Estar en banda

Estar en banda
Psicología del músico de rock

Fabio Lacolla

Lacolla, Fabio

Estar en banda : psicología del músico de rock / Fabio Lacolla. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-556-704-1

1. Psicología. 2. Música. I. Título.

CDD 158.4

Diseño de portada: Patricio Vegezzi
Diagramación de interior: B de vaca [diseño]

© 2017, Fabio Lacolla
© 2017, Queleer S.A.
Lambaré 893, Buenos Aires, Argentina.

Primera edición en formato digital: mayo de 2017

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-704-1

A Martín Quaglia,

que, como todo buen maestro,

es un gran discípulo de la música.


A José Luis Mazzocco,

porque su espíritu explorador

supo acompañarme en los inicios.

“Hablar de música es como bailar de arquitectura”.

Frank Zappa


“Hacer arte es tomar decisiones correctas e incorrectas.

A las correctas hay que buscarles problemas,

a las incorrectas soluciones”.

Enrique Collar, artista paraguayo

PRÓLOGO

por Humphrey Inzillo

“Me tengo que ir al psicólogo”

Tuve una pequeña serie de encuentros más o menos cotidianos, más o menos insólitos, más o menos intrascendentes, con uno de los guitarristas más importantes en la historia del rock argentino. Un domingo a la mañana, por ejemplo, nos vimos, por absoluta casualidad, en la puerta del zoológico. Yo estaba por entrar a visitar al elefante y la jirafa con mi hija Lulú cuando lo descubrí, con rumbo a los Bosques de Palermo, debajo de una capucha. Fue un saludo cordial, pero en un ámbito extraño. Como si estuviéramos en una dimensión paralela. Pero el encuentro que viene a cuento del libro que ahora mismo está en tus manos ocurrió hace muchos años, cuando Lulú ni siquiera era un proyecto. Yo todavía vivía en la casa de mis viejos y una tarde, poco después de almorzar, me lo encontré en la esquina de mi casa. Hubo otro saludo afectuoso, otra breve charlita de rigor y una despedida abrupta. “Te dejo. Me tengo que ir al psicólogo”, dijo. Supongo que, en una ciudad como Buenos Aires, de las más psicoanalizadas del mundo, no debería haberme llamado la atención. Sin embargo, a casi quince años de aquél encuentro breve y fortuito, todavía recuerdo con exactitud sus palabras antes de la despedida. “Me tengo que ir al psicólogo.”

No recordaba esa anécdota hasta que Fabio me pidió que escriba unas líneas que acompañen a Estar en banda. Para serles sinceros, dudo de la importancia de esa escena. Sin embargo, ayuda a romper el mito que dice que a) los músicos no van al psicólogo y b) a los músicos no les gusta decir que van al psicólogo.

La psicología es una disciplina que puede aplicarse a diversas actividades. Al deporte, por ejemplo, transformándose en un pilar fundamental de la preparación de los deportistas de elite. Pero también a la educación, al derecho, a la publicidad, a las ventas, al marketing, al trabajo, a la música en general y al rock, por supuesto, en particular.

Abordar al rock desde la psicología supone diversos enfoques: la deconstrucción del proceso creativo de una canción o un álbum, la relación del artista con el escenario y la exposición, la relación entre la vida y la obra de los músicos y, fundamentalmente, cómo sostener la dinámica de un grupo, conforme avanzan los fracasos y los éxitos. Un desafío que se asemeja a otras relaciones humanas, como los matrimonios, por ejemplo. Y, también, cómo equilibrar las luchas de egos. Todo esto, y más, es lo que podremos encontrar en las páginas siguientes.

Mientras termino de escribir este texto, lo juro, recibo un mensaje de voz de whatsapp de un músico amigo que me hizo el favor de traerme un libro desde México. Suele decirse que la música es el arte de combinar los horarios. Y mientras tratamos de definir las coordenadas del encuentro me explica que al día siguiente no podrá ser a la mañana ya que tiene cita con su psicóloga. “¡Increíble!”, le digo. “Justo estoy escribiendo el prólogo de un libro sobre rock y psicología. ¡Qué flashero!”. Al rato, me responde: “¡Ja! Mi psicóloga atiende por la obra social de SADAIC, así que imaginate la cantidad de historias que tendrá para contar. Igual, creo que no puede, por eso del secreto profesional. Pero debe tener unos relatos buenísimos”, se entusiasma. Historias tan buenas como las que vienen a continuación.

I. Introducción

El psicólogo del rock

Cuando digo que soy psicólogo, muchos bromean con la frase consabida: ¡No sabés lo bien que me vendría! Cuando digo que soy músico, me preguntan de qué trabajo. Mis dos profesiones, como se ve, suelen provocar diferentes reacciones. Pero una noche fue diferente, estábamos en el patio de una sala de ensayo de Villa Pueyrredón, donde se encuentran los músicos antes o después de ensayar. El bajista de la banda vecina me dijo: ¿Che, vos sos psicólogo? Le dije que sí.

—Entrabas quince minutos antes a la sala –me dice, levantando las cejas y señalando al cantante con la cabeza– y te hacías un festín.

—Yo atiendo bandas de rock –dije a las apuradas. Fue una inspiración del momento. Hablé con la misma seguridad con la que me presentaría en una entrevista de trabajo.

— ¡Me estás jodiendo! Por ahí te llamamos entonces.

A la semana me llamaron. Mi rapto de inspiración me había metido en un problema. Qué hago, pensé. ¿Los cito en el consultorio? ¿Los trato como pacientes o como colegas? ¿Habrá un trato intermedio? ¿Compramos unas birras? ¿Y si se prenden un porro? ¿Les pregunto si quieren que vaya a la sala? ¿Vendrán todos? ¿Y si alguno me tira mala onda? ¿Cuánto les cobro? ¿Cuánto tiempo los atiendo? ¿Los trato como a un grupo terapéutico? ¿Les digo que traigan algún instrumento? Y si el manager quiere venir, ¿qué le digo? ¿Me hago el rockero o me hago el psicólogo? ¿Qué me hago?

