PAREJA DE REYES

 

 

 

JOSEP MARÍA PONT

 

Diseño de la sobrecubierta: Calderón Estudio

Primera edición: octubre de 2017

Primera edición en e-book: julio de 2019

© José María Pont Viladomiu, 2017

© de la presente edición: Edhasa, 2017

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ISBN: 978-84-350-4710-4

Producido en España

EPÍLOGO

Tres años después de la coronación.

Extraído de la crónica de sucesos de El Universal:

¿LOBO SOLITARIO

O INDIGENTE DESAFORTUNADO?

Ayer, durante una revisión rutinaria, fue encontrado un cadáver sobre el techo del ascensor de un edificio de oficinas en la Gran vía. El avanzado estado de descomposición del cuerpo, del que apenas quedaban los huesos, ha hecho imposible su identificación. Fuentes policiales especulan con la posibilidad de que se tratara de un inmigrante indigente que empujado por el frío se habría refugiado en las tripas del edificio, no siendo capaz de encontrar la salida después. Sin embargo, el hecho de que junto a los huesos fuera hallado un Remington 700 en perfecto estado de conservación y con una bala en la recámara, y que entre los ropajes apareciera una tira de tela similar a las que se utilizan como turbante, sugieren que pudiéramos estar ante el frustrado intento de atentado de un lobo solitario fundamentalista. Pero si así hubiera sido, ¿quién era el objetivo? Indigente desafortunado, o lobo solitario, se llevó consigo su secreto.

En El Universal del mismo día, sección de política nacional:

¿MATERNIDAD SUBROGADA EN LA CASA REAL?

La Casa Real declinó ayer tarde, a través de su portavoz y secretario, don Gaspar de Olleta, hacer declaraciones. La confirmación, publicada en este mismo medio hace unos días, de que el rey consorte Alfredo había superado con éxito los trámites para la adopción de la infanta Aida provocó una inmediata reacción desde las filas de España en Conserva. Isidoro Penas, nuevo secretario general del partido y líder de la oposición en el Parlamento, recordó, al ser interpelado al respecto durante su rueda de prensa quincenal, que la adopción no concede derechos sucesorios en este país, por lo que la nueva hija de los reyes no puede ostentar la Corona del Reino de España, tal como, a su juicio, define claramente el artículo cincuenta y siete en su apartado primero. Fue más lejos con sus declaraciones al afirmar que la maternidad subrogada era el único medio, según su criterio, que aseguraría una sucesión dinástica ajustada al marco constitucional vigente y a la especial sexualidad de los reyes. Presionado por algunos periodistas, insinuó el nombre de Carmina Doppeto, hija de la marquesa de Tárrega y del difunto célebre tenor italiano, como la candidata perfecta que aseguraría la calidad futura del linaje.

Las reacciones desde la coalición de Gobierno no se han hecho esperar. Nos Metemos y Rebaños a la Izquierda emitieron un comunicado conjunto a las pocas horas, por boca de sus representantes en el Gobierno, los copresidentes Zorongo y Belmonte, afirmando que el Gobierno aprobará de inmediato un decreto ley de sucesión por maternidad subrogada y democrática para garantizar que cualquier mujer residente en España, disponga de la nacionalidad o no, y que así lo desee, pueda optar al servicio público ofreciendo su vientre. Anunciaron en el mismo comunicado que, de haber más de una candidata, la elección se realizaría por concurso público televisado. Sin embargo, el tercer copresidente del Gobierno y líder de Socialistas Supervivientes, Hipólito Cercadillo, declaró a su vez que será necesario analizar la cuestión con más detalle y desde todos los puntos de vista. Así, defendió la libertad de elección del rey, el derecho de la ciudadanía de expresar su opinión y de que ésta fuera vinculante; la voluntad política de los partidos de Gobierno y el cumplimiento estricto de las normas constitucionales como los ejes fundamentales sobre los que construir un debate social, franco y abierto a partir del cual será posible establecer unas pautas claras de consenso desde las que se gestarán los pilares de la mejor solución para la sucesión monárquica. Los reporteros presentes resolvieron su desconcierto tan pronto aclaró que había convocado reunión urgente de la Comisión Permanente de Federaciones de Comunidades Autónomas de Socialistas Supervivientes para debatir la cuestión con antelación a la posterior sesión semanal entre presidentes, que, a su vez, emitiría las correspondientes directrices para que el órgano de supervisión de actuaciones presidenciales dictamine la postura única de la coalición. Como el lector recordará, dicho organismo fue creado a raíz de las llamadas trifulcas de la Moncloa, como fórmula para evitar en el futuro la bochornosa actuación de los tres copresidentes cuando solventaron a tortazos la asignación de habitaciones en la casa presidencial.

Por su parte La Casa Real mantenía un discreto silencio al cierre de esta redacción.

PAREJA DE REYES

1

En cuanto el rey se sentó a la mesa, el asistente se apro­ximó despacio, se inclinó con estudiada parsimonia y, solemnemente, le indicó:

–Sus huevos, majestad.

Fernando se sonrió; la fresca trufa blanca rallada sobre aquel par de huevos fritos los transformaba en el manjar real que merecía. Acercó la nariz e inspiró arrobado el intenso aroma.

–¿Dónde está la reina? –preguntó, mirando la silla vacía al frente.

–En viaje oficial, majestad. No se la espera hasta el lunes.

Fernando esbozó una sonrisa que, de no tratarse del rey, bien hubiera podido describirse como lasciva. Miró a su izquierda e inquirió sorprendido:

–¿Y Carlos? Ya debería estar aquí.

–Lo ignoro, su majestad. Hizo saber que no cenaría y se retiró a sus aposentos.

