LEONES DE ANÍBAL

 

 

 

JAVIER PELLICER

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

Primera edición: junio de 2018

Primera edición en e-book: julio de 2019

© Javier Pellicer, 2018

© de la presente edición: Edhasa, 2018

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ISBN: 978-84-350-4735-7

Producido en España

«Hallaré un camino o lo abriré».

Aníbal Barca (247 a. C. - 183 a. C.)

Notas

1 El actual río Belcaire.

2 Dicho poblado estuvo ubicado en un cerro al sur de la sierra de Montsià, en el término de Alcanar (Tarragona). Es el yacimiento conocido como «La Moleta del Remei».

Agradecimientos

Esta vez seré más breve. Gracias...

... a ti, lector, porque sin ti esta historia estaría huérfana.

... a mis padres, Carmen y Juan, por toda una vida de esfuerzo por sus hijos.

... a mi hermana, Mari, por alegrarse de cada uno de mis pasos.

... a mis abuelos Carmen y Antonio; porque no importa cuántos años pasen, seguís aquí.

... a Raúl, Aída y a mis dos superhéroes favoritos, Adri y Moi.

... a Teo Palacios y Darío Vilas, compañeros de letras que me han transmitido su ánimo en los momentos más duros de esta profesión.

... a María Martínez Pisón, por leer esta novela antes que nadie y darme su opinión.

... a Sandra, musa a pesar de la distancia.

... a Penélope y todo el equipo de Edhasa, por confiar en esta obra.

... pero sobre todo, y especialmente, a Déborah Albardonedo, porque sé muy bien lo mucho que has trabajado para que esta novela viera la luz; no podría tener una mejor agente.

LEONES DE ANÍBAL

Prefacio

La partida de Leukón

Okalakom, Celtiberia, junio del 218 a. C.

Leukón estaba triste.

En el horizonte, el fulgor todavía tenue del amanecer susurraba una jornada brillante. La llanada a los pies del cerro, en el que se alzaba el castro de Okalakom, despertaba su verdor. Y la brisa, aunque helada, llevaba consigo la fragancia de los primeros lirios de la temporada.

Y aun así, Leukón estaba triste.

Marchaba a la guerra. Allá, en el este, un gran líder ofrecía gloria y honor a quienes aceptaran luchar en su ejército. Aníbal, se llamaba, aunque el muchacho sabía poco de él. Tan sólo lo que les contó Eterindu, aquel reclutador íbero que los había visitado semanas atrás. Les narró que su empresa no tenía parangón con ninguna otra que se hubiera intentado antes. Tras conquistar todas las tierras íberas desde el sur al norte, aseguraba que aquel señor de señores reemprendería el viaje en busca de más victoria y gloria.

Y allí acudiría Leukón, para alcanzar ese prestigio que haría de él hombre y guerrero. Su padre, Letondón, se lo había ofrecido al caudillo del poblado cuando éste decidió que los suyos formarían parte de la hazaña púnica. En virtud del pacto de devoción que lo ataba, lo entregó a la guerra, a las armas, aquellas que Letondón ya no podía empuñar por estar tullido. La lanza, el puñal, el escudo y varias jabalinas lo aguardaban. Pertrechos humildes heredados de un abuelo a quien el hijo hizo honor mientras pudo. Salvo la espada, de hoja recta y antenas atrofiadas, realizada expresamente para Leukón.

Pero si había una pertenencia de la que un guerrero celtíbero debía sentirse orgulloso era su caballo. En todas las tierras conocidas no existían jinetes tan capaces como los de su pueblo, que tenían a las bestias por hijos de la divina Epona. Los pelendones criaban y cabalgaban a los más poderosos equinos que el mundo hubiera conocido. No resultaba extraño que los cartagineses los buscaran desde siempre, pues tenían la resistencia que le faltaba a la débil caballería libia. El ejemplar de Leukón, Bronce, vestía pelo alazán y contaba con unas patas tan robustas que lo hacían volar por igual sobre tierra dura y hierba. El joven había hollado sobre su lomo cada paso de la región, cada colina de la sierra. Eran hermanos.

Fue precisamente aquella cordillera, de puntas como puñales, el primer paisaje que vio cuando llegó a la vida. Aunia, su madre, trabajaba en las labores cuando estallaron los dolores del parto, y sin ayuda alguna dio a luz en mitad del sembrado de trigo. Al terminar, lavó al niño en una fuente cercana, lo envolvió en pañales de tela y lo alzó para que contemplara las montañas que serían su mundo. El mismo que ahora estaba a punto de expandirse más allá de lo imaginable.

Leukón estaba triste.

La perspectiva de entrar en batalla habría llenado su ánimo en otro tiempo, no hacía mucho. Hierro y grito de triunfo. Todo joven deseaba para sí un destino semejante. ¡Soñó tantas veces con ello de niño! En esos días de inocencia hubiese cabalgado allá donde fuese necesario para entablar las batallas más épicas.

Ya no.

Su corazón se negaba a partir. Pues en Okalakom vivía la tierna Stena, la más bella de Pelendonia. Ninguna otra muchacha, en toda la Celtiberia, contaba con unos cabellos tan largos y finos como los de ella. Ninguna desprendía el aroma a lavanda e hinojo. Era, más que cualquier otra, hija de aquella tierra, personificación de la palidez de la piedra y la finura del valle. Su dulce encanto conmocionaba a todos, y la mirada que brillaba en sus ojos iluminaba hasta el rincón más oscuro. Ojos almendrados que restallaban de emoción al contemplar a Leukón. Y él la amaba de igual manera.

Pero debía abandonarla.

Ahora la tenía entre sus brazos. La muchacha había acudido junto al resto de mujeres que tenían que despedir a esposos, hermanos e hijos. El grupo, alrededor de veinte hombres, esperaba en el centro del poblado, flanqueados por las viviendas de piedra y techumbre de ramas que quedaban adosadas a la muralla.

–Toda mi alma se va contigo –aseguró ella, y luego le trasladó una exigencia, mientras, con besos y caricias, agonizaba de amor–. Promete que volverás y te creeré.

