Cubierta

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Sobre Tinco Andrada

Tinco Andrada oriundo de Añatuya, Santiago del Estero. Tiene dos hijas y vive en Buenos Aires.
Autor de los libros Con los pies en la Tierra (1995), Con el Mismo Norte (2002), El Negro Manuel (2011) y El sol de las soledades (2015). Fue 1er. Premio de Poesía en 2010. Fue columnista de la revista De Mis Pagos.
Declarado en 2012 Huésped de Honor por Decreto de la Municipalidad de la ciudad de Sumampa, durante la III Feria Infantil del Libro. En 2014 participó del acto de premiación del concurso Internacional de Novela.
Los bocetos de Picasso, su tercera novela, se inscribe dentro del Realismo Simbólico. Un viaje a Europa lo inspiró para crear el recorrido de los personajes.

Índice

A mi nieta María Eugenia Di Gennaro

Capítulo III

Ceremonia del vino

 

El tiempo pasa rápido y a veces uno no se da cuenta. Si estás metido y concentrado en tu trabajo, eso puede ocurrir. Un día te preguntás: ¿Tanto pasó? Al trabajar en mi atelier de manera infatigable era posible encontrarme confundido en el calendario. Al darme cuenta salía a caminar para despejar mi mente. El final del mes de agosto estaba cerca. El clima de a poco pretendía ser más templado. Ayudaba a pensar en andar al aire libre. Por este tiempo cargaba con una lucha interna que no podía definir. No encontraba el rumbo, cómo hacer lo que quería. Una y otra vez volvía sobre lo mismo. Lo que me parecía bello a la mañana, por la tarde desaparecía. Nada me conformaba. Vivía una etapa de abandono creativo. Comencé a cuestionarme todo o casi todo. Me juzgaba con dureza el no sentirme feliz. Me anulaba solo. Pensaba que mi tiempo en la Escuela Nacional de Bellas Artes no había dejado nada en mí. Nos habían enseñado a defender nuestros proyectos, pero mi mente no me permitía hacerlo. Sospechaba también que mi paso por La Carcova hubiera sido infértil. Buscaba explicaciones. Reflexionaba. Estaba confundido y quería luz. Me debatía en ese ir y venir de lo incierto. No era cuestión de técnicas. Faltaba temperamento. Pasión. El fuego sagrado de la sangre creativa. ¿Mi mente se asfixiaba? Seguía allá lejos. En la distante Tilcara. No podía sacarme de la cabeza aquel paisaje. Continuaba con la mirada extasiada en él. En la rogativa de esperanza que invoca su gente. En la música viajera de distancias. En los ojos olvidados de los niños. ¡Claro! Es el escenario natural más bonito que se pueda encontrar para soñar, para pensar. Siempre lo tomé como el marco propicio para la creación. Seguro que sí. Pero ya no estoy allí. ¡No y no! Estoy aquí. En la bella e indiferente Buenos Aires. Necesito que mi mente se obligue a no volver. Aquello lo viví, pinté. Hoy busco emociones nuevas. Propuestas distintas que me motiven y me exciten. Sensaciones que vengan desde este arrabal. Inquieto y convulsionado. Poblado de valientes desafíos que entusiasman al combate del día. Necesito contagiarme del humor de la calle. De la nocturna soledad de prostitutas milenarias. De los tenaces cartoneros, esos viajeros que arrastran sus carros cargados de ansiedad. De los melancólicos bohemios apretados al último farol. De los suburbios deshilachados de magia. De la nostalgia fresca. Del amor hiriente. De la protesta suburbana. De la bronca y del olvido. Hundirme en la desconsolada música de un bandoneón solitario. Impregnarme de la esencia. Sentir cómo fluye la sangre alborotada del reproche cuando desando las calles en el vientre urbano de adoquines grises. Subirme al teatro de su luna. Buscar su simbología. Pintarla y compartirla. Cómo decía Pascal “…defender a muerte su derecho a significar”.

