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Maté a un demonio. En sentido estricto, no sé si era realmente un demonio –no soy exactamente lo que se dice una persona religiosa– pero sí sé que mi vecino era una especie de monstruo, con colmillos y garras y toda la cosa. Podía convertirse y volver a la normalidad, y mató a mucha gente. Si hubiera descubierto que yo sabía quién era, me habría matado a mí también. Así que a falta de una palabra mejor lo llamé demonio, y como no había nadie más que pudiera hacerlo, lo maté. Creo que era lo que había que hacer. Al menos los asesinatos se detuvieron.

Bueno, se detuvieron por un tiempo.

Verás, yo también soy un monstruo; no un demonio sobrenatural, solo un chico seriamente dañado. He pasado toda mi vida tratando de mantener mi lado oscuro encerrado en donde no pudiera lastimar a nadie, pero luego apareció el demonio y la única forma de detenerlo fue dejando salir mi lado oscuro. Y ahora no sé cómo volver a encerrarlo.

A mi lado oscuro lo llamo Señor Monstruo; el lado que sueña con cuchillos sangrientos e imagina cómo te verías con la cabeza clavada en un palo. No tengo personalidades múltiples y no escucho voces ni nada, simplemente… es difícil de explicar. Pienso en muchas cosas terribles y quiero hacer muchas cosas terribles, y es más fácil negociar con ese lado de mí si pretendo que es alguien más; no es John el que quiere cortar a su madre en pedacitos, es el Señor Monstruo, ¿sabes? Solo de decirlo ya me siento mejor.

Pero este es el problema: el Señor Monstruo está hambriento. Los asesinos seriales a menudo hablan de una necesidad, un ansia que los impulsa; al principio la pueden controlar, pero va creciendo y creciendo hasta que les es imposible detenerla, y entonces explotan y tienen que matar otra vez. Antes no entendía de qué estaban hablando, pero ahora creo que sí. Ahora puedo sentirlo, en lo más profundo de mis huesos, tan insistente e inevitable como el impulso biológico de comer o cazar o reproducirse.

He matado una sola vez, y es solo cuestión de tiempo antes de que vuelva a hacerlo.

Era la una de la mañana y yo estaba mirando a un gato.

Probablemente era un gato blanco, aunque no había forma de asegurarlo en la oscuridad; la poca luz de la luna que se filtraba por las ventanas rotas hacía de la habitación una versión más vieja de sí misma, una escena de una película en blanco y negro. Las paredes de bloques de cemento eran grises, los barriles abollados y las pilas de tablones de madera eran grises, los montones de latas de pintura a medio usar eran grises; y allí en el centro, sin moverse, había un gato gris.

Jugué con el botellón de plástico en las manos, girándolo hacia delante y hacia atrás, escuchando cómo la gasolina se agitaba dentro de la botella. Tenía una caja de fósforos en el bolsillo, y una pila de trapos aceitosos en mis pies. Había suficiente madera vieja y químicos ahí para iniciar un incendio espectacular, y deseaba desesperadamente iniciar uno, pero no quería hacerle daño a ese gato. Ni siquiera me atrevía a asustarlo para que se fuera, por miedo a perder el control. Así que solo lo observaba, esperando. Tan pronto como se fuera, este lugar iba a desaparecer.

Era finales de abril, y la primavera finalmente estaba ganando la batalla de transformar un aburrido y congelado condado de Clayton en uno alegre y verde. Una gran parte de esto, claro, se debía al hecho de que el Asesino de Clayton nos había dejado finalmente en paz: sus violentos asesinatos habían durado casi cinco meses, pero repentinamente habían cesado, y nadie sabía nada de él desde enero. La gente del pueblo permaneció temerosa un par de meses más, cerrando sus puertas y ventanas cada noche y apenas atreviéndose a prender la televisión al despertar, por miedo a ver otro cadáver destrozado en las noticias matutinas. Pero no ocurrió nada, y lentamente empezamos a creer que esta vez de verdad había acabado todo y no habría más cadáveres que recoger. El sol salía, la nieve se derretía y la gente empezaba a sonreír otra vez. Habíamos superado la tormenta. Clayton llevaba casi un mes siendo tentativamente feliz.

De hecho, yo era la única persona que no había estado preocupada en absoluto. Yo sabía con certeza que el Asesino de Clayton se había ido para siempre, allá por enero. Después de todo, fui yo quien lo mató.

El gato se movió. Bajó la cabeza, y dejó de ponerme atención para lamerse la pata. Me quedé completamente inmóvil, esperando que me ignorara, se olvidara de mí, saliera a cazar o algo así. Supuestamente los gatos son cazadores nocturnos y este tenía que comer en algún momento. Saqué un reloj de mi bolsillo –un reloj de pulsera de plástico barato al que le había arrancado las correas– y volví a revisar la hora. 1:05. Esto no estaba yendo a ningún lugar.

