EL TRONO DE BARRO

 

 

 

TEO PALACIOS

 

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Diseño de la sobrecubierta: Salva Ardid Asociados

Primera edición impresa: mayo de 2013

Primera edición en e-book: septiembre de 2019

© Teófilo Palacios, 2015

© de la presente edición: Edhasa, 2015

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ISBN: 978-84-350-4708-1

Producido en España

A mis hermanos.

Por todo lo que nunca os dije.

Por aquellos años perdidos.

Notas

1 Descripción completa y actual de la Tierra.

2La tierra del sur ha sido descubierta recientemente, pero aún no está explorada.

3Isabel de Valois.

4Cristóbal de Moura.

5El conde de Fuensalida. Había sido consejero de Felipe II y fue sustituido al inicio del reinado de Felipe III.

6El conde de Chinchón.

7El marqués de Velada. Todos estos personajes perdieron sus puestos a favor de los amigos de Francisco de Sandoval.

8Peso de media libra, o 230 gramos, que se usaba para el oro y la plata. El de la plata se dividía en 8 onzas.

9Torrelaguna.

10El corrimiento, o reuma de dientes o muelas, estaba considerado una fluxión de los humores del cuerpo en alguna zona del mismo, como podían ser los ojos o la boca. Podría tratarse de alguna inflamación, gingivitis, parodontitis u otra enfermedad similar.

11Diego Melchor de Acuña, hijo de Juan de Acuña, presidente del Consejo de Hacienda.

12Giovanni Botero publicó en 1589 su obra De la razón de Estado. Idiáquez habla del 5.º libro.

13Los seis libros de la política.

145 de mayo de 1608.

15Uno de los privilegios que conllevaba el título de Grande de España es el derecho de permanecer con la cabeza cubierta ante el rey. De ahí que se usara la fórmula «cubríos», pronunciada por el monarca, para otorgar el título.

16El título de eminencia no se aplicó a los cardenales hasta algunos años más tarde.

EL TRONO DE BARRO

AGRADECIMIENTOS

Hay muchos que han hecho posible este libro. El profesor Antonio Feros escribió una maravillosa monografía sobre el duque de Lerma que es la piedra angular de esta novela, y no contento con ello aún fue capaz de comentar conmigo algunas cuestiones históricas. Con Aroa Navarro tengo múltiples deudas; una de ellas es su cariño y su guía desinteresada en los aspectos de vestuario de este libro: sin ti no hubiera sido lo mismo. Augusto Fioretti es un amigo fiel en la distancia que se encargó de confirmar los aspectos de los pasajes que transcurren en París. Te debo una novela, no lo olvido. Ana «Pope» siempre está ahí, no importa el tiempo que pase sin vernos o hablar; te quiero.

Hay toda una generación de escritores increíbles en este país dedicados a la novela histórica: Sebastián Roa, Javier Pellicer, Blas Malo, Nerea Riesco, Manuel Sánchez-Sevilla, Francisco Narla, Ricard Ibáñez, Carlos Aurensanz, Miguel Aceytuno, Olalla García... Gracias por vuestra amistad, gracias por vuestro trabajo: compararme con vosotros me obliga a trabajar más duro.

Déborah Albardonedo es mucho más que una agente. Es un faro, una guía, una estupenda conversadora cuando nos da por hablar durante horas al teléfono. Y alguien que siempre cree en mí. Este éxito hay que anotarlo en tu casillero.

A Penélope, mi editora. Y a todo el personal de Edhasa. Vuestro trabajo en la edición de libros es maravilloso. Me siento honrado de que volváis a publicar una nueva obra mía.

A ti, librero. Por confiar una vez más en mi trabajo. Por aguantar en tiempos difíciles.

Tú no puedes faltar en este apartado, lector. Toda esta magia no sería posible sin tu existencia: gracias por fijarte en este libro.

Y a mi roedora... que está siempre al otro lado de la mesa, esperando lo mejor de mí a pesar de que más de una vez lo que le lleguen son gruñidos atareados. Nada sería posible sin ti.

CAPÍTULO IX

El domingo trece de septiembre, al igual que sucedía con cada aurora, los niños de El Escorial entonaban la misa del alba. Se situaban en el coro del seminario, tras la reja que separaba la basílica del sotacoro. Las voces de los muchachos inundaban cada solitario rincón del templo. El lugar no estaba abierto a visitantes; nunca lo había estado. No era ése su propósito. Los cantos del coro servían, por expreso deseo de Felipe II, para que lo despertaran a diario, pues las puertas de su alcoba se abrían sin más al presbiterio. La cámara que ocupaba el monarca era austera, casi idéntica a las celdas de los monjes. Mas no despertó el rey aquella mañana.

En cambio, sí despertaron las voces del coro a los servidores de palacio, a la comunidad jerónima a cargo del Escorial y, en lo que se convirtió en un canto fúnebre sin precedentes, a todas las campanas de Europa.

Catorce años habían pasado desde aquel otro trece de septiembre en el que la última piedra del palacio-santuario que erigiera Felipe II se colocó, ocupando su lugar y dando por terminada la construcción de El Escorial. Un hecho que nadie pasó por alto cuando se supo que el rey había fallecido. Nadie pensó que pudiera deberse a una casualidad.

Desde muchos años atrás, la gota había atenazado los huesos del monarca impidiendo que llegara a descansar, aun permaneciendo acostado. Una vez más, Jehan Lhermite dio muestras de su valor al ingeniar una silla articulada que había permitido en los últimos meses que el rey pudiera cambiar de postura, y Felipe II aprovechó ese tiempo para prepararse y recibir a la parca; durante las últimas semanas había ido organizando todo lo relativo a su muerte. En realidad, llevaba demasiado tiempo haciéndolo.

Cuando estuvo en Portugal, cinco años antes, encontró los restos de un barco que se había llamado Cinco llagas. De inmediato insistió en que se tomara la madera de dicho navío y que con ella se fabricara el que habría de ser su ataúd.

