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Los cuentos de hadas son solo el comienzo…

El Hombre Enmascarado anda suelto en la Tierra de las Historias, y depende de Alex y Conner Bailey detenerlo... excepto que Alex ha sido expulsada del Consejo de Hadas, y nadie cree que estén en peligro. Con la ayuda de Ricitos de Oro, Jack, Caperucita Roja, Mamá Gansa y su ganso, Lester, los gemelos Bailey descubren el plan secreto del Hombre Enmascarado: posee una poderosa poción mágica que convierte cada libro que toca en un portal, ¡y está reclutando un ejército con los villanos más grandes de la literatura! Así comienza una carrera a través de la mágica Tierra de Oz, el fantástico mundo del País de Nunca Jamás, la locura del País de las Maravillas y más allá.

¿Podrán Alex y Conner alcanzar al Hombre Enmascarado, o van a estar un paso atrás hasta que sea demasiado tarde?

Los cuentos de hadas y las historias clásicas colisionan en la cuarta aventura de la exitosa serie La tierra de las historias, #1 de The New York Times, mientras los gemelos viajan más allá de los reinos.

A mis padres, por quererme y apoyarme siempre. No hay libro en el mundo acerca de la paternidad que pudiera haberlos preparado para mi excentricidad. Lamento haber marcado la mesa de café con mis espadas ninja. Sí, fui yo.

“Los libros son una forma única
de magia portátil”.

Stephen King

Prólogo

El otro hijo

1845, Copenhague, Dinamarca

En el acogedor estudio de su hogar, Hans Christian Andersen estaba ocupado escribiendo en su escritorio.

En lo alto de un árbol, más alto que todos los campanarios de estas tierras, un pajarito solitario despertó en su nido”, leyó en voz alta mientras escribía la primera oración de su nueva historia. El rasgueo suave de su pluma se detuvo y el autor rascó su cabeza.

“Pero ¿por qué está dormido el pájaro?”, se preguntó. “¿No despertaría al amanecer junto con las demás aves? Si no lo hace, quizás parecerá perezosa, y no digna de respeto. Quiero que les agrade a los lectores”.

Hans abolló el trozo de pergamino y lo lanzó hacia la pila de borradores anteriores que estaba en el suelo. Tomó una pluma nueva, esperando que una más oscura y larga fuera a refrescar su narración.

En lo alto de un árbol, más alto que todos los campanarios de estas tierras, un pajarito solitario construía su nido…”, se detuvo de nuevo. “No, si está construyendo un nido, los lectores se preguntarán si está a punto de poner huevos y después creerán que la historia es acerca de una madre soltera. La iglesia me acusará de hacer alusión a algo profano… de nuevo”.

Lo abolló y lo dejó a un lado junto a los otros intentos.

En lo alto de un árbol más alto que todos los campanarios de estas tierras, un pajarito solitario buscaba gusanos en el suelo…”. Hans cubrió sus ojos y gruñó. “¡No, no, no! ¿En qué estoy pensando? No puedo comenzar así la historia. Si digo que el árbol es más alto que los campanarios de las iglesias, algún imbécil creerá que estoy comparando el árbol con Dios y armará un escándalo innecesario”.

El autor suspiró y dejó su último esfuerzo a un lado. A veces, ser escritor en la sociedad del siglo XIX podía ser frustrante.

El reloj de pie cercano a su escritorio dio la hora e indicó que eran las seis en punto. Hans se puso de pie por primera vez después de un largo rato.

“Creo que es hora de dar un paseo”, dijo.

Tomó su abrigo y su sombrero del perchero junto a la puerta principal y salió de su hogar. El resto de los transeúntes lo reconocían con facilidad mientras caminaba por la calle. Después de echarle un vistazo rápido a su nariz prominente y a su contextura delgada, era innegable que el famoso autor estaba entre ellos. Hans inclinaba el ala de su sombrero amablemente ante aquellos que lo miraban boquiabiertos y luego se apresuraba a alejarse antes de que lo molestaran.

Después de un rato, Hans llegó a Langelinie y tomó asiento en su banca favorita de aquel paseo marítimo. El agua del Oresund frente a él resplandecía en los remanentes de luz diurna. Respiró hondo el aire salobre y relajó su mente por primera vez en el día.

Aquel era el lugar favorito de Hans para relajarse. Cada vez que su cabeza estaba llena de demasiadas ideas y no podía concentrarse, o cuando estaba vacía de imaginación, un simple paseo por la costa siempre lo tranquilizaba. Si tenía suerte, encontraría en el paisaje y en el agua inspiración para llevar a casa. Y ocasionalmente, si tenía mucha suerte, la inspiración lo encontraría a él.