Éstas y ochocientas preguntas más acudieron antes de verlos. Pero si algo me enseñó la psicología es a ser dúctil y confiar en el devenir. Todas esas preguntas, que hasta ahora eran mías, de algún modo yo tenía que lograr que fueran de ellos.

Eran una banda de rock clásica. Dos guitarras, bajo y batería. Uno de los dos guitarristas cantaba. Al parecer el cantante quería funkearla un poco más, incorporando un trompetista y un saxofonista. El baterista y el bajista no querían saber nada, ellos creían que no había que modificar lo que ya estaba funcionando. Estaban por entrar a grabar su segundo disco. Con el primero les había ido bastante bien y por concierto llegaban a cortar entre trescientas y cuatrocientas entradas. Nos vimos tres veces: una en el consultorio, otra en la sala de ensayo y otra en un concierto. Tres formatos diferentes para una misma tarea: trabajar la interacción entre ellos. En el consultorio circula la palabra, en la sala circulan los instrumentos y la dinámica de trabajo, y en el concierto, la puesta en escena de la tarea realizada.

Toda banda tiene una demanda manifiesta y otra latente. Y como suele pasar con los pacientes individuales, nadie viene por lo que dice que viene. En este caso, después de indagar qué relación tenía cada uno con la banda, apareció algo muy típico: las diferencias en el nivel de compromiso y expectativas. Una banda de rock transita muy a menudo por esa disparidad. No todos tienen el mismo nivel de compromiso y no todos tienen el mismo nivel de expectativa. Para muchos músicos la música es un suplemento de la vida cotidiana, es algo más, pero claro, pasa que muchos proyectos que empiezan siendo un suplemento, un hobby, un pasatiempo, con el tiempo crecen y el propio proyecto empieza a exigir cada vez más. Entonces aparecen tres roles bien diferenciados: los que van por más, los que van por menos y los apáticos. Los que van por más son lo que están del lado de la innovación y la creatividad; los que van por menos prefieren no modificar nada más por miedo a que el proyecto se les vaya de las manos. Los apáticos, en general, viven en un universo paralelo. Son los menos generosos. Saben acomodarse en el mejor lugar para pasar desapercibidos. Para algunos miembros de la banda, fankearla significaba crecer; para otros, el miedo a lo desconocido. Lo no dicho retorna en acto de sabotaje.

Promediando aquella primera sesión, el baterista, que hasta ese momento no había hablado, dijo que muchas veces, sin querer, esperaba que las cosas no salieran del todo bien. Porque así ellos, la banda, iban a volver a los viejos tiempos.

—Cuando todo era más chiquito –precisó.

Sentía que crecer con la banda lo obligaba a replantearse toda su vida y no sabía si estaba preparado para eso. Una vez que el baterista soltó esa bomba, el eje de la discusión ya no fue si incorporaban o no a un trompetista. Se preguntaban en voz alta algo mucho más crucial: si el proyecto de vida de cada uno coincidía con el proyecto artístico de la banda. Muchos músicos hacen lo imposible por llegar y no llegan; a otros, en cambio, se les da de forma tan natural que ni siquiera perciben que se les está dando. Los grupos homogéneos no existen. Pueden coincidir en alguna actividad como en el caso de la música o un deporte. Pero, aun en la especificidad, están formados por personas diferentes que tienen una historia y un modo de pensar distinto frente a lo mismo. Uno de los grandes éxitos de Enrique Pichón Rivière, el padre de la Psicología Social en Argentina es que, a mayor heterogeneidad, mayor homogeneidad en la tarea. Es decir que cuanto más distintos sean, más iguales van a ser a la hora de llevar adelante el proyecto… en el mejor de los casos.

Lo cierto es que aquel fue, para mí, el comienzo de un largo camino de convivencia entre cables y libros que me ganó un apodo gracioso; uno que, supongo, sólo puede existir en un país como la Argentina: “El psicólogo del rock”.

El rock al diván

Éste, entonces, es un libro sobre la psicología del músico de rock. Habla de la dinámica de funcionamiento de una banda y los mitos que circulan en el ambiente rockero. Porque, aunque el rock no tiene cura, algunos rockeros van al psicólogo. El músico de rock crece con referentes a distancia y salvo que haya un padre o un hermano mayor que oficie de guía, ese crecimiento se debe a la combinación entre los ensayos, los errores y los aciertos.

Una banda de rock atraviesa momentos de mucha intensidad y soporta diferentes presiones que al principio resultan imperceptibles. La presión de tocar en vivo, de armar un repertorio o simplemente elegir una buena sala de ensayo, hacen que los conflictos que circulan de manera latente tarden en hacerse ver. Explotan, la mayoría de las veces, en el lugar menos indicado.

¿Por qué una banda de rock consultaría a un psicólogo? Puede haber razones diversas: por problemas vinculares con algunos de sus miembros, por problemas de egos que afectan la dinámica de trabajo. Porque grabar un disco moviliza, porque preparar un concierto conlleva un sinnúmero de expectativas que cada miembro de la banda procesa de manera diferente. Porque las drogas, las minitas y los managers. Porque los amigos del campeón, la presión del público y los dueños de los boliches.

Porque cuando una banda tiene fecha de vencimiento ninguno puede hacerse cargo del final. Porque “llegaron” y no saben cómo mantenerse. Porque uno de los músicos anunció que se va. Porque se va sin anunciarlo. Porque los duelos, el dinero y la fama. Porque las giras no son para cualquiera. Porque el personaje que la banda necesita no se lleva bien con la personalidad real del músico. Por el periodismo, por la crítica, por la estética cuestionada. Una banda consulta a un psicólogo porque tuvo un accidente, perdió a uno de sus miembros o fue víctima de una tragedia.

