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Presentación (por Roberto Gargarella y Paola Bergallo)

El derecho penal de una comunidad política democrática (por Paola Roth)

1. Un derecho penal democrático

2. “Tal vez yo sea culpable, pero ustedes no pueden juzgarme”. El estoppel y otros impedimentos para el juicio

3. ¿Quién es responsable por qué ante quién?

4. Derecho, lenguaje y comunidad. Algunas precondiciones de la responsabilidad penal

Referencias bibliográficas

Fuentes

colección

Derecho y política

Dirigida por Roberto Gargarella y Paola Bergallo

Antony Duff

SOBRE EL CASTIGO

Por una justicia penal que hable el lenguaje de la comunidad

Selección de textos al cuidado de Roberto Gargarella, Gustavo Beade y el autor

Traducción de Horacio Pons

Revisión técnica de Laura Roth

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Duff Antony

© 2015, Antony Duff

© 2015, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Presentación

Antony Duff es un académico escocés que se dedica a la teoría penal y enseña en la Universidad de Minnesota (Estados Unidos). Profesor emérito de la Universidad de Stirling (Escocia), es uno de los autores que más han contribuido a renovar el pensamiento penal contemporáneo. Buenas muestras de su labor se encuentran en libros como Punishment, Communication and Community (publicado por Oxford University Press en 2001); en los tres volúmenes que coeditó bajo el título The Trial on Trial; y también en la excelente revista que fundó, Criminal Law and Philosophy.

Una de las características más notables del trabajo de Duff –su impronta interdisciplinaria– queda de manifiesto en obras como las señaladas. De hecho, su persistente vocación de incorporar preguntas y conocimientos usualmente ajenos a la tradicional dogmática del derecho penal se plasma en una riqueza inusual. En especial, para una disciplina que exhibe cierta pretensión de autosuficiencia y la consiguiente renuencia a atender los reclamos provenientes de otras disciplinas.

El esfuerzo de este autor se centró en propiciar que los estudios penales entablasen un diálogo con las oleadas más importantes de renovación que atravesaron a la filosofía política y la filosofía jurídica desde los años setenta. Duff propuso anclar el derecho penal en el pensamiento igualitarista proveniente de autores como John Rawls o Ronald Dworkin, y a la par de ellos conectó la reflexión penal con ideales como el de “igual consideración y respeto”. De esa forma, acentuó la incidencia que valores como los del respeto de la autonomía individual, la privacidad y la dignidad personal deben tener en los estudios penales. Dicho criterio contrasta con otros enfoques que enfatizan valores como los del orden y la estabilidad.

Más tarde, Duff se interesó por los desarrollos provenientes del comunitarismo político, al que se acercó de modo crítico, pero del que rescató sobre todo la prioridad asignada a las demandas propias de la vida en comunidad. Y precisamente la idea de comunidad desempeñó desde entonces un papel central en todos sus estudios sobre el castigo: los crímenes no se cometen tan sólo contra las víctimas que los sufren de modo directo, sino contra la colectividad entera. Esta debe dar respuesta a dicha falta, porque el crimen ocurrido es algo que nos afecta a todos. Por motivos similares, Duff entiende que el derecho, para ser legítimo, debe demostrarse capaz de hablar en nombre de toda la comunidad, lo cual requiere el cumplimiento de condiciones muy estrictas en términos de inclusión social y discusión colectiva. Así, su lenguaje debe ser, en un sentido fuerte, el “nuestro”: cuando habla el derecho, seremos capaces no sólo de entenderlo, sino también de oír nuestra propia voz en él, como expresión de nuestras demandas y nuestras exigencias. Si –como tantas veces ocurre– este no fuera el caso, habría que considerar que el derecho se ha convertido en algo ajeno a nosotros.