El almacén había sido construido como un depósito de suministros para una empresa de construcción hace muchos, muchos años, en la época en la que la gran fábrica de madera del pueblo era nueva y la gente todavía pensaba que el condado de Clayton podía convertirse en algo más. Nunca lo hizo, y mientras la fábrica de madera seguía funcionando a marcha forzada, la compañía de construcción recortó el personal y se fue a casa. Desde entonces, no he sido el único que ha hecho uso del edificio abandonado: las paredes están cubiertas con graffiti y el suelo dentro y fuera está lleno de latas de cerveza y envoltorios vacíos. Incluso me encontré con un colchón detrás de unos tablones de madera, presumiblemente el hogar temporal de algún vagabundo. Me pregunté si el Asesino de Clayton había acabado con él también antes de que yo lo detuviera; en cualquier caso, el colchón estaba mohoso por falta de uso y supuse que nadie había estado aquí en todo el invierno. Cuando finalmente tuviera la oportunidad, ese colchón iba a ser el corazón de mi elaborado incendio.

Esta noche, sin embargo, no había nada que pudiera hacer. Tenía que seguir mis reglas, y esas reglas eran muy estrictas: la primera decía “No lastimar animales”. Esta ya era la cuarta vez que el gato me había impedido quemar el almacén. Supongo que debería estar agradecido, pero… realmente necesitaba quemar algo. Un día de estos tomaría a ese gato y… No. No lastimaría al gato. Nunca más volvería a lastimar a nadie.

Respira profundo.

Dejé el botellón de gasolina en el suelo; no tenía tiempo para esperar al gato, pero podía quemar algo más pequeño. Tomé un tablón de madera y lo arrastré hacia afuera, luego volví por la gasolina. El gato seguía allí, ahora sentado en un cuadrado entrecortado de luz de luna, mirándome.

–Un día de estos –dije antes de darme la vuelta y salir de ahí. Rocié un poco de gasolina en el tablón de madera, apenas lo suficiente para que fuera más fácil, luego coloqué el botellón junto a mi bici, lejos de donde iniciaría el fuego. La seguridad primero. Las estrellas estaban apagadas y los árboles en el bosque estaban cerca, pero el almacén se encontraba en un claro de grava y pasto seco. Por algún lugar de entre los árboles se colaba el murmullo de la carretera interestatal, llena de semirremolques nocturnos y algún que otro coche somnoliento.

Me arrodillé junto al tablón, olí la gasolina en el aire y saqué mis fósforos. No me tomé la molestia de romper la madera o preparar exactamente una fogata, solo prendí el fósforo y lo dejé caer sobre la gasolina, mientras veía cómo estallaba, brillante y amarilla. Las llamas lengüetearon la gasolina y luego, lentamente, comenzaron a quemar la madera. Miré de cerca, escuchando los pequeños crujidos y chasquidos mientras el fuego encontraba residuos de savia. Cuando el fuego ya había envuelto el tablón, lo tomé de una esquina segura y lo volteé para que las llamas pudieran propagarse y extenderse por el resto de los bordes. Se movían como un ser vivo, tanteando la madera con un delgado dedo amarillo, probándolo para luego llegar a devorarlo ávidamente.

El fuego prendió bien, mejor de lo que había esperado. Me pareció una pena que se desperdiciara en un solo tablón, así que arrastré otro desde el almacén y lo eché al centro del fuego. La llama ahora era lo suficientemente grande como para rugir y crepitar, y saltó hacia la nueva madera con claro deleite. Le sonreí, como el orgulloso dueño de un perro precoz. El fuego era mi mascota, mi compañero, y la única catarsis que me quedaba; cuando el Señor Monstruo clamaba para que yo rompiera mis reglas y lastimara a alguien, siempre podía apaciguarlo con un buen fuego. Vi la llama extenderse por el segundo tablón y escuché el sordo rugido mientras quemaba el oxígeno. Sonreí. Quería más madera, así que entré por dos tablones más. Un poco más no lastimaría a nadie.

–Por favor, no me lastimes.

Me encantaba cuando ella decía eso. Por alguna razón, siempre esperaba que me preguntara “¿Vas a lastimarme?”, pero era demasiado lista para eso. Estaba atada a la pared de mi sótano y yo tenía un cuchillo… Por supuesto que iba a lastimarla. Brooke no hacía preguntas estúpidas, una de las razones por las que me gustaba tanto.

–Por favor, John, te lo ruego; por favor, no me hagas daño.

Podía escuchar eso por horas. Me gustaba porque iba directo al punto: yo tenía todo el poder en la situación y ella lo sabía. Sabía que sin importar lo que quisiera, yo era el único que podía dárselo. Solo en esta habitación, con el cuchillo en mi mano, yo era su mundo entero, sus esperanzas y sus miedos al mismo tiempo, su todo a la vez.

Moví el cuchillo imperceptiblemente y sentí una descarga de adrenalina mientras sus ojos se movían para seguirlo: primero a la izquierda, luego a la derecha; ahora arriba, ahora abajo. Era un baile íntimo, nuestras mentes y cuerpos en perfecta sincronía.

Ya había sentido esto antes, cuando apunté con un cuchillo a mi mamá en la cocina, pero ya desde entonces sabía que Brooke era la única que realmente importaba. Brooke era con quien quería conectar.