Incapaz de apartar sus manos de aquel cuerpo pequeño y todavía a medio terminar, Leukón trataba de embriagarse del aliento de Stena; de la sensación que le producía el tacto de su piel blanca y suave; de cada matiz de aquella voz infantil y sin embargo femenina; del sabor que dejaban los rosados labios en los suyos.

Deseaba con todas sus fuerzas comprometerse a lo que ella le demandaba. Aun así, dudó. ¿Acaso podía saber lo que Lug le tenía reservado? ¿Y si dispusiera que su vida acabara en el campo de batalla, llevada por los buitres al más allá? Jurar en vano, decían los sacerdotes, era el peor de los negocios. Los dioses toman la palabra y nunca renuncian al cobro.

A pesar de ello, al ver semejante súplica en aquel mirar cándido, se sintió esclavizado. Sí, le rendía devoción al caudillo y a los poderes inmortales. Pero ¿no merecía la misma adoración aquella niña? Stena era Celtiberia convertida en carne. Ni Luna, ni Fuego; ni Lobo, ni Serpiente Cornuda. No había diosa por encima de ella, ni veneración más importante que dispensar.

Juraría, entonces. Y no sería en vano. Que toda divinidad de la tierra, los cielos y las aguas tomara en cuenta su convicción.

–Lucharé por mi honor y el de nuestro pueblo –dijo de pronto, con el gesto fruncido por la determinación–. Batallaré contra todo enemigo y no dejaré a ninguno en pie. No habrá filo, punta de lanza o voluntad superior que me impida regresar junto a ti. A cualquiera que lo intente, sea mortal o inmortal, lo derrotaré.

Ella vio la llama en sus pupilas. Subió las manos hasta el semblante surcado por la primera barba de la hombría. Y retuvo entre los dedos las hebras lacias que caían sobre la frente del muchacho, de un pardo tan oscuro que casi era negro.

–No muestres piedad. Arrebátales la vida, ya que tal suerte deben sufrir por apartarte de mi lado –exclamó, con la voz endurecida por el dolor.

La estrechó de nuevo en un abrazo apasionado y angustioso. Hubiese deseado fundirse con ella, para así llevársela consigo y no tener que dejarla atrás.

Leukón estaba triste.

Restalló un cuerno. La partida se iniciaba. Los dos muchachos se fueron separando, muy poco a poco, hasta que sus brazos no dieron más de sí. Un vacío insoportable lo invadió. Trató con todas las fuerzas de aferrarse al último instante de contacto, guardar esa sensación en un rincón de su memoria junto con el recuerdo de ese rostro tierno, y allí mantenerla con vida.

Se ajustó el sago y montó en el caballo sin dejar de mirarla. Los cascos golpearon la tierra. Leukón, al fin, volvió la vista hacia delante. El avance fue como adentrarse en una bruma que ocultara cosas desconocidas. Traspasaron la entrada del murallón. De mampostería a canto seco, su grosor era al menos el de cuatro hombres con los brazos extendidos; y la altura la de tres, uno encima del otro. El estómago le dio un vuelco, pues fue mucho más que dejar atrás el poblado. A su espalda quedaba la niñez, el presente y el mañana. Hogar, padres y amada.

Cruzaron el paso que salvaba el foso y cabalgaron, a ritmo lento, entre el campo de piedras hincadas. Habían sido dispuestas de esa forma para dificultar el avance de cualquier atacante; las aristas cortantes dañarían tanto los pies calzados como los cascos de las bestias. Los profundos barrancos situados a ambos lados del cabezo circular y las murallas completaban la defensa del asentamiento.

El camino descendía del espigón donde se asentaba el castro, camino a los pastizales. Dejaron a los lados aquellos árboles viejos que crecían en sendos sotos plagados de brezos y romeros. Se dirigirían hacia el norte, en busca del gran río Íber, que les serviría de guía hasta que tuvieran que dejarlo para bajar hacia la edetana Arse. Allí, según comentara Eterindu, se acantonaban las tropas de Aníbal tras conquistar tan insigne plaza fuerte.

Leukón contempló durante un tiempo el poblado. Quieto, controlando el paisaje desde su privilegiada atalaya, por encima de la niebla baja y matutina que parecía una crin fantasmagórica; rodeado del verde boscaje de los robledales, que resplandecían bajo el toque cálido del sol que desde hacía días animaba el deshielo primaveral. A través de la distancia parecía una celada sobre la cabeza de un titánico y anciano guerrero. Era el primer golpe de la añoranza, que sacudía incluso con el hogar todavía a la vista.

De repente le dominó una intensa certeza. Una visión partiendo en dos su alma y otorgándole luz donde antes todo parecía lástima y sufrimiento: cabalgaba en pos de la guerra, lucharía y mataría a muchos, pero la amorosa promesa realizada a Stena le protegería de todo mal. Y, cierto, pasaría largo tiempo, aunque comprendió la verdad más elemental de todas: los días nunca son eternos. Regresaría al hogar, donde le recibiría aquella muchacha que daba sentido a cada uno de sus pasos, a cada uno de sus pensamientos, a cada uno de sus latidos.

Hasta entonces, Leukón estaría triste.

Sólo hasta entonces.

De dioses, destinos y mentiras

Gádir, invierno del 218 a. C.

Las tinieblas de la noche quedaban atrás. Los dioses, que moran en el mundo cuando éste se halla sumido en la oscuridad, se retiraron de nuevo a los cielos.

Y allí, en el horizonte marino, alzándose dorado e inmenso sobre la bella Gádir, Melqart reclamaba su gobierno diario. Incluso para Tabnit, poco dado a dejarse llevar por fanatismos religiosos, resultaba una imagen evocadora y a la vez muy significativa: un pasado que siempre volvía, por mucho que se deseara lo contrario, y que, sin embargo, resultaba inalcanzable.

De todos modos, era el momento del futuro, para eso había acudido al templo de Melqart. Formaba parte del séquito de Aníbal, en calidad de consejero y general de confianza gracias a los méritos realizados desde que empezara el mandato del gran estratega. Atrás habían quedado tareas tan épicas como la reciente toma de Arse, y ni aun así el León de Cartago se permitía un respiro. Cierto era que, ante el escaso botín logrado en la urbe edetana después de tantos esfuerzos, tuvo el buen juicio de ofrecer un permiso a las tropas hispanas y celtíberas que lucharon por él. Pasarían el invierno en sus hogares, con la condición de que se reincorporaran al ejército llegada la primavera. Una inteligente jugada con varios beneficios: fidelizaría a los peninsulares, quienes hablarían en sus poblados de la generosidad del líder cartaginés, atrayendo así a nuevos voluntarios; por otra parte, las arcas púnicas se ahorrarían el mantenimiento de buena parte de la soldadesca durante esos meses.