Antes de clavar el tenedor en los huevos se preguntó qué diablos le estaría pasando a Carlitos. De un tiempo a esta parte el chaval solo se dejaba ver en los actos oficiales. Lo notaba raro, y, a menudo, distante. Como buen padre debía ser comprensivo con la adolescencia, pero ¡caray! la del niño se estaba perpetuando. Con treinta y dos años debía ir pensando en engendrar un heredero. Como su único hijo, ésa era su principal misión. Y no faltaban candidatas, podía dar fe, se dijo sonriendo con malicia. Además, un matrimonio real sería una receta muy adecuada para rescatar la popularidad de la institución, tan mermada últimamente. Había llegado el momento de que el chico cumpliera con su cometido y preñara a alguna princesita; mejor europea, reflexionó Fernando asintiendo para sí, eso estrecharía lazos con algún socio comunitario, que buena falta hacía. Tal pensamiento le sugirió otro de repente:

–Llámela y que venga de inmediato –ordenó en tono seco y contundente.

–¿A la reina? –preguntó el mayordomo, extrañado.

–¡Quita, quita!, ¿no me dijo que no volverá hasta el lunes?, ¡confírmelo! Luego llámela a ella..., la otra, ya sabe. Gaspar de Olleta, el secretario, le dará el número.

–Enseguida –respondió el sirviente bajando el tono de voz hasta convertirlo en un leve susurro. Se dio la vuelta y desanduvo el camino hasta desaparecer por la puerta de acceso a cocinas.

Fernando dudaba de las habilidades amatorias de su hijo, y más aún de que fuera capaz de seducir a la consorte adecuada. La culpa era suya por haber permitido que su madre lo criara entre algodones hasta convertirlo en un blando. A la hora de elegir una pareja, las mujeres buscaban seguridad, firmeza y, como sabía por experiencia, manos diestras. ¿Tenía Carlitos algo de eso? Era un chico timorato de los que pedían permiso para copular tras la protección de las sábanas, y al imaginárselo soltó una sonora carcajada. Estaba claro que la primera vez tendría que darle un empujoncito y mostrarle el camino. Regocijado con este pensamiento mojó una gruesa migaja de pan en la yema y la engulló de un bocado. Una explosión de sabor inundó sus papilas gustativas. Chupó con placer el dedo índice impregnado de yema. Cenar a solas tenía ventajas, pensó relamiéndose, y la más apetitosa era dar cuenta del postre especial sin necesidad de desplazarse. Estimulado con la idea, sacó un frasco del bolsillo y extrajo una pastilla azul. Tras un instante de vacilación dejó caer una segunda píldora sobre la mesa. ¡Qué narices!, al fin y al cabo la reina no volvía hasta el lunes. Las cogió con decisión y las tragó, acompañándolas de un largo trago del Chateau d´Yquem del sesenta y dos que le habían servido.

* * *

Al relatar los avatares de la vida de un príncipe las revistas del corazón no podían andar más erradas, se lamentó Carlos angustiado cuando se percató de que la cuerda por la que se descolgaba desde el tercer piso era demasiado corta. Le faltaban al menos un par de metros para llegar al suelo. Trepar de vuelta a la terraza le pareció imposible. Tampoco era plan quedarse ahí colgado como un jamón hasta que algún guardia real lo descubriera y diera la voz de alarma. Si quería conseguirlo no tenía más remedio que dejarse caer. Pero si lo hacía podía lastimarse, advirtió temeroso; no iba a acudir a la cita cojeando o, peor aún, desangrándose. El tiempo pasaba, había que decidirse. Divisó a lo lejos los nerviosos destellos de los faros de un coche estacionado en el linde del jardín de palacio. No iba a esperarlo toda la vida, especuló alterado, ¡había sido tan paciente! No, debía saltar ya o renunciar a su sueño. Lanzarse era hacerlo a una vida repleta de pasión y amor, si bien expuesta a ignotos peligros que lo atormentaban, ¡vaya si lo atormentaban! Pero quedarse sería como escribir una novela sin final, una condena perpetua, aunque segura y tranquila. Le pareció escuchar el ruido de pisadas sobre el pavimento que encintaba las paredes de palacio y se aferró a la cuerda con fuerza. Si no saltaba de inmediato, allí terminaba su ansiada aventura. ¿Qué hacer? Sus manos, rojas y doloridas por el esfuerzo, tomaron la decisión.

* * *

–Su majestad, la invitada ha llegado –anunció el mayordomo en un tono esforzadamente discreto a pesar de que no había nadie más en el comedor.

Fernando asintió, satisfecho. Rebañó los restos de yema y trufa con un trozo de pan, tomó un último trago de su vino favorito y respondió:

–Hágala pasar directamente a mis aposentos y dígale que me reuniré con ella enseguida.

Decidió saborear un poco más esos minutos previos a la cópula, pues imaginar lo que le esperaba podía resultarle casi tan placentero como la misma experiencia. ¡Casi!, matizó al instante con picardía. Era un premio merecido. Y es que nadie, excepto el propio rey, se percataba de la dureza que entraña una profesión sujeta a las estrictas reglas del protocolo, subordinada a una agenda atiborrada de anodinos actos oficiales, y rodeado permanentemente por cuerpos de seguridad que anulan cualquier resquicio de intimidad; le horrorizaba la obligación de sonreír a todas horas aunque las hemorroides no le dieran tregua; el esfuerzo de memorizar interminables discursos, cuyo sentido a duras penas alguien comprendía; el pánico a morir a manos de un terrorista chiflado... Y todo ese padecimiento sólo por ser el primer representante de la nación, lo que no quería decir nada más que ejercer de mero espectador. Porque ¿qué poder ostenta un rey en nuestros días?, se preguntó melancólico. Podía decidir el menú, cruzar una puerta en primer lugar, vivir en Zarzuela y hasta ocupar sin reserva previa el mejor palco en la ópera –¡cómo odiaba la ópera!–; lo demás eran intrascendentes obligaciones protocolarias, disertaciones aderezadas con aburridas moralinas y otras perogrulladas. Aunque no lo pareciera, el suyo era un trabajo tedioso y muy poco remunerado, considerando los riesgos que corría. Merecía compensaciones, y la que se había asignado aquella noche cumplía enteramente con sus expectativas. Recreando en su mente posturas imposibles sintió cómo el aroma del sudor de los cuerpos y del sexo humedecido inundaba sus fosas nasales. Se excitó. Saciado el estómago, era el momento de concentrarse en su otro órgano preferido. La doble ración de pastillas empezaba a hacer efecto y el muy ladino llamaba a la bragueta con insistencia, exigiendo espacio. Se levantó y, con rápidas zancadas, abandonó el comedor camino de sus aposentos.