Levanté el cuchillo y di un paso al frente. Como haría un compañero de baile, Brooke se movió al unísono, presionando la espalda contra la pared, con los ojos cada vez más abiertos y la respiración cada vez más rápida. Una conexión perfecta.

Perfecta.

Todo era perfecto, justo como me lo había imaginado mil veces. Era una fantasía hecha realidad, un escenario tan completo que empecé a sentir que me arrastraba hasta arrasar conmigo. Sus grandes ojos concentrados completamente en mí. Su piel pálida temblando conforme me acercaba a ella. Sentí un arrebato de emociones turbias dentro de mí, derramándose y formando ampollas en mi piel.

Esto está mal. Esto es exactamente lo que siempre he querido, y exactamente lo que siempre he querido evitar. Se siente bien y mal al mismo tiempo.

No sé distinguir entre mis sueños y mis pesadillas.

Esto solo podía terminar de una manera, la manera en la que siempre terminaba. Metí el cuchillo en el pecho de Brooke, ella gritó y yo desperté.

–Despierta –repitió mamá mientras encendía la luz. Me di la media vuelta y gruñí. Odiaba despertar, pero odiaba dormir aún más, era demasiado tiempo para pasar solo con mi inconsciente. Hice una mueca y me obligué a sentarme. Había sobrevivido a otro sueño. En tan solo veinte horas tendría que volver a hacerlo.

–Hoy es un día importante –anunció mamá, abriendo las cortinas metálicas de mi ventana–. Después de la escuela tienes otra cita con Clark Forman. Vamos, levántate.

Volteé para mirarla, con los ojos entrecerrados, todavía adormilado.

–¿Otra vez Forman?

–Te lo comenté la semana pasada –dijo ella–. Posiblemente sea otra declaración.

–Como sea.

Salí de la cama y me dirigí al baño para darme una ducha, pero mamá me bloqueó el camino.

–Espera –dijo con severidad–. ¿Qué decimos?

Suspiré y repetí nuestra frase ritual de la mañana:

–Hoy voy a tener buenos pensamientos y sonreírle a todas las personas que vea.

Sonrió y me dio una palmadita en el hombro. A veces quisiera simplemente tener un despertador.

–¿Corn Flakes o Cheerios para desayunar?

–Puedo servirme mi propio cereal –respondí y la hice a un lado para pasar al baño.

Mi mamá y yo vivíamos arriba de la funeraria en un barrio tranquilo a las afueras de Clayton. Técnicamente estábamos al otro lado de la línea municipal, lo que nos colocaba en el condado antes que en el pueblo, pero el lugar era tan pequeño que a nadie le importaba realmente dónde estaban las líneas divisorias. Vivíamos en Clayton, y gracias a la funeraria éramos una de las pocas familias en las que ninguno de sus integrantes trabajaba en la planta de madera. Uno pensaría que en un pueblo pequeño como este no tendría suficientes muertos como para mantener el negocio de la funeraria, y de hecho era verdad: vivíamos contra las cuerdas la mayor parte del año, luchando para pagar las cuentas. Mi papá pagaba su parte de mi manutención, o más correctamente, el gobierno embargaba parte de su sueldo para que la pagara, pero aun así no era suficiente. Luego, el pasado otoño apareció el Asesino de Clayton y nos dio mucho trabajo. La mayor parte de mí pensaba que era triste que tanta gente tuviera que morir para que el negocio fuera redituable, pero el Señor Monstruo lo disfrutaba de principio a fin.

Naturalmente, mamá no sabía sobre el Señor Monstruo, pero sí sabía que había sido diagnosticado con Trastorno de Conducta, que es más que nada una forma educada de decir que soy un sociópata. El término oficial es Trastorno de Personalidad Antisocial, pero no tienen permitido llamarlo así antes de los 18 años. A mí todavía me faltaba un mes para cumplir los 16, así que era Trastorno de Conducta. Me encerré en el baño y me quedé mirando el espejo. Estaba lleno de pequeñas notas y post-its que mamá dejaba para recordarnos cosas importantes; no cosas cotidianas como citas, sino ”palabras de inspiración para la vida”. A veces la escuchaba recitarlas para sí misma mientras se arreglaba en la mañana, cosas como: “Hoy va a ser el mejor día de mi vida”, y tonterías por el estilo. La más grande era una nota que había escrito específicamente para mí compilando la lista de reglas, escritas en una hoja rayada rosa que mamá había pegado por las esquinas al espejo. Eran las mismas reglas que yo había creado hacía años para mantener al Señor Monstruo encerrado, y las había seguido bien por mi cuenta hasta el año pasado, cuando tuve que dejarlo salir. Ahora mamá se encargaba de hacérmelas cumplir. Leí la lista mientras me lavaba los dientes:

 

Reglas:

- No lastimar animales.

- No quemar cosas.

- Cuando piense cosas malas de alguien, alejar mis pensamientos y decir algo bueno sobre esa persona.

- No llamar a nadie “eso”.

- Si empiezo a seguir a alguien, ignorarlo tanto como me sea posible el resto de la semana.

- No amenazar a las personas, ni siquiera implícitamente.

- Si alguien me amenaza, abandonar la situación.

