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Sobre Eduardo Brunstein

Eduardo Brunstein nació en Buenos Aires, el 11 de mayo de 1950. Es psicólogo, egresado de Universidad de Buenos Aires. Entre sus pasiones se encuentran la docencia, la fotografía, la música y la lectura.

Un elefante de marfil es su primera novela, un viejo y postergado proyecto que hoy ve la luz gracias a una dedicada y perfeccionada madurez literaria.

Índice

Capítulo 2

Nacho siempre disfrutó preparar la cena, esencialmente cuando era para ellos, es decir, para Carolina y para él. Lo venía haciendo hacía ya mucho tiempo, en verdad cada vez que podía, lo que no era infrecuente. Pero esa noche, mientras cortaba meticulosa y concienzudamente unas cebollas casi con la precisión de un cirujano, y con la firme determinación de preparar su ya famosa tortilla a la española, supo que ella, Sofía, había muerto, casi con la misma certeza que sus lágrimas comenzaran a lanzarse en caída libre desde sus ojos al vacío sin poder ser contenidas. Sin lugar a dudas lo supo, exactamente en el preciso instante en que su vieja y querida radio eléctrica, aquella que sobreviviera a las devastadoras y frecuentes mudanzas, le hiciera oír La sombra de tu sonrisa en la inconfundible voz de Morgana King. Era o había sido su canción. Entonces, ahí mismo, Nacho no tuvo ninguna duda.

Después, en verdad sólo un soplo después, descubrió que, a pesar de todo, lo que se había producido no era otra cosa que una coincidencia. Lo supo en el mismísimo instante en que procedía a hendir el filo del preciado cuchillo de cocina en el interior de aquella indefensa liliácea y la radio que lo solía acompañar en su regocijo culinario, consintió en dejar fluir la voz de la gran Morgana. No fue antes, sino, ahí mismo. No pudo continuar, y sin margen para las dudas, con una certeza que no admitía discusiones, descubrió que necesitaba desentrañar el porqué.

 

Él mismo, sinceramente se sorprendió al ver cómo los recuerdos que comenzaban como una imagen detrás de una bruma, muy lentamente se le empezaban a disipar, y a hacérseles más nítidos en su cabeza, más diáfanos en su conciencia.

Nacho, sin pensarlo siquiera, se encontró evocando las características de Sofía. Le surgiría primero su rostro, necesitó ubicarlo, volver a familiarizarse con él. Y luego, como en efecto dominó, su pelo, al que recordó largo, de un castaño oscuro puro y sin una sola cana, para su orgullo, aunque la mayor parte del tiempo y de modo inexplicable, habituaba disponerlo recogido en un rodete. La seguiría su nariz de cirugía, la que se había operado porque alguna vez le pareció ganchuda, o eso se lo había sugerido alguno de los tantos noviecitos ocasionales de la adolescencia tardía. Y sus pecas, sus incontables pecas, aquellas que acompañaban con autoridad la rotundez de sus expresiones y que se hacían cómplices de la locuacidad de su mirada. Porque si había algo que Nacho jamás olvidaría de ella, sería su mirada. Casi siempre vivaz, casi siempre atenta, curiosa, inteligente. Pero que, rememoraba, inexplicablemente en los últimos tiempos había mutado. La recordaba apagada, triste, como perdida.

En los últimos tiempos…, ¿cuánto había pasado desde entonces? Creyó que no había pensado seriamente en ello hasta que comenzó a tener esa extraña sensación. Es que desde hacía ya un largo rato algunas cosas no le cerraban. Una cierta intranquilidad mezclada con insatisfacción había comenzado a formar parte de su cotidianidad. Situaciones que no le eran frecuentes lo asaltaban de tanto en tanto. Fue cuando se dio cuenta de que había pasado tanto tiempo, que extrañaba su ausencia más que su presencia. Había sido por eso que se había visto obligado a aceptar su necesidad de volver a verla.

 

No tenía la certeza, pero no menos de veinte años, ese creyó que había sido el tiempo transcurrido desde la última vez que habían estado compartiendo el mismo espacio. Por aquel entonces, la demanda por ocuparse de Luciano y Damián, los aún pequeños hijos de Nacho, le hizo dificultoso mantener la fluidez del contacto. No hubo otros motivos por los que sus contactos con ella comenzaron a espaciarse hasta perderse. Recordó un cumpleaños, el de…, ¿de quién había sido?, creyó que el de Luciano, el mayor de los dos. Dudó primero y luego estuvo seguro, esa había sido la última vez.