¿Y qué hace un psicólogo con esa banda? Genera condiciones para que pueda circular el malestar, para que se digan las cosas acalladas y para destrabar el conflicto. Un psicólogo es un facilitador: permite que la dinámica para la que ese grupo fue convocado lleve adelante los objetivos propuestos. Y se pregunta en voz alta si todos tienen claro esos objetivos.

Muchos grupos de rock prefieren separarse antes de soportar las inclemencias de la democracia interna o el stress de una discusión. La franqueza y las discusiones no se sobrellevan sin una fuerte autocrítica y la mayoría de las bandas carecen de eso. Si los Rolling Stones hace treinta años que no se hablan por fuera de sus instrumentos, y si los Beatles, cuando lo hicieron, se terminaron separando, ¿por qué debería una banda de rock hablar de lo que les pasa? Porque estamos en el siglo XXI y la comunicación, que en el siglo pasado era casi revolucionaria, ahora es una necesidad. Si los miembros de la banda no hablan entre ellos, son hablados por el resto del entorno. Slayer o los Ramones no necesitaron hablarse durante muchos años y, a pesar de seguir sonando, tuvieron los desenlaces que todos conocemos. Hablar no es atacar: hablar es hacer circular lo que impide que la banda trabaje.

El rocanrol tiene más mitos que discos grabados. El combustible del rock es la creencia. Sin creencia no hay circo, sin circo no hay función. Todos los que escuchamos esa música damos por cierto que, lo que los rockeros nos cuentan, es así. Quizá esa ilusión es lo que nos hace ir a los conciertos o lo que nos deja encerrados en una habitación tratando de sacar el solo de Ji ji ji. Meterse en la cabeza del músico para habitar la psicología del artista es el desafío de mi trabajo. Saber de psicopatología, en mi caso, comparte pantalla con la humedad de una sala de ensayo y, el sonido de un acople, se mezcla con la voz del que no sabe por qué le pasa las cosas que le pasan. Siempre me pregunté sobre como ligar esas dos actividades. Demasiado rockero para ser psicólogo y demasiado psicólogo para ser rockero, sin embargo, y gracias a Fernando Ulloa que me insistía sobre que encuentre mi propio estilo, pude sacarme de encima ambos trajes y empezar a ser yo mismo. El arma más potente para pensarse, es la invención y hacia ese lugar me dirigí.

Este libro es una síntesis de más de quince años de experiencia trabajando con músicos y artistas en general y casi treinta de trabajo como psicólogo clínico en mi consultorio. Suenan, como los instrumentos de una banda, ideas sobre el rock, reflexiones psicológicas sobre los músicos, historias de camarines y las voces de los propios protagonistas. Para los que se preguntan si voy a hablar de Charly, el Pity o Chano, les digo que no. No voy a meterme con las figuras públicas con el ánimo de amarillar una opinión. Sí voy a hacer referencia a aquellos artistas con los que pude interactuar desde mi rol profesional. Voy a compartir mi experiencia como psicólogo de bandas y arriesgar algunas reflexiones sobre el rock en general que inciden en el psiquismo del artista.

A lo largo de estas páginas irán apareciendo algunas entrevistas que realicé para la ocasión entre los años 2010 y 2012 y que fueron chequeadas por cada músico para la edición de Estar en banda. A la hora de elegir a quién entrevistar, intenté poner en la línea de análisis diferentes patrones: cantante que deja una banda, banda que se quedó sin cantante y decidió reinventarse, líder eterno de banda multitudinaria, solista empedernido, banda familiar, padre e hijo habitando territorios diferentes, músicos tardíos, mujeres en el rock, referentes de la música independiente, cantante de banda nueva, cantante de banda vieja que se empezó a masificar, el que fue y quiere seguir siendo pero no como había sido, banda atravesada por una tragedia.

Cada entrevistado tiene una cosmovisión desde su propia referencia que aporta territorialidad al gran continente del rock. Sin embargo, ante los mismos interrogantes hay muchos puntos en común.

Elegí una serie de preguntas similares para poder calificar, ante la misma pregunta, las diferentes respuestas. Después cada entrevista me hizo viajar por la historia de ese músico. A todos les pregunté sobre su relación con el público, sobre la tragedia de Cromañón, sobre cómo se llevan con el silencio. Hablamos de su historia musical, les pregunté si advierten una diferencia entre ser músico y ser artista, y sobre todo cómo manejan la relación entre la persona y el personaje. Pregunté sobre el paco y las drogas en general, las formas de componer y si tuvieron que renunciar a algo para ser músicos.

Fui claro para explicar mis motivos: estoy escribiendo un libro sobre la psicología del músico de rock y me gustaría entrevistarte. Ellos son: Andrea Álvarez, Daniel Melingo, Edu Schmidt, El Cabra (Las Manos de Filippi), Guillermo Novellis (La Mosca), Juanchi Baleiron (Los Pericos), Lula Bertoldi (Eruca Sativa), Manuel Moretti (Estelares), Martín Martínes (Ojos Locos), Don Vilanova, alias Botafogo, Andy Vilanova (Carajo), Miguel Zavaleta y Walas (Massacre).

Después de cada entrevista pedí a cada músico que se dibujara a sí mismo tocando un instrumento. Con esto me propuse inferir algo de sus personalidades, aunque con un tinte más lúdico que riguroso; destacando los aspectos positivos del dibujo sin el afán de hacer un psicodiagnóstico público. Esto es lo que van a encontrar con el nombre de Dibuanálisis.

Es común que los periodistas me pregunten a qué bandas o a qué músicos atiendo. Tengo como principio de trabajo no decir públicamente con quienes trabajo. Muchos sienten que no es muy rockero ir al psicólogo; otros no tienen problema con eso y en algún que otro reportaje, o incluso en su página web, comentan al pasar que consultaron a un psicólogo. A los fines de este libro considero que ese dato no es relevante; por eso, cada vez que hago referencia a algún caso, lo hago de forma general, sin dar nombres, para ejemplificar algunos modos de intervención o el relato de alguna técnica. El secreto profesional, igual que pasa con otras profesiones, es una obligación legal que tenemos los psicólogos y un acuerdo de confidencialidad que se impone por la necesidad de que exista una absoluta confianza entre el profesional y quienes solicitan sus servicios, ya que se basa en el respeto a la intimidad de la banda.