* * *

Carlos aterrizó sobre el pavimento con las rodillas flexionadas, y acto seguido se incorporó ágilmente, al tiempo que se apoyaba en la pared para quedar al abrigo de la oscuridad. Aguzó el oído, atento a cualquier ruido sospechoso, pero sólo percibió los habituales sonidos nocturnos del jardín. Cerró y abrió las manos, entumecidas por la cuerda, y, antes de echar a correr hacia los destellos de los faros que le señalaban el camino a la libertad, miró a todos lados para cerciorarse de que nadie lo observaba. Con cada zancada se acercaba más y más a su sueño, se repetía una y otra vez como si se tratara de un mantra. Cualquier cosa valía con tal de no repasar el rosario de consecuencias que tendría su decisión. Salvó el seto del jardín con un grácil salto y se encaramó al muro de piedra en un suspiro. Desde allí lanzó una fugaz mirada atrás; todo parecía tranquilo. ¡Lo había logrado! Recibió la llamada del motor, que arrancaba, y la portezuela del acompañante se abrió. Carlos voló desde el muro a la calle y de allí al interior del Seat Alhambra versión sedán que, de inmediato, salió a toda velocidad camino de Torrelodones.

* * *

A sus sesenta y siete años el rey Fernando habría disfrutado de una figura envidiable si una barriga prominente y una tremenda papada a juego, mal disimulada por una poblada barba, no hubieran desmerecido su porte real. Aun así, en cuanto se abalanzó sobre su invitada demostró que esas exageradas protuberancias no le suponían impedimento para dar rienda suelta a su implacable fogosidad. Pese a sudar como un condenado, se tumbó boca arriba y ordenó a la mujer que se le subiera encima. Apoyándose sobre las manos, ésta se inclinó ligeramente hasta situarse a pocos centímetros del rostro del rey e inició un rítmico vaivén mientras lo miraba con descaro, moviendo la lengua. El gesto obsceno lo excitó aún más. Esa noche deseaba hacer un buen papel porque, aunque ella no lo sabía, iba a ser la última que compartieran lecho. No porque a estas alturas sintiera algún escrúpulo de conciencia, y mucho menos porque a la chica le faltara talento, lo cierto es que follaba de maravilla, pero sabía por experiencia que el infierno, después de todo, si existía, consistía en frecuentar un mismo paraíso demasiado a menudo. Por lo demás, a partir de los tres primeros meses de pasión una mujer solía atribuirse derechos de propiedad. Y el rey no podía permitirse correr riesgos de esa índole: ante todo se debía a su espíritu aventurero y a su posición. Así que, una vez se hubiera corrido a gusto, esperaría a que la chica se fumara un pitillo tranquilamente y, entonces, daría fin al agitado romance con las consabidas, muy sentidas y habituales frases. ¡Quedaba tanto por explorar!

* * *

El Seat Alhambra versión sedán se detuvo ante la entrada principal del casino de Torrelodones. Carlos había dispuesto del tiempo justo para darse unos ligeros toques que completó echando mano del colorete. Era esencial pasar desapercibido si quería culminar con éxito su escapada. El portero abrió la puerta del coche para que saliera, pero él no se movió y, dejándose llevar por un acto reflejo, se aferró al freno de mano. Una vez más los malditos interrogantes aguijonearon su conciencia como avispas enfurecidas. Si permanecía sentado en ese coche todo regresaría a la segura y protectora rutina de la Zarzuela. Era fácil, sólo debía cerrar los ojos –Carlos los cerró–, y esperar a que el portero cerrara a su vez la portezuela –y esperó–. Su acto no tendría consecuencias y soportaría resignado la condena a una nostalgia infinita. Los grilletes de la duda lo sujetaban al asiento del coche cuando oyó que lo llamaban con una voz muy dulce.

–¡Carlos!

El príncipe dirigió a su acompañante una mirada cariñosa para disimular el pánico que sentía.

–¡Carlos, reacciona, nos están esperando! –repitió la misma voz, ahora con manifiesta ansiedad.

Le asaltó el recuerdo del rostro airado y encendido de su padre cuando se le contradecía; pensó en la conmoción que iba a causar a su madre. Se maldijo por ser quien era y más aún por esa repentina cobardía que lo bloqueaba y le pintaba con negros colores las terribles repercusiones de su acción. Por mucho que se lo propusiera un príncipe no era un hombre libre. El rostro suave del que salía aquella voz dulce se le acercó al oído y le dijo en forma de susurro:

–Cariño, está todo listo. Sólo faltan los novios..., se supone que somos nosotros.

Recibió la ironía como una bofetada en el rostro. Sí, ellos eran los novios..., pero ¿estaba preparado para semejante salto al vacío? No soy un hombre libre, no soy un hombre libre, se repetía una y otra vez excusando su indecisión. Notó un beso en la mejilla. El suave y cálido roce de esos labios carnosos le erizó el vello de la nuca. Fue como tomarse un Red Bull de un trago. No podía cambiar el hecho de ser quien era, se dijo, pero precisamente por esa razón debía dar el paso. Su acto tendría la virtud de ayudar a muchos otros, víctimas como él de las rígidas y crueles conven­ciones de una sociedad hipócrita. Tomó la decisión, una vez más. Salió del vehículo y se dirigió con paso firme hacia la entrada del casino, seguro de que gracias al maquillaje nadie lo reconocería.