Sofía había sido, sin dudarlo y por mucho tiempo, la persona más importante en su vida, la más significativa, la más influyente. Tal vez por ello y sin demasiado espíritu para cuestionarse, le había comenzado a surgir esa urgente necesidad por saber qué había sido de ella.

El hecho de que no hubiese estado pensando en Sofía todo ese tiempo, no significaba que la había olvidado, o que sólo había sido una parte más en su historia. Simplemente su mundo se había ido forjando prescindiendo de su cercanía, absolutamente consciente de lo que ello significaba. Las vicisitudes, la nueva familia, las nuevas responsabilidades, la vida lo fue o, mejor sería decir, los fueron llevando por caminos diferentes. Tanto y tan diversos que, y eso se hizo evidente, hasta ese entonces, nunca existió la posibilidad de que se cruzaran.

Pero Nacho siempre había tenido una convicción, fuera de cualquier cuestionamiento, en cada detalle de una observación suya, en cada una de sus percepciones sensibles, en la abstracción de innumerables acontecimientos de su adolescencia, Sofía había sabido estar.

En esa escena, para él memorable del baile en la playa de Anthony Quinn y Alan Bates en el Zorba de Cacoyannis; en la piel de gallina que, efímera, le solía emerger sin avisar en algún instante de Samba de una nota sola de Jobim; en esos apenas perceptibles estremecimientos que le causaran cuando se arremolinaron a sus pies las hojas otoñales de los liquidámbar de San Isidro, el día que lo descubrieron intentando sensibilizar a alguna señorita de su agrado para lograr, casi siempre sin éxito, algún favor sexual. En esas escenas, Nacho estaba convencido, Sofía había sabido estar.

El tiempo no había cambiado nada o casi nada, en todo caso, no sus sentimientos, esos no. No pudo evitar intentar reflexionar y concluir que era esa sensibilidad que compartían la que los había hecho tan unidos, o tal vez la similitud o la coincidencia de sus historias.

Tal vez las mismas coincidencias que creyó lo unía a Sara, su abuela, la madre de Sofía. Esa señora inmerecidamente sufrida e inevitablemente marcada por la historia. Esa que, probablemente, el paso del tiempo la había transformado en esa dura y poco tolerante mujer. La exigente que Sofía padeció; probablemente tanto como Nacho a Alfredo, su padre. Coincidencias, muchas coincidencias. Creyó que tal vez, demasiadas.

Pero también recordó que de muchos otros modos Sofía había sabido estar. No sólo en él, también para él. Acompañándolo en silencio cuando había que acompañar, incluyendo esos momentos en los que sólo había que escuchar, diciendo lo justo en el momento oportuno cuando había que hacerlo y se podía. Siempre ubicada, siempre correcta, siempre adecuada. Como si supiera qué y cómo hacer para que Nacho se sintiera reconfortado, no sólo querido, porque de eso nunca tuvo ninguna duda. Pero valorado, reconocido, esa era otra cosa, y con ella lo sintió. Nacho lo sintió. La primera vez había sido cuando la muerte de Matilde, la madre de Nacho, hermana mayor de Sofía. En ese duro momento ella estuvo, y fue incondicional. Luego, sólo un par de años después, acompañando esa otra pérdida, la que le tocó atravesar por Liliana, su noviecita de Comu. Ella sólo tenía dieciséis cuando Nacho la perdió para siempre porque la leucemia, sin pedirle permiso, decidió llevársela.

O ante el fracaso en un examen en la secundaria, que por otra parte eran frecuentes; o en alguna de las tantas discusiones con su viejo; o cuando se murió Sara, la madre de Sofía, la bobe. La sensación absoluta de que por él postergaba todo, de que él, Nacho, era el elegido, de eso nunca había tenido ninguna duda.

Pero eso había ocurrido en un pasado lejano. Y tal vez fuese cierto de que habían pasado no menos de veinte años, cuando comprendió que había dejado de ser el dueño de ese lugar codiciado. Y que fue por eso que se alejó. Sofía, tal vez sin saberlo, lo había desilusionado. Nacho ya no se sentía el protagonista, ni siquiera actor de reparto, sintió que había pasado a ser un mero extra y a veces ni siquiera eso. No pudo ni supo transmitirle cuánto le dolió. Y, como llegó a convencerse que lo había dejado de querer, esa certeza en Nacho, llegó a transformarse en duda y bronca. No hubo explicaciones, porque no las hubo, tampoco hubo preguntas, Nacho nunca preguntó, jamás le preguntó acerca de qué le estaba sucediendo. Pero sí sintió que fue de buenas a primeras y, definitivamente, lo tomó desprevenido. Pero no lo dejó solamente enojado, muy en el fondo, lo dejó dolido. Y fue por eso que Nacho tomó distancia, habían pasado más de veinte años. Se había centrado tanto en sí mismo, en sus sufrimientos, en sus pérdidas afectivas, tan centrado en su propio ego, que jamás preguntó. Y, para variar, sacó esas conclusiones a las que sólo se acceden cuando no se hacen las preguntas correctas a las personas involucradas. Por supuesto que desde ese lugar tan particular, sólo se obtienen las únicas respuestas posibles, las que uno se da, que, por lo general, son las equivocadas.