 

 

Obviamente, aquella regla de quemar cosas ya la había dejado atrás. El Señor Monstruo era tan insistente, y la supervisión de mamá tan restrictiva, que algo tenía que ceder, y fue eso. Iniciar incendios –pequeños y contenidos que no lastimaran a nadie–. Hacerlo era como una válvula de escape que liberaba toda la presión que se acumulaba en mi vida. Era una regla que tenía que romper si quería mantener la esperanza de seguir las otras. No le dije a mamá que lo estaba haciendo, por supuesto; la había dejado en la lista, solo que la ignoraba.

Honestamente, aprecio la ayuda de mamá, pero… se está volviendo muy difícil vivir con eso. Escupí la pasta de dientes, me enjuagué la boca y fui a vestirme.

Desayuné en la sala, viendo las noticias matutinas mientras mamá daba vueltas en el pasillo detrás de mí, tan lejos como el cable de su rizador de pelo se lo permitía.

–¿Ha pasado algo interesante en la escuela? –preguntó.

–No –contesté.

No había nada interesante en las noticias tampoco. O bueno, al menos nada de nuevas muertes en el pueblo, que usualmente era lo único que me importaba.

–¿Realmente crees que Forman quiere verme para otra declaración?

Mamá hizo una pausa por un momento, silenciosa detrás de mí. Sabía en qué estaba pensando: había cosas que todavía no le habíamos dicho a la policía sobre lo que había sucedido esa noche. Una cosa es que te persiga un asesino serial, pero otra es que un asesino serial resulte ser un demonio y se derrita hasta convertirse en ceniza y lodo negro frente a tus ojos. ¿Cómo se supone que debo explicar eso sin que me metan a un psiquiátrico?

–Estoy segura de que solo quiere asegurarse de que tengan todo bien –respondió–. Les dijimos todo lo que hay que decir.

–Todo excepto el demonio que trató de…

–No vamos a hablar al respecto –dijo mamá con severidad.

–Pero no podemos solo hacer de cuenta que…

–No vamos a hablar al respecto –repitió mamá. Odiaba hablar del demonio y casi nunca lo reconocía en voz alta. Yo estaba desesperado por hablarlo con alguien, pero la única persona con quien podía compartirlo se negaba a siquiera pensar en eso.

–Ya le conté todo lo demás infinidad de veces –insistí, cambiando de canal a la tele–. Una de dos: o sospecha algo o es un idiota.

El nuevo canal era tan aburrido como el último. Mamá se quedó pensando un momento.

–¿Estás teniendo malos pensamientos sobre él?

–Ay, mamá, por favor…

–¡Esto es importante!

–Puedo hacer esto solo –afirmé, bajando el control remoto–. Llevo haciéndolo mucho tiempo. No necesito que me recuerdes constantemente cada pequeña cosa.

–¿Estás teniendo malos pensamientos sobre mí en este momento?

–Estoy comenzando a tenerlos, sí.

–¿Y?

Puse los ojos en blanco.

–Te ves muy bien hoy –dije.

–Ni siquiera me has visto desde que prendiste la televisión.

–No tengo que decir cosas sinceras, solo cosas buenas.

–Ser sincero ayudaría…

–¿Sabes qué ayudaría? –pregunté, poniéndome de pie y llevando mi tazón vacío a la cocina–. Que dejaras de molestarme todo el tiempo. La mitad de las cosas malas en las que pienso son causadas por ti y tu obsesión de vivir persiguiéndome.

–Mejor yo que alguien más –respondió desde el pasillo, imperturbable–. Sé que me quieres lo suficiente como para no hacer algo drástico.

–Soy un sociópata, mamá, no quiero a nadie. Por definición.

–¿Eso es una amenaza implícita?

–Ay, por favor… No, no es una amenaza. Ya me voy.

–¿Y?

Regresé unos pasos hacia el pasillo, mirándola con frustración. Lo volvimos a recitar:

–Hoy voy a tener buenos pensamientos y sonreírle a todas las personas que vea.

Tomé mi mochila, abrí la puerta y me di la vuelta para verla una vez más.

–Te ves muy bien hoy –repetí.

–¿Y eso por qué fue?

–No quieres saber.

Dejé a mi mamá y bajé las escaleras hacia la puerta lateral, donde nuestra casa se juntaba con la funeraria del piso de abajo. Había un pequeño espacio allí, un descanso entre las puertas y las escaleras, y me detuve un momento para respirar profundamente. Me dije a mí mismo, como hacía cada mañana, que mamá solo estaba intentando ayudar, que reconocía mis problemas y quería ayudarme a vencerlos de la única manera en la que sabía.

Antes pensaba que compartirle mis reglas me ayudaría a seguirlas, que de alguna forma me haría más consciente de ellas, pero su nivel de control era abrumante, y ahora no veía la manera de librarme. Me estaba volviendo loco.

Literalmente.

Las reglas que seguía estaban diseñadas para proteger a la gente, para evitar que hiciera algo malo y para mantenerme lejos de situaciones en las que pudiera lastimar a alguien. Y el potencial definitivamente estaba ahí.