Lo mismo ocurre con mi opinión estética acerca de tal o cual banda. No es mi función como terapeuta decir si me gusta o no un determinado tipo de música. Muchos músicos me preguntan si me gusta lo que hacen: entonces les explico que solo voy a trabajar con la interacción de ellos como grupo y que lo valorativo, en todo caso, debe correr por otros carriles. Los problemas personales de cada integrante tampoco son tomados en cuenta: lo que importa para estos fines es lo que hacen con la tarea para la cual fueron convocados. Distinto es el trabajo que puedo hacer en forma individual con algún artista.

La transversalidad histórica

Pero antes de entrar de lleno en la parte clínica de este libro me parece útil hacer un pequeño panorama del género. Después de todo, es parte del asunto. Mis pacientes rockeros no trabajan en un vacío, sino en el marco de una tradición. Y esa tradición, por así decirlo, también viene con sus neurosis, sus obsesiones, sus novelas familiares y sus complejos.

El rock, lejos de ser un bastardo, es hijo del rhythm and blues y el country, sobrino del blues y el folk y que anduvo coqueteando con el jazz, ese tío que estudió bellas artes, fuma en pipa y habla en difícil. Que flirtea con esa maestra de música llamada música clásica. Tal vez influido por la canción de Frank Zappa “My guitar wants to kill your Mama” (“Mi guitarra quiere asesinar a tu madre”), tengo la hipótesis de que una guitarra eléctrica remite a una madre castradora y que el guitarrista puede llegar a tener una relación edípica con su guitarra (o directamente con su madre desplazada hacia el instrumento). ¡Viva Pappo!

Se sabe cuál es la escenografía del rocanrol: guitarra eléctrica, cantante, bajo, batería y, algunas veces, órganos o pianos. Según la década varía el largo del pelo y el corte. Ya habrán leído por ahí que el género se centra en las canciones, habitualmente con compás de 4/4 y usando una estructura de verso-estribillo-verso y que el término rock and roll era en su origen un término náutico, que fue usado durante décadas por los marineros. Que se refiere al “rock” (movimiento hacia atrás y delante) y “roll” (movimiento hacia los laterales) de un barco. La expresión puede encontrarse en la literatura inglesa del siglo XVII, siempre referida a botes y barcos. Pero como el rock es un buen alumno rebelde, que se limpia los mocos con la manga del suéter, el concepto invadió la música espiritual negra en el siglo XIX, sólo que, con un significado religioso, y fue grabado por primera vez en soporte fonográfico en 1916, en una grabación de góspel del sello Little Wonder llamado “The Camp Meeting Jubilee”.

El himno del rock and roll se llamó “Rock around the clock” y fue interpretado por Bill Haley and his Comets. La canción fue grabada el 12 de abril de 1954 y lleva vendidas más de 30 millones de copias. Su impacto aumentó por estar incluida en el film Blackboard jungle, película que trataba sobre la violencia escolar y juvenil. A finales de la década de 1960, conocida como la “era dorada” o el periodo del “rock clásico”, surgieron distintos subgéneros distintivos del rock, híbridos como el blues rock (jauría de maníacos depresivos), folk rock (manada de melancólicos), country rock (puñado de pollerudos de sus mujeres, verdaderos boy scouts de la música) y el jazz rock fusión, que, como su nombre lo indica, es un bizcochuelo de vainilla, pero también de chocolate, pero también de limón.

Después la familia se va exogamizando, sale en busca de otras tribus, trae estilos medio extraños, como el rock progresivo o el glam rock, que resaltaba el espectáculo en vivo y el estilo visual a lo Bowie; o el subgénero mayor y longevo que es el heavy metal, un perfecto bipolar que salta de una canción súper potente a una balada híper romántica con una buena distorsión en cuestión de segundos. Puedo equivocarme, pero creo que los adoradores del heavy son las personas más sensibles del ambiente de rock, aunque se suele definirlos como unos chicos que tienen una moto ortopédica debajo de sus bolas, obsesionados con el volumen, el poder y la velocidad. Cuernitos, mucho cuero y un problemita con dios y otro el diablo.

En la segunda mitad de los años 1970 llega otro hijo, medio de sopetón, inesperado: se llamó punk. Un muchacho con déficit de atención y algún desperfecto en la conducta, que se juntaba en la esquina del barrio con otros muchachitos un poco más jóvenes llamados new wave (un pibe nacido en un cuerpo equivocado), post-punk (típico hermano menor que cree que haciendo las cosas que hicieron sus hermanos mayores es un genio) y uno medio nerd al que le decían rock alternativo y que como había usado mucho chupete de chico tenía el paladar muy cóncavo y los dientes incisivos salidos para adelante. Pero como todo nerd, que al principio no das un peso por él, se empezó a pavonear con el grunge (el mecánico de la otra cuadra), el britpop (especie de primo gay que estudia diseño) y el indie (menos conocidos como los “clonazepanes”, anarquistas faloperos a los que no les bastaba con patear tachos, sino que además gozaban poniéndoselos de sombrero a sí mismos). En otro barrio, no muy lejos de ahí, se juntaban unos chicos a los cuales la ropa le quedaba un poco grande, que se hacían llamar pop punk (un rubio bisexual), rap rock (un petiso medio peladito y un poco border que usaba la ropa dos tallas más grandes) y new metal (calzas, cabellos con reflejos, mentón erguido y mirada hacia el horizonte).

El Reino Unido, con complejo de superioridad, trazó una línea imaginaria, poniendo a los mods de un lado y a los rockers del otro, como para reducir las tribus y enaltecer el marketing. Mientras, en San Francisco, unos jóvenes contraculturales se hacían llamar hippies.