A finales de junio de 1598, poco después de aquel encuentro con Baltasar y su madre, una vez asumido que no recuperaría la salud a sus setenta y un años, ordenó que se le trasladara del alcázar al Escorial. Seis días duró la triste comitiva, pero finalmente pudo reposar en su cama, mirando directamente al altar del templo, el lugar que había edificado para que le sirviera de sepultura; su pirámide particular.

Por los pasillos de la corte se hablaba ya en voz alta de que la enfermedad no tardaría mucho en acabar con él. El día veintidós sufrió grandes fiebres que lo atormentaron durante una semana. En verdad, se decía que los fuegos del infierno habían descendido para consumir al que había sido el más ferviente enemigo de la oscuridad y el maligno.

Poco después comenzaron a aparecer en su piel llagas y pústulas en un triste recuerdo del nombre de la nave de la que se obtuvo la madera con la que se había construido su última morada. La primera apareció sobre la rodilla y la sajó el gran médico Juan de Vergara. No sería la postrera vez que le abrieran las llagas durante los últimos días de su vida.

Como buen cristiano, Felipe II solicitó que se trajera a su alcoba la rodilla de San Sebastián en un intento por mejorar de su dolencia. Al llegar la reliquia, al instante pidió que se la acercaran para besarla y se la colocaran sobre la rodilla herida. Sintió alivio de forma inmediata y, como no podía ser de otra forma, solicitó que trajeran hasta él tantas reliquias como fuera posible: el brazo de San Vicente, una costilla del obispo Albano y una multitud más de objetos sacros que se fueron colgando del dosel de su cama, ante la mirada de su hija, Isabel Clara Eugenia, que no se separaba de su padre.

El rey dio orden de que se hicieran limosnas y se ofreciera ayuda a los más desfavorecidos. Se hizo rodear en su alcoba de crucifijos, en lo que todos entendieron como una muestra más de fe por parte del rey; pero también se rodeó de cuadros extraños. Mandó traer lienzos de Hieronimus van Aeken, entre ellos el que llamaban la Mesa de los Pecados Capitales, y hasta otros ocho, que se diseminaron por la alcoba y que el rey observaba, con ojos desorbitados por el temor, mientras no cesaba en sus oraciones.

Felipe II había sido un hombre extremadamente pulcro, y hasta eso le negaba ahora su enfermedad. Comenzó a sufrir incontinencias, y el hedor que emanaba de sus pústulas y llagas era un tormento para el olfato de los presentes. Se hizo incluso necesario horadar la cama para que pudiera evacuar.

Al fin, unos días antes del fatal destino, llamó a Juan Ruiz de Velasco, uno de los gentileshombres de su cámara al que seis años atrás, en Logroño, había dado órdenes exactas acerca de su funeral. Le pidió entonces que abriera un cajón en el que encontraría un crucifijo. El rey explicó que era el que había mantenido entre sus manos su padre en el momento de su muerte. Allí encontró también una serie de velas de Nuestra Señora de Montserrat. Le pidió a su servidor que recordara siempre dónde se encontraban esos objetos, pues cuando le llegara el día de su muerte habría de entregárselos.

Dos días antes de morir, y cuando ya había recibido la extremaunción, se despidió de los suyos. Poco después, tal como era su deseo, los médicos le informaron de que su hora estaba cerca, por lo que solicitó de nuevo la presencia de clérigos y confesores. Entonces, mientras esperaba su último aliento, se dedicó a besar el crucifijo de su padre y repetir, una y otra vez, que moría como había vivido: siendo un buen cristiano.

Fueron Cristóbal de Moura y Fernando de Toledo los que lo prepararon para la sepultura, vistiéndolo con una camisa limpia y envolviendo su cuerpo en una sábana para que nadie pudiera verlo consumido.

Durante aquel día, el rey fue velado en la cámara, y hacia las seis de la tarde se trasladó a la sacristía. Los monjes se habían apresurado a oficiar la misa, que fue reemplazada por un réquiem.

La jornada siguiente, todos los miembros de la corte se encaminaron a la capilla donde se habían reunido la comunidad monástica y el mismo arzobispo de Toledo para oficiar la misa de difuntos.

El rey Felipe II había muerto.

Un nuevo Felipe había de gobernar. Tenía veinte años.

Francisco de Sandoval y Rojas contaba cuarenta y cinco, y su momento había llegado.

* * *

—Mi señor marqués, su alteza, el príncipe Felipe, os requiere a su lado —anunció un paje hablando al oído del Sandoval, que se hallaba junto a su esposa, muy pálida, y su hermana.

Francisco asintió y acompañó al paje. Cuando llegó junto al príncipe pudo comprobar que el rostro del heredero mostraba todo el cansancio acumulado durante los últimos días. Por deseo de su padre había permanecido junto a él hasta la hora de su muerte, y desde entonces apenas había podido descansar. Ahora, mientras caminaba hacia la iglesia donde se oficiaría misa por el alma del difunto, Francisco pudo ver lo mucho que había sufrido el príncipe.

—Alteza, me han hecho saber que me buscabais. —Habló en susurros, intentando evitar que el resto de los cortesanos que los rodeaban en el cortejo se hicieran partícipes de la conversación—. Lamento encontraros en tan mal estado. Me hubiera gustado estar junto a vos en tan duros momentos, pero ya sabéis que no fue posible.

—Mi buen marqués, siempre sois un apoyo. Incluso ahora. ¿Quién mejor que vos para servirme?

—Si creéis que puedo hacer algo por aliviar vuestro pesar...

—Sí, Francisco. Por eso te he mandado llamar. Ya sé que lo que voy a pedirte no es usual, y que más de un comentario en la corte se suscitará a cuenta de ello. Sin embargo, no veo a ninguna otra persona a quien pudiera encomendarle la tarea que hay pendiente. Cuando concluya la misa de difuntos, el féretro de mi padre habrá de ser transportado hasta el sepulcro real. Estad preparado en ese instante, pues os daré una orden que deberéis cumplir sin falta.

Una vez concluido el sepelio, y obedecida la orden que Francisco había recibido de su nuevo rey, éste le pidió que le acompañara hasta una cámara secreta. Felipe III tenía mucho que tratar con el marqués.