Pero decidió, en aquel entonces, seguir sus percepciones e intentar averiguar qué había pasado. Para Nacho todo comenzó a ser diferente, o al menos, sus puntos de vista se habían empezado a correr, a modificar. Así las cosas y por razones que no pudo explicarse en ese momento, salvo llamarlos presentimientos, fue que comprendió que estaba listo para volver.

Entonces se preguntó por qué esperar. Y así, de modo muy simple en apariencia, se dirigió al locutorio de Larrea casi Rivadavia y desde allí llamó a Sofía. Podía haberlo hecho desde su casa pero, aunque no fue una decisión fácil de tomar prefirió, en ese entonces, no sentir que tenía que dar explicación alguna a nadie, y menos a Carolina. No se lo preguntó entonces pero tuvo un presentimiento que se instaló como certeza. En verdad tuvo miedo de la respuesta que podría recibir.

No era que su matrimonio hubiera estado atravesando alguna crisis. La verdad era que sus hijos ya estaban grandes y se habían independizado. Tanto Luciano como Demián, habían iniciado un camino del que Nacho se sentía más que orgulloso. Los quería, los amaba con el alma, aunque tal vez no se los hubiera manifestado con frecuencia, o lo suficiente. Pero nunca dejó de alentarlos, nunca dejó de proponerles que se jugaran por sus convicciones, a correr riesgos, a tomar sus propias decisiones, y por sobre todo, a que jamás dejaran de animarse a descubrir aquello que él llamaba “vivir”.

Sin embargo, paradójicamente, había comenzado a sentir que, gran parte de su vida, en los últimos tiempos, venía transcurriendo de manera chata, bastante monótona, sin rumbo cierto y casi vacía. Ellos ya no estaban cerca y él había perdido la pasión, había perdido el deseo, por casi todo. Sólo se veía contemplando su vida, como quien mira un pequeño terrón de azúcar disolviéndose en una taza de té. Ni él ni Carolina habían aún encontrado un nuevo equilibrio para ese nuevo estado. Solos, nuevamente como al principio, pero ya no del mismo modo. Estaban iguales, pero diferentes. La vida los había marcado. Él volvió a estar como en su adolescencia, perdido y desorientado. Y, justo ahí, le surgió la necesidad. Nacho tuvo que reconocer que no era que estuvieran mal, tampoco podría decirse que bien, sabe que es la madre de sus hijos, que es su mujer, y la quiere, sin dudas. Sin embargo venía sintiendo que, para algunas cuestiones, no siempre confiaba en sus opiniones. Carolina lo juzgaba, o emitía opiniones sin más argumentos que una absurda o inexplicable suposición, así sin más. Solía hacerlo y, estaba seguro de que, si se lo hubiese contado le habría preguntado “¿para qué, qué necesidad tenés, y justo ahora?”. La verdad fue que estuvo seguro de que le iba a romper soberanamente las bolas la posibilidad de un planteo como el de “¿y justo ahora”. “Y sí, justo ahora”. Hacía ya algún tiempo que Nacho venía escapándole al enojo, al malestar de lo que entendía iba a ser una posible distracción, sobre todo a que Carolina pudiera llegar a cuestionarle una decisión que él ya había tomado. Lo iba a dispersar o, al menos, eso concluyó él. Nacho comenzó a comprender que la crisis, no era en su pareja, era suya, absolutamente suya.

Capítulo 1

Con Nacho se veían ocasionalmente. Habían sido muy buenos compañeros en la última etapa de la secundaria. En verdad, el modo en que habían compartido ese tiempo, los había convertido en entrañables. Se conocieron cursando el cuarto año del Nacional Mariano Moreno, en Almagro, el de Rivadavia y Mario Bravo, aunque por aquel entonces el ingreso del alumnado se concretaba por el portón de Bartolomé Mitre.

