Cubierta

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Sobre Marcelo Imperiale

Marcelo Imperiale nació en Buenos Aires. Estudió música, informática y filosofía. Ha dado cursos de filosofía general y conferencias en universidades del país, y en el exterior. Colaboró en diversos medios de radio y televisión. En la actualidad, matiza sus tareas de investigador y docente en la Universidad Católica Argentina y en la Universidad del Salvador con su vocación literaria. Es autor de cuentos, poesías y novelas. En 2017 publicó la novela El Manuscrito de Günther Hörst y ahora presenta esta colección de relatos.

Índice

Antonia

Un delicado crepúsculo dominaba el cielo desde un horizonte lánguidamente rosado. La puesta de sol marcaba el fin de la jornada de trabajo. La noche incipiente se enseñoreaba del campo, munida de su manto preñado de humedad. El voluptuoso aroma de la tierra y de sus nobles frutos recién cosechados penetraba nariz y boca, acompañado de suave y fresca brisa. El sembrado de gramíneas de doradas espigas desvanecía su figura ante las azulinas sombras del anochecer. Más allá, los damascales y durazneros remataban en apretados corredores; parecían perderse en el fondo de aquel paisaje de tintes bucólicos.

Como todos los días, los labriegos, en ceremoniosa fila, marchaban hacia los viejos semirremolques para regresar a sus casas. Manos de piel ajada, rostros curtidos al rayo del sol, mirada cansina y una sonrisa satisfecha de hombres y mujeres agotados, pero henchidos sus corazones de la calma que dona la naturaleza.

Los remolques partían pero ella no hacía el menor gesto para subir a ninguno. Los demás ya conocían sus hábitos y la dejaban, allí, sola, rodeada de la inmensidad del campo sin labradores. Su nombre era Antonia; tendría unos quince años. Solía quedarse un buen rato, oteando más allá del sembradío, más lejos aún de las plantaciones de árboles. Sus ojos se animaban hacia el horizonte infinito, hacia la platinada luna que atisbaba su figura entre lejanos cerros.

Se quitaba las alpargatas; sus pies desnudos se perdían en el tupido pastizal y hollaban la tierra. Sentía el frío y la humedad, esto la complacía. Respiraba profundamente. Junto a su exhalación se desvanecía la rutina de cada día para dar lugar a la añoranza. Su cuerpo estaba allí en las tareas cotidianas, tediosas. Su espíritu se lanzaba intrépido hacia fantasías y sueños. Amaba el campo, pero no la vida que allí llevaba; su alma alada le impulsaba a volar lejos; sufría como un ave a la que han atado por las patas y que no acierta con su pico a quebrar los ligamentos que la agobian.

Todos los días volvía a pie del campo hacia su casa, una humilde construcción de piedra y madera. Su madre había muerto hacía tres años. Quedaba aún su padre o, mejor dicho, sus “restos”, pues el hombre que había sido ya no estaba allí, de modo que bien podría decirse que nadie la esperaba. Una vez que llegaba se ocupaba de su propia comida y de alimentar a su padre; este, ni ánimo tenía ya de atenderse; mustio, serio, las arrugas hendían su rostro cada día más, como silencioso testimonio de su progresiva fragmentación. Entrada la noche, cuando había terminado sus quehaceres y su padre se retiraba, callado, a dormir, abría la puerta y contemplaba un buen rato las estrellas; solía lagrimear, entonces, pañuelo en mano, para luego secar sus ojos y su nariz húmeda. Podía pasar horas así; sólo la prudencia la llevaba a entrar a su casa para dormir; al día siguiente debía levantarse bien temprano, antes de la salida del sol, para recomenzar la iterada secuencia de cada día, tan igual a la de los días anteriores y prometedoramente igual en lo subsiguiente. Si, acaso, hubiese algo que mudara su vida, un aliciente, una mínima esperanza, una señal de que pudiera existir un mañana diferente para ella, eso sólo la hubiese elevado por sobre el hondo foso en el que cada vez más se sentía caer. Añoraba otra vida pero era imposible; la fajina cotidiana desvanecía sus anhelos: de casa a la cosecha, de ahí a la casa y allí, su padre, un buen hombre, reducido a silencio y mirada vaga.

Antonia había hecho el colegio primario, sabía leer. Eso la apasionaba; pocos eran los libros que conseguía; habitualmente de segunda mano y no siempre de su mayor agrado. Pero los consumía como polluelo recién nacido devora el maternal alimento. Una vez encontró una frase que marcó su mente y su corazón:

“Si deseas algo con fervorosa pasión, aférrate a ello. Embriágate de su imagen, deja que inunde tu mente; cree con firmeza y verás que, como mágico duende, surgirá aquello que cambiará tu vida para siempre.”