* * *

Justo en ese instante el rey enrojecía de placer. La mujer le había buscado las partes íntimas con la boca y ahora se las succionaba alternando presión y suavidad con pericia. Su majestad estaba al borde del éxtasis. ¡Y un cuerno iba a ser ésa la última vez!, se dijo fuera de sí. Esa hembra sabía exprimirlo; y nunca mejor dicho, pensó, desbordado de lujuria. Intentaba alejar su mente del clímax para alargar el placer, pero cada vez le costaba más luchar contra las fuerzas de la física. Estaba a punto de estallar. De pronto, la apartó de un leve empujón, se incorporó de un salto y se quedó de pie junto a la cama. A la mujer no le hizo falta que le dieran explicaciones para comprender los deseos del soberano; sin pensárselo, se puso a cuatro patas y empezó a menear el trasero de un modo insinuante. Él la penetró sin contemplaciones y empezó a moverse, al principio suavemente, pero enseguida aceleró las sacudidas hasta alcanzar un ritmo frenético. En un momento estuvo en la cima, se sentía capaz hasta de echar dos sin sacarla. El rostro sudoroso se le puso de un extraño color violáceo y pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas. De pronto sufrió una súbita opresión en el pecho, y casi al instante se desplomó sobre la alfombra, aturdido, con un insoportable dolor en el brazo izquierdo. La mujer se volvió extrañada, ¿y ahora por qué se detenía? Vio al rey concentrado en un grotesco y convulso baile en el suelo. Qué picarón era Fernando; ahí estaba, proponiéndole una postura nueva. Ante su sorpresa, la mujer vio que los temblores iban decreciendo hasta desaparecer, y que el rostro del soberano palidecía de golpe. Esperó sin saber qué hacer. Soltó una risita nerviosa, golpeó tímidamente el cuerpo inerte con el pie y dijo con el tono más lascivo del que fue capaz:

–¡Anda, papito! No lo entiendo, dime qué quieres que haga.

Desconcertada por la falta de respuesta, la mujer hizo de tripas corazón, se arrodilló y se introdujo en la boca el miembro aun rígido del monarca. Lo notó extrañamente templado, casi frío, por lo que decidió esmerarse y succionó con más intensidad. Hubo una última convulsión. Después, nada.

2

El consejo se alargaba más de lo habitual y algunos ministros revolvían sus papeles sobre la mesa con la mirada ansiosa, como demostrando así, ostentosamente, que el fin de semana había empezado. Pero Alonso Quijano, presidente del Gobierno y líder de España en Conserva, fingía no advertirlo. Por primera vez en muchos meses veía un rayo de esperanza en la lúgubre oscuridad de su mandato. Los venezolanos parecían no hartarse de echar cizaña entre sus vecinos con ocasión de la inminente cumbre iberoamericana de jefes de Estado. En los últimos tiempos esos déspotas habían puesto de moda las nacionalizaciones de empresas españolas en el continente, y sus constantes ataques al Gobierno no hacían sino animar a los regímenes populistas de su entorno para perpetrar el expolio contra la Madre Patria. Tenía suficientes quebraderos de cabeza con los socios europeos como para que encima los parientes americanos metieran la mano en el bolsillo a los españoles. Necesitaba un golpe de efecto. Y el encargado de proporcionárselo sería el príncipe, que iba a estrenarse como representante en funciones del Estado español. Quijano sabía que el boato de la monarquía gozaba de un enorme prestigio al otro lado del charco (sólo había que ver los extravagantes trajes, las fajas multicolores y las medallas de premio de feria con que se engalanaban esos presidentes de república bananera cuando viajaban en visita oficial). Carlos era un muchacho bien parecido, al menos eso decían las mujeres. Y se había convertido en una estrella de las revistas de sociedad, el más influyente medio de comunicación en Latinoamérica. A diferencia de los vástagos de otras casas reales sacaba un gran rédito de la exquisita educación que había recibido; siempre se mostraba prudente en los discursos, no se le conocían vicios y los representantes de las Fuerzas Armadas no podían menos que admirar el elegante porte del príncipe cuando vestía el uniforme de gala en las ocasiones solemnes. Sin duda, en la cumbre el príncipe Carlos cumpliría a la perfección un doble cometido: recuperar la simpatía del pueblo iberoamericano para con España y ser el foco de atención. Eso le permitiría a él, Alonso Quijano, trabajar en la sombra, que era lo que mejor hacía. Un sonoro bostezo del ministro de Agricultura le devolvió a la reunión.

–Bien, está decidido: el príncipe Carlos encabezará la delegación española dentro de dos semanas –sentenció Alonso Quijano–. Si no hay más asuntos que tratar, levantamos la sesión.

Como si hubieran oído que se había declarado un incendio, los asistentes se sacudieron la modorra de golpe, tomaron sus carteras ministeriales y se lanzaron hacia la puerta, propinándose algún que otro empujón por el camino. Pero qué motivados estaban por ponerse manos a la obra, pensó Quijano, satisfecho. Sin duda sabía escoger a sus colaboradores, se felicitó con su característica inmodestia. Y la última decisión era también un acierto. Mientras el príncipe acaparaba toda la atención de la cumbre, él podría concentrarse en recuperar posiciones, estrechar alianzas y cerrar contratos para las empresas españolas. Algún beneficio electoral sacaría de todo eso, y de paso engordaría al cerdito, que entre la dichosa crisis y los gastos del divorcio se estaba quedando en los huesos. La cumbre iberoamericana de ese año señalaría el renacer de la economía española... y de la de Alonso Quijano. Era una verdadera suerte poder contar con Carlos, un príncipe apuesto, sobrio, al que le venía que ni pintada la misión que había previsto para él... ¿Seguro? Quijano reconsideró el asunto. De pronto cayó en la cuenta de que todo lo que sabía del muchacho lo había sacado de las revistas de cotilleos. No recordaba haber mantenido una conversación con él más allá de los protocolarios saludos que intercambiaban en los actos oficiales. Por un instante se quedó sin sangre en las venas. ¿Estaría su alteza real el príncipe a la altura de las expectativas que había depositado en él?