Desde la noche que conocí a Delfina no dejé de pensar en ella. Bella mujer de imagen adolescente. Aunque Darío dejó en claro los comentarios, dudé de sus dichos, pero provocó mi inquietud. La intriga me azuzaba: ¿sería una joven madre? ¿Sería la mujer o la ex de alguien? Dijo que era una broma. ¿Será? Estoy convencido de algo. Hoy es la dueña de mi pensamiento y me siento cautivado como un imbécil. Todos los días me pregunto: ¿Por dónde andará? ¿Qué será de su vida? Comentó que volvería en veinte días. El tiempo pasó y en mi cabeza la duda aturde. ¿Llamará al regresar? Cobijo el deseo de verla otra vez. Ansío escuchar la musiquita de mi teléfono y desde el otro lado un “¡Hola, aquí estoy!”. No era así. Los días transcurrían sin noticias y acentuaban la ausencia. ¡Qué locura la mía! Tan pocos momentos juntos y cada vez pensaba más en ella. Darío llamó un par de veces para saber cómo me encontraba. Lejos de mi sorpresa de amor, él estaba donde debía. De manera obstinada seguía alentando la posibilidad que no aparecía. Concretar ventas. Al menos un par. “¡La perspectiva está!”, decía con énfasis. No sé si buscaba que no me deprimiera o si la viabilidad era cierta. Alentadora. En mis bolsillos las cosas seguían un derrotero común. Cada día más flacos. En Argentina la plata se depreciaba por horas. La que llevábamos en el bolsillo perdía valor vertiginosamente. La perspectiva de tener mi propia sustentabilidad se diluía semana a semana. El país estaba inquieto ante un mundo que desde lejos nos miraba indiferente.

Una tarde mi teléfono sonó. La mente es prodigiosa. Pueden ocurrir muchas cosas y en segundos pensamos en cientos de sucesos diferentes pero… siempre hay uno. Uno solo. Es el que te ilumina. El que uno espera.

—¡Hola! ¿Claudio?

Era su voz. Sonó como un susurro. Todo se detuvo. Llegó. Por fin había regresado. Es cierto. No había duda de que solo pensaba en ella. Esperé noche a noche, durante días aquella llamada. Temí que no llegara nunca. Por fin ahí estaba. El momento que parecía esfumado se hizo realidad en el instante más bello en mucho tiempo. Ahí. En ese segundo supe que Delfina no sería una muchacha más en mi vida. Me sentí sacudido. Nunca antes me había ocurrido con nadie. Los miedos se convirtieron en fuerza. La de hacerme olvidar todos mis sinsabores. Solo quería escucharla.

—¿Cómo estás Claudio? Llegué esta mañana. No veía la hora de llamarte. —Su mensaje tenía magia.

—¿Cierto? —dije tontamente y acoté— ¡Qué hermoso!

—Sí, tenía deseos de hacerlo.

—Me siento halagado y feliz de escucharlo Delfina. ¡Qué lindo! Cuánta coincidencia. Dicen que las cosas son de a dos. Tampoco yo podía esperar más. Aguardaba tu llegada con ansiedad. No quiero parecer exagerado, pero no puedo negarlo ni ocultarlo.

—¡No! Por favor Claudio. Me encanta escuchar eso. Es muy lindo para una mujer. Una siempre espera escuchar palabras amorosas… ¿Nos vamos a ver?

No esperé y contesté cómo un relámpago.

—¡Sin duda que sí! Estoy ansioso por hacerlo. Quiero, deseo verte. ¿Dónde podemos encontrarnos?

—Si te parece bien, mañana —respondió —. Pasaré a buscarte. Decime por dónde.

—De acuerdo. Nos veremos, pero no vengas a buscarme. Iré yo a cualquier lugar, a donde digas.

—¿Por qué no? No me cuesta nada. Iré y cenaremos en el mismo lugar donde nos despedimos. ¿Qué te parece?

—Me parece fantástico Delfina. Pero insisto, entiendo que es un abuso que vengas a buscarme.

—No. No es ningún abuso. Ya está decidido —dijo con alegría.

Nos pusimos de acuerdo con el horario. Con las cosas que se dicen para coincidir y no esperar. Todo parecía mágico. Volví a pensar que desde hacía mucho tiempo no me sentía tan afortunado. Alegre. Impaciente. Parecía un colegial enamorado.