De la filosofía política republicana, Duff recuperó el interés por la idea de virtud cívica, la participación popular, y los deberes de cada persona hacia los demás y hacia su comunidad de pertenencia. Por tanto, un derecho (penal) no constituido colectivamente pierde legitimidad; y lo mismo ocurre con una comunidad jurídica basada sobre la sistemática exclusión de algunos de sus miembros. Cuando lo que priman son dichas exclusiones –afirma Duff– quien comete una falta grave puede preguntarle al Estado que lo llama a rendir cuentas: “Yo he cometido esa falta, pero ¿quién es usted para reprochármela?”. En otros términos, no cualquier Estado (en cualquier condición, e independientemente de lo que haga o haya hecho en relación con los miembros de la comunidad) puede reclamar autoridad para impugnar y sancionar lo que hagan tales sujetos (del mismo modo en que un padre que abusa de sus hijos puede perder toda autoridad para reprocharles sus faltas y sancionarlos por ellas).

A partir de los más recientes estudios en torno a la democracia deliberativa, Duff definió con mayor precisión los contornos de lo que contribuyó a llamar una “teoría comunicativa” sobre la pena. Esta concepción toma a las personas como individuos capaces de reflexionar críticamente. Por esto, se ve interesada en el intercambio de razones aun –si no especialmente– con aquellos que han cometido faltas graves. Una vez más, ese factor resulta desafiante en relación con los enfoques penales predominantes. El objetivo del reproche o de la pena no debe ser “vengar” una falta; tampoco, mediante la imposición de temor, forzar en quien la ha cometido un cambio de conducta. El derecho penal, antes bien, debe fijarse como objetivo que quien ha cometido una ofensa grave reconozca la magnitud de lo que ha hecho. Y para dicho fin debe apelar al entendimiento y a la persuasión del ofensor, antes que al miedo.

Como podemos ver, a partir de apuntes como los señalados, los escritos de Duff no sólo aportan novedad en materia penal, sino que sobre todo ayudan a repensar los fundamentos de la disciplina de un modo particular, permitiéndole encontrar bases más interesantes y mejor justificadas.

Roberto Gargarella

Paola Bergallo

Igualitaria (Centro de Estudios sobre Democracia y Constitucionalismo)

El derecho penal de una comunidad política democrática

Laura Roth[*]

LA OBRA DEL AUTOR

Antony Duff es, por varias razones, uno de esos autores poco comunes en el ámbito del derecho penal. Quizá la principal de todas ellas es que las ideas que presenta en sus escritos nunca nos dejan impasibles. En efecto, tiene la capacidad de sorprender incluso a quienes llevan tiempo pensando sobre la ley penal y el sistema de justicia que la acompaña; a menudo abre las ventanas para que entre una corriente de aire fresco en un espacio donde los olores son conocidos, las discusiones parecen siempre las mismas, y las posiciones resultan más o menos predecibles.

Antes de profundizar en aquello que hace de este autor una excepción, conviene conocer sus orígenes como profesional, puesto que su trayectoria pasó por una transformación que echa luz sobre su propuesta teórica. Antony Duff comenzó su vida académica en la Universidad de Oxford interesándose en realidad por la historia de la antigua Atenas y luego por la filosofía moral y de la acción. Ya como profesor en la Universidad de Stirling, y motivado por la noticia de algunos homicidios resonantes en Inglaterra durante los años setenta, se interesó por el derecho penal; pero en su momento se ocupó del tema principalmente como repertorio de casos de estudio relacionados con la intención en la atribución de responsabilidades. Sin proponérselo, inició así un camino que culminaría en la producción de una teoría propia del castigo. Pero esto no acaba aquí: según explica el autor, no se trata de una teoría usual, y sus avances y modificaciones estuvieron marcados por tres descubrimientos principales:

  1. la teoría del castigo no podía clasificarse (únicamente) como una rama de la filosofía moral, sino que debía ser parte de la filosofía política;
  2. la teoría normativa del derecho penal debía ser interdisciplinar y dar mayor relevancia a las prácticas; y
  3. el proceso penal tiene un papel central en ella.

Como bien puede observarse, se trata de un pensador que comenzó en un lugar específico de la filosofía, pero cuyo enfoque fue evolucionando con el paso del tiempo, motivado por nuevas cuestiones que consideraba más importantes.