* * *

Cuando unos meses atrás habían leído que la página web del casino de Torrelodones recomendaba el ostentoso salón Mandalay para celebrar enlaces nupciales, lo habían escogido sin pestañear, pero ahora, en cuanto puso un pie en él, Carlos descubrió su error. La capacidad del salón para trescientas personas sentadas era a todas luces excesiva para los cuatro gatos que asistían a la ceremonia: el concejal oficiante, los dos testigos proporcionados por el ayuntamiento y los novios. Pese a la profusión de flores blancas, el suelo sembrado de pétalos de innumerables colores y las serpentinas que flameaban en el techo, la sala se le antojó desangelada. Siempre había imaginado que se casaría al aire libre, en los jardines de la Zarzuela; como Dios manda, que decía su madre. Se había visto avanzando por una larga alfombra roja dispuesta sobre un tupido y verde césped hasta el altar. Seguramente su padre, el rey, le habría insistido para que vistiera el uniforme de gala de gran almirante de la Armada, aunque al final él habría optado por un sencillo chaqué gris marengo, con una americana buff, camisa blanca de cuello italiano y puño doble cerrado con los gemelos que había heredado de su bisabuelo. La corbata habría sido ancha, de seda roja y con el nudo Windsor bien ajustado al cuello. Los zapatos negros, de puntera redonda tipo Oxford y haciendo juego con el clásico pantalón a rayas. ¡Sí!, vestido así hubiese resultado el novio perfecto. Pero los deseos rara vez se cumplen y en lugar de ese elegante atuendo iba a casarse con el viejo jersey azul Klein de cuello alto, los tejanos, que le habían parecido el atuendo más adecuado para descolgarse desde la terraza, y las zapatillas deportivas, por si se veía obligado a correr. Pensó en su madre y se le escapó una lágrima; la pobre iba a perderse el «Sí, quiero». ¡Habían soñado juntos tantas veces con aquel instante! Esperaba que al menos comprendiera su decisión; se casaba por amor, no existía razón más pura.

–¡Venga! Acérquense al atril, que llevamos retraso –les apremió el concejal de Cultura y Actividades Sociales de Torrelodones, interrumpiendo las cavilaciones de Carlos.

Su tono había sido seco, casi grosero. Miró molesto su reloj e insistió:

–Dense prisa, que me están esperando. Tengo otra ceremonia que celebrar y ya estoy llegando tarde.

Ante tamaña descortesía, Carlos se habría echado a llorar sin remedio de no haber notado la mano de su pareja estrechándole la suya y alentándolo a avanzar. Desde ese instante el acto se desarrolló con rapidez. El concejal se saltó los preámbulos para acelerar la liturgia y fue al grano: tras el rutinario recitado de los derechos y obligaciones que contraían, firmaron el formulario y entonces les leyó una nota de la Agencia Tributaria en la que se les felicitaba por su nueva situación civil, recordándoles que si lo deseaban podían optar por la modalidad conjunta en su siguiente declaración de la renta, siempre y cuando, claro está, prorratearan los días que habían permanecido solteros durante el año fiscal en curso.

–Y con esto quedan cumplimentados los trámites –anunció el concejal oficiante en un tono que sonó zumbón.

A continuación despidió a los testigos, recogió la documentación y la guardó en su cartera Louis Vuitton, un valioso recuerdo de su brillante etapa al frente de la concejalía de Urbanismo. Ahora estaba en Cultura y Actividades Sociales, donde, por desgracia, resultaba imposible obtener prebendas, se lamentó. Si quería prosperar debía recuperar puestos en la lista para las próximas elecciones municipales. Alzó la mirada y observó a los comparecientes, que se habían quedado pasmados, como esperando no se sabía qué. Debía reconocer, después de todo, que la cosa no había resultado tan embarazosa como se había temido. La clave había sido la rapidez. Los asuntos desagradables, cuanto antes te los quitas de encima, mucho mejor. Pero ¿a qué esperaba ese par para largarse? No iba a darles un premio a la rareza, si era eso lo que pretendían. Agarró la cartera e hizo ademán de marcharse; en un par de horas se olvidaría del engorroso asunto y sería como si nunca hubiera ocurrido. ¿O no? De pronto le sonaron todas las alarmas. Las directrices del partido eran muy claras con respecto a determinadas sensibilidades. Si los gerifaltes se enteraban de la desidia con que había casado a esos dos iba apañado. Faltaba poco para que se decidieran las dichosas listas, y sus enemigos en el partido, es decir, aquellos que aspiraban a un cargo, o sea, todos los afiliados, siempre estaban buscando cualquier excusa para pasarle por encima. Ahora se arrepentía de su actitud fría, distante y hasta provocadora de unos minutos antes. Armándose de valor, puso de nuevo la cartera sobre el atril, esbozó la sonrisa forzada que ensayaba para las campañas y, suavizando el tono en lo posible, exclamó con entusiasmo:

–Pero ¡qué despiste el mío! Me estaba dejando lo más importante... ¡La ceremonia ha terminado! Puede besar a... –se interrumpió, incapaz de disimular su desconcierto. Se había lanzado a hablar sin pensar lo que iba a decir. ¿A cuál de los dos debía dirigirse? Carraspeó, tragó saliva y, con voz entrecortada, continuó–: Disculpen, tengo poca experiencia en este tipo de matrimonios. ¿Ustedes se besan? Claro que sí, qué tontería. Pero ¿qué debería decir? Puede besar a la... ¿novia? ¿O debería llamarlo también novio? Quiero decir, ¿qué son y quién es qué? ¿Dos novios, una novia y un novio? ¿Un novio y una novia? –insistió, pasando la mirada de uno al otro, consternado– ¿Quizá dos novias? Es que yo... Si me cae otra ceremonia como ésta debería saber... –balbuceó, mientras se secaba el sudor de la frente con el pañuelo de Loewe, grato recuerdo de una de aquellas memorables reclasificaciones de terrenos que lo habían hecho tan popular en el sector de los promotores–. Aclárenmelo, por favor, ¿qué se supone que uno debe decir en estos casos?