–Hola, señor Andersen –dijo una voz suave a sus espaldas.

Miró por encima del hombro y se alegró al ver a una vieja amiga. Ella lucía un vestido celeste que resplandecía como el cielo nocturno. Era muy cálida y agradable, y si bien era una extraña para todos en Dinamarca, no lo era para Hans.

–Mi querida Hada Madrina, qué alegría verte –respondió él con una gran sonrisa.

–Lo mismo digo –el Hada Madrina tomó asiento a su lado–. No estabas en casa, así que supuse que te encontraría aquí. ¿Estás teniendo dificultades para escribir esta tarde?

–Por desgracia, así es –respondió Hans–. Algunos días, las palabras fluyen de mí como el Nilo, pero otros días estoy seco como el Sahara. Me temo que me encuentras en medio de una sequía, pero tengo fe en que lloverá de nuevo.

–No lo dudo –afirmó el Hada Madrina–. De hecho, he venido a felicitarte. Acabamos de oír la noticia de que publicarán tus cuentos en otros países. Las demás hadas y yo no podríamos estar más contentas. Has tenido mucho éxito en ayudarnos a difundir las historias de nuestro mundo. Estamos muy agradecidos.

–Yo soy quien lo está –afirmó Hans–. Cuando me encontraste en mi juventud, en aquella horrible escuela en Elsinor, estaba listo para abandonar la escritura para siempre. Las historias que me diste para crear como propias me inspiraron tanto como a los niños a quienes estaban dirigidas. Si no fuera por ustedes, nunca habría encontrado mi camino de regreso a la narrativa.

–Nos das demasiado crédito –replicó ella–. Supiste exactamente cómo adaptar nuestras historias a los tiempos actuales añadiéndoles elementos religiosos. De otro modo, las sociedades de hoy en día quizás no las hubieran aceptado. El Patito Feo, La Reina de las Nieves, La Sirenita y otras historias hubieran sido olvidadas, pero tú las inmortalizaste.

–Hablando de eso, ¿cómo está todo en el mundo de los cuentos de hadas? –preguntó Hans.

–Muy bien. Hemos ingresado en una Edad de Oro. Mi querida Cenicienta contrajo matrimonio con el príncipe Chance del Reino Encantador. La princesa Bella Durmiente por fin despertó de aquella terrible maldición del sueño. Blancanieves reemplazó a su malvada madrastra como reina del Reino del Norte. No ha habido motivos de celebración semejantes desde la extinción de los dragones.

–Pero, querida, te hice la misma pregunta hace casi una década y tu respuesta fue exactamente igual –dijo Hans–. Incluso cuando era niño oía las mismas historias. El mundo de los cuentos de hadas debe estar congelado en el tiempo.

–Ya quisiera que fuera así –replicó ella riendo–. Este mundo se mueve mucho más rápido que el nuestro, pero un día, estoy segura de que los mundos se moverán como uno. No sé cómo ni por qué, solo tengo fe en que así será.

Disfrutaron el paisaje tranquilizador y el sonido de la costa. Una pareja mayor paseaba sin prisa cerca del agua. Un perro pequeño perseguía gaviotas del doble de su tamaño. Un padre y sus hijos volaban una cometa en el campo cercano, mientras la madre acunaba a su hija recién nacida. Los niños reían mientras la brisa hacía que la cometa subiera más y más en el aire.

–¿Hans? –dijo el Hada Madrina–. ¿Recuerdas qué te hacía feliz cuando eras niño?

–Lugares como este paseo –respondió. No le llevó mucho tiempo recordarlo.

–¿Por qué? –preguntó ella.

–Es un lugar de posibilidades ilimitadas –explicó él–. En cualquier momento, cualquier persona o cualquier cosa pueden aparecer. Un desfile podría marchar por el campo, una bandada de pájaros de una tierra tropical podría atravesar el cielo, o un rey de un país lejano podría navegar a través de las aguas en un barco inmenso. Supongo que cualquier niño es más feliz en donde sea que se estimule su imaginación.

–Interesante –comentó ella.

Hans sabía por la mirada en los ojos de su amiga que había algo que perturbaba su mente. Y si su pregunta era un indicio, se trataba de un niño.

–Discúlpame –dijo Hans–. Te conozco hace tanto tiempo que me avergüenza preguntarlo, pero ¿tienes hijos?