Otro aspecto que subrayar es que su teoría y su actividad académica se sostienen en fuertes compromisos prácticos personales, lo cual se refleja en la estrategia que adopta desde el punto de vista metodológico, poco frecuente en esta disciplina. En muy resumidas cuentas, Duff produce teoría normativa del derecho penal y el proceso penal, pero para las prácticas que ya existen en sistemas jurídicos reales (en su caso, específicamente Escocia e Inglaterra y Gales).[1] Este tipo de teoría supone, en mi opinión, varios beneficios. Por un lado, evita ciertos problemas de la filosofía del derecho penal diseñada en términos puramente abstractos, que ponen el énfasis, por ejemplo, en la idea de racionalidad, o en una u otra teoría del castigo o del delito. El autor critica los sistemas jurídicos que analiza –a veces con mucha dureza y argumentos filosóficos contundentes–, pero a la vez explica con claridad hacia dónde es posible orientar las reformas, observando las prácticas existentes en su mejor luz, como un elemento central y valioso que, sin embargo, puede –y debe– mejorarse. En este sentido, presta atención a los valores morales y mira el mundo desde una teoría específica, pero da valor a las prácticas sociales y propone una metodología útil para pensar el cambio. Estos elementos reflejan un claro compromiso con la tarea académica pensada para incidir en la realidad.

Por otro lado, se distingue también de las empresas teóricas determinadas por las tradiciones y los localismos. Ofrece argumentos que, por provenir de una base filosófica que va más allá de estos particularismos, resulta útil para estudiar y criticar otras realidades. Esto es posible porque las mencionadas bases teóricas son explícitas (por ejemplo, su versión de la teoría retributivista y comunicativa del castigo, su teoría de la responsabilidad relacional, etc.) y están desarrolladas con claridad (incluso contrastadas con posiciones alternativas), cosa que no es tan frecuente en este tipo de literatura. Lo que hay de fondo es una búsqueda constante de los mejores argumentos, para luego pensar la realidad desde una base teórica robusta. Por esta razón, sus argumentos son aplicables a cualquiera de los sistemas jurídicos existentes en sociedades pluralistas y democráticas.

Cabe destacar que, ante una teoría de estas características, quien se proponga cuestionarla se encontrará en una situación especialmente incómoda: deberá embarcarse en una crítica de las bases filosóficas y/o explicar por qué el cambio no es posible o deseable en cierto contexto específico. La mera referencia a una práctica distinta (por ejemplo, a la existencia de un sistema de acusación diferente al que estudia el autor) no será suficiente, como tampoco la mera elección de una teoría alternativa.

Por último, también distingue a Duff el hecho de que, aunque tiene una teoría completa del derecho penal, construida sobre sólidos fundamentos filosóficos –su teoría comunicativa del castigo–,[2] se ha dedicado a diseñar y construir otras tantas pequeñas piezas adicionales que, por un lado, van encajando en el gran rompecabezas y, por el otro, van contribuyendo a discusiones puntuales y actuales que ocupan a gran parte de la academia en este ámbito. Entre estas piezas se cuentan temas tan diversos como el rol de las víctimas, la tentativa en la comisión de delitos, la presunción de inocencia, el derecho penal internacional, la justicia penal juvenil, la justicia restauradora, la teoría retributiva, elementos de la teoría sustantiva de la responsabilidad, el principio del daño, el terrorismo y las causas de justificación.

Si bien los trabajos que integran este volumen no pueden entenderse aisladamente, al margen de la teoría general del autor, abren una discusión que, a mi modo de ver, es novedosa en esta disciplina: la del rol del derecho penal en una comunidad política donde todos los participantes (incluidos funcionarios, miembros del jurado, delincuentes, víctimas y la comunidad misma) son ciudadanos y ciudadanas. El derecho penal y el proceso penal son prácticas políticas que deben, entonces, enmarcarse en otra práctica más amplia: el autogobierno ciudadano. Si bien el autor expresa una fuerte preocupación por los valores morales (algunos específicos del derecho penal), no los sitúa por fuera del sistema político, como si su justificación fuera independiente y constituyeran un límite a la práctica. Por el contrario, explica cómo debe ser la relación entre los ciudadanos y la comunidad en este espacio concreto, entendiendo que se trata de una actividad colectiva de creación y aplicación de normas que les pertenecen a todos y que se basa sobre determinada manera de entender valores compartidos.

