Glosario:

Hanashrot: las águilas.

Seder de Pesaj: Ceremonia de la Pascua judía.

Adonai Eloheinu: nuestro Dios.

Iala, iala, javer, takum: vamos, amigo, arriba.

Kidush de Pesaj: las oraciones de Pascua.

Partisanos de Bielski: grupo guerrilleros judíos que vivían en los bosques y que lucharon contra los alemanes.

Aganá: milicias sionistas.

A shaná a vaá ve Ierushalaim: “Que el año próximo nos encuentre en Jerusalem”.

A Marcelo.

A Matilde, con quien finalmente terminé confirmando que “la manzana no cae lejos del árbol”.

A mis amigos de la vida y a todos aquellos que supieron inspirarme para escribir estos relatos.

DEMONIOS

Daniel Lerner

LA GLORIA

Con Nico conseguimos arriar veinticinco vacas, que las amuchamos en el cobertizo de atrás. El resto se va ahogando, se va perdiendo el trabajo de una vida. A medida que el campo se vuelve barro, las vacas se van hundiendo, se echan con mugidos largos, como lamentos, y no hay forma de sacarlas de ahí. A algunas las termina sacrificando Nico, siempre con el rifle preparado. Llevamos dos semanas bajo el agua y esperamos un milagro, pero solo aparecen animales muertos, flotando, pudriéndose bajo el aguacero, y cuando de a ratos capea, los pájaros les picotean los cueros. Clodomira observa por la ventana y murmura: “Dios mío, ahí va otra vaca”. Perdida en el sur de Córdoba, a La Gloria se llega desde Vicuña Mackenna, entrando por el pueblo hasta el Paso de los Potreros, y después de cuatro kilómetros, se dobla a la derecha hasta el Paraje Sampedro. A cien metros está la tranquera con el cartel oxidado que dice “La Gloria”, pero esos son solo recuerdos, porque el Paraje Sampedro tiene un metro y medio de agua. El monólogo del viejo me distrae. “Al ñudo enojarse con la lluvia, la vida del chacarero es así” dice, mientras mira la lluvia a través de la ventana. Clodomira rezonga desde la cocina: “Parece que alguien se despabiló. Éramos pocos y…”, pero refunfuña por lo bajo, sin terminar la frase. Este temporal es una amenaza que va a terminar con todos nosotros, pero después pienso que va a parar, que las aguas van a retroceder, y al abuelo no hay forma de que sacarle ese pantalón manchado de pis y grasa. Siempre supe que el viejo iba a terminar así. Antes le tenía repulsión, pero ahora es un viejo senil, que fastidia todo el tiempo. En una época lo odiaba tanto, me parecía un monstruo. Pero de aquel borracho que me sacó un diente y que lo dejó medio tonto a Nico de los golpes que le daba cuando éramos chicos, hoy solo queda un viejo gagá que se guarda pedazos de pan en el pantalón. La Clodo no se calla más, ella también ahora se le anima. Pensar que antes, amanecía en la cama del viejo y después andaba llorando por los rincones de las cachetadas que le daba. Cuando veo esa piltrafa, de fecha vencida, pienso en por qué no se va de una vez y deja su lugar a otro. Solo Nico parece no darse cuenta de que el viejo cambió. Y la Clodo sigue con ese humor de perros.

Esta lluvia nos tiene presos. Ya lo hablé con mi hermano, le dije que si alguna vez me pongo como el viejo, me pegue un tiro en la frente, como a las vacas. Los hermanos son para toda la vida. Sé que siempre voy a tener que cuidar a Nico, pero eso no me molesta, y cuando seamos viejos, ya nos pusimos de acuerdo, o él me pega el tiro a mí, o yo se lo pego a él. Por las dudas guardo las balas bajo llave, no sea cosa que Nico se entusiasme antes de tiempo.