Tenía siete años cuando descubrí por primera vez la pasión más grande de mi vida: los asesinos seriales. No me gustaba lo que hacían, obviamente, sabía que estaban mal, pero me fascinaba la manera en la que lo hacían y sus porqués. Lo que más me intrigaba no era cuán diferentes parecían ser, sino cuán similares eran, tanto entre ellos como con respecto a mí. Mientras más leía y más aprendía, empecé a apuntar todas las señales de advertencia en mi cabeza: Enuresis crónica (mojar la cama). Piromanía. Crueldad animal. Alto cociente intelectual con bajas calificaciones; infancias solitarias con pocos amigos o ninguno; tensas relaciones parentales y vidas familiares disfuncionales. Estos rasgos, junto con una docena más, son predictores de comportamientos en asesinos seriales, y yo tenía cada uno de ellos. Fue muy impactante darme cuenta de que las únicas personas con las que podía identificarme eran asesinos psicópatas.

El problema con los predictores es que nunca están escritos en piedra: la mayoría de los asesinos seriales mostraron estos signos de niños, pero la mayoría de los niños que muestran estos signos nunca se convierten en asesinos seriales. Es un proceso de varios pasos que tienes que atravesar: requiere moverse de una mala decisión a otra, hacer un poco más y luego llevarlo un poco más lejos, hasta que finalmente te descubren en un sótano lleno de cadáveres y un santuario hecho de cráneos. Cuando mi papá se fue y yo estaba tan enojado que quería matar a todos mis conocidos, decidí que ese era el momento indicado de hacer algo conmigo mismo. Entonces, me puse reglas para ser tan normal, feliz y pacífico como me fuera posible.

Muchas de las reglas se escribieron solas: “No lastimar animales”. “No lastimar personas”. “No amenazar animales o personas”. “No pegar o patear nada.” Conforme fui creciendo y me entendí mejor, empecé a hacer reglas más específicas y fue necesario acompañarlas de autocastigos: “Si quiero lastimar a alguien, tengo que halagarlo”. “Si empiezo a obsesionarme con una persona específica, tengo que ignorarla el resto de la semana”. Reglas como esas me ayudaban a expulsar pensamientos oscuros y evitar situaciones peligrosas.

Cuando llegué a la adolescencia, todo mi mundo cambió y mis reglas tuvieron que cambiar también para mantenerse al día: a las niñas de la escuela les crecieron las caderas y los senos, y de repente mis pesadillas ya no eran de hombres mayores gritando, sino mujeres jóvenes gritando. Entonces instauré una nueva regla: “No le veas los senos a nadie”, pero he descubierto que es más fácil simplemente no mirar en absoluto a las chicas.

Lo que nos lleva al caso de Brooke.

Brooke Watson es la niña más bonita de toda la escuela, es de mi edad, vive a dos casas de la mía y puedo distinguir su aroma en medio de una multitud. Tiene el pelo largo y rubio, usa frenos y tiene una sonrisa tan brillante que me hace preguntarme por qué las otras chicas se molestan siquiera en sonreír. Sé su horario de clases, su cumpleaños, su contraseña del correo electrónico y su número de seguridad social, ninguno de los cuales tendría por qué saber. Tengo reglas anti-acoso que deberían haberme impedido saber todo eso, o siquiera pensar en ella en absoluto, pero… Brooke es un caso especial.

La cuestión es que mis reglas están diseñadas para mantener al Señor Monstruo dentro, pero tienen el brutal efecto secundario de mantener fuera a todos los demás. Alguien que se obliga a sí mismo a ignorar a las personas tan pronto como comienza a conocerlas es alguien que no va a hacer muchos amigos. Antes solía estar bien con eso, feliz de ignorar el mundo y mantenerme lejos de cualquier tentación, pero mamá tiene otras ideas, y ahora que se ha involucrado de forma activa en mi sociopatía me está llevando a situaciones que no estoy seguro de cómo manejar. Ella insiste con que la única forma de adquirir habilidades sociales es practicándolas y sabe que me gusta Brooke, así que hace que pasemos tiempo juntos cada vez que puede. Su último truco, ahora que tengo permiso de conducir, fue prestarme un coche y decirle a los papás de Brooke que yo la llevaría a la escuela todos los días. Ellos pensaron que era una gran idea, en parte porque la parada de autobús más cercana está a ocho cuadras de distancia, pero sobre todo porque no saben cuántas veces a la semana sueño con embalsamar a su hija.

Saqué mis llaves y salí en dirección al coche. Mamá había comprado el coche más barato que pudo encontrar para que yo lo usara, un Chevy Impala de 1971, color azul cielo, sin aire acondicionado ni radio FM. Estaba construido como un tanque, pero se lo trataba como a un barco de crucero, y supongo que si lo fundieras podrías hacer por lo menos tres Civics Honda, pero no me quejaba. Estaba bien tener un coche.

Brooke salió de su casa antes de que yo tuviera oportunidad siquiera de encender el coche. Siempre había querido conducir a su casa a recogerla, me parecía que era lo más educado, pero cada mañana me escuchaba encender el motor y me alcanzaba a la mitad.

–Buenos días, John –saludó, subiéndose del lado del pasajero. No volteé a mirarla.