* * *

A las diez y media de la noche Alonso Quijano salía discretamente de la Moncloa cuando le comunicaron la triste noticia. Miró el reloj, contrariado; qué cenizos, ¿no podían haber esperado a la mañana siguiente?

–¿A casa de la señorita Amparo Brillas, señor presidente? –preguntó solícito el chófer.

–No, Eladio, va a ser que no. Diríjase a la Zarzuela. Y deprisa. Me acaban de informar de que el rey ha muerto repentinamente. ¡Adiós fin de semana! –suspiró.

No le pareció que sus palabras causaran impresión alguna en el chófer y guardaespaldas; en cambio, él no salía de su asombro. Ahora que parecía que las cosas se enderezaban, iba el rey y se moría. Sin avisar, pasándose por el forro la agenda política, a dos semanas escasas de la importantísima cumbre iberoamericana..., ¿cómo se podía ser tan irresponsable? Esos monarcas malcriados, acostumbrados a hacer lo que les pasaba por los cojones, ¡siempre la diñaban en el momento más inoportuno! ¡Había que fastidiarse! La cita con Amparo tendría que esperar. Estaba hasta la coronilla de fornicar en cuartos de baño e incómodos sofás de despacho. Para una vez que se proponía hacer las cosas en el sitio adecuado, el rey la palmaba y les aguaba la fiesta. El país era un circo donde hasta los enanos crecían, se dijo con fastidio. Pero la sagrada institución monárquica era prioritaria y debía resignarse. La voz vibrante de Rafaella Carrá cantando «Hay que venir al sur» invadió el interior del coche. Enfurecido, toqueteó el teléfono; el jodido de Alonsito había vuelto a hacer de las suyas, ¡maldito niño! ¿Cómo narices se cambiaba el puñetero sonido? Tecleó a ciegas y en vano hasta que descolgó sin querer y oyó la voz de Isidoro Penas, el ministro de Interior:

–He localizado a la reina, viene de camino. Le envié el Falcon, debe de estar a punto de aterrizar.

–¿Aterrizar? ¡Pero si con el Falcon es casi imposible! Os lo tengo dicho, ese avión es un ataúd volante y sólo hay que prestarlo a la oposición. ¡Como perdamos a la reina en un accidente aéreo te frío en salsa verde!

–No te agobies, Alonso; se le hizo una revisión y se cambiaron todos los asientos. Me ocupé personalmente la semana pasada por si lo necesitábamos para la visita a Canarias, antes de nuestro próximo viaje a la cumbre iberoamericana.

Alonso Quijano pensó que si su ministro de Interior se había ocupado «personalmente» el peligro era aún mayor. No dijo nada más, colgó el teléfono y se encomendó a San Expedito. Los años que llevaba al frente del Gobierno le habían enseñado que cuando las cosas empezaban a ir mal solían ponerse peor.

* * *

Carlos y Alfredo se miraron desconcertados: ¿qué le pasaba a ese tío? Tras haberlos tratado como un trapo sucio durante la ceremonia, de pronto se ponía a formularles preguntas tontas y sin ninguna gracia pretendiendo hacerse el simpático. El concejal escrutaba la sala por si aparecía algún mando local para controlar, listo para reprenderlo por su falta de empatía con los contrayentes y, de paso, colocar a algún pariente por encima de él en las listas para las municipales. Pero ¿qué esperaban? Dijera lo que dijese el partido, para él los matrimonios entre hombres eran una abominación. Una cosa era defender ciertas perversiones para conseguir votos, y otra bien distinta enfrentarse a ellas. Sin embargo, escalar en las listas electorales exigía sacrificios, y él estaba dispuesto a hacer lo que fuera por conseguirlo.

–Compréndanlo, es mi primera vez –imploró, hecho un manojo de nervios.

Enseguida se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Él se había referido sólo al propio oficio, al enlace, pero había sonado como si contara con participar en la orgía que a buen seguro habrían organizado para después. ¿De qué otro modo celebrarían esos degenerados las ocasiones señaladas?, se dijo, pues intuía que todos los homosexuales eran promiscuos y viciosos por naturaleza. Así que rápidamente se corrigió con el tono más serio del que fue capaz:

–Por favor, señores..., ¿es correcto decir sólo señores? –preguntó atribulado–. ¡No me interpreten mal! Me refería a que es la primera vez que asisto al enlace de personas del mismo sexo. Matrimonios normales he celebrado muchos, ¡se lo aseguro! De hecho ahora mismo tengo uno, y ya llego tarde.

Había hablado con tal vehemencia que temió que pareciera que les reprochaba su condición de degenerados. Pero qué culpa tenía él si lo eran, pensó, ¡vaya si lo eran! ¿Cómo no se daba cuenta el partido? Tenía que marcharse de una vez, pues cuanto más hablaba más lo estropeaba todo. Si en la secretaría regional se enteraban del incidente, podía dar por finiquitada su carrera política. Aun así logró sobreponerse a su repugnancia y añadió con fingida convicción:

–Y que conste que en mi opinión todo el mundo es libre de hacer lo que quiera con su cuerpo. Se lo digo muy en serio.

Carlos y Alfredo se miraron y sonrieron con resignación. Por mucho que se promulgaran leyes para regular su condición pasarían muchos años hasta que tipejos como aquél los aceptaran como una realidad normal y cotidiana. Una vez más se confirmaba que vivían en un país supuestamente avanzado que, en realidad, andaba muy retrasado, pensó Carlos melancólico. Pero el concejal no había terminado:

–Sepan que en el partido nos tomamos muy en serio su situación –insistió.

Lo que faltaba, ahora los definía como «situación», reflexionó Carlos, disgustado, como si fueran algo atípico o insólito. No eran más que una pareja que había decidido compartir su vida, ¿qué tenía de extraño? El concejal detectó su turbación. La cosa se le estaba yendo de las manos. No conseguía transmitir la convicción necesaria; debía dar un giro a su actitud. Tragó saliva, apartó el protector atril, avanzó dos pasos y, echándose en sus brazos, exclamó:

–¡Mis más sinceras felicitaciones! Ya son ustedes marido y... y... y... ¡lo que sea que se llamen en su... situación!