Pero Tabnit era de los pocos que conocía las verdaderas aspiraciones del ambicioso estratega. En boca de otro las habría tildado de locura. Dictadas por alguien como el Bárquida sonaban a hazaña no sólo posible, sino también apetecible de emprender. Tal era su carisma.

El consejero observó a quien era su amigo tanto como podía serlo un hombre que está por encima del resto. En esos instantes encabezaba la profusa comitiva de gala, con el orgulloso porte que requería la situación, y que no le resultaba artificial. Existía algo en aquellos ojos: una resolución, nacida según los más veteranos años atrás cuando su padre, Amílcar, pereciera en la deshonrosa batalla de Hélike. El fuego primigenio de aquel niño serio, aprendiz aventajado de Alejandro de Macedonia, había madurado hasta dejar atrás la impetuosidad adolescente.

El hombre era consciente del efecto que provocaba, tanto en subordinados como en rivales, pero lo afrontaba con el sentido común que da la experiencia, no con el orgullo desmesurado de la juventud. El liderazgo comporta terribles responsabilidades, destruye a los débiles... y forja a los grandes personajes. Asdrúbal «El Bello» fue el mejor puente entre progenitor y vástago, pero nadie más que Aníbal podía ser heredero de la gran misión de los Bárquidas: devolver la gloria a Cartago. Y quizás ese destino no fuera el final para alguien como él. ¿Por qué no pensar en aupar a su patria por encima de todo lo conocido hasta la época?

¿Por qué no pensar en crear un auténtico imperio?

Habían llegado a Gádir la jornada anterior, desde Qart Hadast, donde Aníbal regresó tras el asedio de Arse. Situada en una isla larga y estrecha cual espada celta, decían los que todavía guardaban la sapiencia de sus antecesores que en otros tiempos un canal cortaba la tierra a las puertas de la ciudad, en su extremo occidental. Pero la cercana desembocadura del río Criso, llegado del interior de Hispania, había ido taponando dicho brazo acuoso debido al barro que transportaba, hasta prácticamente conectar lo que una vez fueron dos pedazos de tierra independientes.

De estilo púnico, y aunque ni por asomo tan populosa como Cartago, Gádir era en belleza similar a la gran ciudad de oriente. Había riqueza en sus calles, bienestar derivado del provechoso comercio asentado siglos atrás. Desde Libia se acercaban constantemente cargamentos de estaño, marfil y otros tantos productos que engrandecían los tesoros de la colonia. Muchos ilustres mercaderes contaban con palacetes que miraban al mar, de varios pisos de altura, y las anchas calzadas se mostraban siempre limpias. La miseria no tenía cabida en la próspera Hija de Tiro.

Contaba, además, con el orgullo de ser una urbe elegida por los dioses, según el origen de su fundación. Tabnit conocía desde niño las leyendas gracias a su padre, gran orador: en tiempos posteriores a la guerra por Troya, el oráculo de Tiro, capital de los fenicios, dictó que varios elegidos debían partir hacia occidente. Los confines del mundo serían su destino, allá donde Melqart realizara las famosas empresas que dieron lustre a su nombre. Los colonos tirios emprendieron la aventura y, cuando alcanzaron las Columnas, creyendo que al otro lado no existía tierra alguna, echaron el ancla a la altura de Sexi. Allí ofrecieron un sacrificio, pero como éste no fue propicio se hicieron de nuevo a la mar. Y en la costa bastetana, con el estrecho distante a sus espaldas mil quinientos estadios, repitieron la ceremonia. Los dioses volvieron a mostrarse esquivos, así que por tercera vez botaron las embarcaciones. Se detuvieron al fin en una isla espigada, repleta de acebuches, motivo por el que los griegos la llamarían tiempo después Kotinousa. Era tan similar a la patria dejada atrás que supieron, aun antes del ritual, que aquél y no otro sería su nuevo hogar. Realizaron la nueva ofrenda en el extremo occidental del lugar, y en esta ocasión sí fue del agrado divino. De ese modo fundaron el asentamiento que la ilusión fenicia transformó en la hermosa Gádir, tras levantar el santuario prometido a las divinidades.

Precisamente aquél era el lugar en el que Tabnit se hallaba. El templo de Melqart rebosaba solemnidad, pues rara era la vez que acudía una figura tan insigne como Aníbal. Los sacerdotes actuaban con una formalidad desconocida para los cientos de mercaderes que se detenían en el oratorio. Sus votos en agradecimiento a una buena travesía, así como el donativo con el que asegurar buenos negocios, no eran menos valorados por la divinidad. Ahora bien, su sangre no contaba con un linaje como el del actual oferente, y por tanto no se les dispensaba el mismo trato.

La apiñada multitud, reunida en el patio amurallado del santuario, abrió paso a su líder. La celebración de los grandes rituales requería la presencia de numerosos asistentes para distintas tareas: escoltas, músicos, escribas, consejeros... Sin embargo, el séquito estaba compuesto enteramente por hombres, pues las mujeres no tenían cabida en el templo. Sólo se permitía la presencia de las hieródulas, las prostitutas sagradas, esclavas voluntarias de los dioses que ingresaban en los santuarios a muy temprana edad. Ejercían de avatares de Tánit, esposa de Melqart, y por tanto su tarea era brindar a quienes lo desearan –y estuvieran dispuestos a pagar tal honor– un acercamiento a la inmortalidad a través de sus cuerpos.