—Momentito –dijeron los punks–. Queremos participar de la feria con un puestito de Emos y Góticos.

En la película Escuela de Rock, Dewey Finn (Jack Black), es un guitarrista con delirios de grandeza. Al ser expulsado de su banda, y a falta de recursos económicos, se ve obligado a reemplazar a un profesor de música de una escuela privada. Su desafío es enseñarles a los alumnos el “rock & roll de alto voltaje”. En una escena de la película dibuja en el pizarrón el siguiente cuadro para explicarles a esas blancas palomitas cuál es el árbol genealógico del rock:

Mientras la música clásica te eleva hacia el cielo, al rock le basta un solo acorde para dejarte tirado en el piso. No hay bofetada más linda que un solo de guitarra. Sergio Pujol, en su libro Las ideas del rock, dice que no es casual que el rock nazca unos años después del fin de la Segunda Guerra Mundial, ya que aparece en una época de satisfacción social:

“Está claro”, escribe Pujol, “que el grito del rock no se origina en la insatisfacción económica ni en la marginalidad social: el rock no es blues, aunque sus primeras formas mucho le deban a éste”. Pujol plantea que el rock es producto de la abundancia y el aburrimiento. Dice que los teenagers son los más aburridos y que replican el tedio general de la sociedad norteamericana. Ante esto, muchos reaccionan con violencia: “Se agrupan en cofradías callejeras y adoptan determinados estilos, buscando resaltar diferencias que sin duda brindan cierto consuelo identitario”. El problema fue cuando esa música empezó a invadir estratos mayoritarios: por un lado, generaba empatía, pero por el otro causaba pánico en las esferas sociopolíticas. En definitiva, lo que hace el rock es poner en evidencia lo que hasta el momento se ocultaba. Descubre lo que debía permanecer oculto.

Rock que ladra no muerde. Si el rocanrol es la oportunidad para hacer catarsis, liberando un monto de agresión que no encuentra otra vía de escape que no sea la violencia, es hora de redefinir entonces qué es el rocanrol. Lejos de someterse a las leyes del mercado, el rock, por definición, tiene que estar un poco enfermito. Posiblemente tengan más cura los rockeros que el propio rock. Al rock curado se lo denomina pop. Que, dicho de otro modo, es un rock rehabilitado.

La música cura tanto al que la hace como al que la consume. Un instrumento es una herramienta que te saca del fondo del pozo y nadie mejor que Paul McCartney para explicarlo: “La música es como un psiquiatra. A la guitarra le podés contar cosas que no le podés contar a la gente. Y te va a responder con cosas que la gente no te puede decir”.

Transcripción y rediseño del cuadro: www.argumentando.wordpress.com

Siete ideas sobre el rock como bandas elásticas que vuelan por el aire

Primera: unos años atrás al rocanrol se iba a escuchar, en cambio ahora se va a ver. Lo que motivaba ir a un concierto de rock era el virtuosismo de tal o cual músico, los dotes de las cuerdas vocales de determinado cantante o el incansable tempo de aquel baterista. El público concurría a un concierto de manera sensible y receptiva para captar lo que esa banda iba a ofrecer durante dos horas. Había mucha más exigencia en relación al sonido y a la formación del músico como artista y como profesional. No se equivocaban, no desafinaban, no defraudaban. Existía un filtro ético entre el descontrol y la estética rockera. El público podía ver a su artista predilecto sin enterarse si tal o cual guitarrista consumía tal o cual droga. Y una obra no era más o menos sublime por haber sido compuesta bajo un estado tóxico. A la gente le importaba más la canción que el estado psíquico de quien la cantara; incluso había cierta expectativa en que el artista diera un buen espectáculo.

El ritual era espontáneo y no artificial como ahora. La música no especulaba con el público y el público, lejos de ir a hacer catarsis, esperaba con ansias escuchar esa canción que se llevaba aprendida, vivida como una ofrenda del artista y no como un regodeo narcisista del espectador. Hoy, muchas veces, el espectáculo que se arma abajo del escenario, por lo menos en Argentina, termina disimulando las falencias que algunos tratan de ocultar arriba del mismo.

Segunda: en los ’80 era impensable ver a Led Zeppelin en vivo, pero por suerte existía en Buenos Aires el cine Lara de la avenida de Mayo. No sé a quién se le ocurrió la insólita idea de pasar todos los sábados en la función trasnoche La canción es la misma, el mítico concierto de Led Zeppelin en el Madison Square Garden, que sábado tras sábado cientos de pibes se agolpaban en el cine para ver una y otra vez ese increíble recital. Once años en cartel, quinientas funciones. Yo fui veintitrés veces junto a mis amigos Fernando Pierani y Héctor Alarcón y nunca presenciamos un solo episodio de violencia o descontrol. La violencia en todo caso la aportaba la Policía Federal, cada dos o tres sábados. Del Winco al Lara y del Lara al Winco.

Ir a Obras a ver el nuevo invento de Pappo, llamado Riff, era una fiesta, más allá del juego que hacían las huestes del metal con el asunto de las cadenas y las muñequeras de cuero. Se avecinaba, según el Carpo, un “mundo nuevo”. Ya se había instalado el pogo como ritual corporal, con la salvedad de que, si uno se caía al piso, inmediatamente otro lo levantaba, haciendo uso de la solidaridad popular. Había un registro del otro. En los primeros años de los Redondos la gente iba a los conciertos para encontrarse con otra gente y celebrar esa identificación masiva con la banda de las letras raras. No olvidemos que del otro lado estaban Lerner, Sandra Mihanovich y Baglietto aportando al movimiento pop una importante cantidad de allegados.