–Sí –respondió ella y sonrió al pensar en ellos–. Tengo dos. Ambos son la viva imagen de mi esposo fallecido. John es el mayor: es un niño muy feliz y aventurero. Hace amigos nuevos constantemente y encuentra lugares para explorar. En casa, a todos les agrada mucho.

De pronto, el Hada Madrina quedó en silencio.

–¿Y tu otro hijo? –preguntó Hans.

Como si hubiera destapado una gotera emocional repentinamente, toda la felicidad abandonó el rostro del Hada Madrina. Su sonrisa se desvaneció y miró sus manos.

–Se llama Lloyd. Es unos años menor que John y muy… diferente a él.

–Ya veo –respondió Hans. Era evidente que se trataba de un tema muy sensible.

–Discúlpame –dijo ella con un largo suspiro–. Ya no puedo ocultar la frustración. El trabajo de mi vida es darles a las personas las llaves de la felicidad, pero sin importar lo que haga, parece que no puedo hacer que mi hijo acceda a ella.

–¿Supongo que está pasando por un mal momento? –no era intención de Hans fisgonear, pero nunca había visto al Hada Madrina tan visiblemente desamparada.

–Así es… aunque no creo que sea una fase –respondió ella.

Una vez que comenzó a hablar del tema le resultó difícil detenerse, pero Hans estaba ansioso por escuchar al respecto. Colocó una mano consoladora sobre el hombro de su amiga y las compuertas que contenían las emociones de la mujer se abrieron.

–Quizás es horrible que diga esto de mi propio hijo, pero cuando mi esposo murió, creo que algo en el interior de Lloyd se rompió –confesó el Hada Madrina–. Es como si su habilidad para ser feliz hubiera muerto junto a mi esposo… No lo he visto sonreír desde que era un bebé. Le gusta estar solo y odia socializar. Apenas habla, y cuando lo hace, nunca dice más que una o dos palabras. No puede ser más distinto a John. Simplemente parece tan infeliz que temo que dure para siempre.

Una sola lágrima rodó por la mejilla del Hada Madrina. Ella tomó un pañuelo del bolsillo de su vestido y secó sus ojos.

–Debe haber algo que disfrute –dijo Hans–. ¿Tiene algún interés?

El Hada Madrina tuvo que pensar al respecto.

–Leer –respondió ella asintiendo con la cabeza–. Lee constantemente, en especial literatura de este mundo. Es lo único que le interesa, pero no estoy completamente segura de que en realidad lo disfrute.

Hans reflexionó al respecto. Entretener niños siempre había sido su fuerte, pero no arreglarlos. Se imaginó a sí mismo en el lugar de Lloyd y pensó en algo que lo haría reaccionar.

–Quizás leer no es suficiente –dijo él, y una sonrisa iluminó su rostro–. Si lo que le interesan son los libros, quizás haya un modo de expandir aquella pasión.

–¿A qué te refieres?

–Cuando era un escritor emergente –explicó Hans–, el rey danés me otorgó una subvención para viajar por Europa. Recorrí toda Escandinavia, viajé por Italia, Suiza, Inglaterra y más. No puedo describir lo estimulante que fue ver con mis propios ojos todos los lugares acerca de los cuales solo había leído. Las palabras nunca les hicieron justicia a las maravillas que vi. La experiencia dejó una sonrisa en mi corazón.

El Hada Madrina no estaba segura de cuál era el punto de Hans.

–John también ama este mundo, pero Lloyd se niega a salir de su cuarto cada vez que lo invito a venir conmigo.

Hans alzó un dedo.

–Entonces, intenta invitarlo a un mundo que le interese
–sugirió él–. ¿Por qué no lo llevas dentro de la historia de uno de sus libros? Quizás solo está levemente interesado en lo que lee, pero si de verdad viera los lugares acerca de los que pasa tanto tiempo leyendo, estoy seguro de que le devolverías la sonrisa.

El Hada Madrina miró el mar como si la respuesta a un misterio de toda la vida hubiera llegado.

–Pero ¿soy capaz de una magia semejante? –preguntó, casi en trance–. Puedo viajar entre reinos que ya existen, pero ¿cómo puedo crearlos? ¿Cómo puedo hacer que la palabra escrita cobre vida?

Hans miró el paseo de la costa para asegurarse de que solo el Hada Madrina pudiera oír lo que estaba a punto de decir.