El Bárquida caminó con el semblante alto y cargado de gravedad. La clámide ondeaba con la brisa fresca de la mañana, las grebas y el casco atrapaban el fulgor naciente para luego hipnotizar con él a cuantos ojos lo contemplaban entre los asistentes. Dejó atrás el pebetero donde ardía la Llama Sagrada, aquella que no debía extinguirse. También quedó a su diestra el Árbol Sagrado, un vetusto olivo plantado antes incluso que la primera piedra del recinto. Se acercó hasta las dos fuentes situadas cerca del edificio principal, pozos de gran fama desde tiempos inmemoriales: su nivel ascendía con la bajamar y se agotaba con la marea alta, motivo de admiración por parte de muchos sabios. Aníbal formó un cuenco con las manos y tomó el agua bendecida, con la que humedeció el rostro y mojó sus cabellos. Mediante tales abluciones, purificó todas las faltas que había acumulado desde su última visita al templo, cuando sucedió a Asdrúbal El Bello, pues era responsabilidad de Melqart legitimar a los grandes gobernantes y líderes, así como sus empresas más ambiciosas.

Limpio ya su espíritu, subió las escaleras que llevaban hasta los tres altares de los sacrificios, erguidos entre dos columnas de bronce. El ascenso fue pausado, y Tabnit pareció intuir, si tal cosa era posible en Aníbal, un temor reverente en sus ademanes, no en vano el púnico sí era un devoto creyente en los dioses cartagineses. Le debía su nombre a Ba’al Hammon, aunque fue a Melqart a quien su familia se había consagrado. El consejero conocía bien la envergadura de la fe del general, cuán importante era para él la aprobación de los grandes poderes. Y tratándose de una empresa tan ambiciosa como aquélla, su compostura estaba justificada con creces.

Cinco sacerdotes lo esperaban junto a las aras, signo inequívoco de la importancia que el templo le daba a la visita del estratega, pues en las ceremonias comunes solía actuar sólo uno de los religiosos. Dos de los altares, también de bronce y sin señales ni adornos, estaban dedicados al Arte y la Vejez, atributos muy valorados por los dioses. Pero el tercero, situado en el medio de ambos, había sido esculpido en piedra durante los primeros días del santuario, y quedó consagrado a Melqart. Éste sí contenía ciertas escenas grabadas, que representaban los épicos trabajos de la divinidad –con su atuendo típico, la piel de león y su mortífera clava–, entre los cuales fue, sin duda, el más célebre el levantamiento de las Columnas. Sería en ese púlpito donde se realizaría la inmolación.

Los iniciados lo recibieron entonando salmodias sagradas en una lengua tan antigua que escapaba de la comprensión de Tabnit, siempre hábil con los idiomas. Si el brillo solar refulgía en el yelmo de Aníbal, otro tanto hacía al golpear las cabezas rasuradas de los oradores, que vestían túnicas blancas de lino. Por supuesto, no portaban calzado alguno que ensuciara el suelo bajo el que moraban las cenizas del dios, trasladadas desde Tiro para ser protegidas del feroz ataque del rey de Macedonia.

–Hijo de Cartago, habla al divino Melqart, Luz del Mundo, protector de los marineros y dador de fortuna en los negocios –le conminó el más viejo de los religiosos–. Renueva tus votos de lealtad si deseas seguir siendo merecedor de su favor.

Aníbal levantó el rostro y fijó la mirada en el sol, que se levantaba justo por encima del templo, a espaldas de los célibes oficiantes. Soportó la candente visión durante toda su plática, demostrando así que no temía dirigirse al dios.

–Gran Melqart, por quien doy todos y cada uno de mis pasos –empezó a recitar, y luego su voz se elevó con fuerza–, vuelvo a volcar en ti cuanto soy, mente, cuerpo y alma. Me ofrezco, de nuevo y siempre, al tiempo que humilde pido prosperidad en mis asuntos, que buscan el beneficio de tus hijos verdaderos y el ensalzamiento del glorioso nombre con el que te veneramos.

–Que el dios hable, pues –sentenció el conductor del ritual.

Varios acólitos aparecieron portando un cabritillo, cuyo caminar manso fue interpretado por los sacerdotes como un buen augurio. El animal ni siquiera se resistió cuando le ataron las patas y lo subieron sobre el altar, de tal modo que Eshmunazar, el Sumo Sacerdote, pudo degollarlo allí mismo. Un movimiento seco y la sangre estalló abundante, con furia, manchando los ropajes albos de los religiosos, mientras Aníbal lo contemplaba todo a tres pasos de la plataforma. La savia encarnada resbaló por la columna hasta llegar al suelo, que pronto oscureció. El representante de Melqart observó la forma que tomaba el charco. Asintió, con el gesto rígido pero satisfecho.

Se afanaron en la tarea de disección con tal destreza que no tardaron en completarla. Eshmunazar levantó entre sus manos el hígado del animal, mientras sus asistentes apartaban el cadáver. Despejada la mesa ceremonial, el Sumo Sacerdote colocó el órgano con esmero y, junto a sus hermanos, empezó a examinarlo. Cuchichearon entre sí, aunque la potestad de entregar el anuncio reposaba en el más anciano de todos ellos.

–Los signos hablan con claridad: la víscera se muestra sana, dando por buena tu lealtad y la empresa que mora en tus pensamientos –anunció–. Pero ¡cuidado! Veo aquí una marca negra en la vena porta, lo cual significa que existen poderosos impedimentos en tu futuro. Melqart te otorgará la fuerza para solventarlos, aunque dependerá de ti utilizar correctamente ese poder.

–Mi tenacidad es firme –atajó el estratega.

–Emprende, pues, tu camino con la bendición del dios.

El acto se dio así por finalizado. Aníbal contaba ahora con el beneplácito de las Altas Esferas para acometer la más grande de las aventuras que hombre alguno hubiera emprendido jamás. Una hazaña que lo situaría a la altura de héroes como su admirado Alejandro el Magno. Quizá, incluso, fuera capaz de superarlo y llegar a cotas sólo alcanzadas por ese dios con el que había renovado sus votos.

La empresa producía vértigo: la conquista de Roma.

Pero ése era el destino que guiaba al León de Cartago. ¿Cuál era el de Tabnit? ¿A qué meta podía aspirar alguien que vivía bajo el nombre de otro, sumido en una mentira permanente?

Descorazonado, advirtió que a pesar de tantos años de farsa seguía sin tener respuesta para tan malditas, inquietantes y eternas preguntas.