LAS CONDICIONES Y PRECONDICIONES DEL DERECHO PENAL COMO PRÁCTICA DE RENDICIÓN DE CUENTAS ENTRE CIUDADANOS

En el primer capítulo, Duff se dedica a criticar la idea de que el derecho penal y el sistema de justicia deban ser excluyentes: que los delincuentes sean personas diferentes a nosotros/as y que, como consecuencia, haya que embarcarse en una suerte de “guerra contra el delito”. Por el contrario, propone la teoría de un derecho penal para ciudadanos/as falibles como nosotros/as y se dedica a pensar cuáles serían, desde el punto de vista normativo, los roles sociales y jurídicos que deberíamos asumir en este contexto.

Asimismo, llama la atención sobre el hecho de que el derecho penal es una institución política y que debe entenderse como parte de un sistema de autogobierno democrático. Se trata de una institución que pertenece a la comunidad (en sentido normativo) e incluye reglas que los/las ciudadanos/as decidimos y nos imponemos a nosotros/as mismos/as. A su vez, según esta teoría, el origen democrático de las leyes penales no es simplemente un dato, sino una condición para su autoridad y legitimidad.

En este marco, el derecho penal aparece (o debería aparecer) en el razonamiento práctico de las personas no como amenaza fáctica, sino como “reivindicando una autoridad normativa”; no como razones independientes del contenido, sino como normas que incluyen en su propio enunciado valores con los que la comunidad se siente comprometida. Los buenos ciudadanos son aquellos que reconocen los valores que hay detrás de las leyes, porque son los suyos propios, y que actúan movidos por ellos.[3]

La pregunta que se plantea es: ¿cuál debe ser el rol de los ciudadanos en un derecho penal de estas características? El autor defiende una noción de ciudadanía inclusiva, basada en la igual consideración y respeto, en la confianza cívica y en la idea de agencia (las personas tienen deberes y responsabilidades y no son sólo receptoras de derechos). Luego de distinguir diferentes tipos de roles que los ciudadanos pueden asumir en el sistema de justicia penal, se enfoca particularmente en el estudio del rol cívico (y no únicamente jurídico) del delincuente, convicto y ex convicto.[4] La idea central aquí es que las personas que cometen delitos deben ser llamadas a rendir cuentas como ciudadanas, deben adoptar un rol activo que implica ciertos deberes, y el castigo debe incluir siempre una promesa de recuperación del estatus pleno de ciudadanía (resultan, por lo tanto, especialmente problemáticas las llamadas “consecuencias colaterales” del castigo penal). A su vez, los demás ciudadanos y ciudadanas tienen el deber de tratar al delincuente como miembro de la comunidad política en todas las etapas de este proceso y también una vez finalizado.

En la misma línea, en el segundo capítulo el autor cuestiona la división entre derecho penal sustantivo y procesal y defiende la idea de que la atribución de responsabilidad penal es un proceso a través del cual la comunidad hace responsable al delincuente por haber cometido un delito y lo llama a responder como conciudadano. Para que tal proceso de rendición de cuentas se pueda llevar adelante,[5] deben cumplirse ciertas precondiciones sin las cuales la comunidad no debería siquiera plantearse la pregunta sustantiva sobre la responsabilidad.

Duff esboza aquí una tipología de impedimentos para el juicio [bars to trial] basada en lo que considera que deberían ser estas precondiciones:

  1. referidas al acusado (capacidad para entender y responder);
  2. referidas a la conducta alegada (qué es delito, cuál es la jurisdicción, cosa juzgada, etc.);
  3. referidas a la acusación (la existencia de causa probable); y
  4. referidas a la comunidad (falta de autoridad moral para pedir cuentas por el delito).