—Gracias, mi buen amigo, por todos tus desvelos y trabajos a mi servicio. Como dijiste hace algún tiempo, ha llegado el momento en el que es a mí a quien le corresponde tomar las decisiones de la corona. Sin embargo, muchos son los asuntos a tratar y necesito hombres de confianza a mi lado. De entre todos ellos, tú eres el más cercano a mi persona, por cariño y esfuerzos. Pero ha llegado el momento de trabajar, Francisco, y, para ello, es necesario establecer previamente una línea de acción que seguir.

—En ese caso, majestad, creo que sería conveniente hacer memoria de cuanto ha pasado durante el reinado de vuestro padre con el fin de no cometer los mismos errores. No pretendo decir con esto que vuestro padre fuera un mal rey —se apresuró a aclarar—; sin embargo, en los últimos años se han producido demasiados conflictos, demasiados problemas que creo deberíais solventar.

—Adelante. Puedes hablar con libertad.

—Para empezar, deberíamos evitar cualquier tipo de insurrección interna. Recordad el levantamiento de los moriscos en Granada, o las alteraciones más recientes producidas en Aragón. Todo ello vino provocado por una política agresiva e intolerante. No son pocos los moriscos que habitan en vuestros reinos y gran parte de la hacienda depende de ellos.

—Es cierto que mi padre era buen cristiano, aunque un tanto rígido.

—Y, sin embargo —continuó Francisco—, también se inmiscuía a menudo en los asuntos eclesiásticos. Sabéis que esto también tiene molestos a los dirigentes católicos. Sería bueno, por tanto, que cada uno se encargara de sus cuestiones: vos las relativas a la tierra, y el clero a las divinas.

—¡No puedo abandonar mi posición como defensor de la cristiandad!

—Por supuesto que no. Y no es eso lo que os aconsejo. Vuestra espada debe estar presta para luchar contra los que se oponen a la Iglesia. Pero dejad que sean ellos los que manejen sus asuntos. Vos dedicaos a reinar, que bastante esfuerzo es ése para que carguéis también con el peso que les corresponde a otros.

—Me parece un buen consejo. Pero hay asuntos que me preocupan más que éste. Especialmente lo relativo a la economía de los reinos.

—Hacéis bien en preocuparos. Vuestro padre estableció tantos impuestos que vuestros súbditos se encuentran al borde de la bancarrota. Esto cobra mayor importancia aún en Castilla, donde muchos están, además, agraviados por el trato que les dispensó en los últimos tiempos. Pero, aun dejando eso atrás, los hidalgos y caballeros están empobrecidos. Los plebeyos, por su parte, cargados de tributos y obligaciones. Y por si esto fuera poco —prosiguió— la mayoría de los nobles se encuentran descontentos. Muchos incluso se sienten ninguneados.

—¿Cómo es eso posible? —exclamó el joven príncipe, que no había pensado jamás en semejante posibilidad.

—Majestad, sabéis bien que vuestro padre se empeñaba en hacerlo todo él, sin contar con la ayuda de nadie. Tal vez debería de haber prestado más atención a algunos consejeros. Muchos nobles se sienten apartados del gobierno, alejados de su labor natural.

»Hace casi veinte años que vuestro padre no recibía en audiencia a los ministros. Ni asistía tampoco al Consejo de Estado. Creo que deberíais tener esto muy en cuenta. Ya hay demasiadas revueltas a punto de producirse para que, además, no contéis con el apoyo de la nobleza.

—Sí, ya sé que en las Indias la situación no es buena —terció el rey.

—No, no lo es. Los nativos se quejan de la enorme presión que ejercen sobre ellos nuestros colonos. Tal vez podríais dar alguna instrucción al respecto. Pero no es necesario cruzar el océano para prever altercados. En Portugal no son pocos los que están prestos a levantarse contra la Corona, y lo mismo puede decirse de Aragón. Y, además, los moriscos se mantienen al acecho, esperando que estalle alguna revuelta para sumarse a los disturbios. Y no hemos tratado los asuntos con Francia, ni con Inglaterra después del desastre de la Armada —concluyó tras una breve pausa.

—¡Ni menciones eso, Francisco! No pensé que el legado de mi padre fuera éste... —comentó con tristeza el que iba a ser nuevo rey.

—Me temo que así están las cosas. Vuestros súbditos claman por una justicia que creen olvidada, algo del pasado. El tesoro real está consumido, aunque los navíos de las Indias traen montañas de oro. Habéis heredado un reino consumido. Afligido y descontento. Y de vos, y de aquellos que elijáis como consejeros, dependerá cambiar el rumbo de la nave o enfrentarse al naufragio más absoluto.

Mucho conversaron aquella tarde el nuevo rey y Francisco. Cuando éste abandonaba ya el alcázar y cruzaba los jardines hacia la salida era noche cerrada. Caminaba satisfecho, feliz al comprobar que el rey depositaba en él toda su confianza, cuando un ruido llamó su atención. Se escuchaba algo alejado, oculto tras unos setos. Intrigado, caminó en aquella dirección. A medida que se acercaba pudo escuchar unas risitas suaves, atemperadas, y lo que parecía ser una voz masculina. Al cabo comenzó a oír recitar a un hombre.

—... En tus mejillas la rosada aurora, Febo en tus ojos y, en tu frente, el día, y mientras con gentil descortesía mueve el viento la hebra voladora que la Arabia en sus venas atesora y el rico Tajo en sus arenas cría; antes que de la edad Febo eclipsado y el claro día vuelto en noche oscura, huya la Aurora del mortal nublado; antes que lo que hoy es rubio tesoro venza a la blanca nieve su blancura, goza, goza el color, la luz, el oro.

Tan pronto como acabaron los versos se escucharon unos aplausos y unos gritos de satisfacción.

—¡Sois un gran declamador!

—Favor que me hacéis, señoras mías. Permitid que...

—¡Don Baltasar!

Este se giró sorprendido. No esperaba que alguien, a aquellas horas, pudiera encontrarlo en aquel lugar alternando con dos damas de la corte. Las mujeres, completamente azoradas, se tapaban las caras con los abanicos, agachando la cabeza.

—Señoras, marchaos de aquí antes de que alguien pueda creer que ha ocurrido algo que pudiera poner en duda vuestra honra —ordenó Francisco con aire grave.