Un viento lleno de voces

Ciudad conquistada de Arse, julio del 218 a. C.

¿Cómo recuperar la dignidad destruida? ¿De qué modo se cura una herida que no deja de sangrar, de supurar? ¿Qué solución existe para tapiar ese agujero por el que escapa el alma, dejando un vacío en el interior del ser?

Aquél ya no era su hogar. Las calzadas, antes blancas, todavía conservaban las manchas oscurecidas de la desgracia. Los hermosos arbolillos de los jardines habían fenecido por los incendios o talados para reforzar las precarias empalizadas de los últimos días de la defensa arsetana. Su gente, desaparecida; muertos la mayoría de ellos, esclavizados y enviados a Cartago otros tantos para sufragar las soldadas de la tropa cartaginesa. Cien shekels habían obtenido cada uno de los vencedores.

Aquél era el pago por arrasar una ciudad.

Para Alcón el último invierno había resultado ser el peor de sus cuarenta años. Arse parecía rebosar vida, pero era un espejismo. Más allá de esos recuerdos ahora confusos en su memoria enmarañada, donde todo parecía tan lejano como si lo hubiera experimentado otra persona, ya nada quedaba verdaderamente íbero en la antaño gloriosa urbe. Los que se paseaban por las reconstruidas avenidas eran mercenarios: libios, númidas o celtíberos llegados del interior, que de vez en cuando dejaban el campamento para realizar tal o cual encargo. Lo más parecido a arsetanos eran las familias con orígenes púnicos. Habían regresado tras ser expulsadas por el consejo de la urbe, poco antes del asedio, debido a su empecinado discurso de rendición. Ojalá les hubieran hecho caso.

«Ojalá les hubieras hecho caso», le recriminó la voz de ella.

Al pensar en el senado se le revolvieron las tripas y algo más: el alma. Él había sido mediador de la asamblea, el encargado de poner paz durante las atribuladas discusiones; elegido por su neutralidad, ni partidario de la facción griega ni de los que aún se sentían púnicos. A todos los había tenido por vecinos, en ambos lados contó con amigos.

Ahora era desdeñado con igual unanimidad. Incluso los forasteros lo rehuían. Los libios y númidas que el victorioso estratega de Cartago había dejado durante el invierno, con la tarea de reparar la muralla y los canales de regadío, le miraban con el desprecio que se le rinde al cobarde. Respetaban a los defensores que lucharon hasta perder la vida, pues se habían mostrado bravos. Sin embargo, él... ¿Qué merecía quien se había escabullido en la nocturnidad para hablar con el enemigo, traicionando a los suyos? No importaba que su intención fuera conseguir la paz, salvar a los arsetanos de lo inevitable. Lo que quedó en la memoria fue la deserción posterior, nacida del miedo por volver a la ciudad con unas exigencias de rendición intolerables, y por las cuales sus paisanos jamás le hubiesen perdonado la súplica al enemigo.

«Cobarde», escuchó de nuevo en su cabeza.

Aquellos arsetanos que simpatizaban con los cartagineses no le mostraban mucho más cariño. Frente a tan horrible espectáculo de destrucción y muerte, también ellos lloraron de dolor, aunque no de culpa. Esa culpa la guardaban para Alcón, como se encargó de poner de manifiesto Ethbaal, portavoz y ahora principal consejero del gobernador que Aníbal había nombrado, Bostar. Fue la única ocasión en que le dirigieron la palabra.

–¿No os lo dijimos? ¡Recuerdo que sí! Alertamos que esto ocurriría si no entablábamos amistad con Cartago –le recriminó, responsabilizándolo.

–Yo era el mediador, no estaba en mi mano tomar decisión alguna –se defendió Alcón, a pesar de que aquel argumento le sabía a cenizas.

–Oficio que ocupabas por el carisma que poseías entre los de sangre íbera –insistió el otro–. Una palabra tuya hubiese cambiado la opinión de muchos arsetanos. ¡Cuán diferentes habrían sido las cosas en caso de exiliar a los griegos simpatizantes de la pérfida Roma! Cuántas vidas salvadas...

El odio con el que lo trataron a partir de entonces fue desgarrador. Y, sin embargo, existía alguien cuyas recriminaciones eran, si cabe, más duras que las de libios o arsetanos púnicos. Alguien que le recriminaba cada día, cada hora, no haberse comportado con mayor integridad. Una persona que lo aborrecía tanto que lo insultaba cada noche antes de dormirse y apenas entreabría los ojos de nuevo; que le hablaba de recobrar una porción de dignidad despeñándose por algún barranco o cortándose las venas.

Ese alguien era él mismo.

«Sufre, pues nada más mereces», le repitió de nuevo Daleninar, castigo personal del íbero. Su cargo de conciencia.

La esposa que lo abandonó.

* * *

No advirtió que se había quedado traspuesto en uno de los bancos de la parte alta de la ciudad, pellejo de vino en mano, hasta que unos zarandeos le sacaron de aquella modorra que ya le resultaba tan familiar como la culpa.

–El invierno no te ha tratado demasiado bien por lo que veo, Alcón.

Tras frotarse el semblante, se levantó con la torpeza del ebrio. Bizqueó para enfocar la vista y, aunque su mente estaba embotada, no tardó en reconocer a aquel hombre de aspecto juvenil a pesar de no ser mucho más joven que él. ¿Cómo no recordarlo? Era parte de su vergüenza, el oficial púnico que lo había recibido cuando salió en secreto de la sitiada Arse para negociar la rendición. El que evitó que los centinelas lo atacaran antes de explicarse y lo condujo ante Aníbal. Jamás olvidaría su nombre.

Tabnit.

–El hombre que no se contenta con poco, no se contenta con nada... –dijo el arsetano.

Alcón se sacudió la túnica corta. El polvo había blanqueado el lino y el cabello castaño, aumentando el efecto que producían sus moderadas canas.

–Ésas son palabras de sabio –le respondió el cartaginés.

–Lástima que yo no lo sea tanto y deba citar a quienes sí lo son.

