Diamante

Diamante

Sebastián Pandolfelli

Pandolfelli, Sebastián

Diamante / Sebastián Pandolfelli. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-556-709-6

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Diseño de tapa: Margarita Monjardin

Diagramación de interior: b de vaca

© 2017, Sebastián Pandolfelli

© 2017, QUELEER S.A.

Lambaré 893, Buenos Aires, Argentina.

Todos los derechos reservados

Primera edición en formato digital: julio de 2017

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-709-6

Diamante:

Voz patrimonial del latín vulgar diamas, diamantis, alteración de adamas, adamantis. El término latino procede a su vez del griego adámas, adámantos: ‘acero’, ‘diamante’, con el sentido primitivo de ‘indomable’, ‘duro’, por ser la dureza una de las principales características de esta piedra preciosa.

A las almas de Diamante.

A los que cruzaron mi camino, los duros y los luminosos.

Brillen ustedes, diamantes locos…

Esa básica unidad

Hacía calor. Era un día de esos en que el sol es como una estufa gigante, la ropa se te pega al cuerpo, y la gente anda por la calle boqueando cual pescaditos recién sacados de la pecera.

El Toto entró en la Unidad Básica dando pasos largos, agitado. Los ojos como huevos duros, parecía que se le iba a salir el corazón del pecho. Se notaban las aureolas de transpiración en la camisa, en la espalda, debajo de las axilas. Sacó un pañuelo mugriento, se secó la frente, manoteó el pingüino de cerámica y llenó un vaso de fernet con coca. Se lo bajó de un trago haciendo ruido y salpicando, desesperado, como si fuera el último coco del desierto.

Tucho y Miguelito Miguel interrumpieron la partida de truco y se quedaron mirándolo.

—¿Te estás deshidratando, compañero? —inquirió Tucho, sacándose el escarbadientes de la boca para usarlo de señalador. El recién llegado no respondió pero abrió los ojos bien grandes:

—¿Qué pasa? ¿Qué? ¿Tuviste algún quilombo en la intendencia? —preguntó Miguelito.

En eso, sonaba en la radio un tema de alegre ritmo tropical y Tucho subió el volumen del aparato.

—¡Cuchá, cuchá, boludo!¡Qué grande la Mona Jiménez! Es un groso Carlitos, yo lo sigo desde que cantaba en Trulalá… La Mona en Trulalá era como Andrés Calamaro en Los Abuelos de la Nada. Era el pendejo talentoso era.

—¡Pero no digás boludeces! A mí no me vengás… ¡Si la Mona Jiménez nunca estuvo en Trulalá! —recriminó Miguelito Miguel, que como buen fanático tenía más de setenta discos del astro del cuarteto.

—Te regalaré… te regalaré… un caramelo de limón, para tener tu corazón… —repitieron a coro y desafinadísimos.

—¡Eso que están cantando es de Ricky Maravilla, manga de boludos! La primera banda de La Mona fue Cuarteto de Oro, y cantaban esa que decía: cortate el pelo, cabezón… —dijo de repente el Toto y apagó la radio.

Hubo un silencio largo, insoportable, como esos del nuevo cine argentino. Bah, silencio sería una manera de decir, ya que el ventilador, además de tirar aire caliente y denso, emitía un irritante ppppppppppppppppppppppppprrrrrpprrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

ppppppppppppppppppppppppprrrrrpprrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr

ppppppppppppppppppppppppprrrrrpprrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr…

Pasó un moscardón verde revoloteando cerca de Miguelito, que se sacó una ojota, apuntó, disparó y falló.

—El viejo se volvió loco… —dijo finalmente Toto y suspiró. Se desabotonó la camisa, y dejó al descubierto el pecho peludo y un rosario de plástico. Quedó pensativo mirando la foto de Perón que presidía el cuarto. El general sonreía saludando a su pueblo desde el balcón de la Rosada en épocas más felices. A su lado, un cuadro de Eva pintado al óleo por Chicho, el artista del barrio, y una foto de ellos tres disfrazados de Reyes Magos repartiendo juguetes a los pibitos de la villa. También había una postal en la que el gran conductor abrazaba a Manolo, seguida de un póster de una blonda y pulposa muchachita metida en una tanga minúscula que se le perdía en las profundidades, y de un estante con un trofeo del campeonato de truco del Club Social y Deportivo 12 de Octubre.