Ellas no se atrevieron a replicar siquiera. Agradecieron el gesto con una inclinación y comenzaron una carrera que las llevara lo más lejos posible de allí. Mientras veía que se alejaban, Baltasar se mantenía en silencio, apretando las mandíbulas.

—Sois un insensato.

—No sois mi aya, Francisco. Seguid vuestro camino y dejadme en paz —respondió empezando a alejarse.

—¡No me deis la espalda! —susurró con rabia poniéndole una mano en el hombro—. ¡Sólo a vos se os ocurre, cuando toda la corte está de luto y el rey acaba de ser enterrado, cortejar a unas damas en los jardines!

—¿Os escandalizáis? —Baltasar se echó a reír—. ¿Sois vos quién me va a sermonear sobre moral? ¿Vos, que engañasteis a vuestra mujer desde el mismo día de vuestra boda? —Baltasar se acercó aún más a Francisco, pegando casi su cara a la de él—. ¿Qué os ocurre? ¿No os gusta que os digan las verdades a la cara?

Francisco lo empujó levemente para separarlo de él y lo señaló con el dedo.

—¡Lo que decís es una falsedad! Simples habladurías con las que vos y el resto de mis enemigos quisieron dañar...

—¡No! No fueron vuestros enemigos, ya que por entonces no los teníais. El mismo día de vuestra boda os seguí, como ya os conté. ¡Me la arrebatasteis! ¡Y luego me quitasteis también el nombramiento de caballerizo del príncipe, que el mismo rey me había ofrecido ya.

Francisco había echado mano al pomo de su espada. Baltasar lo observaba con mirada fiera, sin empuñar aún la suya. Sabía que era mejor que él, que podría vencerle con facilidad, no en vano había hecho carrera en el ejército mientras que Francisco apenas se había alejado de los pasillos cortesanos. Y era, además, mucho más joven. Todo eso pasó por la cabeza de Baltasar al primer chirrido del acerco contra la vaina. Deseaba que Francisco desenvainara, deseaba cruzar su hierro contra aquel entrometido que le estaba arruinando la vida. Sus ojos chispearon ante la idea de darle muerte allí mismo. Y fue ese destello de ira el que hizo entrar en razón a Francisco, que se dio cuenta de que no era el camino que debía seguir para librarse de Baltasar.

Abrió los dedos y la espada se deslizó con un quejido en su lugar de reposo. Tragó saliva con esfuerzo, tomó aire con fuerza y le habló en tono convencido.

—Seréis expulsado de la corte, Baltasar. Yo mismo me encargaré de ello.

—¿Vos? —espetó con una carcajada burlona intentando provocarle viendo que se echaba atrás—. ¡Vos no sois nadie!

—Sí, supongo que eso es lo que creéis... Buenas noches, Baltasar. Os sugiero que no os quedéis en los jardines.

Dos días más tarde, los alguaciles de corte llegaron al hogar de Baltasar. Llevaban una orden de expulsión; durante quince días no tendría acceso a la corte. Tal vez pudiera parecer un castigo menor, pero era una mancha, una lacra que podría evitar futuros honores. Se apresuró a escribirle al rey solicitando el perdón y dando muestras de no entender lo ocurrido. De nada sirvieron ruegos ni explicaciones. Aún se sentó Baltasar a escribir una segunda carta. Una mucho más dolorosa. Una carta dirigida a Catalina, en un intento de que entendiera la clase de hombre con el que estaba casada. Esperó respuesta durante días.

Nunca llegó.

* * *

Para la corte, la expulsión de Baltasar ni siquiera llegó a ser un rumor. Tal como el príncipe había vaticinado, los corrillos cortesanos eran un hervidero de comentarios acerca del funeral. Y, de entre todos los asuntos, dos se convirtieron en los más comentados.

El primero de ellos fue la orden que Felipe había dado a Francisco de Sandoval durante el entierro. Ya fue bastante extraño que el marqués de Denia, que no tenía una relación estrecha con el rey, hubiera sido uno de los encargados de transportar el féretro junto con los Grandes de España. Pero lo que reveló la importancia que el nuevo rey otorgaba a su amigo fue que se le responsabilizara de la entrega del féretro a fray García de Santamaría, quien debía trasladarlo hasta la sepultura.

El segundo de los cotilleos fue el hecho de que Felipe III había nombrado a Francisco consejero de estado.

Algún tiempo más tarde, el Consejo de Hacienda anunció al rey que las arcas reales estaban exhaustas. Lo único de lo que disponía era de deudas. Si no se tomaban medidas urgentes y radicales, la monarquía no tendría dinero para pagar a sirvientes ni ejércitos.

Aun así, Felipe III debía tener en cuenta otro asunto. Durante años, su padre había mermado la concesión de mercedes a sus servidores, lo que había creado un fuerte clima de descontento entre los nobles, cuyo apoyo y confianza debía ganarse el nuevo monarca.

El dilema se centraba entre limitar el gasto de la corona o contentar a los nobles. Y el rey tomó su decisión.

El día veinticuatro de noviembre se emitía una orden real a la Cámara de Castilla, que era la encargada de revisar y estudiar los memoriales de petición de mercedes. Felipe II había reformado dicha cámara para impedir que las mercedes solicitadas fueran entregadas. Pero su hijo ordenaba que se revisaran todos aquellos memoriales que no se habían estudiado en los últimos años. Su intención estaba clara. Necesitaba, más que el oro para su reino, el favor de los nobles para su corona.

CAPÍTULO XXXIII

Comenzaba el mes de octubre y los días se acortaban con rapidez. Pedro Cano regresaba por tanto algo más temprano a su habitación. Aquel día se encontró con Lorenzo Ferrer. Hacía semanas que no lo veía, aunque apenas habían podido estar a solas con Francisca, pues solían encontrarse con Feliciana o su hija, quienes impedían que fueran más allá de una simple conversación. Estaba convencido de que Lorenzo había hablado con las mujeres para que cuidaran de su hija durante sus ausencias y Pedro se había prometido hablar del asunto con el padre tan pronto como lo viera.