Durante el día me noté tenso. Pendiente del encuentro. Me parecía desmedida la expectativa qué ponía pero esa era mi realidad. Actuaba igual a un adolescente. Cuántas veces uno se encontró con alguien que le gusta y tiene ganas de ver. Muchas. Nunca fue así. Hoy parecía distinto. Sin duda era un instante nuevo. Pensé que tal vez estuviera frente a uno de esos acontecimientos que pasan una sola vez en la vida. Lo rumiaba y me provocaba pánico. Más aún. Me estremecía imaginarlo. Quería calmar la locura repentina que se hacía insostenible por momentos y busqué entretenerme con algo. Resolví reordenar la casa y empecé por pasar cosas de un lugar a otro. Acomodé y cambié todo. Por fin llegó la hora. Fui puntual. Ella llegó enseguida. Bajó del auto sonriente. Vino hacia mí con la mirada alegre. Sin hablar, en medio de la calle, nos abrazamos con intensidad. Nuestras mejillas se llenaron de fiesta. El beso llegó. Preciso. Encendido por la espera. Los mimos nos tuvieron aferrados sin querer soltarnos. Me sentí en un planeta nuevo, vanidoso de caricias. Nada existía. Bueno, sí. Algo más había. El chofer de un colectivo que no podía continuar su marcha. Prendido a la bocina la hacía sonar sin cesar. Nos gritaba de todo. El auto de Delfina estaba en doble fila. Impedía el tránsito. Sin soltar nuestra alegría corrimos hacia el auto a trompicones, entre la torpeza y la culpa. Felices ante el delito inocente. Impunes subimos entre risas. Partimos veloces.

Durante el trayecto hablamos sin parar. Pasa cuando esperaste tanto al otro. No definimos hacia dónde ir, pero no íbamos hacia el lugar anterior. No me importaba. Risas. Historias de viaje. Algún contratiempo con su equipaje que fue a parar a Tokio. Mezclábamos todo. La pregunta ineludible hacia mí llegó.

—¿Cómo estás? Quiero saber de vos. Saber de todo —rió y me gustó más aún—. Tengo especial interés en tu trabajo. ¿Va bien?

—No —contesté lacónico—. ¿La verdad? No sé cómo va. Creo que por ahora está en el aire. Aún no logré ninguna venta. Es un tema que no aporta mucha alegría, Delfina. Al menos en este momento. ¿Y si lo dejamos para más tarde? Ahora, mejor pensemos en otra cosa, algo más alegre. Ya habrá tiempo para todo. ¿Qué te parece? —dije y sonreí para restar dramatismo.

—¿De verdad no querés contarme? Qué pena. Está bien. Si es así no sigamos. Elijo que te sientas cómodo. Fue solo una pregunta. Saber algo de vos, de tus pinturas. En fin, de todo —dijo sonriente.

—No me incomoda Delfina. Para nada. Repito, pensé en este encuentro como un lugar de alegría y de sonrisas. Nada de angustias. Seguro que a las intimidades laborales las trataremos después. Con más tiempo. Prometo volver al tema y ser generoso en cada comentario. Asumo el compromiso.

—De acuerdo. Entonces te contaré hacia dónde vamos.

—Bueno. Teníamos una cena programada para hoy ¿verdad? En el lugar de la última vez. Ya me di cuenta que tenemos un rumbo distinto —sonreí.

—Ya lo sé. No te preocupes. Tengo una propuesta distinta. Espero que aceptes.

—¿Cuál es?

—Me gustaría que me acompañes a un encuentro muy simpático. A una cata de vinos. ¿Podemos?

—¿Una cata de vinos?

—Sí. Tal cual.

—¡Qué bueno! Me parece interesante. Nunca fui a ninguna. Te adelanto que soy un ignorante del tema.

—Tranquilo. No tenés por qué saber nada de eso.

—Bueno, me tranquiliza. ¡Qué lindo! Estará bueno aprender algo de vinos. ¿Dónde es?

—Me encanta que te entusiasme. No es cerca. Será necesario salir de Capital. Iremos hacia el norte. Es un compromiso que ya tenía asumido con alguien que de manera sorpresiva, no estará. Me gustaría cumplirlo.

—Sí, claro. Me parece bien que vayamos.

—Según lo que sé el lugar queda en Martínez o por ahí cerca. Tengo la dirección en el bolso. No será necesario buscarla. Sé ir. No te aflijas. ¡Te llevaré sano y salvo! —dijo con humor y rió de buena gana.