Ya erguido, miró hacia el valle a los pies del promontorio donde se asentaba la ciudad. Desde allí arriba el campamento del recién llegado ejército púnico parecía un mar de islotes. Era julio, los soldados habían vuelto a Arse desde Qart Hadast. Pero esta vez no en busca de conquista, sino en calidad de estación de abastecimiento y punto para reagruparse. La urbe era, más que nunca, un hervidero de recaderos cargando en sus carros los pertrechos y víveres que acompañarían a semejante hueste.

Todos conocían la situación. El golpe dado a Saguntum, tal cual la llamaban los romanos, había enardecido los ánimos de éstos. A Alcón le impresionaba que su hogar, que al cabo no era la ciudad más importante del mundo, fuera causa del desvelo de tantos. Pues, según sabía, Roma no tardó en enviar una nueva embajada a Cartago para demandar explicaciones ante la toma de Arse. Debían averiguar si la urbe púnica aprobaba los actos de Aníbal, en cuyo caso sería declarada la guerra. Los miembros del senado cartaginés apelaron al Tratado del Íber firmado por el anterior estratega, Asdrúbal, que dejaba todo cuanto estuviera al sur del gran río en posesión de los púnicos, si así lo disponían. Los romanos, encabezados por Quinto Fabio, se defendieron aduciendo una vez más que dicho pacto no se aplicaba a Arse, por ser aliada de la república, y que para ella regían las leyes aprobadas tras la guerra de Sicilia. El enfrentamiento dialéctico acabó del único modo posible: el cónsul les ofreció armas o paz, a gusto de Cartago. El senado púnico, ante aquel desafío, y no queriendo ser quienes dictaran la sentencia, dejó en manos de Roma la elección. Quinto Fabio no dudó.

Habría guerra.

En la llanura, los hombres se afanaban en los preparativos para reiniciar el viaje. El norte los llamaba, todos lo sabían, aunque ¿cuál era el destino final? Por lo que Alcón averiguó el día antes, vagabundeando entre los soldados, sólo los principales oficiales debían de saberlo. Parecía sensato sospechar que Aníbal se proponía iniciar las hostilidades atacando algunas plazas importantes como Ampurias o incluso Massalia. De ese modo robaría a los romanos unos enclaves de alto poder estratégico, evitando que pudieran desembarcar en tierra segura y lanzar sus ataques contra Iberia.

Conjeturas lógicas, aunque por ahora tan sólo sabía de una extraña jugada del Bárquida: había enviado una gran cantidad de íberos a Cartago, para reforzar la capital en previsión de un ataque latino desde Sicilia; ahora bien, a cambio, llamó a una nueva y numerosa partida de libios y númidas como reemplazo, así como una manada de esas bestias que tanto temían los enemigos de Cartago, los elefantes. El anterior mediador senatorial imaginó los motivos de tales movimientos: apostados en lugares tan lejanos de sus patrias, la tentación de desertar sería menor para los mercenarios. Quizá también les motivaría luchar por los parajes de quienes, a su vez, defendían sus hogares.

–Dime pues, Alcón, ¿realmente estás contento, o tu frase es sólo cortesía? –le preguntó Tabnit, con cierta acidez.

No tenía mucho sentido tratar de engañarle, de aparentar felicidad y entereza. La amargura del arsetano resultaba más que evidente; él mismo era consciente del grado de dejadez que había alcanzado. Su aspecto debía de ser lamentable, no se había adecentado en semanas y la dieta que seguía desde hacía meses se centraba demasiado en el vino.

No obstante, tampoco iba a mostrarse más débil de lo que su triste apariencia proclamaba. Trató de parecer altivo, dominador de la situación. No tuvo mucho éxito.

–¿Deseas algo de mí, cartaginés?

–Cartaginés, sí –respondió el otro, de pronto con aire melancólico–. ¿Sabes que llevo más de la mitad de mi vida aquí, en estas tierras? He aprendido a amar a Hispania tanto como cualquiera de vosotros.

Alcón hubiera deseado soltar algún sarcasmo. Dudaba mucho de que un púnico tuviera tales sentimientos hacia las regiones íberas, sobre todo tras pasarse años conquistando sin piedad. Sobre todo tras lo ocurrido en Arse. Sin embargo, no podía negar que existía sinceridad en el tono de aquellas palabras.

–Perdón, a veces me sumerjo en tales desvaríos –se excusó Tabnit–. Supongo que es debido a que no suelo encontrar a muchos que puedan entender mis reflexiones y compartirlas. Te diré el motivo por el que te buscaba: hay una campaña en marcha, no hace falta abrir mucho los ojos para advertirlo. Los planes concretos no se van a divulgar entre los soldados rasos, al menos todavía, así que vas a ser un privilegiado: viajamos a la Galia, como la llaman los romanos.

Alcón parpadeó incrédulo. ¿Había escuchado bien? ¿La Galia? ¿Qué había allí, excepto salvajes acaso más brutos incluso que los celtíberos? Para reclutarlos no hacía falta formar un ejército. A no ser que sólo se tratara de una simple parada en un recorrido más largo...

No, no podía ser, era una locura.

–Por tu expresión desencajada imagino que te haces una idea del objetivo final –rió Tabnit.

–No me atrevo a decirlo en voz alta...

–Roma, así es. No te daré ahora los detalles, pero para tal empresa necesitamos algo más que armas. También precisamos gente culta que domine las lenguas de los pueblos con los que coincidiremos. Tenemos unos cuantos, pero siempre hay hueco para alguien como tú, Alcón. Si no recuerdo mal, dominas el púnico, el koiné de los griegos, y el latín. Sin embargo, me importa especialmente tu soltura con el celtíbero y el keltoi.

–Ambos tienen similitudes muy pronunciadas. Y el primero se escribe con los mismos signos que el íbero.

–Excelente. Te utilizaré por ahora en tareas de traducción entre la soldadesca que llega del interior, hasta que se presente la ocasión de entablar conversaciones con los celtas que nos encontremos al norte. También podremos aprovechar tus dotes diplomáticas.

–Conozco las tierras del norte, al menos hasta Ampurias –le relató Alcón, de repente deseoso de que alguien contara con él para algo, por vago que fuera el cometido–. He viajado en un par de ocasiones a dicha ciudad como representante de Arse. Eran urbes muy afines antes de... –«la destrucción de mi hogar», habría acabado la frase, pero no le pareció oportuno.