Tercera: ¿qué pasa hoy en los conciertos de rock? Dentro de la elite de las bandas más rockeras y más barriales, con los años, se ha instalado una desfiguración del músico. Ya no importa si desafina, si se confunde de acorde o si el bajista termina la canción un segundo después que el batero. El folclore del rocanrol fue cambiando tanto que ya ni siquiera necesita del propio rock. Un concierto de rock es la excusa para la previa, para el pungueo y para que la Cruz Roja acuda ante una lipotimia. La previa es el antes: ¿qué fue lo que pasó para que el antes tenga más protagonismo y logística que el durante? Mientras que el durante siempre fue figura y el antes y el después eran el fondo, hoy se invierte esa Gestalt y el durante quedó relegado a un triste decorado.

El emergente social de la violencia se deposita en los pibes que van a los conciertos. Pobre del artista que suponga que los van a ver a ellos. Un concierto de rock se fue transformando en un recipiente social donde se mezcla la violencia, el desamparo y la impotencia. La nueva era invisibiliza la violencia que circula entre nosotros. En su libro Topología de la violencia, el surcoreano Byung-Chul Han nos ayuda a pensar este concepto: “La violencia sólo es proteica”, escribe. “Su forma de aparición varía según la constelación social. En la actualidad, muta de visible en invisible, de frontal en viral, de directa en mediada, de real en virtual, de física en psíquica, de negativa en positiva, y se retira a espacios subcutáneos, subcomunicativos, capilares y neuronales, de manera que puede dar la impresión de que ha desaparecido. En el momento en que coincide con su contrafigura, esto es, la libertad, se hace del todo invisible. Hoy en día, la violencia material deja lugar a una violencia anónima, desubjetivada y sistémica, que se oculta como tal porque coincide con la propia sociedad”.

Por suerte quedan entre nosotros músicos que todavía creen en el espectáculo y que declaran a la música como un acontecimiento estético. El arte debería servir como modo de resistencia ante los movimientos sociales. Así fue concebido el rocanrol y así debería seguir.

Cuarta: con la llegada del kirchnerismo, la política, de la mano de la militancia, fue desplazando al rock hacia otro tipo de manifestación social. Los jóvenes recuperaron el espíritu militante como modo de manifestar su devoción, ya no a un artista en particular, sino a una idea y a una convicción. El rock desapareció de la calle para instalarse en mega conciertos en predios creados para tales fines. Lo que no desaparece es el espacio de congregación, solo cambia el escenario. Cromañón es un gran paréntesis o quizás un punto aparte para la historia del rock en nuestro país y ese desplazamiento de algún modo se corresponde con eso. El dolor desampara y el desamparo, en un primer momento, desestabiliza.

Quinta: la llegada de las redes sociales, y con ellas una pandemia de recuerdos, permitió que la música toque la puerta del público: es la música la que va en busca del público y no al revés. La adrenalina de descubrir una banda en algún sótano de la ciudad fue desplazada por YouTube. La gente llega al banquete con la mesa servida. El factor sorpresa abandonó el registro corporal para depositarse en las retinas del curioso. La metáfora del disco externo que todo lo almacena se tornó adictiva en los tiempos de Google, ya no como extensión de una notebook, sino como una prótesis de la propia memoria colectiva.

Los reductos se redujeron y apareció el concepto de Mega Todo. Cuenta Simon Reynolds en Retromanía que en 2006 el músico Bill Drummond, ante el tsunami sonoro que llegaba a través de las redes sociales, propuso festejar el “No Music Day”, una especie de ayuno sonoro, todos los 21 de noviembre, un día antes de Santa Cecilia, la patrona de la música. Drummonds sostiene que hemos llegado a un punto en el que podemos escuchar cualquier tipo de música, en todo momento y en cualquier lugar, mientras hacemos cualquier cosa. Él pregonaba que elijamos qué escuchar y en qué calidad hacerlo. Decía que el MP3 y sus derivados eran la agonía de la música bien grabada. Claramente la famosa música funcional de los pasillos del dentista ganó la pulseada en los headphones. Un beneficio secundario, o más bien terciario, es que la música en vivo creció un poco más y los mega recintos se convirtieron en un nuevo escenario.

Con los años, el sonido y la puesta en escena en general hacen de un concierto ya no un mero recital sino un gran espectáculo. La mala noticia es que, de lejos, casi todos son iguales. Son pocos los artistas que atraviesan, como dicen los actores, la cuarta pared. Dice Reynolds: “Parte del atractivo de la música en vivo es que obliga a un estado plenamente inmerso de escucha concentrada a través del volumen y la naturaleza envolvente del sonido, pero también radica en que, si uno ha pagado fortunas por una experiencia, probablemente hará el esfuerzo de estar plenamente presente en vez de distraerse. (…) La música en vivo no sólo requiere, sino que impone una atención concentrada y una escucha ininterrumpida. Para el actual fan de la música, sobrecargado de opciones, esa clase de sojuzgamiento es una liberación”. Cuenta que su amigo periodista, Michelango Matos, no propuso un ayuno como lo hizo Drummonds, sino que invitaba a una dieta: descargar un MP3 por vez y sólo poder descargar el próximo una vez que se hubiera escuchado el anterior.

Sexta: decir rock nacional es una rareza en todo el mundo, excepto en Argentina. Fue entendido, en sus comienzos, como un espacio de resistencia cultural y juvenil. ¿Quién determina cuál es el límite de pensar al rock como un género musical o como una forma de contemplar al mundo? En el libro Resistencias y mediaciones, Pablo Alabarces y María Graciela Rodríguez nos cuentan que el rock argentino se fue fragmentando en diversos subgéneros; despolitizando al pasar de la metáfora protectora de las letras de la dictadura a canciones en apariencia más banales; jet-setizando en una espectacularización al servicio del glamour y el show business; domesticando dinosaurios que se asociaban al reviente volviéndolos los vegetarianos del rock y carnavalizando la complicidad con los espectadores como partícipes necesarios del ritual.