Miguelito, que repasaba las manchas de humedad en la pared y la pintura descascarada del techo, posó la vista en la Virgencita de Luján que estaba sobre la heladera. El manto de felpa celeste se le había puesto rosadito, señal de que se venía una tormenta. “¿Lloverá?”, pensó, y finalmente abrió la boca:

—¿Qué decís del intendente?

—Nada…, eso, que el viejo se volvió loco.

Ahí nomás apareció Anguila, el pibe de los dientes torcidos, y entró como pancho por su casa:

—¡Campi, Campi! —gritó palmeándose los muslos, y se incorporó a la escena un cuzquito de color indefinido que en lugar de pedigrí tendría prontuario. Tanto en la oreja derecha como en el lomo semipelado tenía un puñado de garrapatas. Camporita ladraba y hacía fiesta moviendo la cola. Al rato Anguila se aburrió del jueguito con el can.

—Bueno basta, Campi, basta.

Minutos después logró deshacerse del cuadrúpedo con una certera patada en las costillas al grito de “¡Juiiiraa! ¡¡¡Salí, perro’e mierda!!!”.

—¡Qué onda, viejas! ¿Qué hacemos hoy? ¿Vamo a pintar paredes o vamo a apretar giles? —saludó a los compañeros y se quedó pasmado ante el póster—: ¿Esa es una de las trolas que baila en Tinelli, no?

—Más respeto, pendejo, que es la ahijada de Manolo —dijo el Toto.

—¿La Jessica Cirio? Mirá el padrino que se echó, eh… ¡Pero qué ojete hermoso, es como un cheque al portador, boludo!

—Si, un verdadero culo peronista —dijo Miguelito Miguel—. ¿Qué decías del viejo vos? —le preguntó al Toto.

—Que está chiflado, se le escaparon un par de caramelos del frasco. Ahora que perdió la elección no se quiere ir…

—La elección la perdimos todos —agregó Anguila con tono resignado.

—Estás equivocado, pendejo —siguió el Toto—. Nosotros tres somos de planta permanente. De la municipalidad no nos saca nadie… Y al primer amague les sacamos la gente a la calle y les armamos flor de quilombo, ¿para qué somo delegados del sindicato, si no? Como dijo el General: las organizaciones sobreviven a los hombres, acá lo importante es el movimiento, papá; que venga Juan de los Palotes: mientras sea peronista, está todo bien… Vos vas a tener que buscarte alguna changuita… je je.

—Eh, guacho, no se van a olvidar de los laburitos que hicimo, algo me pueden conseguir… —rogó el pibe.

—Para empezar, andá a lo del Gato y llevale la guita de los planes sociales, que se nos va a pudrir el rancho y no quiero ni ver a esa gente choreando acá en el barrio, tomá —El Toto le pasó un fajo de billetes, y Anguila salió presuroso.

—Que se haga de abajo el boludo este —chistó Miguelito y volvieron a quedarse callados un rato, escuchando el ppprrrrrrrrrrrrrrrrrrr, hasta que por la calle de tierra pasó corriendo descalzo el loquito López, con la mirada perdida, los ojos saltones y los pelos parados. Estaba envuelto en una frazada toda roñosa y gritaba: “¡Piononito! ¡Piononito!”. Algunos de los borregos que cazaban renacuajos en la zanja comenzaron a perseguirlo y a tirarle piedras.

Toto, un muchacho monitor, cabezón de primavera, trabajaba como ascensorista en la municipalidad de Lanús desde el 83. Más de veinte años encerrado en esa caja metálica ocho horas al día, subiendo y bajando los cuatro pisos del edificio con un único pasajero: el señor intendente. El ascensor era de uso privado de Manolo Quindimil, y al viejo le gustaba quedarse charlando con el Toto, que se aburría como un hongo. El jefe le contaba anécdotas de su juventud brillante, de cuando trabajaba en el Wilson, en Valentín Alsina, donde fue delegado sindical y comenzó su escalada política; de los años de la resistencia después de la Libertadora, cuando no se podía ni nombrar al primer trabajador; de los quilombos de la familia: un par de nietos medio tarambanas, la ahijada mostrando el culo en Tinelli, el suicidio de su hija; de cómo marchaba el negocio de la chatarra; de Cafiero, que es un buen muchacho que se queda con algunos vueltos; y de cómo hicieron tantas cagadas estos pibes nuevos con el movimiento.