—Me alegra encontraros, pues hace días que deseo hablar con vos, Lorenzo. —El escribano apenas había alzado la mirada un instante, mostrando así el poco interés que tenía en el campesino—. Ya veo que no estáis de buen humor y no deseo importunaros, pero...

—En ese caso, no lo hagáis —lo cortó Lorenzo, pero Pedro no se arredró.

—Tendréis que escucharme aunque no os agrade. ¿Acaso no os preocupa el porvenir de vuestra hija?

—Lo que me preocupe a mí no es asunto vuestro... morisco. Lástima que la expulsión no os encontrara viviendo en Valencia.

Pedro había pretendido hablar con Ferrer de Francisca, pero las últimas palabras dichas lo dejaron helado. Unos segundos después acertó a preguntar.

—¿Expulsión? ¿Qué expulsión?

Lorenzo Ferrer se echó a reír con fuerza ante la expresión de sorpresa y terror dibujada en el rostro del campesino.

—¡Vaya! Jamás hubiera pensado que sería yo quien os diera la noticia. Es evidente que no estáis enterado. —Lorenzo Ferrer acercó su cara a la de Pedro, dejando atrás la risa y transformando su rostro en una máscara de odio—. Más te vale salir de Castilla mientras puedas, maldito morisco. En Valencia ya están expulsando a todos los de tu ralea. Decenas de barcos se acumulan en la costa para llevaros a todos a Argel o a cualquier otro sitio. Y pronto serán los moriscos que vivís en Castilla los que tengáis que dejar estas tierras.

Lo que decía Lorenzo Ferrer era cierto. Hacía unos días que se había pregonado en Valencia el edicto de expulsión, por más que Francisco intentó evitarlo. Los expulsados dispusieron de tres días para abandonar las tierras sobre las que reinaba Felipe III. Se anunció que el rey era magnánimo y que no dictaba sentencia de muerte contra los herejes y traidores moriscos. Sus bienes no eran confiscados, pero a cambio sólo podían embarcarse con las pertenencias que pudieran llevar sobre sus cuerpos. Se autorizó a todo el que encontrara un morisco pasado el plazo de tres días a que lo prendiera y tomara cuanto llevaba. Incluso a darle muerte si llegaba a resistirse. Fueron muchos los que cayeron a manos de salteadores y bandidos que, aprovechando la salida precipitada de tantas familias desguarnecidas, se apostaron en los caminos, cayendo sobre los que se dirigían a los puertos, arrancándoles las pocas posesiones que llevaban con ellos, y hasta la vida en muchas ocasiones. Incluso los soldados enviados para dirigir la expulsión se dedicaron a estos asaltos, con lo que los moriscos no encontraban ayuda ni protección.

Algunos señores se vieron en la obligación de escoltar a los que hasta entonces habían trabajado en sus tierras, aunque sólo fuera como compensación por apoderarse de sus casas y aperos. Otros llegaron a escoltarlos hasta su destino, en Orán o Argel, pues se supo que algunos moriscos adinerados que habían logrado fletar sus propios barcos eran asaltados por las tripulaciones, que les daban muerte para saquearlos, arrojándolos luego al mar.

Fueron tantos los que tuvieron que huir a toda prisa, que aquellas tierras necesitarían casi un siglo para recuperarse.

Pedro apenas podía dar crédito a lo que escuchaba de boca de Lorenzo, de modo que le dio la espalda y se encaminó a la cocina para preguntarle a Feliciana mientras oía cómo, a su espalda, Lorenzo decía unas últimas palabras.

—Vete mientras todavía hay tiempo...

* * *

A pesar de que la expulsión morisca suponía una nueva derrota, el año concluyó con un pequeño alivio para Francisco. A finales de diciembre salía la sentencia contra Pedro Franqueza. Se le acusaba de cuatrocientos setenta y tres cargos y se le condenaba a pagar un millón cuatrocientos mil ducados, además de retirarle cuantos fueros y mercedes se le habían concedido. La condena establecía que pasaría en prisión el resto de sus días.

Francisco se libraba así de un lastre: nadie podría decir que protegía a los corruptos ni apoyaba a los ministros deshonestos. Rodrigo Calderón ya no tenía oficios reales, Pedro Franqueza era condenado por sus delitos y Alonso Ramírez de Prado había muerto.

A pesar de eso, Margarita seguía tejiendo su madeja en torno al duque. Con cada día que pasaba, el poder de fray Luis de Aliaga crecía más y más. Su influencia llegó hasta la Junta de Hacienda, que ahora estaba en manos de Fernando Carrillo. Juan de Acuña, anterior presidente del Consejo de Hacienda, que había sido bastante crítico con la labor de Franqueza y Ramírez de Prado, pronto se unió a Carrillo y Aliaga. El bando que la reina había deseado poner en pie contra el duque de Lerma durante tanto tiempo comenzaba a tomar forma.

Fue entonces cuando se promulgó un bando en Castilla, Extremadura y la Mancha en el que se animaba a los moriscos a vender sus posesiones y dejar los reinos de Felipe III en un plazo de treinta días, siempre y cuando no llevaran con ellos ni oro ni plata ni monedas. Pero nadie sabía si pasado ese tiempo se declararía la expulsión de los moriscos de esos lugares tal y como se había hecho en Valencia. Pedro Cano hizo preparativos, pero no se decidía a partir, pues Francisca insistía en que no podía dejar a su padre solo en Madrid y Pedro no quería partir sin ella.

A mediados del mes de enero se promulgó la expulsión de los moriscos de Andalucía y Granada. En Hornachos se dio muerte a muchos de ellos, pues se decía que habían cometido desmanes y delitos contra los cristianos viejos. Se dio permiso en Sevilla y Granada para que aquellos de los que los obispos tuvieran noticias veraces de su buena cristiandad pudieran quedar en sus hogares sin ser expulsados, pero los que tuvieran que marcharse debían dejar a los niños menores de siete años. Toda Andalucía y todos los reinos bajo el gobierno de Felipe III bullían de movimiento por los caminos. Se decía que, de los moriscos que habían dejado Valencia, más de un tercio había muerto antes de llegar a su destino.