Verla así me encantó. Los recuerdos me llevaron hacia la primera vez que nos vimos. Ocurrió por allí. No pude evitar vincularlo. Fue en la misma zona. Tal vez no muy lejos del lugar hacia dónde íbamos. Era otro momento. Otro sitio pero también éramos nosotros. Ahora más intensos. Con más deseos. El de conocernos y compartir. El de estar juntos.

Llegamos a una casona antigua. Calculé que sería de principio del siglo pasado. Tenía una estética romántica. Tal vez novelesca. Muy distinta a la de nuestro primer encuentro. Aquella donde la mayoría, sin sentido, hablaba en inglés. Esta lucía diferente, acogedora. Al ingresar nos encontramos con un ambiente especial. Paredes con ladrillos desnudos, maderas y luces bien ubicadas. Me atrapó una atmósfera de calidez.

—¡Qué bonito todo esto! —dije.

—¿Viste Claudio? Sí que es bonito. Me encantan los lugares como este.

Grandes fotografías decoraban las paredes. Había de viñedos. Montañas. Colinas y toneles. Sacudían la imaginación. Era como andar de paseo por antiguas bodegas entre sueños de fantasía. Por ahí había otras de atractiva belleza. Mostraban fiestas antiguas. Bellos escenarios con paisajes cercados por arroyos. Tal vez algún febrero enmascarado de carnaval. Con soles y flores del verano. Se veían familias numerosas. Abuelos y niños agitados en remolinos de risas y alegría. Estar allí era sentir la tibieza del afecto. Del amor. De historias no olvidadas.

En ese ámbito y ante la distinguida figura del vino, nos recibió un señor muy pintoresco. Supuse que tendría unos cincuenta años. Provocador en el buen sentido. Su aspecto resultaba muy expresivo. Los pelos llenos de colores. Tal vez sin que yo lo supiera había refregado la cabeza sobre mi paleta de pintar. Los rulos brillaban en tonos multicolores. Lucían alegres. Alborotados. Caían por la frente hasta tocar sus espejuelos a lo John Lennon. Por los costados le tapaban las orejas. Por atrás superaban la nuca. “Un cocoliche” diría mi abuela. Un cocoliche agradable diría yo. Simpático. Conversador y lleno de gracia. Al rato fui más indulgente. Me pareció que la policromía le quedaba bien. Dimensioné el lugar y no me pareció grande. Lo poblamos por completo. Nuestro anfitrión se acercó más y confidente nos anunció.

—Les presentaré luego a la dueña de casa. Es una persona encantadora. Sabe todo sobre el vino. Es una gran experta. ¡Ya verán! Les gustará conocerla.

La propuesta me cayó simpática y familiar. De inmediato nos indicó cuáles eran nuestros lugares. Él se paró en el vértice de dos grandes mesas dispuestas en forma de “V”. Nos contó qué haríamos para conocer y degustar un vino. Inició la charla entregándonos unas tarjetas con nombres de especias, flores y frutas. Nos alcanzó unos diminutos frasquitos con muestras de esencias identificados con números. Sin nombres. Nos hizo oler y distinguirlos. Había perfumes variados y todo estaba allí. Con eso apreciaríamos las fragancias en cada copa. En ese momento debíamos dar el nombre de lo que descubríamos en la nariz. Nos mostró una botella que descorchó de inmediato. Era el vino que eligió para abrir el fuego. Indicó de qué manera debíamos degustar. Era un tinto artesanal de San Javier, Córdoba. Un Malbec con doce meses en barricas de roble. Esperó a que cada uno hiciera la experiencia. Siguió con uno de procedencia distinta, un vino 60% Malbec y 40% Bonarda. Nos enseñó a notar el rojo púrpura del Malbec combinado con el negro profundo y violáceo del Bonarda. Pudimos sentir el aroma a frutas rojas y maduras. Descubrimos algunas notas florales. Resultó un buen vino de Chilecito, La Rioja. Así nos introdujo en la combinación de la comida junto a la bebida. Las carnes rojas. Las aves. Los quesos. Los tintos y los blancos. Intimamos con el mejor vino para cada plato.

