazas.
―Gracias, Su Majestad… ―Él-Ego reforzaba sus palabras con una serie de elegantes reverencias que producían gran complacencia en el rey―. Pero vos sois el inteligente. Yo simplemente cumplo con los designios que Dios nos entrega a través vuestro. Vos sois el iluminado por él. Yo, simplemente, un súbdito privilegiado por vuestra magna generosidad. Y el pueblo así lo entiende, por eso adora al Ser Supremo y a vos os ama, respeta y obedece sin condiciones. Y a mí, solo me corresponde ser vuestro delegado para hacer cumplir las leyes que todos ellos, agradecidos hacia vos, tanto quieren y respetan.

CAPÍTULO 12

LOS SIETE MAGOS Y EL REY


El rey, esta vez, no se encontraba en el agua. Tampoco estaba borracho. Pero sí, se le veía muy triste. Tirado sobre su cama, parecía que estuviera enfermo.
–¿Qué os pasa, Su Majestad, que os encontráis en este estado? 
–…
– ¿Estáis enfermo?
–Me encuentro aburrido, Ministro… y muy solo.
–¿Y vuestras cortesanas? ¿Cómo es posible que os hayan abandonado? ¡Yo me encargaré, y de inmediato!
–¡No, dejadlas en paz! No han sido ellas. Hoy por la mañana, he descubierto que ya no me causa placer su presencia. Necesito de algo más emocionante. Debéis discurrir, para yo seguir entreteniéndome.
–Sí, Majestad, como digáis… Y tengo la solución para lo que me solicitáis.
–Bien, bien, así me gusta, vos siempre tan oportuno. ¿Y me diréis de qué se trata? Porque no aguanto la curiosidad.
–Han llegado del pueblo, a visitaros, siete magos.
–¿Qué decís?
–Creo que debierais levantaros y prepararos para recibirles como corresponde a un rey de vuestra categoría. –El primer ministro hizo una venia y abandonó la habitación. No demoraron en aparecer dos doncellas cargando llamativos ropajes, incluida una pesada corona de oro enriquecida con enormes piedras preciosas.
Ya sentado en su amplio trono en el salón de recepciones principal del castillo, los siete magos fueron invitados por Él-Ego a entrar.
Luego de hacer al unísono la acostumbrada reverencia, el anciano se adelantó quedando ante el rey. Volvió a inclinarse.
–Majestad, mi nombre es Rés-Piracion y te traigo un regalo. Pide un deseo, y se te concederá de inmediato.
El monarca intentó pensar en algo, pero no se le ocurrió más que guardar silencio.
–Anda, Señor, pide un deseo, el que quieras.
–El rey, ojeroso, observaba al anciano. Su triste mirada acusaba el desasosiego que le producía su penosa desidia.
El domador de sueños, que se había relegado a una línea tras los magos, sabiendo que el rey no estaba en condiciones de relacionarse con los sueños, se acercó hasta quedar junto al frágil hombre y repitió la acostumbrada reverencia.
–Mi Señor, hemos traído hasta aquí, especialmente para ti, un entretenido juego… ¿Queréis jugar con nosotros?
El rey hizo un desganado movimiento de cabeza afirmativo.
Uno a uno, los magos se acercaron al rey. Luego de inclinarse, se ubicaron junto a Rés-Piracion.
–Majestad, yo soy Piér-Na, y deseo iniciar el juego.
El rey alzó la mano con la palma vuelta hacia arriba, para indicar que estaba dispuesto a oírla.
–Para correr con nuestros propios pies, no necesitamos subirnos arriba de los empeines de los demás. Hacerlo, sería muy poco provechoso.
El rey, aunque extrañado por el tenor de la intervención, reconoció que en aquellas palabras había cierta picardía y arqueó un poco los labios.
Cóns-Ciencia tomó el lugar de Piér-Na, hizo la correspondiente reverencia y se presentó.
El monarca se arrellanó en su vistoso sillón.