* * *

Por fin Tomás viene al chalet. La Clodo no lo podía tener para siempre en la casa de los caseros. En la galería, detrás del mosquitero, se saca el equipo de lluvia, mientras pispea para adentro y yo me hago el distraído. Lo saludo: “¿Todo bien, Tomacito?”, y Nico me hace el coro: “¿Todo bien, Tomacito?”. Nico siempre hace la misma gracia. “¿Cómo querés que nos vaya?”, contesta la Clodo por él, pero yo no le respondo. La madre le recrimina algo. “Apúrese, pendejo”, pero él le pone cara de nada. Nico vuelve a su revista, en realidad es un folleto de cosechadoras que venden en Laboulaye, pero hace rato que se tildó con una propaganda de fertilizantes. Tomás pasa con el jean ajustado que le marca el culo bien parado que tiene. Nuestros ojos se cruzan y hace como que me va a sonreír, pero sigue de largo, con el balde y el escurridor, derecho a la habitación del viejo. Afuera truena y se larga un chaparrón. En eso el viejo me mira y me dice: “Juancito, cébese unos mates”, pero no le contesto y pienso que por qué el viejo no se quedará mudo por un rato. Me levanto para ir al baño y me paro frente a la pieza del viejo. Ahí está Tomy, sacando las sábanas de la cama. Lo agarro por detrás, lo apoyo un poquito y lo beso en la nuca, pero él se escabulle a desgano.

—Andate, ¿sabés la que se arma si la Clodo te ve?

—¿No me extrañás? —le susurro al oído, mientras lo tomo de la cintura.

—No— dice, como si fuese cierto. Mira a la cocina, a ver qué hace su madre.

Le digo que esta noche voy a ir la piecita. Apoyo mi mano sobre la suya. Tomás la saca, y se aleja de mí. Su vista se nubla con un gesto de duda.

—No sé, Juan. No, no voy a ir —dice, mientras se estira la manga de la polera. Se acomoda la bragueta. Todo sigue en orden ahí abajo.

—Te voy a estar esperando —digo.

* * *

El casco de la estancia está sobre un terraplén y todavía estamos a salvo, si deja de llover y el agua no sigue subiendo. Por ahora las defensas de la laguna parecen aguantar, pero para donde miro hay agua y no quiero mirar, porque me da miedo. Yo nací en “La Gloria” y siempre veía el campo en bajada, primero sembrado de trigo, después de soja, las líneas de los álamos y los silos de chapa. Ahora solo hay agua. En medio del agua se ven las copas de los árboles y los silos hasta la mitad. El molino de los Ordoñez se ve cortito, en el centro de la laguna desbordada. El abuelo nos enseñó a no creer en supercherías, pero ni en esa la pegó, porque si uno mira, se va a dar cuenta de que esto no es bueno y que lo que pasa es por algo. Ya no se alcanza a ver el otro lado. La Gloria es una isla. Si la cosa se pone más fea, pueden sacarnos en helicóptero, también podemos irnos en el bote a motor. Pero, ¿dejarlo todo?, ¿a dónde iríamos?

* * *

A las diez apago el generador y me acuesto. La idea de verlo a Tomás me mantiene despierto. Pienso en abrazarlo, en hacerle todo lo que a él le gusta, y el corazón se me acelera. Cuando el reloj marca las once menos cuarto, salgo de la cama, por más que estoy seguro de que él no va a ir. Nico se acostó temprano. Le dolía la cabeza, pero ahora ronca bajito, debajo de las tres frazadas. Me visto en la cocina, no quiero hacer ruido, aunque el viejo duerme profundo con el vino que se tomó. En la cocina, el ruido de las gotas golpea en los charcos y sobre la chapa, al lado del mosquitero, que nadie sabe cómo llegó ahí.

La linterna apunta al piso, las gotas cruzan como alfileres. Voy por el camino de lajas que bordea los ciruelos. Lo podría hacer con los ojos cerrados, pero algunas lajas se hunden en el barro. Llego al lapacho y me doy vuelta. El chalet a oscuras es una gran sombra. Todo está muerto, ahogado, pero no quiero preocuparme, porque voy a ver a Tomás, y si me pongo mal, se va a asustar. Cerca del corral siento olor a pluma y a caca de gallina. En la piecita, me saco la capucha y escurro el agua.