El incumplimiento de estas precondiciones no elimina la responsabilidad penal, sino que es un obstáculo para poder siquiera llamar a la persona a rendir cuentas, lo que nos lleva a preguntarnos, de nuevo, qué tipo de relación debería existir entre el ciudadano y la comunidad. De especial interés resulta la siguiente reflexión:

Si omitimos tratar a una persona o un grupo con el respeto o la consideración mínimos que se les deben como ciudadanos, tal vez perdamos la posición moral desde la cual pedirles cuentas, juzgarlos o condenarlos por los agravios que cometan como ciudadanos.

Esta idea es retomada y ampliada en el tercer capítulo, donde el autor desarrolla la idea de que la responsabilidad penal es relacional y está basada en una práctica social particular: una persona es responsable, por algo que hizo, ante alguien. Para que la práctica sea justificable, deben darse ciertos elementos que, aunque conectados a las precondiciones mencionadas en el capítulo 2, se analizan aquí desde el punto de vista de la teoría de la responsabilidad penal. Se trata de tres tipos de restricciones: aquellas que recaen sobre el “quién” (las características de las personas que pueden ser responsabilizadas), el “qué” (los objetos apropiados de responsabilidad penal) y el “ante quién” (las características de quienes piden cuentas).

Respecto de las primeras, el derecho penal ofrece a los ciudadanos razones morales (no meramente prudenciales) para la acción y, por lo tanto, los participantes en esta práctica (los sujetos pasibles de ser responsabilizados) deben tener capacidad para el razonamiento práctico. En cuanto a los objetos, las responsabilidades retrospectivas están delimitadas por las responsabilidades prospectivas. En el caso del derecho penal, estas sólo pueden incluir aquello que la comunidad considera actos incorrectos públicos [public wrongs] y no privados. Por último, como –a diferencia del derecho civil (que se ocupa de relaciones entre ciudadanos)– el derecho penal trata (debería tratar) cuestiones que implican al individuo y la comunidad, el delincuente debe responder ante sus conciudadanos y conciudadanas. Esto nos reenvía, una vez más, a los requisitos políticos y sociales para la legitimidad del sistema de justicia penal.

El cuarto capítulo, por su parte, aborda el rol del lenguaje en el derecho penal entendido como una práctica de rendición de cuentas entre ciudadanos. Duff admite la importancia del argumento que presentan los teóricos críticos acerca del problema que implican los desacuerdos y contradicciones en el ámbito de los valores como causa de la ausencia de precondiciones para que el derecho pueda ser una práctica coherente y racional. Sin embargo, siguiendo un poco a los teóricos dogmáticos, reconoce que el derecho penal tiene recursos para dotarse de cierta coherencia, aunque con los límites que impone una práctica humana compleja.

A este argumento subyace el siguiente: para que el juicio penal como comunicación y rendición de cuentas entre conciudadanos tenga sentido, es necesario que exista un lenguaje común como precondición, y desde luego que los/las participantes puedan hablar ese lenguaje.

En lo que respecta a la parte acusada, es necesario que este lenguaje le sea accesible y que su comprensión sea normativa además de fáctica: que entienda no sólo que lo que hizo estaba prohibido, sino que es incorrecto, según los valores comunes sobre los que se basa la ley penal. Por lo tanto, el lenguaje del derecho debe estar conectado al lenguaje corriente extrajurídico y, aunque la persona no conozca los tecnicismos de la jerga, deben tenderse puentes para que le sea posible llegar a usar ese lenguaje en primera persona. Este puente lo constituyen, según Duff, los conceptos “densos” del derecho: descripciones en términos de valores y no del lenguaje fáctico.

La existencia de una “comunidad lingüística” es, entonces, una precondición para la responsabilidad penal, para que cuando se usan estos conceptos densos se esté hablando de (aproximadamente) lo mismo. Sin embargo, la existencia de esta comunidad debe, por un lado, ser compatible con el desacuerdo que existe en cualquier sociedad pluralista y, por el otro, tener algo de contenido (no debe ser un mero rótulo vacío sobre el cual cada persona entienda algo diferente).