–Un motivo más para contratarte. Serás bien remunerado, aunque creo que ése es el menor de los alicientes que te puedo ofrecer. ¿Me equivoco?

–¿A qué te refieres?

Tabnit sonrió. No era un gesto de superioridad, sino de comprensión, de cercanía. Parecía un hombre cabal, alguien que se dejaba llevar por las emociones y con una humanidad que rebosaba los límites carnales. O almenos ésa fue la impresión que tuvo en ese instante.

–Tu aspecto y la vida que has llevado desde la caída de Arse delatan la culpa que te carcome. Eso es algo que no calmarían ni todas las riquezas del mundo. Créeme, conozco la sensación.

De nuevo apreció que su habla estaba teñida de sinceridad. No, no era un político que decía unas cosas en público y luego hacía las contrarias a la hora de la verdad. Su voz trémula, emocionada, desconocía la falsedad. Y tanto era así que logró transmitirle algo que le resultaba muy necesario en esos momentos: confianza, pues cuanto comentaba era muy cercano a lo que el íbero sentía.

Sin embargo, ¿por qué habría de ayudar a los que causaron la perdición de su pueblo? Sería comprensible que odiara a los cartagineses, y que por tanto despreciara ahora la oferta. Por otra parte, el sufrimiento todavía no había nublado su juicio. Sí, ellos atacaron y masacraron, aunque no sin motivo: las agresiones causadas a los turboletas por parte de algunos guerreros arsetanos. Una excusa en realidad pobre, pues todos sabían que Aníbal ansiaba iniciar el conflicto con Roma. Conquistar una plaza supuestamente aliada era un primer paso inevitable.

Y a pesar de todo ello, no podía aborrecerlos como hubiera deseado. Cuando Alcón desertó, el máximo general púnico se mostró agradecido por el intento de negociar y le ofreció un indulto para su familia. No se convertirían en esclavos, se les respetaría. Lástima que el mediador del senado no tomara en cuenta el orgullo de su esposa. Daleninar era altiva, y si no se quitó la vida como tantos otros de los sitiados fue por Isbataris, el hijo de ambos. Ella aceptó la medida de gracia, cierto, pero también sentenció en su corazón a Alcón. De nada valieron las súplicas del arsetano y las lágrimas del pequeño. Ella regresó a Kelin, el hogar de su familia. «Nos has deshonrado. Tú ya no eres mi esposo, ni éste tu hijo». Aquéllas fueron las últimas palabras que le dirigió.

Al menos hasta que empezó a escucharla en su cabeza.

–Veo la vergüenza en tu mirada. Te tienes por un cobarde, tal vez un traidor, aunque yo creo que no lo eres. Arriesgaste mucho para salir de la zona sitiada y tratar de negociar una paz digna para los tuyos.

¿Tan evidentes eran sus emociones? Sí, claro que sí. Desde su caída en desgracia no había dejado de sentir culpa. Y dolor. Siempre culpa, siempre dolor, que le hacían caminar encorvado y prisionero de los efluvios del vino, cual penoso despojo. Ésa era su vida. Si tuvo otra, quedaba tan atrás que parecía un sueño.

–No insistas, cartaginés –le replicó–. Mi alma está vacía de bravura. Un hombre valiente habría vuelto con los suyos, aunque ello le reportara la muerte. Un hombre valiente hubiese luchado y dado la vida por su ciudad.

–Si consideras que faltaste a tu pueblo, lucha por compensarlo.

–Ya no queda nadie a quien compensar...

–Tu hogar sigue aquí, y todavía es una criatura indefensa sin nadie que luche por ella. Sabes que Roma no permanecerá impasible tras lo ocurrido. Atacarán, y uno de sus objetivos será recuperar Arse, como golpe de efecto y para utilizarlo en la expulsión de Cartago de las tierras íberas. Tu hogar tendrá que soportar otra vez la pena. A no ser que lo evitemos. Y para ello tenemos que golpear nosotros primero. Será un poco más fácil con tu ayuda.

Alcón lo miró entonces, con ojos agobiados y piel repentinamente pálida. Aquel individuo casi desconocido le proponía aquello que más deseaba: recuperar el honor perdido, hacer el bien que en su día no pudo hacer por su ciudad. Pero a la vez también le planteaba enfrentarse al miedo, al enemigo que nunca pudo vencer debido a su debilidad de espíritu y voluntad.

De pronto, un soplo de viento le estremeció hasta los huesos. Un viento lleno de voces, venidas del pasado, de la locura.

De la culpa.

«No hay cabida en ti para el valor, esposo mío», escuchó. Un susurro que, por algún extraño desvarío, Alcón vestía con la piel de Daleninar. Su dañina lengua le recordaba, constantemente y con acierto, que como persona no era mejor que un montón de estiércol.

Tan real se le antojaba aquella voz que en ocasiones creía que estaba presente de cuerpo. Miraba por el rabillo del ojo y la veía, elegante y altanera: con su quitón por debajo del himatión, aquel manto exquisitamente confeccionado que caía desde su hombro, y el peinado oscuro recogido al modo heleno. Siempre fue amante de hacer las cosas al estilo de los griegos, por quienes sentía fascinación. Solía decir que era un pueblo refinado y que ojalá ella hubiera pertenecido al país de los filósofos. Varias veces le recordó su esposo que, de haber nacido en esos lugares, nunca habría tenido los privilegios que ostentaban las íberas. En tales tierras orientales las mujeres estaban, en cuestión de derechos, por detrás de los metecos o incluso de los esclavos, salvo honrosas excepciones. Pero Daleninar simplemente resoplaba e ignoraba tales razonamientos.

«No le hagas caso, padre».

Ahora sintió que le brincaba el corazón. Rara vez le hablaba aquella otra presencia, pero siempre que lo hacía se le revolvían las tripas de emoción. Le pareció atisbar a un chiquillo de tez clara, mofletes generosos y cabello ensortijado. ¡Cuánto hubiera deseado abrazarlo, estampar un sinfín de besos en su rostro! Pero tampoco él estaba allí, salvo como producto de su tormento interior.

Isbataris, el hijo que habían alejado de sí, volvió a hablarle:

«Haz lo que debes. Demuestra que existe fuerza en ti».