Era sólo un año mayor porque él venía de repetir en el Avellaneda de Palermo.

Habían pasado algunos años sin contactarse, pero un día, absolutamente impensado, así sin más y, aparentemente de la nada, recibiría esa llamada. Sólo escuchó una voz, una reconocible voz que le dijo, “Nico, soy yo Nacho, necesito urgente hablar con vos, ¿podrías encontrarte conmigo?”.

Y a Nicolás, Nico, el destacado periodista e incipiente escritor, ese imprevisto le generaría algo más que curiosidad, se le instalaría como una intriga. Por eso allí, no dudó ni por un instante, y aceptó la invitación. Jamás había dejado de considerar a Nacho más que como a un amigo, a un hermano mayor, el que siempre hubiera deseado tener. Vaya a saber las razones, pero allí, recordó que Nacho solía generar ese sentimiento en todos aquellos que tenían la ventura de conocerlo.

Lo cierto fue que Nico ignoraba que su amigo venía siendo desbordado por innumerables tribulaciones. No tenía modo de saber que, al momento del llamado, Nacho ya había perdido alguna de sus históricas habilidades reconocidas. Entre ellas la empatía. Parecía ser que lo había dejado abandonado hacía ya bastante tiempo. Nadie hubiera sido capaz de saberlo entonces. Nadie habría sido capaz de anticiparlo, Nico incluido. Lo cierto fue que, Nacho, sin rumbo cierto y en ese movimiento absolutamente irreflexivo e inconsciente, lo iba a terminar enredando.

 

El humeante café con leche y el inevitable especial de jamón crudo y queso sin corteza, cortado al medio, fueron los únicos testigos, los únicos intermediarios en ese momento que finalmente resultaría la punta de una madeja, el inicio de una trama. Sólo ellos como testigos, y aquel viejo mozo retacón, el de la chaqueta blanca y ceñida de La Ópera, la tradicional confitería de Corrientes y Callao, el lugar que ambos habían elegido para el reencuentro. Allí fue donde Nacho le contó una historia, la suya. Aunque en realidad, sólo terminaría siendo un recorte de ella.

No obstante y, a pesar del tiempo transcurrido desde su último encuentro, Nico se sobrecogió. No sólo lo descubrió exaltado, también lo notó tenso y extenuado. Bastante desaliñado, ojeroso y con el pelo revuelto. Justo Nacho, al que siempre había sabido reconocer como el tipo que más cuidado le dedicaba a su imagen, justo ese día lo halló absolutamente irreconocible. Solía recordarlo por la simetría casi perfecta que establecía en las rayas de sus pantalones, la rigurosidad casi obsesiva que le dedicaba al nudo de su corbata, el lustre meticuloso que le proporcionaba a sus zapatos canadienses. Esos con los típicos cordones de cuero y las hebillas plateadas. Y, por sobre todo, el tiempo que siempre supo, Nacho tributaba al cuidado de su peinado. Tal vez producto de cierta ingenuidad propia de la edad, si había algo que Nico jamás había podido comprender, era la enorme discrepancia entre el personaje que Nacho solía presentar socialmente y la dura realidad que no desconocía, su amigo transitaba en aquellas épocas estudiantiles.

Tarde descubriría que su amigo, por aquel entonces, sentía que no tenía nada a qué aferrarse, salvo a ese par de pantalones, a esa única camisa, a ese único par de zapatos, a esa única corbata y a su pelo. El extremo celo por el cuidado de su pelo.

Su ex compañero del Moreno, su amigo indiscutible, ese día, se había presentado absolutamente irreconocible. No fue por otro motivo que Nico se perturbaría y el encuentro lo tomaría por sorpresa. Casi la misma que sintiera cuando, durante todo el tiempo que duró el encuentro, su amigo sólo realizó un relato de corrido, casi sin respirar. No introdujo ni el más mínimo comentario. Nacho no realizó ni una sola mención, ni le dijo a Nico ni una sola palabra acerca de qué quería que él hiciera con lo que acababa de revelarle. No existió una sola referencia del para qué se lo estaba contando a él, en ese momento, en ese lugar. Llamativamente, ni el uno explicó, ni el otro preguntó. Nico sólo se vio observado por su amigo mientras tomaba algunas notas. Eso fue todo lo que lograría advertir. Eso y a un Nacho que sólo pareció tener una imperiosa necesidad, la de compartir una confesión, o quitarse una vieja y pesada carga.

