Hombre

Breakfast of champions
OR
¡Adiós, lunes triste!

¡Adiós, lunes triste!

En memoria de Phoebe Hurty,

que me consoló en Indianápolis

durante la Gran Depresión

Me probará, y saldré como oro.

Libro de Job

Prefacio

“Desayuno de campeones” es el eslogan de una marca registrada de General Mills, Inc. para un producto de cereales para el desayuno. El uso de dicha expresión en el título de este libro no sugiere ninguna asociación con General Mills ni el patrocinio de la empresa, y tampoco se propone desacreditar sus prestigiosos productos.

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La persona a la que está dedicado este libro, Phoebe Hurty, ya no está en este mundo, como suele decirse. Era una viuda de Indianápolis cuando la conocí a fines de la Gran Depresión. Yo tenía alrededor de dieciséis años. Ella tenía alrededor de cuarenta.

Era rica, pero había ido a trabajar todos los días hábiles de su vida adulta, y seguía haciéndolo. Escribía una sensata y graciosa columna de consejos para enamorados en el Times de Indianápolis, un buen periódico que hoy es una empresa difunta.

Difunta.

Escribía anuncios para la William H. Block Company, una gran tienda que todavía prospera en un edificio que diseñó mi padre. Escribió este anuncio para una liquidación de sombreros de paja: “Con estos precios, puede ponerle uno al caballo y dar sombra a las rosas”.

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Phoebe Hurty me contrató para redactar anuncios de ropa para adolescentes. Yo tenía que usar la ropa que elogiaba. Era parte del trabajo. Y me hice amigo de sus dos hijos, que tenían mi edad. Me pasaba el día en casa de ellos.

Ella usaba palabrotas cuando hablaba con sus hijos y conmigo, y con nuestras amigas cuando las llevábamos. Era graciosa. Era liberadora. Nos enseñó a ser insolentes en la conversación, no solo al hablar de temas sexuales, sino de la historia de los Estados Unidos y los héroes famosos, de la distribución de la riqueza, de la escuela, de todo.

Ahora me gano la vida siendo insolente. Lo hago con torpeza. Sigo tratando de imitar la desfachatez que Phoebe Hurty practicaba con tanta elegancia. Ahora creo que esa elegancia le resultaba más fácil a ella que a mí por el estado de ánimo de la Gran Depresión. Ella creía lo que entonces creían muchos americanos: que el país sería feliz, justo y racional cuando llegara la prosperidad.

Ya no oigo esa palabra, prosperidad. Antes era sinónimo de paraíso. Y Phoebe Hurty creía que la insolencia que ella recomendaba daría forma al paraíso americano.

Ahora esa insolencia está de moda. Pero ya nadie cree en un nuevo paraíso americano. Extraño a Phoebe Hurty.

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En este libro expreso la sospecha de que los seres humanos son robots, máquinas: recordemos que las personas, hombres en su mayoría, que estaban en las últimas etapas de la sífilis y sufrían de ataxia motriz eran un espectáculo común en el centro de Indianápolis y en las aglomeraciones de gente cuando yo era niño.

Esa gente estaba infestada de pequeños sacacorchos carnívoros que solo se veían por el microscopio. Las vértebras de las víctimas se fusionaban cuando los sacacorchos penetraban en la carne que las separaba. Los sifilíticos tenían un aspecto solemne: erguidos, con la mirada hacia delante.

Una vez vi a uno que estaba en la esquina de Meridian y Washington, bajo un reloj colgante diseñado por mi padre. En la ciudad esa intersección se conocía como “el Gran Cruce”.

En el Gran Cruce, el sifilítico intentaba sacar las piernas de la vereda para cruzar la calle Washington. Tiritaba, como si en su interior ronroneara un motor. He aquí su problema: los sacacorchos le estaban comiendo el cerebro donde se originaban las instrucciones para sus piernas. Los cables que transmitían las instrucciones ya no estaban aislados, o estaban cortados. Los interruptores que jalonaban el camino ya no se abrían ni se cerraban.

Este hombre parecía muy viejo, aunque quizá solo tuviera treinta años. Pensó y pensó. Y luego alzó la pierna dos veces, como una corista.

Cuando yo era niño, sin duda me parecía una máquina.

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Suelo pensar en los seres humanos como gomosos tubos de ensayo en cuyo interior hierven reacciones químicas. Cuando yo era niño, vi mucha gente con bocio. También Dwayne Hoover, el vendedor de Pontiac que es protagonista de este libro. Esos desdichados terrícolas tenían glándulas tiroides tan hinchadas que parecían tener una calabaza en la garganta.