–Buenos días, Brooke –contesté–. ¿Estás lista?

–Todo listo.

Puse en marcha el coche y aceleré, manteniendo los ojos cuidadosamente sobre el camino. No me volví a verla hasta que me detuve en la esquina al final de la cuadra y alcancé a echar un breve vistazo mientras revisaba que no pasara ningún coche. Traía una blusa roja y tenía la capa superior del cabello amarrada en una media cola. Me contuve para no mirar con mayor detenimiento lo que traía puesto, pero por el destello de piel en sus piernas supe que traía shorts. Hacía mucho calor en esta época del año y para la hora del almuerzo estaría bien, pero a esta hora de la mañana todavía estaba muy fresco, así que encendí la calefacción antes de continuar por la calle.

–¿Estás listo para Estudios Sociales hoy? –preguntó. Era la única clase que compartíamos, así que era un tema frecuente de conversación.

–Supongo –respondí–. No quería leer el capítulo sobre la presión de grupo, pero algunos amigos me convencieron de que lo hiciera.

La escuché reírse, pero no giré para ver su sonrisa. Brooke era una gran anomalía en mi vida, el nudo retorcido que revolvía todas mis reglas y desordenaba todos mis planes. Si fuera cualquier otra chica, por supuesto, ni siquiera hablaría con ella, y si alguna vez tuviera un sueño con otra chica no me permitiría siquiera pensar en ella el resto de la semana. Esa era la forma segura, la forma en la que había vivido durante años.

Debido a nuestra situación, sin embargo, tenía que estirar mis reglas para acomodarlas a mi cercanía forzada con Brooke. Había hecho una larga lista de excepciones para cubrir el área entre “ignorarla por completo” y “secuestrarla a punta de cuchillo”. No podía ignorarla, pero tampoco podía quedarme mirándola, así que desarrollé un grupo de opciones aceptables:

Podía decir su nombre una vez, en la mañana, cuando se subiera al coche. Podía hablar con ella mientras conducía, pero tenía que mantener mis ojos en el camino. En la escuela podía mirarla tres veces durante la clase y hablar una vez con ella durante el almuerzo, pero eso era todo: tenía que evitarla en los tiempos entre clases, incluso si eso significaba desviarme de mi camino. No podía seguirla, ni siquiera si estábamos yendo al mismo lugar, y no podía, bajo ninguna circunstancia, pensar en ella durante el día. Si empezaba a hacerlo, me obligaba a mí mismo a recitar secuencias numéricas en mi cabeza para borrar los pensamientos: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34. Y quizá lo más importante de todo: no podía tocarla, ni a ella ni a ninguna de sus pertenencias, por ninguna razón.

Antes de hacer esta última regla incluso llegué a robarle algo, solo para tenerlo: era una pinza para pelo que por algún motivo terminó un día en el suelo de mi coche. La guardé una semana, como un amuleto de buena suerte, pero hacía que la regla de “no pensar en ella” fuera casi imposible de seguir, así que la regresé al piso y se la señalé a la mañana siguiente, como si la acabara de encontrar. Ahora rehúyo de todo, al punto de que ni siquiera toco la puerta del pasajero (“su” puerta) a menos que sea estrictamente necesario.

–¿Nunca se te pasa por la cabeza que pudiera volver? –preguntó Brooke repentinamente, interrumpiendo mis pensamientos.

–¿Quién?

–El asesino –dijo. Su voz era distante y pensativa–. Actuamos como si se hubiera ido solo porque no ha atacado a nadie en meses, pero aún no lo encontraron. Todavía está allá afuera, en alguna parte y sigue siendo… malo.

Usualmente Brooke evitaba hablar del asesino; odiaba hasta pensar en el tema. Algo debía de estar molestándole como para que estuviera hablando de eso ahora.

–Podría seguir allá afuera –respondí–. Algunos asesinos seriales pueden esperar años enteros entre un ataque y otro, como Dennis Rader, pero usualmente son un tipo diferente de asesino. Nuestro asesino era…

Casi volteo a mirarla, pero me detuve y miré al camino. Tenía que ser cuidadoso de no asustarla… Por lo general, la gente se perturba cuando se da cuenta lo mucho que sé de asesinos seriales. Incluso el agente Forman se sorprendía en las primeras entrevistas. Él era un criminólogo dedicado a hacer perfiles de asesinos, y sin embargo yo había leído un ensayo de Edward Kemper del que él nunca había escuchado.

–No sé –dije–. Es difícil pensar en eso.

–Es difícil –repitió Brooke–. No me gusta pensar en eso, pero con la señora Crowley tan cerca, es difícil de olvidar. Debe sentirse muy sola.

Revisé el punto ciego del coche justo a tiempo para cruzar miradas con Brooke.

–¿Nunca tienes pesadillas al respecto?