A Carlos y Alfredo esa espontánea muestra de cordialidad los pilló desprevenidos, pero enseguida reaccionaron, le dieron un abrazo y plantaron sendos besos en las mejillas al concejal, que los encajó con sordo sufrimiento. Aun así, ese gesto fue un acto liberador para los tres. Sintiéndose al fin congraciado con ellos se vio escalando hasta los primeros puestos de la lista electoral. Ojalá en el partido se enteraran de lo bien que había tratado al par de mariquitas. Por su parte, los novios pudieron dar rienda suelta a su emoción y mostrar públicamente lo mucho que se amaban. Alfredo agarró a Carlos por las caderas para atraerlo hacia sí, le acarició con una mano el culito respingón, y los dos se fundieron en un largo y apasionado beso; sus lenguas se entrecruzaron con delicadeza al principio, luego con falsa agresividad, peleando por invadir la boca del otro. A continuación se separaron muy lentamente, sin dejar de mirarse a los ojos ni dejar de cogerse de las manos, y, de pronto, estallaron en ruidosas carcajadas. Se sentían exultantes por el paso que acababan de dar y sobreexcitados por la tensión acumulada durante las últimas semanas. El concejal se unió a las risas para disimular la mueca de asco que contraía sus facciones. Ahora que había logrado su objetivo, se apresuró a buscar la cartera Louis Vuitton para salir escopetado. Se disponía a despedirse cuando súbitamente cambió de opinión y se acercó a la pareja de nuevo. Miró a derecha e izquierda para comprobar que nadie pudiera oírle y bajando la voz susurró la pregunta que le había dado vueltas en la cabeza desde que los viera entrar por la puerta:

–Díganme una cosa, y por favor, no me tomen por un ignorante, o peor aún, por un cotilla entrometido, ¡nada más lejos de mi intención! Es que me gustaría saber qué hacen... Quiero decir... cuando... –La inquisitiva mirada que le dirigieron Carlos y Alfredo le obligó a ser más explícito–. A ver, cómo se lo digo... Cuando los dos están solos, en la intimidad, y se ponen a hacer las cosas que hacen cuando están solos... Porque supongo que cuando hacen esas cosas están solos, ya me entienden... Bueno, quizá no siempre están solos, pero entienden a lo que me refiero, ¿no? La cuestión es: ¿siempre da el mismo y el otro recibe o van cambiando el papel sobre la marcha? Porque si es así el asunto debe de ser complicado de cojones, ¿no?

3

La noticia corría a toda pastilla por los intrincados conductos extraoficiales del poder. En cuanto el ministro del Interior lo informó sotto voce del repentino fallecimiento del monarca, Hipólito Cercadillo, secretario general de Socialistas Supervivientes, llamó al director de El Universal, Pedro J. Diosdado, y le contó la noticia a condición de que la mantuviera en el más absoluto secreto hasta que fuera oficialmente anunciada. Diosdado tardó apenas unos segundos en comunicar el real deceso a Moisés Belmonte, el rostro y la voz de Nos Metemos, un partido de corte asambleario que prometía arrasar en las próximas elecciones generales. Después llamó a Remigio Zorongo, de Rebaños a la Izquierda, agrupación política que, a fuerza de pactos, había logrado aglutinar a comunistas tradicionales, estalinistas renovados, socialistas auténticos, eurocomunistas, entidades feministas, grupos ecologistas de izquierda, maoístas del siglo XXI, asociaciones de veganos, animalistas, y otros grupos radicales de más difícil encasillamiento. Como Moisés y Remigio eran convencidos republicanos, Pedro J. Diosdado esperaba que proporcionaran a su periódico portadas provocadoras. A su vez, Moisés Belmonte habló con César Colombo, el líder de Izquierda, Derecha o Viceversa, otro nuevo partido con el que se disputaba los votos de la ingente masa indignada con la corrupción política e institucional del momento (lo había llamado para asegurarse de que él se había enterado de la noticia antes que Colombo). A continuación César Colombo que, pese a ser un firme defensor de la unidad de la nación, presumía de mantener con los partidos nacionalistas un diálogo franco, sincero y abierto, comunicó la noticia a los representantes vascos, gallegos, canarios y catalanes y, una vez más, les reiteró su actitud conciliadora y tolerante. La cuestión es que para cuando Alonso Quijano llegó a la Zarzuela, media España conocía la noticia y se lo estaba contando a la otra media. Una marabunta de periodistas y curiosos sitiaba el palacio.

–No se detenga, Eladio, acelere –apremió Alonso Quijano a su chófer, que sorteaba hábilmente a la muchedumbre en dirección a las puertas del jardín–. Cuando descubra al chivato lo voy a freír en salsa verde. ¡Y con doble ración de ajo! –recalcó indignado.

* * *

Unos minutos antes la reina había llegado a palacio sin aliento y se había precipitado a los aposentos de su hijo. Supuso que Carlos estaba durmiendo plácidamente y no se había enterado de nada. ¿Cómo iba a darle la trágica noticia?, se preguntó con el corazón en un puño. No era más que un niño. ¡Y quería tanto a su padre! También ella había amado a su marido, a pesar de sus evidentes y continuas infidelidades, a las que había terminado por acostumbrarse. En su fuero interno lo justificaba, porque ¿cómo podía impedir que un rey se comportara como tal? Con el tiempo había comprendido que el amor era algo distinto del sexo y que ambos no siempre iban de la mano... Aun así echaría de menos esas noches cada vez más raras en que él se colaba en su dormitorio, se metía en su cama y... Una explosión de llanto la sacudió de pies a cabeza. Se enjugó las lágrimas con el pañuelo, esbozó una sonrisa tensa y golpeó suavemente la puerta de la habitación. Si lo despertaba con delicadeza y no lo perturbaba demasiado quizás el niño sería capaz de afrontar la tragedia con serenidad. No hubo respuesta. Llamó de nuevo, esta vez más fuerte. El silencio que reinaba al otro lado la inquietó, pero enseguida recordó la agenda inmisericorde de su hijo y se tranquilizó. El pobre chico estaría reventado; claro que no contestaba, acudía a demasiados actos, Protocolo abusaba de su carácter solícito y voluntarioso. Golpeó con más insistencia y ante la falta de respuesta finalmente empujó la puerta y entró en el dormitorio.