Toto lo escuchaba y asentía. Nunca le discutió nada, jamás le llevó la contra aunque él venía de una rama distinta. Era de la jota pe, pero de la otra. Venía de la “orga”. El viejo lo miraba fijo a través de sus anteojos, le apoyaba la mano huesuda en el hombro y le sonreía. La tenía clarusa Manolo, ese tipo menudo y duro con su bigote finito y esa pinta de mafioso italiano. “Si me sacan esto me están matando, pibe…”, le dijo el lunes 29, después de la elección.

—Ahora que perdió, no se quiere ir y está más loco que antes… ¿Sabés qué quiere hacer? ¡Se va a atrincherar en la municipalidad! Dijo que lo van a tener que sacar a los tiros… De acá me voy con los pies para adelante, dijo. ¡En serio, boludo! Me contó que ya tiene un plan.

—¿Sí? ¿Y qué va a hacer? ¿Como en la película esa con Federico Luppi y Ulises Dumont? —preguntó Miguelito.

—No sé de qué mierda estás hablando, Miguel, pero ¡Quindimil tiene una bomba! ¡Como la de Hiroshima! —gritó el Toto sacadísimo—. ¿Se acuerdan del proyecto de la Isla Huemul? La base en Bariloche donde hicieron energía por fusión nuclear. Éramos pibes. Lo anunció Perón en el cincuenta y pico, y al tiempo dijeron que era todo una truchada y quedó parado. ¡Las bolas, loco! ¡Richter hizo una bomba de posta! Pero no lo podían decir, entonces lo taparon. ¡Manolo la tiene escondida hace cincuenta años en el cambalache de Alsina! ¿A quién carajo se le va a ocurrir que hay una bomba atómica en una chatarrería de Lanús?

—Totito, compañero, tomate un fernet y bajá un cambio, macho, que me parece que estás más chapa que Quindimil… —dijo Tucho pasándole el pingüino.

El Toto se secó la transpiración de la frente con el pañuelito, se arremangó la camisa y respiró hondo. Salió al patio e intentó lavarse la cara, pero giró en vano la canilla: se había cortado el agua.

—Lanú, Lanú, qué lindo que es Lanú, de día no tiene agua y de noche le falta lu…

Entró largando un rosario de puteadas. Se sentó, bajó al toque el segundo vaso de aquella refrescante bebida fernetcólica y largó un eructo de novela. Ya más relajado dijo:

—No sé, macho, pero por lo menos tenemos que averiguar… Mirá si es posta, el viejo me dio un montón de detalles. Me habló de Huemul, de la fisión nuclear de átomos pesados, de los isótopos de uranio y qué se yo qué otras giladas científicas que no le entendí. Hace un tiempo que anda con un portafolio plateado que no deja ni para ir al baño, ahí debe tener algo. Lo que es seguro es que el viejo se va a mandar alguna y va a haber que pararlo… Hay que hablar con la Malinche.

La mentada señora, una gorda grandota teñida de rubio, con mal carácter y aspecto castrense, era la titular de Básica y Moderna, el búnker justicialista más grande del partido, y la capitana de las manzaneras, con quienes integraba la temible y legendaria barra de Malinche, que operaba en el barrio.

—Cuchame, Toto, ¿vos no sos más boludo porque no entrenás, no? ¡La Malinche es de ellos, si es la mano derecha de Quindimil! —largó Miguelito.

—¿Ellos? ¿Y nosotros de qué lado estamo? ¿No somo todo peronista? —preguntó el Toto.

—Nosotros somo peronistas, compañero, y estamos con los que hay que estar… Se fue el viejo, bueno, chau. Ahora somo de Díaz Pérez, de Pampuro o del que venga. Lo que importa es el movimiento, y el justicialismo es abierto, transversal y solidario. ¡Viva Perón, carajo! —le contestó Tucho.

Los tres se quedaron callados.

Pppppppppprrrrrrrrrrrrrrr. ¡Tac! Toto apagó el ventilador. En ese silencio incómodo creció la idea de que se estaban dando vuelta como panqueques, de que eran unos traidores, pero se disipó enseguida y ninguno la comentó.

—¡Piononito! ¡Piononito! —Pasó corriendo otra vez el loco López, que se asomó por la ventana, miró al Toto y dijo—: ¿Loco, no tené una papa?

Los borreguitos seguían molestándolo, y Camporita apareció ladrando desesperado. Se armó un cachengue bárbaro y salieron un par de viejas con ruleros:

—¡Dejelón, dejelón… Pobre muchacho!