Sin embargo, Nico, en ese momento tuvo una extraña sensación. Percibió que su amigo le estaba ocultando algo. Tanto creyó conocerlo que la duda se estaba peleando decididamente con su certeza. Intuyó que algo no le estaba terminando de decir. Pero, como no se sintió capaz ni de juzgarlo ni de cuestionarlo, optó allí por guardar silencio. Como quiso y decidió comprenderlo como una decisión de Nacho, se dijo “si algo tiene para decirme, cuando sea el momento, me lo va a decir”. Fue por eso que consideró, por entonces, dejar pasar el tiempo. Se decidió por uno prudencial. Convino en que era el pertinente para tratar de descubrir si su percepción había sido cierta, o, más egoístamente, decidir si sería capaz de utilizar lo escuchado para escribir algo sobre aquel relato. Aunque también, y tal vez más apropiadamente, porque entendió que su responsabilidad era, de alguna manera, cuidar a su amigo. El percibirlo tan vulnerable, le hizo sentir que debía hacerlo. Se le atravesó la imagen de un rompecabezas, en cómo sería descifrar uno de esos de muchas piezas. Le gustó la idea, aunque en ese contexto, sintiera que era casi incorrecto, una irreverencia. Era harto sabido que era Nacho el que siempre había tenido una significativa debilidad por los puzles.

Allí, como si fuese posible, Nico se sintió un espectador privilegiado, algo así como un elegido, un vocero. Pero también y, a la vez, aunque en potencial, un alcahuete, un buchón y un metiche. Resultaría curioso que a Nico, la imagen, no le disgustara del todo. No fue capaz de descubrir porque se vio llevado a recordar algo que había oído en alguna oportunidad: “La explicación de la realidad pasa a constituir la realidad para todos aquellos que se la explican de ese modo”. Y Nico pensó que si finalmente en algún momento y por alguna razón decidiera o se inclinara a contar la historia de Nacho, no sería más que en su propia versión.

Capítulo 4

Nacho recordó el dónde y el cuándo, nunca supo el porqué. Tuvo la capacidad necesaria para comprender, prematuramente, que la bobe Sara había sabido ser una especialista en supervivencia, una persona capaz de sobreponerse a las adversidades.

Recordó la muerte prematura de su primer marido, Pascual o Pesaj, como decían sus documentos. Él oriundo de Carlos Casares, en la provincia de Buenos Aires. Cómo llegó a emigrar a Domínguez, una de las colonias judías de Entre Ríos donde se casara y viviera con ella, siempre fue un misterio. No sólo había sido el compañero que Sara había elegido para toda una vida juntos, también aquel con quien la abuela tuviera a las “chicas”. Juntos fueron capaces de criar no sólo a Matilde, la mayor, la compañera, la complaciente y la madre de Nacho, sino también a Sofía, la menor, la siempre señalada como la rebelde, la oveja negra de la familia. Fue con él que decidieron arriesgarse a probar suerte en Buenos Aires y juntos inauguraron el almacén en Villa del Parque. Juntos, o mejor sería decir, ella con él, porque en él confiaba, con él, Sara se sentía segura. Pero Pascual o Pesaj, como decían sus documentos, el abuelo que Nacho apenas conoció, no tuvo mucho aguante, la verdad, menos de lo esperado. Su presión arterial no lo dejó en paz nunca, hasta parapléjico lo dejó y como él no colaboró en nada, se lo llevó antes de cumplir los cincuenta. Y Sara se quedaría sola.

Lo siguió Felipe, el linotipista del Di Presse, el diario de la colectividad judía, trabajo insalubre si los había. Le quedaron los pulmones destruidos, el litro de leche que se tomaba todos los días no le alcanzó, aunque él lograra llegar a los cincuenta y ocho. Y Sara, a la que tanto le había costado animarse a reconstruir su vida en una nueva relación, por segunda vez, volvió a quedarse sola. Triste y sola.

 

El cómo alguien podía haber sido capaz de hacer uso de esa realidad reciente para transformarla en un argumento capaz de denigrar a alguien, resultaría un mérito absoluto y exclusivo del viejo. Con ese estilo tan aceitadito, tan bien logrado que lo caracterizara, Alfredo, su “yernito”, padre de Nacho, haría uso y abuso del sufrimiento de Sara. Innecesario allí y por sobre todo cruel. Tal vez le pareció que a su acervo le faltaba algún condimento. Entonces fue cuando comenzó a llamarla para propios y ajenos y en un tono fingidamente risueño y absolutamente burlón, “hormiga negra”. Así la empezaría a llamar. Y, cuando a algún cándido se le ocurría preguntar el porqué, el viejo era incapaz de escatimar explicaciones ufanas y socarronas, “¡¡¡Porque es capaz de poner los huevos bajo tierra!!!”.