* * *

Alonso Quijano descendió del vehículo oficial y fue recibido por el secretario de la Casa Real y conde de La Punta de la Mona, don Gaspar de Olleta, que lo esperaba a los pies de la escalinata del palacio.

–Presidente.

–Buenas noches, secretario. Aunque a decir verdad esta noche poco tiene de buena y mucho de triste... –afirmó Quijano recordando su cita frustrada con Amparo, cuestión que dio al tono de sus palabras la gravedad que la circunstancia exigía.

–Así es, don Alonso. Es una auténtica tragedia. ¡Y tan inesperada! Fíjese que a última hora de la tarde me informaron de que después de cenar su majestad practicaría su deporte favorito. ¡Era tan vital! ¡Y estaba en tan buena forma! No me lo explico.

–La vida está repleta de sucesos inexplicables, amigo Gaspar. ¿Cómo se lo ha tomado la reina?

–No he conseguido hablar con ella. En cuanto ha llegado ha corrido en busca del príncipe. Ya sabe que están muy unidos.

La noticia de que la reina había sobrevivido al viaje en avión reconfortó al presidente, quien mentalmente tachó un punto de la lista de problemas mientras decía:

–Es lógico, al fin y al cabo son madre e hijo. Pero dígame, don Gaspar, ¿ha pensado en redactar un comunicado oficial? Ahí fuera hay un hervidero de periodistas; algo habrá que decirles. Y pronto, no hay que darles pie a que empiecen con las típicas y pérfidas elucubraciones. Ya se sabe que los enemigos de la monarquía se movilizan en circunstancias como ésta, y no es que vayamos sobrados de popularidad, que digamos. ¿Se sabe cómo murió?

El secretario se revolvió inquieto y apartó la mirada. Permaneció inmóvil y en silencio durante lo que a Quijano se le antojó una eternidad, hasta que de pronto pareció volver en sí y respondió:

–Murió como un rey. Y estamos absolutamente seguros de que no sufrió nada. Ya quisiera yo una muerte así para mí.

–Comprendo, pero dígame, ¿cómo ocurrió exactamente?

Don Gaspar de Olleta hizo amago de contestar, pero las palabras no llegaron a salir de su boca. Cerró los ojos y chascó la lengua; a punto había estado de cometer una indiscreción se lamentó. Puso cara de circunstancias para ocultar el conato de desliz y suspiró compungido. De pronto su semblante se iluminó y exclamó en tono jovial y resuelto:

–¡Exactamente! Así fue como ocurrió, y nada pudo hacerse.

–Pero si yo no he dicho cómo... –titubeó Quijano desconcertado.

–Claro que sí. Ha dicho «como ocurrió exactamente».

–¡Exacto!

–Lo ve, entonces admite que lo dijo.

–¿Cómo? ¿Qué es lo que he dicho?

–Como ocurrió exactamente.

–¡Cómo quiere que se lo haya dicho si no lo sé!

–Lo ha dicho, le he oído perfectamente. Pero si usted no me lo dice yo no puedo saber lo que usted sabe.

–¡Pero si no sé nada!

La contundencia de tal afirmación pareció coger por sorpresa a don Gaspar de Olleta, que exclamó, aparentando una vivísima emoción:

–¡Qué honesto! Aunque, si me permite que se lo diga, es un poco temerario que un político vaya soltando cosas así por ahí, aunque sea cierto, bueno, más aún si es cierto. Pocos rivales osarían reconocer su ignorancia de una forma tan directa. Pero usted no se preocupe, mis labios están sellados.

Desconcertado por la respuesta, Alonso Quijano ya no sabía qué pensar:

–¿Me está tomando el pelo?

–¡En absoluto! Puede estar tranquilo, ese «no sé nada» no saldrá de aquí, se lo prometo.

–¿Se burla de mí? ¡Y en estas circunstancias! ¿Cómo se atreve? –estalló Quijano.

–¡Dios me libre! ¿Cómo iba a hacer semejante cosa? Muy al contrario, admiro su franqueza.

Alonso Quijano se quedó perplejo. ¿El tipo era tan escaso de luces como aparentaba o lo estaba mareando con aviesas intenciones? Quizá se haría entender si se lo explicaba de una forma más pedagógica. Armándose de paciencia, decidió hablar muy lentamente:

–Perdóneme, he tenido un día muy duro, no puede usted imaginarse el trabajo que da ser presidente del Gobierno. Estoy agotado y no me estoy expresando bien. A ver, cómo se lo digo yo... Todo el mundo querrá saber lo que ha ocurrido: la prensa, los partidos de la oposición, la gente... Yo mismo. Es muy sencillo, sólo tiene que decirme QUÉ HAY TRAS LA MUERTE DEL REY.

Ahora sí que lo habían pillado con todo el equipo, se dijo don Gaspar de Olleta tragando saliva. Tardó unos segundos en pensar una estrategia para escapar a esa pregunta tan clara e incisiva. De pronto abrió los ojos como platos, asintió lentamente con la cabeza, como si todo el asunto le causara una profunda impresión, y afirmó muy emocionado:

–¡Con razón es usted el presidente! ¡Qué trascendente se me está poniendo! Ahora bien, tal como va el mundo, ¿de veras cree que eso le interesa a alguien hoy en día?

Alonso Quijano no salía de su asombro. ¿Cómo no iban a interesar las circunstancias que habían rodeado la muerte del rey? El hombre estaba en la flor de la vida y la gente era morbosa. La prensa hasta pagaría por conocer los detalles.

–Pues claro que interesará –repuso en tono contundente–. A mí, sin ir más lejos, me interesa muchísimo. ¿No le parece lo normal?