Durante un rato, el íbero no dijo nada más. Tabnit esperó con paciencia, hasta que al fin la situación se tornó tan incómoda que carraspeó para demandar una respuesta. Alcón abrió la boca, la cerró de nuevo durante un instante para morderse el labio inferior. «Ríndete a tu miseria», le dijo ella. «Lucha por la dignidad», le animó el chiquillo. Aquellas dos presencias, creadas por la culpa, tiraban de él en direcciones opuestas. La lucha que se libraba en su corazón era titánica. Temía morir, pues la campaña en la que pretendían que se enrolara sólo podía desembocar en sangrientas batallas. Imaginarse a merced de un enemigo, de un acero abriéndole el estómago, o de las torturas y la esclavitud reservada a los prisioneros, obnubilaba su razón. «Así es, no puedes escapar a tu naturaleza», le increpó Daleninar.

Pero, de pronto, una emoción estalló con tanta fuerza que se sobrepuso a todo. Un nuevo espanto que alcanzaba la categoría de pánico: el terror a no hacer nada, a que todo siguiera igual. Miedo contra miedo. Sólo podía existir un vencedor.

–Marcharé con vosotros –dijo al fin.

«Bien, padre. Muy bien».

A pesar de la aceptación de esa mitad suya que tomaba la forma de Isbataris, sabía que se arrepentiría. De hecho, ya empezaba a hacerlo, increpado por los incordios de su esposa. Sin embargo, la mano que Tabnit puso en su hombro, la satisfacción amable del cartaginés, le trasladó por un momento la idea de que, quizá sí, pudiera recuperar su honor.

Parte 1

LA GRAN SERPIENTE

14

Leukón marchaba de nuevo junto al resto de pelendones. Del cuello de Bronce colgaban las dos cabezas de los enemigos derrotados, que con esmero había untado en aceite de cedro después de vaciarles el cerebro y taponar los orificios, para que las piezas se mantuvieran incorruptas. Siguió el procedimiento con absoluta solemnidad, y ahora sólo quedaba esperar al siguiente ritual de la Luna para ofrecer los premios a Cosus, el dios de las armas. De ese modo quedaría ratificado como guerrero de pleno derecho entre los suyos. Aquellos trofeos le acompañarían hasta que pudieran adornar su casa, si algún día volvía a Okalakom. Allí los atesoraría como el mayor de los trofeos adquiridos en vida, y jamás los cedería, ni aunque le ofrecieran su peso en oro. Sería motivo de orgullo mostrarlos a todo huésped que acogiera, a quienes contaría la historia del combate que lo convirtió en adulto.

Mientras tanto, se había ganado la admiración de sus compatriotas. Babpo volvió a ofrecerle los servicios de una prostituta, que era su modo de mostrar compañerismo –y aunque Leukón de nuevo se negó, esta vez no recibió mofa alguna–; Tibasté incluso lo abrazó, orgulloso de la hazaña como si se tratara de su propio hijo. Y fue precisamente éste quien se mostró más hosco, celoso de que su padre pusiera a Leukón como ejemplo de hombría y defensor del honor del clan, cuando a él sólo le dedicaba indiferencia.

Los guerreros del clan Okalakom se reunieron en torno al muchacho y asistieron fascinados al narrar de los hechos por parte del joven. Exclamaciones de asombro, murmullos de aprobación, proclamas a Lug y otras divinidades... Se dice que tres son las grandes pasiones de los celtíberos: yacer con sus mujeres, guerrear hasta la muerte y las historias en torno a una hoguera.

Y aquélla dejó satisfechos a todos.

* * *

Siguieron el curso del río tal y como les habían indicado en Íbera, y por el camino se les fueron uniendo el resto de etnias celtíberas que habrían de compartir la gloria o el fracaso de aquella aventura. Mientras tanto, los exploradores que viajaban por delante regresaron con noticias, efectivamente, de un paso factible, al que la vanguardia del ejército llegó a mediodía. Se trataba de un pequeño tramo donde el río quedaba partido en dos debido a un islote fluvial alargado. A pesar de ello, la profundidad resultaba excesiva para vadearlo. Ni siquiera el verano había logrado rebajar el caudal lo suficiente.

Los oficiales discutieron y los soldados descansaron. Poco después, Alcón les transmitió lo que se había decidido.

–Los elefantes no tendrán problemas para cruzar. El resto deberemos dividirnos en tres columnas, a fin de no eternizar el paso. Construiremos otros tantos puentes hasta el islote, y desde allí repetiremos la operación para alcanzar la otra orilla.

Los hombres se afanaron en la tarea. La zona, rica en árboles, les permitió talar y talar hasta amontonar gran cantidad de madera. La mano de obra era abundante, de modo que mientras unos cortaban, otros empezaron a levantar las pasarelas mediante sogas y puntales, con la ayuda de los elefantes. Las plataformas resultaron ser toscas, desde luego, pero también funcionales.

A pesar del esfuerzo conjunto, erigir los seis puentes les llevó varios días. Debían asegurarse de que las construcciones soportaran el paso de treinta mil individuos, muchos de los cuales montaban a caballo.

Como indicó Alcón, primero pasaron los elefantes. Leukón observó la destreza con que Ezalces y el resto de guías gobernaban a los paquidermos mientras surcaban la corriente. Porque, aunque eran animales acostumbrados a los ríos, donde gustaban de retozar para humedecer sus gruesas y siempre secas pieles, se mostraban temerosos cuando el agua les llegaba al cuello. Dougga fue de los primeros en cruzar, y quizás el que menos vaciló.

Llegó entonces el turno de hombres y jinetes. Se dividieron en las tres columnas anunciadas, siendo los númidas y celtíberos con caballos quienes marcharon delante. Llevaban las monturas por las riendas para repartir mejor el peso sobre la madera. A paso lento pero constante, salvaron el primer tramo hasta el islote. Cuando le tocó el turno a Leukón tuvo que calmar a Bronce, nervioso ante la perspectiva de recorrer un tramo que crujía y temblaba. Sin embargo, la confianza en su dueño y amigo era absoluta, y cuando quiso darse cuenta ya había alcanzado el otro lado del río.