Una vez más, a Nacho, el hecho lo indignó. Una vez más sólo lo disfrutaba el viejo, como ocurriera en su cumpleaños número seis o en el jueguito de las manos, o como tantos otros “pasatiempos” que ya había decidido o intentando, en vano, olvidar. Aunque esa vez el turno había sido el de Sara.

 

Pero fue un día de otoño, esos que amanecen lluviosos, grises e impertinentes, tomando mate de leche como le gustaba a Sara, en ese espacioso escenario del almacén, que allá por la década del 60 aún estaba vigente porque ella había tenido la capacidad de sostener, Nacho escuchó una historia y la confidencia de un secreto.

Fue en la despensa La Dorita, como rezaba el cartel de la calle, en la esquina de la Avenida San Martín y Artigas, en Villa del Parque la que ofreció su escenario. El almacén del barrio de la niñez de Nacho y la madurez de Sara. Fue allí donde le contara la historia, una historia única e irrepetible, la que Nacho jamás olvidaría.

Lo contó una sola vez y a una única persona, a él, a Nacho. Tomando mate de leche en el almacén, con el mostrador de por medio. Sara, con la Berkel inmensa y descaradamente roja a su derecha, ya sin el salchichón primavera apretado por el abrazo de sus garras, y la caramelera con los sugus, los media hora, los chucola y los yum yum, a su izquierda. Nacho de espaldas a la entrada de la ochava. Enfrente, a su vista y a las espaldas de Sara aparecían el imponente mueble con los cajones de treinta por treinta, con frente de vidrio traslúcido y manijones de bronce. Esas cajoneras que albergaban los fideos secos y las lentejas partidas, y los porotos pallares y los de manteca. También acompañaban, a ras del piso, los cajones con tapa puerta oblicuos para el azúcar y la yerba que, por aquel entonces, se vendían sueltos. Y por sobre todos ellos, sobre la pared, clavado a media altura, el cartel de chapa esmaltada con fondo blanco y letras azules que, imperturbable, recibía a cada cliente que ingresaba. Ese cartel que sin apelaciones les advertía o anticipaba graciosamente:

 

“HOY NO SEA FÍA, MAÑANA SÍ”

 

Entonces, el escenario estuvo completo. La cortadora de fiambres, la caramelera de vidrio, los cajones de madera y manijones de bronce, y los de tapa puerta oblicuos. Tampoco faltó la pared que le hiciera soporte al cartel de chapa esmaltada. Y Sara, por sobre todos, ella. La inmensidad de esa pequeña mujer, Sara, su abuela.

Como el ejercicio de un cartógrafo, Nacho intentaría delinear la escena como si fuera el responsable de confeccionar un invaluable mapa en vivo. Recordaría casi con increíble exactitud hasta los más insignificantes detalles, los más imperceptibles cambios. Sobre todo aquellos que jamás dejarían de acompañarlo a lo largo de su vida. De ellos, el que más había preservado era el del rostro de Sara, la franqueza de ese rostro manifiesto en la inconmensurable expresividad de sus ojos, siempre claros, siempre elocuentes, siempre vívidos. Se sorprendió a sí mismo al descubrir cómo y con cuánta precisión los había registrado. Había sido una imagen a la que, si bien Nacho ya se había familiarizado, nunca dejaba de sorprenderlo al reencontrarla. Pero también había tenido que hacer un lugar, aunque a regañadientes, para aquella otra, la que surgía cuando el clima parecía enrarecerse y a tornarse más áspero, más inclemente y más oscuro. Cuando esa mirada de ella comenzaba a alterarse centrándose en un punto fijo y lejano, y el entrecejo a fruncirse y las palabras a demorarse como pidiendo permiso para salir. Entonces el rostro, el familiar rostro de Sara, su bobe, se hacía más adusto, más rígido, más severo. Tal vez la historia, tal vez su pasado intentando, una vez más, ser protagonista. Sin embargo, y a pesar de que las sombras intentaran opacar esa luz, había una imagen a la que Nacho siempre buscaba aferrarse. Había sido una de las que más lo había deslumbrado ya que lo conectaba, en línea directa, con el aspecto más valorado de sí mismo, el del sentido del humor. De allí que resultara un hallazgo ser testigo de cómo los ojos de Sara se achinaban, el rostro comenzaba a ponérsele colorado como un tomate y el cuerpo a convulsionar como poseída y frenética, como si se tratase de una danza ritual. Y luego de todo ese preámbulo, el corolario de una carcajada espontánea, con el anticipo de una risa franca, incontenible, contagiosa e infinita. Prontamente y casi en simultáneo, para acompañar y no desentonar, solían aparecer sus lágrimas. Unas hermosas y bellas lágrimas que, a diferencia de aquellas de Nacho con el viejo, a Sara no se le caían, porque simple y sencillamente parecían haber decidido de modo arbitrario saltar al vacío. Esa fue la imagen que siempre quiso conservar. Era, de todas, la que Nacho había elegido para regresar cada vez que buscaba la calma. Sentía que le daba equilibrio, le daba paz, lo reconfortaba. La imagen de su Sara riendo.