* * *

—Francisca, me preocupas. Has perdido peso y desde hace tiempo tu pelo ha perdido brillo. Tus ojos están hundidos...

Pedro le hablaba con ternura y voz grave. Ella lo miró de reojo, bajando la cabeza antes de hablar. Habían encontrado una mañana para estar juntos cuando Francisca aprovechó la ausencia de Feliciana y fue a llevarle algo de vino a los campos en los que el morisco trabajaba. Hacía mucho que no tenían un momento para estar a solas.

—No pasa nada...

—No, no. A mí no me engañarás con facilidad. ¿Estás enferma? —Ella negó con la cabeza—. ¿Acaso tienes problemas con tu padre? ¿Necesitas dinero?

—¡No! No, de verdad...

—Entonces, ¿qué te ocurre?

Viendo que le sería imposible desviar la atención de Pedro, se decidió a decir la verdad.

—Estoy preocupada por ti. Están echando a todos los moriscos... —explicó bajando mucho la voz—. ¿Qué será de ti si también os expulsan de Castilla? ¿Y qué será de mí? No puedo dormir pensando en todas las historias que corren, Pedro. Creo que sería mejor que te marcharas, que te fueras ahora que aún estás a tiempo, por más que eso me entristezca.

—No sería tan fácil. ¿Crees que no lo he pensado? Pero no voy a hacerlo... No voy a separarme de ti. No hasta que vengas conmigo o un soldado me clave su pica para obligarme.

La besó con ternura y la cogió de la mano. Hicieron el amor, muy despacio, como si quisieran tomar cada instante y guardarlo en el algún lugar oculto que sólo ellos pudieran visitar más tarde si sentían la necesidad de volver a estar juntos a pesar de encontrarse separados por cientos de leguas. Al concluir se tumbaron en el suelo. Estuvieron así, abrazados y en silencio, hasta que escucharon a los otros jornaleros que se acercaban al concluir la jornada.

* * *

A Felipe III le preocupaba poco la suerte de aquellos que, al fin y al cabo, eran súbditos suyos y volvía a estar de visita en Lerma. Subía por la cuesta que llevaba al palacio, donde ya estaba la reina y donde tenían previsto esperar a que Margarita volviera a dar a luz. Cuando llegó a la gran plaza que se estaba construyendo ya no pudo permanecer en silencio por más tiempo. Lo que había visto desde que llegara lo tenía asombrado. Las ermitas del parque que Francisco comenzara a construir tiempo atrás ya estaban terminadas y el papa Paulo V accedió a la petición del duque de otorgar indulgencias a aquellos que las visitaran. El parque mismo aparecía en todo su esplendor primaveral y la ciudad seguía bullendo de actividad. En la plaza ducal, un hombre trabajaba con su aprendiz, empedrando con cantos y piedras del río y cubriendo luego el empedrado con arena.

—Estoy impresionado, Francisco... Esta villa aparece más hermosa cada vez que vengo.

—Me honráis, majestad. Todo lo que hago es para estar a la altura de vos. Hay otra obra que aún no habéis visto. ¿Os apetecería verla ahora?

—¿Por qué no? —contestó el rey despreocupado—. No tenemos nada mejor que hacer.

Comenzaron a andar dando la espalda a la mole del palacio, que seguía en obras. Pasaron junto a las casas de los condes de Barajas, Gelves y Saldaña y junto a las de los marqueses de La Laguna y de Miravete, llegando a un grupo de viviendas que se había levantado para cerrar la plaza. Desde allí, una calle partía del vértice opuesto al palacio y comenzaba un descenso acusado. Mientras caminaban, Francisco comenzó a tratar un tema que deseaba hablar con el rey desde hacía un tiempo.

—Majestad, debo elogiaros por los enormes éxitos que se han conseguido en los últimos años —comenzó—. Se ha logrado la paz con Inglaterra y con Flandes, cierto es que con algunas concesiones que no son de nuestro agrado, mas el éxito es indiscutible.

—Bueno, Francisco, he de decir que gran parte de los asuntos que mencionas se llevaron a cabo gracias a tus recomendaciones.

—Es mi deber, majestad. Como siervo vuestro no puedo hacer otra cosa que intentar aconsejaros de la mejor forma posible. Precisamente por eso quiero hablaros de un tema que ya hemos tratado en alguna ocasión. —Los pasos de ambos resonaban al clavarse los tacones de las botas en las piedras de la calle—. Se trata del matrimonio de vuestro hijo, majestad.

—¡Ah, sí! El matrimonio de Felipe... ¡Vaya, Francisco! ¿Qué es lo que estás haciendo aquí?

Habían llegado, tras una bajada y un ligero giro a la izquierda, hasta una de las antiguas puertas de la villa. Frente a ella se encontraba el convento de las carmelitas. Aquella era la única puerta que quedaba en pie tras el derribo de la muralla que había rodeado a la población y que se demolió al iniciarse las obras del palacio ducal. Trabajaban allí cuatro o cinco personas, un par de oficiales junto con sus ayudantes.

—He decidido elevar esta puerta, majestad; en vuestro honor. Se levantará una pared por este lado, el que cae a la villa, y toda la puerta estará cubierta por un tejado fabricado con armaduras de madera. Cuando esté concluido se colocará mi escudo sobre él en la única puerta de entrada que tendrá la ciudad.

—Hermoso, sin duda... No reparáis en gastos, Francisco.

—¿Quién podría hacerlo cuando ha de estar a la altura del rey más poderoso del orbe? —respondió mientras giraba sobre sus talones, satisfecho por la expresión del rey ante lo que veía. Retomó el camino ascendente de vuelta al palacio. Tras un instante de silencio continuó la conversación anterior—. Como os iba diciendo, vuestro hijo, Felipe, cuenta ya cinco años. Ha llegado el momento de buscar para él esposa, ¿no os parece?

—Cierto, cierto... Y dime, ¿has pensado ya en quién podría ser la más indicada?