La linterna hace círculos de luz en el techo y las paredes. Doy un salto. “¿Me querés matar del susto?”, le digo, y sus ojos se achinan. Tomás se ríe. Me estaba esperando, a oscuras, sentado en el piso contra la pared. Apago la linterna, busco su silueta reflejada por el agua plateada que cae afuera. Las gotas se estrellan sobre los charcos. Me acerco a él, despacio, me pongo de cuclillas y le acaricio la mejilla. Su cara está fría y mis manos también están frías. Su boca helada me busca. Nos metemos en la bolsa de dormir, lo abrazo, lo protejo. Buscamos calor bajo nuestra ropa mientras la lluvia sigue cayendo.

Tomy duerme sobre mi pecho. De pronto se sienta, sale de la bolsa de dormir y se empieza a vestir en medio de la oscuridad. Se oyen somnolientos cacareos y alas que se baten del otro lado de la pared.

—Mañana nos vamos, a las once. La Clodo lo arregló todo. Vienen a buscarnos de Prefectura. Nos vamos a quedar en Vicuña hasta que baje el agua.

Cómo puede ser que se vaya, que me deje así. Lo pienso, pero me lo callo.

—La Clodo no se lo dijo a nadie —Hace una pausa—. Pero yo me quiero quedar con vos.

Es mejor que se vayan. Al menos él va a estar seguro. Pero Nico y yo tenemos que quedarnos. Si no, vamos a perderlo todo. Tomy está triste, lo sé por su respiración entrecortada, aunque apenas pueda verlo. Estoy en la bolsa de dormir, él se agacha y acerca su cara para darme un beso antes de irse. En el momento que acerca su boca, le muerdo el labio, como una dentellada, hasta sentir el gusto de su sangre.

—¿Ves que todos ustedes son todos una mierda? —dice llorando y sale a la lluvia. Quiero decirle: “perdoname”, pero me quedo con el remordimiento. Cada vez que estoy con él le dejo una marca, lo lastimo, aunque yo lo quiero. Las luces del día asoman entre la lluvia plomiza, que ahora cae de costado. Vuelvo al chalet, a la cama, aunque sea por una hora más.

* * *

Clodo y su hijo se alejan en el gomón de Prefectura. La lancha se había detenido a un metro de las bolsas de arena. Tuvieron que meterse con el agua hasta el cuello. Llevaban los bolsos sobre sus cabezas. Tomy se da vuelta para mirarme. Su boca está hinchada, morada como una ciruela, y luego de ese instante en que nuestros ojos se encuentran, gira la cabeza y mira al frente.

Había tratado de convencerla a la Clodo de que se lleve al viejo, pero nos sorprendió con la noticia de que no volverían a La Gloria. Se van a vivir a Mina Clavero. La Clodo me dijo que así no iba a lastimar más a su hijo. Cuando Tomás escuchó, me miró y me dijo que no sabía nada. El viejo se queda con nosotros. Nico se acercó y les dijo: “Que tengan mucha suerte” y esta vez fui yo quien hizo el coro: “Que tengan mucha suerte”.

* * *

Alrededor del chalet el agua llega hasta la mitad del escalón de la entrada. Pusimos bolsas de arena frente a las puertas y por ahora el agua no avanza. Ya pasaron varias horas, son las cinco de la tarde y empieza a oscurecer. De pronto se escucha un burbujeo en la cocina. Empieza a salir agua de las rejillas, la pileta, el inodoro. El agua sale de todos lados. Entra por las rendijas de la puerta y por las ventanas. Instintivamente, Nico pone su cuerpo contra la puerta. Trata de frenar la embestida, pero la puerta se dobla, el agua la rompe y la corriente lo tira al piso. Todo es correntada que entra por la puerta principal, cruza el chalet y sale por la cocina. El viejo está muerto de miedo, con el agua a la cintura, agarrado al picaporte de la puerta del dormitorio. Lo voy a buscar y lo tomo de la cintura. Él se agarra de mi hombro, mira para todos lados, aterrorizado. El agua nos llega hasta al pecho. Lo único seguro es tratar de subir al techo, ir hasta la pared exterior del lado de la cocina y trepar por la escalera amurada. Trato de estar calmo, pero me desespero cuando veo como toda nuestra vida se hunde bajo el agua. Hay que llegar al techo lo antes posible. El viejo está paralizado, agarrado a mí con fuerza. Cuando llegamos a la cocina, me tropiezo con algo, una silla o no sé qué. El viejo se me zafa y se cae, desaparece bajo las aguas marrones que inundan la cocina. Miro a un lado y al otro. Nada. Estoy a punto de sumergirme para buscarlo, cuando la correntada lo arrastra a Nico fuera de la casa. Las aguas se lo llevan. “Nicooo”, grito, pero no puedo hacer nada por él. Entonces me sumerjo para tratar de salvar al abuelo. El agua tiene un metro ochenta de profundidad, encuentro su cuerpo atrapado por la heladera que le cayó encima. Trato de moverla, pero pesa demasiado. A los pocos segundos la misma corriente la mueve y logro rescatar al viejo. No sé si todavía vive, solo saco su cuerpo. Cada tanto lo miro, para ver si reacciona, mientras voy en dirección a la escalera amurada. “Abuelo aguante, aguante”, le digo. El viejo entreabre los ojos, hace unos ruidos raros y se vuelve a desvanecer. Llegamos el lado exterior de la cocina, agarrándome de lo que puedo. Engancho el cuerpo del viejo en uno de los escalones amurados, paso sus brazos debajo del escalón, con la cabeza lo más elevada posible. Tal vez solo esté inconsciente, quizá todavía se pueda salvar, aunque yo siento que está muerto, me da bronca ni siquiera poder cuidar su cuerpo. Pensar que yo quería que se muriese.