Pero, en ese contexto y con ese clima logrado, hubo otro acontecimiento que, como la mayoría con ella, resultaría único. Salió de un tirón y no estuvieron admitidas las interrupciones, salvo las por ella admitidas cuando la yerba quemada por el calor de la leche hacían aparecer esos “paraguayos” flotando como palotes solitarios diciendo: “hasta acá llegamos”.

Y en ese momento irrepetible e impactante, Sara sólo le dejaría caer una frase, una frase escueta y sin dobleces: “Nene, ¿vos sabías que si nosotros hubiéramos llegado a tiempo vos podrías no haber nacido?”. Luego, no quedaría margen más que para el silencio. No había quedado espacio para decir nada más.

 

Entonces, Sara le contó que su nacimiento se había producido en Beltz, un pueblito de Besarabia, un 25 de febrero de 1902. Y aunque ella, inexplicablemente, se proclamara rumana, por aquellas épocas esa región pertenecía a la Rusia del zar Nicolás II, cosa que corroboraba de modo inapelable su documento de identidad.

Que Jaime, su padre había sido ebanista, y que tenía su propio taller; que había hecho el servicio militar en Siberia y que había quedado viudo muy joven. Su mamá, Clara, era su segunda mujer. Ambos habían decidido que era mejor para todos que ella trabajara en la casa y cuidara no sólo de Sara, sino también de Esther su hermana mayor, y de Ruth, la única hija que su padre tuviera con su primera esposa.

También que descubrió, muy tempranamente, lo que eran los pogromos y eso de no sentirse aceptada en el lugar donde vivían. Aun no sabiendo su verdadero valor, supo y aprendió de muy pequeña el significado de ser judía o más exactamente el desprecio con el que la denostaban los demás por esa condición. El “judía de mierda”, se terminó transformando en el modo más doloroso y único de ser reconocida.

Recordó que una noche escuchó a sus padres hablar casi susurrando. Sara tendría ya como seis años, y él le estaba contando a su mujer que había habido “problemas” en Kishinev, la capital. Que a Aarón, su amigo de la infancia lo habían golpeado mucho y que le habían destruido la carnicería de la que era propietario y que tanto esfuerzo y sacrificio le habían costado. También escuchó, por primera vez, confesarle a su mujer que tenía miedo de la próxima vez. De lo que pudiera sucederles si ellos decidieran regresar, si ellos decidieran volver como la otra vez.

Sara le contó a Nacho que fue allí donde descubrió que palabras como hambre, humillación, discriminación, y desamparo, tuvieron que ser incorporadas a un vocabulario que muy prematura y forzosamente se vio obligada a aprender. Nacho comprendió lo que Sara había vivido, la omnipresente proximidad de un mundo que no permitía proyectar. El hambre y la muerte como socios inseparables iban a tratar de impedírselos. Como si se hubiera hecho carne en su carne y, sin saber bien por qué, por un momento, por un instante, Nacho se sintió ser Sara.

Luego la bobe le contó que esa misma noche en la que ella escuchara la conversación de sus padres, hubo uno tormenta que los tomó desprevenidos. Recordó cómo se había asustado al escuchar el repique de un granizo implacable que se había ensañado sobre el techo precario de su casa precaria. De cómo se asió a Esther, su hermana mayor buscando protección. De la fuerza con que se aferró a las mantas raídas y hundió su rostro entre sus piernas, en posición fetal, tratando de sentir que, con los ojos cerrados, muy fuertemente cerrados, todo iba a estar bien, que así, nada iba a sucederles. Le contó que recordaba que luego alcanzó un sueño profundo, sin sobresaltos. “¿Sabés?, ese fue un sueño dulce”, así lo evocaría Sara.