—En cierto modo, sí, majestad. Veréis: la paz con Inglaterra es firme, no creo necesario que el matrimonio del príncipe deba fortalecer ese acuerdo. Francia, sin embargo, es un caso diferente. La paz de Vervins sigue vigente, pero bien sabéis que Enrique hace cuanto puede por influir en nuestros enemigos. Seguramente recordaréis a Antonio Pérez.

—¿El que fuera secretario de mi padre? Sí, claro. No fueron pocos los problemas que causó en su momento.

—Muy cierto, majestad. Hace un tiempo solicitó a través de Baltasar de Zúñiga que se le permitiera regresar. Yo creí más oportuno usar su pobreza y su posición en Francia, cercana al rey gracias a los servicios que le ha prestado en el pasado, y utilizarlo como espía. Bien, pues me informa de que Francia ha estado apoyando a los flamencos, y que aún lo hace. Incluso ofrece ayuda a los moriscos. Por lo tanto, creo que un matrimonio que fortaleciera los lazos entre ambos países sería muy recomendable.

—No lo dudo. Aunque opino que Enrique no aceptará bajo ningún concepto que esa unión se lleve a cabo. Su odio hacia nosotros es demasiado profundo, está demasiado enraizado. Sería, desde luego, una gran opción, pero no creo que sea posible mientras él se siente en el trono.

—¿Y si os dijera que Enrique IV ya no reina en Francia?

Felipe se detuvo de inmediato a mitad de la cuesta que subía hacia el palacio mirando a su favorito. Frunciendo el ceño, volvió a hablar.

—¿Qué quieres decir, Francisco?

—Enrique IV fue asesinado hace unos días. Acabo de saberlo esta misma mañana.

—Pero... ¿Cómo...?

—Un hombre, un tal Ravaillac, atacó la carroza en la que viajaba Enrique. Parece que el asesino no está en su sano juicio y que odia a los hugonotes, pues su familia sufrió a manos de éstos.

—¡Pero es terrible, Francisco!

—Sí, majestad, lo es.

—Francisco, debes ser claro en esto: ¿hemos tenido algo que ver con ese asesinato? —La voz de Felipe sonó aguda y temblorosa ante la idea.

—No estaría seguro de seguir siendo Baltasar de Zúñiga embajador en Francia. Bien sabéis que realizó muchos negocios turbios contra Enrique en su momento. Pero Baltasar ya no está en Francia, así que no, no lo creo... Mas poco importa eso en realidad, majestad —contestó Francisco con cierta dureza—. La cuestión que debemos valorar ahora es cómo podemos sacar provecho de la situación. Y, sin duda, María de Medici estará más dispuesta que el difunto rey a llegar a un acuerdo matrimonial.

Continuaron ascendiendo en silencio hasta llegar al palacio. Llegados a la plaza en obras, el viento sopló sacudiendo los pensamientos del rey.

—Me gustaría salir a cazar, Francisco, a la Ventosilla. ¿Te ocuparás de que se arregle todo para mañana?

—Desde luego, majestad.

—En cuanto a la boda de Felipe... Haré caso una vez más de tu consejo. Sí, creo que será un acierto casar a mi hijo con Isabel. ¿Crees que debería encargarse tu hijo de prepararlo? —continuó el rey mientras palmeaba el hombro de Francisco y se introducía en el palacio.

—Preferiría hacerlo yo mismo. El asunto es de la máxima importancia y Cristóbal tal vez no tenga la experiencia necesaria —concluyó satisfecho mientras cerraba el enorme portalón a sus espaldas.

* * *

Unos días más tarde, Margarita daba a luz nuevamente. Tenía veintiséis años. Era una niña a la que llamaron como a su madre. El séptimo hijo que nacía del matrimonio real; la pobre infanta moriría seis años después.

Tras el alumbramiento, Francisco se puso a trabajar de inmediato en concertar la boda. Estaba seguro de que el enlace serviría no sólo para cimentar la paz con Francia. Además, permitiría que la hacienda terminara por recuperarse pues no habría ya conflictos por los que gastar grandes sumas de dinero. Podrían pedir a Castilla el pago de sus deudas y solucionar de una vez por todas los problemas económicos de los reinos.

Precisamente para obtener oro seguía trabajando Lorenzo Ferrer en la casa de Rodrigo Calderón. Llevaba tiempo buscando la piedra filosofal siguiendo los pasos del libro que él mismo falsificara y, como era de esperar, los resultados no llegaban. Rodrigo Calderón comenzaba a perder la paciencia.

Cuando bajó un día al sótano donde estaban las herramientas del alquimista, encontró a Lorenzo Ferrer enfrascado en el libro que nadie más podía entender.

—¿Cómo avanzan vuestras pesquisas, maese Ferrer? —preguntó Calderón desde las sombras, levantando ecos en el sótano de su palacio.

Lorenzo Ferrer se sobresaltó, golpeando una redoma y derramando su contenido, que humeó al caer al suelo.

—¡Maldita sea! —exclamó irritado—. ¡El trabajo de meses perdido! ¿Quién osa molestarme? ¿No he dejado claro que necesito soledad y silencio para poder trabajar? ¡Sabed que vuestro señor se sentirá indignado cuando sepa que, estando ya tan cerca de obtener lo que deseaba, por vuestra culpa tendré que empezar todo el procedimiento!

Rodrigo Calderón se adelantó hasta que la luz del candil que iluminaba a Ferrer alcanzó su rostro.

—Tu señor está aquí, maese Ferrer... Lamento lo sucedido, pero vengo a urgiros. Espero resultados y los espero pronto. Ya hace un año que trabajáis a mi costa, se os ha entregado todo aquello que habéis solicitado, mas no ofrecéis resultado alguno. Empiezo a pensar que este asunto se está convirtiendo en un pozo sin fondo.