Hasta que Tucho salió a la vereda con el 38 y tiró al aire dos veces gritando:

—¡Basta, mierda! ¡Rajen de acá, mocosos!

En una milésima de segundo no quedó ni el loro en la calle. Hasta el sol se escondió atrás de unas nubes negras que venían con ganas de largar agua. Salvo el croto, que repitió:

—¿Loco, no tené una papa?

Miguelito salió con una bolsa de caramelos Mu-Mu y se la dio.

—¡Esos tienen pelo’e rata, yo soy loco pero no boludo! ¡Piononito! ¡Piononito!

El Toto, muerto de risa, salió y le dio una bolsa de pan viejo, una cajita de vino y unos churrasquitos de falda parrillera medio pasados que habían quedado de la última reunión.

—Gracia, don, esto me lo hago vuelta y vuelta. ¡Y sabé como van! —Y se fue corriendo envuelto en su frazada para el lado del Riachuelo, mientras empezaban a caer las primeras gotas.

Fue puro amague la tormenta, apenas un chaparroncito de cinco minutos. El sol apareció otra vez y, por la humedad, hacía más calor que antes.

—Che, podríamos comprar una pelopincho, ¿no? Ahora que se viene el verano… Si así estamo en noviembre, ¿sabés lo que va a ser enero? ¡No me quiero imaginar! —dijo Miguelito, mientras sacaba del medio la palangana que había puesto por las goteras del techo.

—Sí, dale, che, la ponemo en el presupuesto y san se acabó —propuso Toto, apoyando la moción del compañero.

—¡Paren un cachito! Primero hay que esperar a que se acomode la nueva administración. ¡Mirá si se reviran y nos cortan los víveres! —dijo Tucho y guardó el 38 en una carterita de cuero marrón.

—Lo que se me ocurre es que podemo hacer un rifa —siguió Miguelito—. Le encargamos un corderito a doña Almada, que se traiga uno de esos de Paraná, y lo rifamos ahora para las fiestas. De ahí sacamo para la pileta. Ta buena la idea… ¿O no?

En ese momento llegó el Tano, manejando una 4x4 amarilla que tenía pintada una chica desnuda en el capot. Estaba escuchando reguetón: Dame más gasolina… Dame más gasolina, gritaba desde el estéreo un muchacho con acento latino que parecía tener tránsito lento. El Tano, con sus anteojos oscuros, pelo atado con colita y barba candado, era el hijo de uno de los concejales y pasaba de vez en cuando a buscar la plata de la quiniela que levantaban en la UB.

—¡Que hacés, Tanito! ¡Querido! ¿Cómo anda tu viejo, che? ¿Todo bien? —lo saludó Miguelito, con una efusividad fingida que se notaba a la legua.

—¿Y la guita? —fue toda la respuesta del otro, que lo cortó en seco. Toto salió enseguida con la recaudación en un sobre y se lo pasó.

—¡Chorros! ¡Corruptos! —gritó la Susana apareciendo desde la esquina con una escoba en la mano—. ¿Cómo vas a andar a los tiros así? ¿No ves que hay chicos? —le recriminó a Tucho—. ¿Por qué no van a laburar, manga de chorros? ¡Este es el centro de la corrupción! ¡¡¡Los voy a denunciar a Santo Biasatti!!! ¡Negros! ¡Negros son! ¿Por qué no hacen algo en el barrio en vez de ponerse en pedo y andar a los tiros? Están todas las calles rotas están. Llueven dos gotas y se inunda todo, y a ustedes les importa tres carajos… ¡Viven en un chiquero, porque son negros!

Acto seguido, Tucho salió con el 38:

—¡Pero por el amor de Dios! ¿No ves que estamos tratando cosas importantes acá? —Resoplando, tiró otra vez al aire—. Andá… Andá a votar a Yrigoyen, ¡loca de mierda!

La señora desapareció al instante.

—Hay cada loco en este barrio… —dijo el Tano con las manos apoyadas en el volante. Se le vio el tatuaje del Che Guevara—. ¿Se enteraron la del viejo? —soltó al voleo.

—¡No! ¿Qué pasó?

—No se quiere ir… ¡Se encerró en el despacho con la negra Dorita! ¡Está loco Manolo! Lo que no se sabe es qué carajo tendrá en el maletín ese… ¡Dice que Perón le habló y le pidió que no nos abandone! Ahora están tratando de convencerlo para que afloje…

—¡Vamos para allá! ¡Llevame, Tano! —rugió el Toto.