Un músico incómodo con su obra habita una insatisfacción permanente, el ninguneo del público o de la prensa lo deprime, nunca está preparado para los cambios abruptos y lo que cree que es el éxito, cuando le toca, suele vivirlo como un fracaso. También están los negadores que relatan cada fracaso como si fuera un éxito. La música no es como el fútbol, donde gana el que me mete más goles; en la música no gana el que mete más público, aunque muchas bandas tomen como referencia la cantidad, para evaluar la calidad. Tampoco es ilícito. Si una banda considera que su techo depende de los tickets cortados, tendrá una estética orientada hacia ese lugar, otros priorizan la puesta en escena, el nivel de composición o la destreza de los músicos por interpretar de la mejor manera al compositor. Ni la cantidad hace a la calidad, ni la calidad garantiza el acceso a la cantidad.

En algún momento, sin que nadie se diera cuenta, el público invirtió su posición de esclavo del artista a amo de la banda. La mayoría de las bandas nuevas son esclavas de su público, que, como todo amo, es displicente con el artista. Son el ombligo del rock. La gente va a saciar su demanda y la banda es una especie de telón, da igual si tocan en vivo o es solo una pantalla. A los que íbamos al cine Lara nos importaba poco si era una película o si la banda tocaba en vivo, el tema era habilitar un lugar de encuentro para que los que amábamos al rock tuviéramos la posibilidad de reunirnos.

El rock de a poco se fue convirtiendo en cover de sí mismo. Muchos rockeros repiten patrones que funcionaron en los ´60 o ´70 y tratan de imitarlos. En el siglo XXI, la nostalgia es el llavero del rockero. Los viejos rockeros anhelan no sólo regresar en el tiempo, sino también en el espacio. A eso Reynolds lo llama “el dolor del desplazamiento”.

Séptima: Un músico de rock no es sólo hechura de la cultura… también la hace. Dice Fernando Ulloa –un pionero en esto de atender bandas, ya que fue por muchos años terapeuta de Les Luthiers– que hay una tensión dinámica entre ser hechura y ser hacedor. Ser hechura de la cultura tiene que ver con dos cosas: con la producción de un acontecimiento artístico y con haber sacrificado algo en función de que eso es lo que garantiza, justifica o legitima que además uno sea hacedor de esa cultura, que ponga en juego todas sus propias cosas, sus deseos. Cuando uno es hacedor ya no hay una ética del compromiso, hay una ética del propio deseo. Cuando funciona bien esa tensión, el ser hechura y ser hacedor, se pone en juego toda la capacidad creativa al servicio de los que podríamos llamar obra. Insisto, el rockero es hechura del rock y a la vez hacedor de la propia escena musical. Como dice Ulloa: atravesado por la cultura, un artista tiene un compromiso fundante, el bien hacer con el mal estar.

El terapeuta de los rockeros

Mi primera experiencia amateur como terapeuta de una banda fue junto José Luis Mazzocco, en su casa de la calle Olleros. Mi hermano Pablo, el Panza, tenía una banda de rock que habían fundado con Guillermo García (mi hermano musical durante muchos años), Mariano Okretic, el mejor guitarrista de la zona norte y Rubén Valdés en el bajo. Se llamaban Los Tipos.

No recuerdo bien el motivo inicial de consulta, pero sí su desenlace. Hicimos una actividad que llamamos “service”. Yo, para entonces, me había tomado seriamente la especialización en grupos y psicodrama y venía pensando algunos dispositivos para la ocasión. La actividad consistía en hacer circular el conflicto que ellos tenían como banda, no solo a través de la palabra sino también a través de juegos psicodramáticos y algunos ejercicios individuales. La idea era trabajar la dinámica como grupo de trabajo e indagar sobre el “ser músico” que cada uno tenía incorporado.

No me acuerdo bien el diseño que preparamos con José Luis para esa oportunidad, pero sí recuerdo un ejercicio que me fue de gran utilidad en trabajos posteriores. Iban pasando de a un integrante; éste se paraba frente a sus compañeros y les pedíamos que lo aplaudieran y lo arengaran por el lapso de un minuto. Luego se le pedía un soliloquio, una especie de voz interna que relataba lo que estaba sintiendo en ese momento. En la segunda ronda hacían lo mismo, pero esta vez en lugar de aplaudir eran abucheados ferozmente. Después de más de tres horas de trabajo, la banda quedó con “tarea para el hogar”. A las pocas semanas dejaron la banda el guitarrista fundador y el bajista. Los que quedaron, el batero y el violero, no se resignaron y rápidamente convocaron al cantante Juan Pablo Quiroga y al bajista Adrián Martiné, que al poco tiempo fue reemplazado por el grandioso Cali Canestrari.

Los que recuerdan a Los Tipos seguramente los recuerdan con esta última formación. Perder no siempre debilita; muchas veces puede fortalecer. Los que se fueron, quedaron liberados para tomar otros rumbos; los que quedaron, pudieron elegir algo más acorde a la música que querían hacer. Aunque lo más importante es que pudieron separarse con afecto. Saber despedirse tal vez sea una de las cosas más difícil de la vida: por eso la vida es cuatro compases antes.

La mejor síntesis entre mi existencia y mis actos me la hizo Andrea Prodan, el hermano de Luca. Nos conocimos en la filmación del videoclip de “Cuervos de televisión”, del grupo Serapia. Su personaje era el de una especie de Señor Televisor, para lo cual estuvo toda una tarde con una carcasa de televisión en la cabeza, ensayando diferentes caras. Yo hacía de columnista de un programa de la tarde que le decía una cosa al oído a la protagonista. En un descanso, Andrea viene y me dice, con ese acento mitad italiano, mitad español, mitad inglés, mitad francés:

—Tu apellido encaja justo para lo que hacés.

—¿Por qué?

—Porque La Colla en italiano quiere decir pegamento. Y vos justo trabajás de unir a la gente que se pelea.

La experiencia “Disponible”

Un tiempo después de esa experiencia con Los Tipos, otra vez Mazzocco vino con una idea sumamente delirante: la llamaba la experiencia “Disponible”.