—Perdonad mi mal humor, mi señor —se disculpó Ferrer ante la reprimenda, inclinándose con insistencia. Llevaba algunas semanas esperando el encuentro, preparando lo que debía hacer cuando se produjera: el frasco astillado para que se rompiera con facilidad al caer, los ingredientes necesarios para producir el tenue humo que tan visual debía resultar... Hacía tiempo que preparaba la monumental estafa y no iba a abandonarla en el mismo instante en que empezaran a sospechar. Había mil y un modos de seguir aprovechando la avaricia de Rodrigo Calderón. Y él necesitaba tiempo para hacer lo que realmente pretendía: encontrar el modo de desacreditar a Calderón y provocar su caída, así como la del duque de Lerma—. No sabía que erais vos quien me hablaba. ¡Pero esto es un desgraciado accidente! —dijo con voz trémula mientras señalaba el líquido esparcido por el suelo—. ¡Si supierais lo cerca que estaba! —gritó desesperado asiendo los brazos de Calderón—. ¿Veis ese humillo que asciende desde el suelo? ¡El proceso ya había empezado!

—¿Y no hay nada que podáis hacer para remediarlo? —inquirió desesperado Calderón al ver lo ocurrido.

—Unas horas más habrían bastado, tal vez unos días, y habríais obtenido lo que tanto anheláis: el poder de transmutar los metales en oro... —continuó lamentándose Ferrer sin prestar atención a lo que le decía Calderón—. Ahora, lamentablemente, habré de volver a empezar...

—¡No puede ser!

—Lo lamento, pero no hay nada que hacer. El proceso es complejo y largo y el menor error o variación de los componentes, o de los recipientes donde han de encontrarse estos, una simple gota de sudor, fijaos bien lo que os digo, puede dar al traste con todo el trabajo. No es en vano, señor, que os pidiera soledad absoluta.

—¿Y no podréis acelerar el proceso, maese Ferrer? —La desesperación de Calderón era patente en su tono de voz.

Lorenzo sopesó su respuesta. Sabía que podía alargar la estafa, pero no debía tensar la cuerda en exceso. Tras pensarlo detenidamente, contestó con calma y aspecto cansado.

—Veréis, mi señor: no puedo, como me pedís, acelerar los procedimientos, ni los tiempos en que los materiales deben estar expuestos a determinadas circunstancias. —El rostro de Calderón aparecía sombrío y pesaroso. Entonces, Ferrer decidió relajar un poco el ambiente—. Mas es cierto que no perderé tanto tiempo en descifrar las instrucciones del libro una vez que ya lo he hecho antes. No significa eso que pueda llevar a cabo todo el proceso sin consultar las instrucciones, por supuesto, pero sí es cierto que tendré que dedicar a ello menos tiempo. Sed paciente. Sabíais que no sería fácil ni rápido. Confiad en mí —añadió con su mejor sonrisa, acercándose a Rodrigo y mirándolo con ojos limpios—, y dentro de poco tiempo seréis el hombre más rico del mundo.

El color debió volver a la cara de Calderón, que sonrió al comprobar la confianza de Ferrer y, sin decir una palabra, asintió convencido de lo que escuchaba. Ferrer se acercó a él nuevamente, lo tomó del brazo y comenzó a llevarlo hacia la escalera de salida.

—Será necesario que me proporcionéis otros trescientos ducados. Hay que volver a comprar los materiales que hemos perdido, y ya sabéis que son raros y difíciles de encontrar...

—Está bien, maese Ferrer. Me ocuparé de que así sea —asintió Calderón mientras se perdía por la escalera.

PARTE I

ENVIDIA

1575 — 1598

CAPÍTULO I

La lluvia arrancaba quejidos de la techumbre de la casa de Francisco de Sandoval. Los nubarrones habían oscurecido la tarde madrileña antes de tiempo. El clima seguía siendo frío y la amplia chimenea refulgía con las llamas. Los troncos crepitaban con fuerza lanzando pequeñas chispas más allá del hogar. Sin embargo, Francisco no reparaba en ello, pues estaba disfrutando del cuerpo sudoroso de su amante, una joven andaluza de la que se había encaprichado meses atrás. Ella cabalgaba en ese momento sobre el cuerpo del noble, con el fuego reflejado en la pequeña porción de espalda que su espesa melena negra dejaba entrever. Francisco se alzó del colchón, ensartado en ella, para lamer la miel de aquellos pezones erguidos. Ella gimió al contacto de la lengua, húmeda y salvaje, y apretó su menudo cuerpo con más fuerza contra la ingle del hombre, frotándose enloquecida mientras lanzaba su cuello hacia atrás con un profundo gemido. De repente, él se levantó por completo, saliendo de ella y haciendo que se colocara de rodillas para penetrarla por detrás. Empujó con fuerza una vez y otra, haciendo que la joven terminara doblando los codos para tener mejor apoyo. Una vez se sintió cómoda de nuevo, comenzó a moverse al ritmo de las embestidas que recibía, elevando más el ritmo hasta que, al fin, desde lo más profundo de su cuerpo, la sacudió el latigazo mordaz que la llevó al éxtasis. Sonrió, sabiendo que esa misma noche disfrutaría de otros instantes como aquel. Francisco siempre lograba hacerla gozar.

Se acercaba la media noche y descansaban adormilados y lánguidos bajo las colchas cuando uno de los sirvientes de la casa llamó con urgencia a la puerta. Entró sin esperar respuesta, arriesgándose a despertar el enfado de su señor.

—Don Francisco, debéis levantaros. ¡Rápido!

Francisco de Sandoval apenas pudo reaccionar. Era demasiado extraño que un servidor lo reclamara de ese modo.

—Pero, ¿qué estás diciendo, Miguel?

—Debéis daros prisa. Vuestro padre acaba de morir y vuestro tío ya os espera.

No tardó en despejársele la cabeza y comenzó a vestirse con rapidez ayudado por Juana, que lo miraba temerosa a través del espejo al tiempo que las manos le temblaban al ayudarle con el coleto.

—¿Qué te ocurre?

—Nada, Francisco...

—Dime qué te ocurre —ordenó con voz suave mientras alzaba el mentón de su amante—. Dímelo —insistió tras besarla brevemente.

—Te vas, Francisco... Te vas, ¿y qué será de mí ahora?

Él rompió a reír, divertido.

—Ahora, querida mía, es cuando menos debes temer por tu futuro. Ahora soy marqués de Denia... No, querida mía. Nada debes temer —aseguró mientras volvía a rozar con intención los pechos lozanos de ella—. No te alejes demasiado. Volveré pronto, y entonces retomaremos la noche que nos han robado.