–Quizás no tengas que crear nada. ¿Y si cada historia jamás contada solo fuera un reino que espera ser descubierto? Quizás no estás destinada solo a entregar llaves que lleven a la felicidad.

La idea era tan tentadora y tan emocionante, que el Hada Madrina por poco temía el potencial que tenía aquella posibilidad. ¿Y si pudiera viajar dentro de cualquier historia con la misma facilidad con la que se movía por el mundo de los cuentos de hadas y por el Otromundo? ¿Y si tenía el poder de convertir cualquier libro en un portal?

–Se está haciendo tarde –dijo Hans al mirar el cielo que oscurecía a su alrededor–. ¿Quieres beber una taza de té conmigo? Esta conversación me recuerda mucho a otro cuento en el que he estado trabajando, llamado Historia de una madre

Miró al Hada Madrina, pero ella había desaparecido. Hans no pudo evitar reír ante la partida repentina de su amiga. Su idea debía haber sido buena si ella no podía esperar ni un instante para explorarla.

Las semanas siguientes fueron las más ocupadas en toda la vida del Hada Madrina. Se encerró en su recámara en el Palacio de las Hadas y trabajó sin parar. Como si estuviera inventando una receta nueva, buscaba que los ingredientes combinaran cuidadosamente para hacer que la idea de Hans se hiciera realidad. Leyó todos los libros de hechizos, pociones y encantamientos que poseía. Estudió la magia negra, la magia blanca y la historia de la magia.

Lentamente, comenzó a darle forma a su creación, un elemento a la vez, como si estuviera cosiendo un edredón de retazos de tela. Tenía un diario de su progreso y lo consultaba con frecuencia para no cometer dos veces el mismo error. Por fin, después de descubrir los ingredientes correctos, juntarlos y dejar que la mezcla descansara bajo la luz de la luna durante catorce días, su brebaje estaba completo. Vertió la poción dentro de una pequeña botella azul.

Al igual que con cualquier experimento, el Hada Madrina necesitaba un buen sujeto de prueba. Tomó Frankenstein, de Mary Shelley de la estantería y lo colocó en el suelo. Abrió la primera página del libro y vertió tres gotas de la poción sobre el papel, una a la vez.

En cuanto la tercera gota hizo contacto, la página brilló como un reflector gigante. Un resplandor incandescente de luz blanca brotó del libro y, dado que no había techo, se proyectó directo hacia el cielo nocturno. Podían verlo a kilómetros de distancia del palacio.

El Hada Madrina estaba tan ansiosa por comprobar si la poción había funcionado que perdió el sentido de la precaución. Apretó su varita en la mano e ingresó directo en el haz de luz. Ya no estaba de pie en su recámara del Palacio de las Hadas, sino en un mundo de palabras.

Adonde fuera que mirara, veía texto dando vueltas, rebotando y flotando a su alrededor. El Hada Madrina creyó reconocer algunos de los párrafos familiares del libro. Observó maravillada cómo las palabras se expandían en el espacio vasto que la rodeaba. Se transformaban y tomaban la forma de los objetos que describían, ganaban textura y, pronto, crearon un mundo alrededor de ella.

Ahora estaba de pie en un bosque oscuro de árboles altos y delgados. El libro Frankenstein y el haz de luz que emitía eran las únicas cosas que habían viajado con ella hasta aquel bosque peculiar. Se asomó a través de la luz y vio su habitación del otro lado: ¡el haz de luz era un portal! Solo deseaba que la hubiera llevado al lugar esperado.

El destello de un rayo que atravesó el cielo oscuro la sobresaltó. Podía distinguir la silueta de una inmensa estructura gótica con muchas torres en la cima de una colina cercana. Su corazón se aceleró al verla.

Caramba”, dijo sorprendida. “¡Es el castillo de Frankenstein! ¡La poción funcionó! ¡He viajado dentro del libro!”.

Abandonó el mundo de Frankenstein y regresó a su recámara a través del haz de luz. Cerró el libro iluminado en el suelo con el pie; la luz desapareció y el objeto recobró su estado normal.

El Hada Madrina apenas podía contener su entusiasmo. Tomó la botella que contenía la poción y corrió por el pasillo hacia la habitación de Lloyd, segura de que la noticia de su último invento lo entusiasmaría. Llamó a la puerta con un golpeteo alegre.

–¿Lloyd, cariño? –dijo, e ingresó en la habitación de su hijo.

El cuarto era más oscuro que cualquiera de las otras habitaciones del Palacio de las Hadas, en especial de noche. El palacio era un lugar muy abierto, pero Lloyd había colgado sábanas y mantas por su habitación a modo de paredes para tener privacidad, lo cual hacía que el lugar pareciera una tienda aislada.