–No realmente –dije, pero no era cierto. Tenía pesadillas al respecto prácticamente todas las noches; era la razón principal por la que odiaba dormir. Un minuto estaba cabeceando, luchando para llenar mi mente con pensamientos felices, y al siguiente estaba dentro de la casa de Crowley, golpeando a la señora Crowley con un reloj. Tenía pesadillas en las que me encontraba al doctor Neblin, mi terapeuta, muerto en la entrada de los Crowley. Y tenía pesadillas con el señor Crowley –el mismo Asesino de Clayton– transformado inexplicablemente en un demonio, acuchillando y matando a un largo desfile de víctimas antes de finalmente ir a buscarnos a mamá y a mí. Lo había matado, pero eso solo empeoraba las pesadillas: la mayoría de ellas trataban sobre cuánto disfrutaba matar y cuánto quería volver a hacerlo. Eso era mucho más aterrador.

–No puedo imaginar lo que debió de haber sido para ti encontrarte con ese tipo –agregó Brooke–. Creo que yo no hubiera podido hacer lo que tú hiciste.

–¿Qué fue lo que hice?

¿Sabía que había matado al demonio? ¿Cómo?

–Tratar de salvar a Neblin –respondió Brooke–. Yo simplemente me hubiera echado a correr.

–Ah, sí.

Claro, no estaba pensando en asesinar, estaba pensando en salvar. Brooke siempre le veía el lado positivo a todo. No estaba seguro de que yo tuviera un lado positivo, pero a su lado podía pretender que sí.

–No pienses demasiado en eso –le contesté, entrando al estacionamiento de la escuela–. Estoy seguro de que tú hubieras hecho lo mismo, y probablemente lo habrías hecho mejor. Además, recuerda que ni siquiera lo salvé.

–Pero lo intentaste.

–Estoy seguro de que él aprecia el esfuerzo –dije, y estacioné en un lugar suficientemente grande para mi coche gigante. Era gracioso, en realidad: esta cosa probablemente pesaba más que el 99% de los vehículos ahí, aun cuando la mitad de los estudiantes llevaban camionetas.

»Bueno, ya llegamos.

Brooke abrió la puerta y salió del coche.

–Gracias por traerme. Te veré en Estudios Sociales –dijo y se echó a correr para reunirse con una amiga.

Me permití seguirla un momento con la mirada mientras se alejaba, corriendo hacia su amiga en su camino hacia el edificio de la escuela. Era preciosa.

Y estaba mucho mejor sin mí en su vida.

–Cállate –dijo Max, caminando a mi lado y dejando caer su mochila en el suelo. Max Bowen era lo más cercano que tenía a un amigo, aunque era más una cuestión de conveniencia que una amistad real. Los asesinos seriales tienden a aislarse del mundo cuando son niños, no tienen amigos o tienen muy pocos, así que me dije a mí mismo que un mejor amigo, incluso uno falso, me ayudaría a mantenerme normal. Max era el candidato perfecto: no tenía amigos por su cuenta y estaba tan absorto consigo mismo que no le importaban mis múltiples excentricidades. Max era, por otro lado, muy irritante, como su nuevo hábito de empezar toda conversación con “Cállate”.

–Es un deleite estar contigo últimamente, ¿lo sabías? –dije.

–Lo dice el muerto viviente –respondió Max–. Todos sabemos que eres un gótico reprimido, ¿por qué no simplemente te vistes de negro y lo superas?

–Mi mamá me compra la ropa.

–Sí, también la mía –contestó, olvidándose de la cadena de insultos y poniéndose en cuclillas para abrir su mochila–, aunque muy pronto me va a quedar la ropa de mi papá y entonces me voy a ver increíble. Podré usar su uniforme de combate y todo.

Max idolatraba a su papá, más aún ahora que estaba muerto. El Asesino de Clayton lo había partido a la mitad justo antes de Navidad y todos en el pueblo habían sido excesivamente amables con Max desde entonces, pero yo creo que estaba mejor así. Su papá era un imbécil.

–Mira esto –dijo, poniéndose de pie y abriendo una carpeta de cartón grueso. Dentro de ella había varias revistas de cómics, cautelosamente forradas con plástico. Sacó una con cuidado y me la pasó.

–Esta es una edición limitada –explicó, colocándola con delicadeza en mis manos–. Linterna Verde edición 0, exclusiva de convención. Incluso tiene una estampilla de papel de aluminio en la esquina. Está seriada.

–¿Por qué la traes a la escuela? –pregunté, pero sabía la respuesta. Había traído sus caros cómics sin más motivo que presumirlos; no tenían ningún valor para él si se quedaban en casa en una gaveta con llave donde nadie pudiera ver lo genial que era por tenerlos.

–¿Qué es eso? –preguntó Rob Anders, deteniéndose junto a nosotros. Suspiré. Aquí íbamos otra vez. Esto pasaba casi todos los días: Rob se burlaría de Max, yo me burlaría de Rob, él me amenazaría y luego iríamos a clase. A veces me preguntaba si yo lo molestaba a propósito solo para sentir la emoción del peligro otra vez, para sentir una probada del terror absoluto que había sentido en el invierno. Pero Rob no era un asesino y definitivamente no era un demonio. Sus amenazas eran superficiales y huecas. Era un chico de 16 años, por el amor de Dios. ¿Qué me iba a hacer?

–Buenos días, Rob –saludé–. Siempre es bueno verte.