Tan impactada estaba con estas palabras que arrancó la página donde se encontraban, subrayó el texto y lo leía una y otra vez. La llevaba a todas partes, de la casa al campo y del campo a la casa; hasta dormía abrazada a ella o bien la colocaba cuidadosamente debajo de su almohada. Nada ansiaba más que la llegada de ese tan esperado día en que ocurriera “aquello” que cambiaría su vida. ¿Qué podía ser? Varias veces especulaba sobre esta pregunta. “Como un mágico duende”, se repetía y no podía evitar recordar viejos cuentos de fantasía infantil que había sabido contarle su padre cuando todo era bello para ella, cuando su casa era sinónimo de fiesta, su madre vivía, estaba allí presente y su padre, un hombre simple, un feliz campesino, un buen hombre, se veía lleno de alegría. Tales añoranzas se fugaban en las largas noches como se evapora el rocío nocturno en la madrugada.

Cierta vez volvía del campo como siempre, descalza, acompañada por la mortecina luz del crepúsculo. Era otoño; anochecía más temprano; hacía fresco, pero eso no le importaba, aunque sus pies se helaran mientras avanzaba entre el follaje. Atravesaba todos los días poco más de un kilómetro y a medida que llegaba al terreno en el que estaba su casa, los pastizales eran más altos; a los costados de la estrecha senda crecían árboles bajos de tupidas ramas. Le habían advertido que no era una idea muy feliz lo que hacía; por la noche podía encontrar algún animal suelto o una serpiente entre tan tupido herbaje que la pondrían en peligro. Tales advertencias no hacían mella en su decidida marcha; tampoco aquella noche joven. No soplaba viento. El único arrullo lo provocaban grillos con su estridente canto. Todo era quietud; tanta que a mitad del camino se detuvo, sorprendida. Habida cuenta de tan intensa calma se sintió inquieta; latía su corazón a buen ritmo. No tenía miedo; en absoluto. La sensación que la envolvía era nueva, placentera. Si alguien se lo hubiera preguntado no podría haber explicado qué era exactamente lo que le pasaba, pero en la profundidad de su corazón percibía un excitante temor mezclado de renovado contento. Se quedó así un rato. La noche era diáfana; brillaban las estrellas con intenso fulgor.

De pronto, unos metros a su derecha, le pareció ver chispas y una fugaz imagen apenas perceptible con el rabillo del ojo. Volteó enseguida su cabeza pero no había nada. Segundos después ocurrió lo mismo a su izquierda. Miró hacia allí y tampoco vio nada. Titubeó unos instantes; luego reanudó su marcha, lentamente. Mientras lo hacía crecía la idea en su mente de que “algo” había detrás de ella. Se dio vuelta atemorizada; vio las chispas arrastrarse velozmente hacia la fronda y desvanecerse, al punto, en ella. “Luciérnagas”, se dijo para tranquilizar su alterado ánimo pero no estaba nada convencida. Siguió caminando, despacio, experimentando sentimientos encontrados: un temor que se iba adueñando de sus miembros y comenzaba a hacerlos temblar y un inesperado placer, el que le cabe a quien, al menos una vez, vive una experiencia diferente que rompe el entramado idéntico de la monotonía. En tanto avanzaba, atenta, esperaba, por si acaso se repetía lo ocurrido. No pasó nada más aquella noche.

Al cabo de un rato llegó a su casa; tuvo lugar lo de todos los días: cocinar, lavar, limpiar la cocina, ordenar el pequeño comedor y ver a su padre, marchito, desaparecer tras la puerta de su habitación. Como siempre, salió a contemplar la noche, estaba excitada; “quizás aparezcan las chispas otra vez aquí”, pensó, “frente a la puerta de casa”. Tras infructuosa espera, se retiró a dormir. Lo hizo particularmente satisfecha.

Al día siguiente nada nuevo ocurrió. Se sentía turbada porque muy en su interior deseaba que se repitiera aquello vivido la noche previa. Pero no fue así y la nostalgia hundió su raíz cosechando prontas lágrimas que humedecieron párpados y mejillas. Lamentó su suerte y se sintió a la vez torpe, pueril, confiada en lo que sin duda era obra de su imaginación. “Como un mágico duende”, repitió con desdén.

Al otro día amaneció nublado, amenazante de lluvia y tormenta. Esto no atenuaba la necesidad de trabajar y como todos los días marchó al campo, bien temprano. Se apresuró pues presentía que llegaba tarde y el patrón no era muy amable con quien no cumplía con el horario. En el galpón ya estaban los demás empleados; ella fue la última en llegar y recibió una andanada de reprimendas en un tono y lenguaje nada amables. Sintió que su sangre hervía de furia e impotencia que tuvo que reprimir en el más forzado silencio. Ese día casi ni pronunció palabra. La mueca de sus labios eran elocuente testimonio de su amargura. Por la tarde comenzó a llover tiñendo de grises y penumbrosos matices el sembrado, los silos y los galpones. Una tranquera se golpeaba, frenética, a causa del fuerte viento. El cielo se había vestido de luto y el sol, oculto, no daba ningún consuelo. El furor de la tormenta apaciguó sus embates en menos de una hora, pero la lluvia prometía continuar por más tiempo y era bastante copiosa. Los dueños del campo tomaron la decisión de suspender las tareas por ese día. Los labriegos, reunidos en los consabidos grupos, fueron devueltos a sus casas. Pese a que le insistieron de uno y mil modos Antonia declinó volver en el último furgón en el que quedaba un lugar libre. En nada cambió su decisión que le dijeran que era absurdo y temerario volver por el campo con semejante lluvia. “¿Y si te cae un rayo encima?”, hubo quien le advirtió. “Ojalá”, musitó entre dientes; tal era el declive que experimentaba su ánimo. Empapándose bajo la lluvia, se marchó andando por los senderos que sentía propios. Su ropa, impregnada de agua, se adhería a su cuerpo delgado como mortaja lánguida que envuelve a un cadáver.