De manera entusiasta Delfina y yo bebíamos. Nos mirábamos encandilados. Reíamos ante cualquier pavada. La experiencia de la degustación me pareció magnífica. Trataba de memorizar todo cuanto escuchaba. Uno no sabe si volverá a tener una oportunidad parecida. Mientras nos mirábamos embobados, nuestro anfitrión seguía contándonos del terral, las lluvias y todo lo que hace a un buen vino. Continuó por algunos minutos más. Terminó con el que supuse sería el mejor. Esta vez aportó un tinto. Al llevarlo a la boca me resultó exquisito. 50% Cabernet Sauvignon, 50% Malbec. Conservado durante doce meses en roble francés (50%) y americano (50%) de primer uso. Ponderó el color rojo rubí intenso con matices violáceos. El aroma a frutas rojas y especias. Con notas de vainilla y chocolate que cuidó el roble. Era un vino proveniente de Mendoza. Impecable. Me dije que ese sería mi vino. Cuando todo terminó me enteré del precio. Allí me di cuenta de que mi elección era buena pero no realizable. No estaba preparado en ese momento para disfrutar de algunos placeres de la vida. Ese vino, por ejemplo. Por ahora no sería para mí. Estaba convencido de que en algún tiempo sí sería posible. Sin importar lo que debiera esperar. Terminada la degustación la charla entre todos fue amena. Llegó hasta nosotros el caballero de los rulos coloridos. Lo acompañaba una señora mayor. Me pareció bella. El pelo corto, lacio y rubio. Le daba un aire distinguido.

—Ella es Josefina. Prometí presentarla y aquí está.— Dicho eso hizo un gesto de reverencia y se alejó. Josefina tomó de ambas manos a Delfina y dijo:

—¿Imagino bien si digo que eres la amiga de Clarita?

—Sí. Así es.

—Afirmó que vendrías. También comentó que sos una viajera permanente.

—Bueno, es solo por mi trabajo —aclaró Delfina con una leve sonrisa quitándole importancia.

—¿Y usted? ¿Cómo es su nombre?

—Claudio —dije y agregué—, Claudio Terrada.

—¿También viajero?

—No, no. Soy pintor.

—¡Ah! Tenemos un artista en casa. ¿Arte figurativo?

—No. Más bien una mezcla entre cubismo y expresionismo. Sin entrar en detalles.

—¿Cubismo? ¿No andará también tras los bocetos de Picasso?

—¿Bocetos de Picasso? No sé a qué se refiere. ¿Cuáles?

—Bueno. Usted vio cómo es eso de las fantasías y las realidades.

—Mm… no. Sigo sin entender ¿Quiere aclararlo?

—Si, por supuesto. Le doy un ejemplo. Durante años se habló de que Hitler vivió en Argentina. Dicen que hizo construir una casa en Villa La Angostura. Realidad o fantasía. Nunca se sabrá. También ocurrió con Picasso.

—¿De qué manera señora? ¿Me dice que Picasso vivió en Argentina?

—¡No, no! ¡Por favor! No dije eso. Ocurre que hace muchos años que se habla de que aquí, en Argentina, se hallan unos papeles que Picasso perdió en París luego de una pelea. ¿Quién puede saber si eso es verdad? Como dije. Algo más de la realidad o la fantasía.

—¿Picasso en una pelea? Parece increíble. De ficción. Le puedo asegurar que nunca lo escuché.

—Sí. Lo imagino. Si bien ocurrió en el siglo pasado, en nuestra época nunca tuvo trascendencia en los medios. Hasta la muerte de Picasso, en aquellos años, no se hablaba de eso. La información iba por otro lado. Lejos de lo que hoy sería la farándula. Dicen que tal cuestión ocurrió en la época dorada de la Argentina. Cuando nuestros compatriotas de riqueza, a principio de 1900, tenían a París como segunda casa y todo era fiesta y champagne.

—Bueno. No deja de parecer extraño. Trataré de informarme.

—Sí. Estoy segura de que lo hará. Vale la pena. No tengo duda de que a un pintor le resultará muy atractivo conocer esa historia, más tratándose de ese tipo de genios. Ahora mejor sigamos con esta noche de vino y linda gente —dijo con una sonrisa abierta que dejó a la vista una prolija dentadura.