Subo al techo, trepo a la parte más alta, arrastrándome por las tejas. Subo despacio, las tejas están resbaladizas o se pueden soltar. Me acuesto abrazado al techo como si fuese lo más querido. Me quedo de espaldas, lo más arriba, en pendiente y sin moverme. Si me caigo al agua, me muero, pero me repito a mí mismo que me voy a salvar. Es de noche. Solo se oye el agua que corre, como si fuese el mar. Pienso en el cuerpo del viejo, enganchado en la escalera, todo sumergido, porque las aguas subieron. El viejo debe estar hinchándose, poniéndose azul, y mi hermano, no sé qué le habrá pasado a él. No quiero pensar en Nico ahora, quiero imaginar que está bien. Las gotas me caen encima, como dardos congelados. Qué no daría por tener un pedazo de madera para taparme, aunque sea un rato.

Hace horas que estoy en el techo. Las tejas me perforan la panza. La lluvia me sigue castigando. Tengo el cuerpo helado, pero me digo a mí mismo: hay que aguantar, tengo que aguantar. Pienso en las veinticinco vacas del cobertizo, todas ahogadas, y en las gallinas, también ahogadas, y me pongo a llorar. Al menos Tomy se salvó. Es noche cerrada, tengo frío. No voy a dormirme. Me voy a concentrar en sobrevivir.

* * *

Está clareando y no llueve. La visibilidad es buena, pero las aguas siguen altas, la correntada no amaina, arrastra de todo, maderas, ramas, unos bultos que parecen animales muertos, nuestras vacas o las de los vecinos. Todo me duele por igual. De pronto en el lapacho, ahí, en la horqueta que hace el tronco central, agarrado a una rama, veo a Nico. No me imagino cómo hizo el loco ese para agarrarse del tronco y trepar hasta arriba. Me río solo. Me siento en el techo y le grito: “Nicoooo”. Entonces mi hermano me ve y empieza a agitar la mano en alto.

Hacia la tarde llega Prefectura. Primero rescatan a Nico y después me rescatan a mí. Nos suben al gomón junto con otros sobrevivientes. Con Nico nos abrazamos y lloramos un rato. Buscamos el cuerpo del viejo, pero no está. La correntada debió haberlo desenganchado de la escalera. De camino a Vicuña los prefectos rescatan tres cadáveres, pero ninguno de ellos es el abuelo.

Al viejo lo encontraron diez días mas tarde, atrapado en la reja de un silo. Lo enterramos en el cementerio de Vicuña.

Con la Prefectura pasábamos todas las semanas para ver como iban bajando las aguas. A La Gloria volvimos recién después de dos meses. Empezamos el trabajo de reconstrucción. Todo es una ruina, lleno de barro, ramas y hojas. Apenas si aguantó la estructura del chalet. El resto se perdió todo, el cobertizo, el corral, la casa de los caseros.