El hijo del Hada Madrina tenía un estante con frascos llenos de pequeños roedores, reptiles e insectos. Sin embargo, parecían más bien prisioneros en lugar de mascotas a juzgar por el modo en el que luchaban desesperadamente para hallar una salida de sus contenedores. Su madre tomó un frasco y se entristeció al ver que una polilla había muerto: la misma polilla que su hijo había prometido liberar pocos días atrás.

Lloyd estaba sentado en su cama leyendo El hombre de la máscara de hierro a la luz de una vela. Era un niño pequeño y delgado, con rostro regordete y cabello oscuro. Nunca alzó la vista de su lectura, ni siquiera cuando su madre tomó asiento al pie de la cama.

–Te he preparado algo muy especial, cariño –dijo el Hada Madrina–. He trabajado mucho en ello y creo que te alegrará bastante.

Lloyd continuó leyendo y se comportaba como si su madre fuera invisible. Ella le quitó el libro de las manos para obligarlo a prestarle atención.

–¿Qué harías si te dijera que hay un modo de viajar dentro de tus historias favoritas? –lo provocó el Hada Madrina y le mostró la botella que contenía la mezcla–. Esta es una poción muy poderosa que acabo de crear. Con unas pocas gotas, ¡podemos transformar cualquiera de tus libros en un portal! ¿No sería maravilloso? ¿No te encantaría ver en persona todos tus lugares y personajes favoritos?

Lloyd permaneció en silencio mientras procesaba la información.

Por un breve instante, el Hada Madrina pudo ver cómo la curiosidad tomaba forma en los ojos de su hijo mientras miraba la botella. Su corazón se alegró al pensar que una sonrisa podría aparecer en el rostro de Lloyd en cualquier instante. Pero para su consternación, el niño solo suspiró.

–Viajar puede ser muy agotador, madre –respondió él, y tomó de nuevo su libro–. Prefiero quedarme aquí y leer.

La esperanza de su madre se había elevado tanto solo para caer en picada al suelo. Si aquello no podía causarle una reacción a Lloyd, ella temía que nada lo haría.

–Como quieras, entonces –dijo ella, y se puso de pie para salir de su cuarto–. Pero, por favor, hazme saber si cambias de opinión.

Demasiado afligida para dormir, el Hada Madrina caminó por los pasillos del Palacio de las Hadas hasta que llegó al Salón de los Sueños. Empujó las puertas dobles para abrirlas, ingresó al espacio infinito y observó miles de orbes flotar. Cada una representaba el sueño de alguien y ella esperaba poder hacer realidad el sueño de alguien antes de ir a la cama.

Una idea intrigante se le ocurrió mientras miraba a su alrededor: había pasado demasiado tiempo adivinando cómo hacer feliz a su hijo. ¿Y si su mayor sueño estaba flotando en el Salón de los Sueños? Si ella le echaba un vistazo, quizás podría descubrir cómo ayudarlo.

El Hada Madrina alzó su varita y la agitó en un movimiento circular rápido. Todos los orbes en el Salón de los Sueños se paralizaron de inmediato. Solo una gran esfera en la distancia continuó moviéndose. Flotó hacia ella y aterrizó en sus manos. Miró dentro, ansiosa por saber cómo lucía el sueño de su hijo.

En el interior, todo estaba nublado, como si estuviera lleno de vapor o humo. Cuando la neblina se disipó, el Hada Madrina emitió un grito al ver lo que contenía. Había destrucción por todas partes. Los castillos y los palacios se derrumbaban y las aldeas ardían en llamas. El suelo estaba cubierto por esqueletos de cualquier criatura imaginable. Era como si estuviera viendo el fin del mundo.

En medio de todo el caos, sobre una pila de escombros, estaba Lloyd sentado en un trono. Llevaba puesta una gran corona dorada en la cabeza. Una sonrisa escalofriante se extendía por su rostro mientras observaba el exterminio a su alrededor. A lo lejos, el Hada Madrina vio algo que le erizó la piel y los escalofríos recorrieron su columna. Era una tumba cavada recientemente, y el nombre de ella estaba tallado en la lápida.

El Hada Madrina sintió náuseas. Ahora estaba claro por qué nunca podría hacer feliz a su hijo: el mayor sueño de Lloyd era su peor pesadilla. Frankenstein no era el único responsable por haber creado a un monstruo…