Al fin pude hacer la pregunta que tenía en la punta de la lengua.

—¿Cómo es que sabe tanto de vinos?

—¡Uh! Viene desde la cuna.

—¿Tanto? —pregunté sorprendido.

—Sí. Los invito a tutearnos ¿Podemos? —preguntó.

—Naturalmente —contesté con rapidez.

—Bien, gracias. Dije desde la cuna porque en mi familia se acostumbraba a mojar los chupetes en vino con agua para darles a los bebés.

—Bueno. Se habrán dormido de inmediato —dije riéndome.

—No te creas. Resistíamos —dijo y largo una carcajada.

—¡Ah! —intervino Delfina— Mi abuela belga siempre contaba que a ella, en Lieja, le enseñaron a beber cerveza desde antes de tener uso de razón. Allí también lo del chupete era una usanza familiar. El hábito era tan fuerte que hasta su muerte destapaba una botella de cerveza negra antes de empezar a cocinar. Por eso, creo que desde cada uno de nosotros y por siglos, las costumbres hacen a la historia de los pueblos. En realidad se me ocurre que es una cuestión cultural ¿verdad?

—Así es linda. Pensemos en las sociedades de la antigüedad. Ellas sabían disfrutar los placeres del vino. En el vino siempre hay una dedicatoria. Los amigos cuando se reúnen festejan con él. Al descorchar elevan el corazón. Es buena compañía al compartir la música. Las memorias. Uno se siente abrigado en su fidelidad. ¿Quién no recuerda los encuentros familiares regados de buenos tintos? Algunos tocados por los mendocinos. Estoy segura de que muchos salteños conservan aún el gustito entrador de los blancos de Cafayate. Vinos llenos de historia y mansedumbre. Quién menos, quién más, todos disfrutamos con la mirada puesta en esas hileras prolijas y ordenadas de los viñedos. En las uvas que saben al asado del domingo. A las guitarras bajo la luna de poesías. Al embrujo en la danza de los duendes. Sabemos que el vino es un eco que viaja pecho adentro. Así es. Estoy segura de que con la cerveza, tu abuela y la abuela de tu abuela, hicieron esa parte cultural del pueblo. La del pueblo belga. Seguirán los nietos y los nietos de tus nietos amasando ese culto por la herencia.

Delfina arqueó las cejas y sus ojos se fijaron en mí. Tomó mi mano con calidez. Sentí la mirada llena de amor. Jugamos con los dedos mientras oíamos extasiados a esa mujer. La señora erudita del vino. Escuchar para aprender. Quedamos fascinados con ella. Sentí que, con la voz pausada y la memoria prodigiosa, ponía en la noche algo de historia y poesía en ese homenaje al vino.

Así terminó el encuentro. Salimos y nos fuimos muy sentidos. Dicen que a una buena degustación, si ocurrió en la noche, debería seguirla una buena cena. La elección no debe dejar atrás al buen vino. Para no volver hacia el centro de la ciudad, propuse comer por allí. Así fue. Elegimos un lugarcito de mucha intimidad. De poca luz. Era agradable y no había mucha gente. Escogimos el menú. Motivado me animé y seleccioné el vino. Ella, con su natural mohín preguntó.

—¿Cuándo empezaste a pintar?

—¿Preguntás desde cuándo lo hago de manera profesional?

—No, no. Quiero saber desde qué edad.

—¡Qué pregunta!

—¿Te sorprende?

—No. En realidad no me sorprende.

—¿Entonces?

—Con ella me obligás a ir hacia atrás en el tiempo. Te cuento. Pintar estuvo siempre en mi cabeza. Creo que no podría decir desde qué momento. Desde que tengo uso de razón la pintura está conmigo.

—¿Desde siempre entonces?

—Sí, pero no…

—No entiendo. ¿Cómo es eso?

—Te diré. Es así: mi padre fue un hombre recto. Justo y muy duro. Formado solo hasta la escuela primaria. Luego las necesidades familiares lo obligaron al trabajo. La calle hizo el resto para convertirlo en un ser tal vez egoísta. La calle endurece. Algo de ese temperamento debo haber heredado.

—¿Es esa tu parte de ser solitario?