Además, no sólo es necesario que las personas sean capaces de entender el lenguaje (capacidad psicológica), sino que el derecho les hable en una voz y con inflexiones que puedan asumir como propias (y no como las de quienes ocupan posiciones económicas y políticas privilegiadas). Además, debe ser deseable requerir a las personas que hablen ese lenguaje, y esto depende de la satisfacción de otras condiciones, como la ausencia de injusticias estructurales graves que el derecho se dedique a proteger.

Como puede observarse incluso en este breve recorrido por los cuatro textos que componen este libro, las reflexiones que ofrece Duff no sólo son fundamentales –como ya mencioné– porque contribuyen a remover y renovar la discusión teórica en el ámbito del derecho penal; también porque son claramente relevantes en el contexto de los países en desarrollo para los cuales está pensada especialmente esta publicación. El autor nos confronta, por ejemplo, con el grave problema moral que existe cuando se impone el castigo en un contexto donde quien llama a los delincuentes a rendir cuentas no está en posición moral de hacerlo; cuando no se dan las precondiciones sociales y políticas para que el derecho penal hable en nombre de la comunidad de la cual los delincuentes son miembros; cuando el derecho no les habla en un lenguaje que estos puedan comprender y asumir como propio, porque este lenguaje es definido y expresado por jueces, abogados y dogmáticos; cuando se diseña el sistema de justicia penal como algo que hay que imponer sobre personas que son diferentes de los/las ciudadanos/as que no cometemos delitos (o que, en realidad, estamos en una posición privilegiada que nos garantiza cierta inmunidad en la práctica); cuando el proceso penal los trata como actores pasivos, acaba imponiendo castigos que los excluyen aún más de la comunidad.

Para finalizar, una advertencia. Los argumentos que aparecen en estas páginas no siempre generarán comodidad en los lectores, y esto es, otra vez, muestra de que nos encontramos ante un autor fuera de lo común: nos presenta problemas y reflexiones que en muchos casos no sólo no nos habíamos planteado antes, sino que además resultan sorprendentemente obvios. A veces incluso nos hace sentir avergonzados por haber tenido un elefante en la sala y no haberlo notado. Aunque basa su teoría en una comprensión profunda de la dogmática y la teoría del derecho penal (de diferentes tradiciones jurídicas), invita a discusiones que cambian el terreno de juego y acaban poniendo el dedo en la llaga. Muchas veces logra que de un momento a otro se desmonten varias de las ideas que considerábamos evidentes o al menos plausibles, pero que no habíamos cuestionado hasta el momento. Como pasa con otras de sus obras, si leemos el presente libro abriendo la mente a sus argumentos, en muchas ocasiones no tendremos más opción que, como mínimo, revisar cuáles son las bases de nuestras creencias sobre cómo debería funcionar el derecho penal y por qué.

[*] Profesora de la Universitat Pompeu Fabra y la Universitat Oberta de Catalunya.

1 Ejemplos de la aplicación de esta clase de metodología pueden encontrarse a menudo en sus escritos, incluidos varios de los artículos de este libro: el uso de la noción de ciudadanía existente, pero con una crítica acerca de sus límites (en “Un derecho penal democrático”); la defensa de una idea de responsabilidad relacional, pero basada sobre la práctica social específica (en “¿Quién es responsable por qué ante quién?”); el cuestionamiento, tanto de la dogmática penal, como de la teoría crítica, a la hora de interpretar el proceso decisorio adjudicativo (en “Derecho, lenguaje y comunidad. Algunas precondiciones de la responsabilidad penal”).

2 Véase, especialmente, R. A. Duff (2001b); pero también Duff (2007) y Duff y otros (2007).

3 Podría pensarse que el autor ignora aquí el problema de los desacuerdos, pero esto no es así. De hecho, el problema se vuelve a mencionar en “¿Quién es responsable por qué ante quién?” y en “Derecho, lenguaje y comunidad”, en el presente volumen. Para conocer su posición sobre el tema véase, por ejemplo, R. A. Duff (2012). Véase también R. A. Duff y otros (2007).

4 Para una discusión sobre el rol cívico de la víctima, véase R. A. Duff y S. Marshall (2004: 39).

5 Véase R. A. Duff (2001b).