Pero ese sueño no duraría mucho y la realidad anhelada, abruptamente dejaría de existir. Porque esa madrugada, sin darles tiempo a despertar, habían ido por ellos. Por todos los judíos de ese insignificante pueblito de Besarabia. Y vio a su padre sangrando después de que un vecino cercano le golpeara en la cabeza con un madero de su propio taller. Y vio a su madre llorar desconsolada, y a su media hermana Ruth enmudecer, y a Esther, su hermana mayor gritar para adentro, sin emitir sonido alguno. Y se recordó a ella misma sola observando la escena. Ella, Sara, la bobe, allí sólo tenía seis años y Nacho no fue capaz de evitar recordar la escena de su cumpleaños.

 

Sara evocó que, a partir de ese día, las cosas empezarían a cambiar y mucho. Comenzaría a percibir cómo la expresión en el rostro de su padre había empezado a transformarse, cómo sus facciones habían comenzado a mutar, a endurecerse. Cómo su mirada que hasta hacía unos pocos meses había sabido mostrarse afable y tierna, había ido virando a recia y distante.

Recordó a sus padres hablando de escapar, de la necesidad de escaparle a la muerte. Sara percibía que esa sensación por momentos los paralizaba, los dejaba como suspendidos en el aire, como sin reacción, sin respuesta. La situación llegó a ser casi insostenible, fue muy difícil sobrellevar la cotidianidad con ese clima subyacente. Les rogaron a sus hijas total hermetismo, ya que nadie debía sospechar, nadie debía ni podía saber de sus ideas, de que ellos querían escapar, nadie era confiable. La sola idea de huir del horror, como una imagen proyectada, había logrado aplacar, en parte, su ansiedad y su angustia.

Sara se detuvo por un momento y pareció no querer seguir con el relato. Nacho allí, decidió no decir ni una sola palabra. Como antes ella le contara de cómo había registrado la transformación en el rostro de su padre, Nacho en ese momento pudo registrar la metamorfosis en el de ella. Supo que Sara no había olvidado lo vivido allá en Beltz, que los recuerdos aún seguían repiqueteando en su cabeza y en su alma, como esos dolores que se instalan y se resisten a abandonar a sus portadores. Creyó sentir que aún entonces, ella seguía cerrando y apretando sus ojos fuertemente a la hora de dormir con la vaga ilusión de que, al despertar, todo estaría bien, nada habría de sucederle. Sin embargo, Nacho entendió allí que Sara estaba viva y que eso, era todo lo que a él debería importarle. Fue, en ese momento, donde comprendería que ella ya no quería seguir recordando esa parte de la historia, y él no quiso sentirse responsable de ser quien la hiciera revivir aún más ese sufrimiento, no a ella. “Hay que seguir, y para seguir hay que olvidar.” Eso se dijo, o se convenció de que ese era el modo en que Sara había sabido sobrevivir.

Pero quedaba develar el final de la historia para que el secreto que Sara había guardado por tantos años y dejara asomar como una confesión en el almacén, no quedara trunco o incompleto.

Entonces, con la ayuda de Nacho y su cautela, Sara terminó de contar la historia, la contable, la posible. Así, le relató que tardaron algunos años en poder resolver el cómo huir y cuán valioso había sido el aporte de unos pocos vecinos amigos que, al enterarse del secreto a voces, quisieron ayudar. Pero ¿dónde ir?

Sus padres habían escuchado que había del otro lado del océano un lugar de oportunidades, un lugar para trabajar, un lugar para poder darles educación a sus hijas, un lugar para vivir en libertad, un paraíso. Y eso para aquellos que sentían que vivían en el infierno, eso se transformó en esperanza.

No recordó detalles de la travesía, o no quiso recordarlos, pero Sara ya tenía sus diez años cumplidos cuando estaban próximos a llegar a Cherburgo, al norte de Francia. Era el año 1912. Y sus padres ya habían decidido que la tierra prometida sería los Estados Unidos de América, y que el Titanic atracaría en su muelle y los llevaría por fin a cumplir los sueños anhelados, o al menos, les permitiría dejar el pasado donde sabían debía estar, en el olvido.

Pero llegarían tarde, incomprensiblemente tarde. Habían ocurrido muchas cosas, muchas que no quiso contar, muchas que les habían sucedido en ese eterno periplo por llegar a un destino más que incierto que se vio truncado porque el barco había zarpado sin ellos a bordo. Y Nacho allí, no pudo evitar ver asomando los puños cerrados de Sara.