—Voy a juntarme una vez por semana en una sala de ensayo a tocar con gente que nunca agarró un instrumento –me dijo–. La idea es que sea un espacio disponible para todo aquel que quiera tocar. Mi amigo Carlos está arengadísimo para hacerlo y queremos que vos estés.

Hablaba como quien está por viajar por primera vez en avión.

Yo no entendía como podría funcionar un proyecto de ese tipo: personas que no eran músicos que querían jugar en una sala a ser músico con el único objetivo de divertirse. El nombre surgió de esos carteles que hay al costado de las autopistas que están sin publicidad y con un número de teléfono a la espera de un nuevo cliente.

Estimo que al 40% de los músicos les cuesta divertirse cuando tocan. Finalmente nos reunimos en una sala de Palermo. Era una noche de primavera. Empieza a caer gente, unas cinco personas. Algunos no se conocían entre sí. La consigna era llevar algún instrumento. Todos entraron a la sala con una felicidad enorme. El que se calzó la guitarra arengó a los demás diciéndoles que hoy la rompían. El de bajo pidió un afinador mientras se enteraba de que al instrumento que le habían prestado le faltaba una cuerda. Poco le importaba. El de la batería se puso a tocar como desesperado con la puerta de la sala abierta. ¿Vieron que no hay nada que enfurezca más a los encargados de las salas de ensayo que toquen con la puerta abierta? Bueno, este encargado no estaba ni enterado de lo que iba a ocurrir ahí adentro. Mi amigo Jóse y yo dejábamos que todo fluyera, confiando en el devenir del caos. En eso el guitarrista dice:

—Ok, empecemos con “Basta de dólar barato”.

Se produjo un silencio aterrador. No volaba un acorde. Se miraron entre todos como esperando una señal. El ventilador de techo confesaba con un ruido aterrador que dentro de su mecanismo no había una gota de aceite. El dimmer de las luces parecía haberse vuelto loco. Silencio, intriga, aventura. El Marshall miraba al Ampeg, el Shure miraba para abajo como sabiendo lo que iba a pasar (alguien debería escribir sobre la sabiduría del micrófono), el Zildjian miraba al parche Remo arenado. La consola Yamaha rogaba que se cortara la luz. A un acople, que estaba escondido en un Twin Reverb, le agarró tal ataque de timidez que no sabía si llamarse a silencio o penetrar decididamente en los oídos de los músicos presentes, contribuyendo a sus tinnitus. Al recuerdo emotivo ahora le dicen selfie y yo recuerdo ese momento como una verdadera foto que cumple su objetivo primordial: detener el tiempo.

Recordemos: dos guitarristas, una bajista, un baterista y un cantante que no saben nada de música y que nunca en sus vidas tocaron un instrumento se reúnen para hacer una canción que no existe. José Luis le levanta la pera al batero como indicándole que cuente cuatro para empezar la canción. El pibe cuenta tres e inmediatamente cada uno empieza a tocar “algo”. Durante dos o tres minutos pareció el taller de un músicoterapeuta en una clínica psiquiátrica especializada en hipoacusia. Hasta que, sin que nadie lo indicara, todos empezaron a seguir el ritmo más o menos estable que el baterista proponía. El cantante, que hasta ese momento arengaba a sus compañeros, empezó a cantar “Basta de dólar barato”, cuya letra coincidía, en su totalidad, con el título de la canción. Cinco minutos más tarde se había armado una melodía de cancha de futbol que exigía que subiera el dólar. A veces también nosotros nos metíamos, dejando lo poco que sabíamos de música afuera de sala y jugando con las sonoridades de algún instrumento que no manejábamos.

El encargado de la sala no lo podía creer. Cada tanto se sumaba con algún elemento de percusión que tenía en la cocina. Pronto comenzó a correr la bola de que los martes de 22 a 24 funcionaba la experiencia “Disponible”, en la que todo aquel que quisiera podía participar. La única condición era no ser músico y no saber nada de música.

La experiencia no llegó a durar dos meses. Hubo martes en que se armaba una especie de anti-jam con un montón de aficionados que confesaban lo terapéutico que era para ellos poder jugar a ser músicos. La lista de temas solo decía “Basta de dólar barato”. Incluso un día alguien trajo esa “lista” impresa para sus compañeros. Más de cinco o seis personas no se permitía dentro de la sala; por lo tanto, el patio del lugar era la oportunidad para fumarse algo y charlar de música.

La experiencia “Disponible” se emparentaba mucho con la idea del art brut que confrontaba el arte convencional con un arte realizado por autores espontáneos sin formación artística, donde lo que se destacaba era el valor creador y renovador de lo salvaje, cuyo objetivo era hacer del acontecimiento artístico una fiesta placentera en la que todo el mundo participara y que sirviera para el diálogo y desarrollo del espíritu de todos los participantes, priorizando al juego por encima del trabajo y a la creación por sobre la formación académica. Sin darnos cuenta, esta experiencia facilitó el reencuentro con ese espíritu infantil y lúdico tan importante para el acto creativo. Creo que toda banda de rock debe, de algún modo, aspirar a ese espíritu amateur.

Las cuatro patas: consultorio, sala de ensayo, conciertos y giras

back. Les dije que sí, pero con la condición que yo sólo sería un observador y que en la semana nos juntaríamos a charlar sobre lo observado. Mi rol ahí fue invisibilizarme y acompañar sin intervenir. Salvo una vez, en el camarín, cuando uno de los músicos se desbordó en una pelea con el manager y el resto de la banda me pidió que lo contuviera “porque a vos te hace caso”.

Un grupo de rock en pleno ascenso discutía en una sesión si hacer o no una gira de tres días por el interior de la provincia de Buenos Aires. La mayoría decidió hacerla. Me dijeron: vos venís, ¿no? Sorprendido, les pregunté si es necesario. El bajista, que era el líder interno y que tenía problemas con el cantante (que era el líder externo) por su adicción a las drogas, dijo que si yo los acompañaba iban a estar más contenidos.

Así se fueron armando las cuatro patas: el consultorio, los ensayos, los conciertos y las giras.