Y llegó al tramo arbolado; el verdor propio de ramas y pastos parecía haber mudado sus tonos a un ocre macilento y pobre. Sin saber por qué, detuvo su marcha en el punto exacto en el que la otra noche había visto las chispas. Esta vez no había grillos con sus exóticos arrullos; sólo el susurro constante de la lluvia que le nublaba la vista con su entramado tejido de gotas. Y ocurrió lo que en el fondo de su corazón anhelaba. Volvieron los chispazos erráticos; esta vez frente a ella para luego fugarse como imprudente relámpago por entre el follaje. A la sorpresa se unió un júbilo que la estremeció por dentro. Esta vez, sin temor, sin detenerse a considerar su precaria condición, mojada, aterida de frío, en medio de una noche prematura forjada por tupidos nubarrones, se lanzó tras aquellos destellos por entre el pastizal salvaje y los árboles. Metros adentro se detuvo, atenta. Oteaba con su vista de un lado a otro. La respiración se agitaba al compás abrupto de su corazón. Se quedó allí, de pie, un buen rato. Volvió a ocurrir; aparecieron las luminosas chispas que brillaron aún más bajo el manto negruzco propiciado por ramas y hojas. “No son luciérnagas”, dijo en voz alta. Tan huidizas como antes, las enigmáticas centellas se extinguieron inmediatamente haciendo su “mutis” por el sendero que se erguía delante.

No dudó. Se precipitó tras ellas. ¿Acaso podía alcanzarlas? No podía reflexionar nada. Y volvió a verlas, avanzando rápidas hacia adelante. Mientras las perseguía pisó una rama cubierta de espinas punzantes que hirieron su pie. Gritó de dolor y detuvo su carrera; sangraba. Esto la hizo volver en sí sacándola del aventurado trance en el que se encontraba. Decidió volver. La lluvia había menguado su castigo sobre la campiña.

Finalmente llegó a su casa. Su padre, pese al ostracismo del que era víctima de continuo, se alarmó al verla así, empapada y lastimada. No titubeó; al momento se ocupó de atender su herida, lo hacía con calma, sin decir palabra. Conservaba todavía el paternal dulzor en sus ojos, entrecerrados a causa de incontables llantos vaciados y evaporados en la soledad. Entonces le preguntó qué le había ocurrido. Antonia no sabía qué decir. Cómo explicar que había corrido tras una luz cual si fuera tras un fantasma; que eso era todo y nada más. Aquella noche no pudo salir a contemplar el cielo, las estrellas, la luna. Durante la cena, el rostro de la joven brillaba como lucero; su padre la miraba de un modo extraño.

—Cuidado con lo que haces —le dijo, severo.

Ella no respondió. No había entendido el sentido de tales palabras.

—Y con quien andas —completó el hombre, ceñudo.

Antonia no supo qué contestar; prefirió el conocido refugio del silencio, tan abrigado en aquella morada.

Desde aquel día su padre aguardaba la llegada de Antonia afuera, de pie, junto a la rústica puerta de madera vieja de la casa. La joven regresaba cada vez más vivaz, más radiante, munida de una alegría nueva, extraña al taciturno ambiente que reinaba en su hogar. Es que no sólo veía el chisporroteo luminoso sino que comenzó a ocurrir algo más.

Una de esas noches, cuando perseguía animada las huellas fugaces, vio algo semejante a una silueta entre unas matas de elevada altura; había alguien allí, lo presentía, lo deseaba. No podía ver con claridad a causa de la precaria luminosidad que ofrecía la luna entre los árboles. La silueta estaba quieta, extática. ¿Era una persona? Eso parecía. ¿O era una sombra generada por las ramas? No podía discernir lo que veía. Su corazón galopaba en su pecho. ¿Qué hacer? ¿Acercarse? No. No se animaba a tanto. Deseaba hacerlo pero una prudencia casi instintiva la retenía y la obligaba a guardar distancia de lo que le parecía ver. Sentía reparo aun de sus propias sensaciones; no estaba segura de lo que sus sentidos le mostraban; los sentimientos nublaban su razón.