—Tal vez. No creo estar en soledad. Nunca lo pensé así. Durante años estuve enojado con él. Mis hermanos estaban en otra cosa. Yo en el arte. Creo que él no quería que yo fuera artista.

—¿Por qué?

—No lo sé. Él lo hacía con habilidad. Cortaba todas mis posibilidades. Siempre había excusas y obligaciones que me quitaban tiempo para pintar.

—¿Te prohibía hacerlo?

—No. Nunca me obligó a nada, pero más temprano que tarde me encontraba cumpliendo con sus deseos.

—¿Por qué no quería que fueras artista?

—No sé. Nunca le pregunté.

—¿Él no te lo dijo?

—Nunca lo conversamos porque no hubo una prohibición. Ocurrió así.

—¿Fue por mucho tiempo?

—Ocurrió hasta pasada mi adolescencia.

—¿Cuándo pintaste por fin?

—Cuándo terminé la escuela secundaria. Esa era la obsesión de papá. Que terminara el colegio. Al hacerlo tomé una determinación. Me fui de casa para no regresar. Volvía solo de visita.

—¡Ah, ya grande!

—Sí. ¿Podés creer que el día en que partí no puso ningún obstáculo?

—Bueno. Sin duda que algo decantó Claudio. A lo mejor su ideal era que terminaras la secundaria.

—Creo que sí. A partir de ese momento me sentí libre. Sin trabas. Recién entonces pude dedicarme a la pintura. Lo más increíble de esta historia fue que recién desde ese momento mis padres me apoyaron. Económicamente, lo hicieron aun dentro de las pocas posibilidades que disponían. Mis estudios los completé con pasión y urgencia.

—Lo que vi aquella noche en tu exposición es la obra de un gran artista, Claudio. Creo que si no hay una escuela de años y mucha dedicación en el trabajo, no me parece posible lograr esa excelencia.

—No creas. No siempre fue así. Hubo grandes artistas que no tuvieron escuela y sí mucho talento. De todas maneras gracias por el halago.

—Está bien. Quiero decir: sos muy joven para lograr tanto.

—¿Te parece?

—¡Claro que sí! Sin duda tenés mucho talento y eso te posibilitará un gran porvenir.

—¿Por qué, si es así, no puedo vender nada? Lo único que consigo hasta ahora son halagos y mucha charla. ¡Ojo! No lo digo por vos. Por favor, no lo tomes a mal.

—No importa. Aunque así fuera. Es cierto. Seguí.

—No hay mucho más. El punto es que no consigo vender. No sé vender. ¿Ves? Al fin llegamos a lo que querías, saber sobre mi pintura.

—Bueno. Se dio la oportunidad. Es un momento muy particular en la Argentina. Me parece que sería bueno tomar una fuerte dosis de paciencia y darte tiempo. Estoy convencida de que lo malo pasará. Llegará tu momento. Lo veremos juntos —dijo prometedora, dándome un apretón en la mano. Me sentí alentado por su generoso entusiasmo y buen humor.

—Hagamos de cuenta que volvemos en el tiempo. ¿Cómo fue tu primera venta?

—¡Cómo olvidar aquel día! Un amigo, de visita en casa de mis padres, coincidió conmigo. Al ver un lienzo que mostré dijo que le gustaba mucho. Recuerdo su comentario: “Tal vez en algún momento compre algo tuyo”. Pasó el tiempo. Un día necesitaba plata. No sabía de dónde sacarla. De pronto recordé aquella declaración. Era una tarde lluviosa. Envolví con cuidado el bastidor para que no se mojara la tela. Tomé un colectivo y partí hacia mi destino, Wilde.

—No sé dónde está Wilde.

—Es una localidad del gran Buenos Aires, zona sur.

—Entiendo. Ocurre que conozco muy poco de esta ciudad. Del país inclusive. Ya tendré tiempo para contarte lo mío. Continuá por favor.

—Bueno, para mí también era un lugar lejano. No me importaba. Fui al encuentro de ese buen hombre. Lo hallé atendiendo en su negocio de ropa. Esperé a que se desocupara y lo ataqué.

—¿Cómo que lo atacaste?

—Sí. No fue venderle algo. Lo presioné tanto que no le quedó otra opción que comprarlo.

—¿Cuánto te pagó?

—Esa es la parte risueña.

—¿Por qué?