—No, no da, nosotros ahora somos de la nueva administración, que se arreglen ellos… —dijo el Tano, que volvió a subir el volumen del estéreo y se fue acelerando—. Dame más gasolina… Dame más gasolina.

La negra Dorita era la secretaria privada de don Manolo, una chica de su casa, poseedora de una figura descomunal. Tenía una cintura de avispa, pero sus caderas prominentes abrían paso a un culo doble ancho que no cabía en una sola silla. Algunos en la oficina le decían la araña pollito. La muchacha también era dueña de una carita angelical coronada por su labio leporino, que le provocaba un tonito agudo y gangoso al hablar. Señas particulares que excitaban sobremanera al intendente. “Sos mi Eva Brown, negrita”, le decía mientras le dictaba los decretos.

—¡¡¡Prendé la tele, prendé, a ver si dicen algo!!! —ordenó Toto a Miguelito. Pero los noticieros hablaban de temas más importantes como el precio de los tomates o el pase del Nene Cardetti a Boca. Los tres soldados justicialistas estaban inquietos, cada vez más nerviosos. Camporita se paseaba de acá para allá, rascándose.

—A esas chupasangre, cuando se prenden no hay con qué mierda sacarlas… —comentó Tucho, mirando las garrapatas aferradas al perro—. ¿Vamos para la intendencia? —preguntó después, y agarró la carterita marrón.

—No, no, desde acá podemos ser más útiles —dijo Miguelito y no se lo creyó ni él.

—¡Vamos a hacer pintadas entonces! —volvió a hablar Tucho.

—¿Pintadas de qué, boludo? ¿No ves que es un quilombo esto? Si apoyamos al viejo, cuando lo saquen, nosotros cagamos fuego; y si se queda y apoyamos a los otros no van a rajar por traidores… Hay que quedarse en el molde, muchachos.

Se sentaron entre dudas, y Toto sirvió más fernet.

—Ufa, yo tenía unas ganas de hacer pintadas… —resoplaba Tucho.

—¿Para qué, si ya pasó la elección? —preguntaron sus compañeros casi al unísono.

—Porque sí. Para taparles el muralito a los troskos esos del centro cultural.

—Ay, Tuchito, qué ganas de hinchar las pelotas, ¿qué te molestan? Si son cuatro gatos locos, además esa pared es de ellos, se la ganaron… ¿O querés que vuelvan a quemar gomas y cortar la calle? No joden a nadie. Dejalos. ¡Si e’ lindo la cultura! —dijo Toto intentando atrapar al moscardón verde que seguía revoloteando por la sala.

—Yo no me aguanto. Este puede ser nuestro último día, ¿no ven? La despedida —soltó Miguelito mientras salía—. Voy hasta el locutorio, lo voy a llamar a Álvarez para ver qué pasa…

Toto se quedó mirando hacia la calle. Vio pasar a la Susana por la vereda de enfrente con la bolsa de los mandados, y a un grupo de pibes que empujaban a otro en un carrito de rulemanes. Tucho llenó un tarrito con agua y salió al patio para regar las dos macetas en las que criaba sendas plantitas de soja.

—Con estas me voy a salvar, ya vas a ver, es el negocio del momento es. Si hasta chorizos hacen con esto ahora… —comentaba sin ser escuchado por su compañero.

En eso estaban cuando volvió Miguelito.

—Ya está, ya está, no pasó nada, dice Álvarez que ni nos calentemos —dijo sonriente—. Un día de estos, me voy caminando hasta Luján.

Agradeció a la Virgencita del clima, encendió la radio y sintonizó la audición de Macielo, un cronista local que siempre fue contrera y le pegaba al viejo cada vez que podía. Escucharon callados, sorbiendo su bebida: “Este es un día de cambios para los vecinos de Lanús. Luego de haberse encerrado en su despacho para firmar unos últimos documentos, el exintendente Manuel Quindimil le cedió el mando a la nueva administración… Después de más de treinta años, soplan nuevos aires, otra gente se hará cargo de esta difícil tarea… Estimados conciudadanos, quiero comentarles que en el fondo lo voy a extrañar a Manolito… Seguramente alguien investigará su gestión y vamos a estar ahí cuando explote la noticia. Por ahora… este humilde adversario despide a un amigo”.