El Señor Monstruo quería desesperadamente apuñalarlo.

–No estaba hablando contigo, fenómeno –dijo Rob–. Estaba hablando con tu novio.

–Es un cómic que vale más que cualquiera de tus cosas –contestó Max y lo quitó de su vista, protegiéndolo. Max siempre sabía decir exactamente lo que no tenía que decir.

–Déjame ver –ordenó Rob, y estiró la mano para tomar la revista. Max al menos fue lo suficientemente listo como para no resistirse y lo soltó inmediatamente.

–Tómalo con cuidado –dijo Max–, no lo arrugues.

–Linterna Verde –leyó Rob, sosteniéndolo enfrente de él. Su voz ahora era diferente, más deliberada de lo normal, y ligeramente más dramática. Había aprendido por experiencia que una voz como esa significaba que quien la usaba se estaba burlando de algo.

–¿Es con él con quien sueñas en las noches, Max? ¿Con el gran Linterna Verde de ensueño escabulléndose en tu habitación?

–¿No sabes hablar de otra cosa que no sea de homosexualidad? –le pregunté. Sabía que no debía confrontarlo, pero Rob nunca me hacía nada a mí, solo a Max. Creo que seguía teniéndome miedo después del incidente de Halloween.

–Solo hablo de gays cerca de gays como ustedes –dijo, doblando el cómic y su soporte de cartón.

–Por favor no lo dobles –suplicó Max.

–¿O qué? –preguntó Rob con una sonrisa–. ¿Tu papá el soldado me va a dar una paliza?

–Guau –exclamé–, ¿de verdad acabas de burlarte de su papá muerto?

–Cállate –respondió Rob.

–Así que eres rudo porque alguien más mató a su papá –repliqué–. Hay que tener agallas para eso, Rob.

–Y tú eres un maricón –dijo, golpeándome en el pecho con el cómic.

–¿Sabes que los homófobos habladores son gays con mucho mayor frecuencia?

–¿Y tú sabes que me estás pidiendo a gritos que te destruya la cara? Aquí mismo. Me estás entregando una solicitud firmada para que te golpee –dijo Rob, con una sonrisa sarcástica.

Chad Walker, uno de los amigos de Rob, se acercó por detrás.

–Son los fenómenos –dijo Chad–. ¿Cómo están hoy, fenómenos?

–Maravillosamente, Chad –respondí, sin quitarle de encima la mirada a Rob–. Bonita camiseta, por cierto.

Rob me sostuvo la mirada un momento, luego dejó el cómic en mis manos.

–Mira bien, Chad –dijo–. Las pruebas vivientes de qué tan dañados llegan a ponerse los chicos sin padre. Dos familias disfuncionales en acción.

–Tener un padre evidentemente ha hecho maravillas contigo –repliqué.

Finalmente algo se quebró en la mente de Rob y me empujó a la altura del pecho.

–¿Quieres habar sobre disfuncionalidad, fenómeno? ¿Quieres hablar sobre cortar a la gente por la mitad? Te hacen ir a la estación de policía casi cada semana, John, ¿cuándo te arrestarán por fin por el psicópata que eres? –ya estaba gritando y otros chicos se detuvieron a mirar.

Esto era nuevo, nunca lo había hecho explotar así.

–Eres muy observador –respondí, tratando de pensar en un cumplido. No sabía qué más podía decir y el Señor Monstruo aprovechó para susurrarme algo al oído y se me escapó antes de que pudiera detenerlo–: Pero piénsalo así, Rob: una de dos, o estás en lo incorrecto, en cuyo caso todas las personas que te están mirando piensan que eres un idiota, o estás en lo correcto, en cuyo caso estás amenazando físicamente a un asesino peligroso. En cualquiera de los casos, no parece ser una movida muy inteligente.

–¿Me estás amenazando, fenómeno?

–Escucha, Rob –dije–. Tú no das miedo. He sentido miedo antes, real y genuino miedo, y tú no estás ni remotamente cerca de competir en la misma liga. ¿Por qué tenemos que pasar por esto todos los días?

–Tienes miedo de ser descubierto –contestó Rob.

–Tenemos que irnos a clase –interrumpió Chad, llevándose a Rob. Por sus ojos pude saber que estaba preocupado, que Rob había ido demasiado lejos, o tal vez yo.

Rob dio un paso atrás, me hizo una grosería con el dedo y se alejó con Chad. Le regresé el cómic a Max y él analizó cuidadosamente el daño.

–Uno de estos días va a romper uno –dijo Max–, y entonces yo lo voy a demandar por daños. Según mi papá esas cosas valen, como cientos de dólares.

–Uno de estos días vas a dejar tus cómics de cientos de dólares en tu casa donde él no pueda romperlos –le contesté, enojado con él por atraer la atención de Rob. Yo no debería romper ninguna de mis reglas, ni siquiera reglas simples como estas. Hace un año nunca hubiera provocado a Rob así. El Señor Monstruo se estaba volviendo demasiado fuerte.

Max guardó su revista otra vez en la carpeta, y luego en su mochila.

–Te veo en el almuerzo –dije.

–Cállate –respondió Max.