Después se supo que lo único que debían hacer para llevar una vida normal era consumir menos de un millonésimo gramo de yodo por día.

Mi propia madre se destruía el cerebro con sustancias químicas que presuntamente la harían dormir.

Cuando me deprimo, tomo una píldora, y recobro el buen humor.

Etcétera.

Así que es una gran tentación para mí, cuando creo un personaje para una novela, decir que es como es porque se le estropearon los cables, o por cantidades microscópicas de sustancias químicas que ingirió o dejó de ingerir ese día.

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¿Qué opino de este libro? Me siento muy mal con él, pero siempre me siento mal con mis libros. Mi amigo Knox Burger dijo una vez que cierta novela torpe “se leía como si la hubiera escrito Philboyd Studge”. Creo que soy Philboyd Studge cuando escribo lo que aparentemente estoy programado para escribir.

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Este libro es el regalo que me hago a mí mismo al cumplir cincuenta años. Me siento como si me hubiera trepado al lomo de un techo a dos aguas.

A los cincuenta años estoy programado para actuar como un niño: insultar el himno nacional, garrapatear figuras de una bandera nazi y un ano y muchas otras cosas con un marcador. Para dar una idea de la madurez de las ilustraciones de este libro, he aquí mi dibujo de un ano:

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Creo que estoy tratando de sacar toda la chatarra que he acumulado en la cabeza: los anos, las banderas, las bombachas. Sí, este libro contiene el dibujo de una bombacha. También incluyo personajes de mis otros libros. No pienso organizar más espectáculos de marionetas.

Creo que estoy tratando de dejar mi cabeza tan vacía como cuando nací en este planeta arruinado, hace cincuenta años.

Sospecho que es algo que la mayoría de los americanos blancos, y de los americanos no blancos que imitan a los americanos blancos, tendría que hacer. Las cosas que los demás han puesto en mi cabeza no encajan bien, a menudo son feas e inservibles, y no guardan ninguna proporción entre sí, no guardan ninguna proporción con la vida tal como es fuera de mi cabeza.

No tengo cultura, no tengo armonía humana en el cerebro. Ya no puedo vivir sin cultura.

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Así que este libro es una vereda llena de chatarra, desechos que arrojo por encima del hombro mientras viajo en el tiempo para volver al 11 de noviembre de 1922.

En mi viaje llegaré a un momento en que el 11 de noviembre, que es mi cumpleaños, era un día sagrado llamado Día del Armisticio. Cuando yo era niño, y cuando Dwayne Hoover era niño, toda la gente de todos los países que habían peleado en la Primera Guerra Mundial callaba durante el minuto once de la hora once del Día del Armisticio, que era el día once del mes once.

Fue durante ese minuto de 1918 cuando millones de seres humanos dejaron de masacrarse. He hablado con ancianos que estaban en el campo de batalla en ese minuto. De un modo u otro me han dicho que ese súbito silencio era la Voz de Dios. Así que todavía hay entre nosotros hombres que recuerdan el momento en que Dios le habló claramente a la humanidad.

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El Día del Armisticio se ha convertido en Día de los Veteranos. El Día del Armisticio era sagrado. El Día de los Veteranos no lo es.

Así que arrojaré el Día de los Veteranos por encima del hombro. Me quedaré con el Día del Armisticio. No quiero deshacerme de mis cosas sagradas.

¿Qué otra cosa es sagrada? Ah, Romeo y Julieta, por ejemplo.

Y toda la música.

PHILBOYD STUDGE

1

Esta es la historia del encuentro de dos hombres blancos solitarios, flacos y bastante viejos en un planeta que agonizaba rápidamente.

Uno de ellos era un escritor de ciencia ficción llamado Kilgore Trout. En ese momento era un desconocido, y suponía que su vida había terminado. Se equivocaba. A raíz de este encuentro llegó a ser uno de los seres humanos más amados y respetados de la historia.

El hombre que conoció era un vendedor de automóviles, un representante de Pontiac llamado Dwayne Hoover. Dwayne Hoover estaba a punto de volverse loco.

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Escuchen:

Trout y Hoover eran ciudadanos de los Estados Unidos de América, cuyos habitantes son estadounidenses o americanos. Este era su himno nacional, que era una sarta de despropósitos, como muchas otras cosas que presuntamente debían tomar en serio:

O say, can you see, by the dawn’s early light,

What so proudly we hailed at the twilight’s last gleaming,

Whose broad stripes and bright stars, through the perilous fight,

O’er the ramparts we watched were so gallantly streaming?

And the rockets’ red glare, the bombs bursting in air,

Gave proof through the night that our flag was still there.

O say, does that star-spangled banner yet wave

O’er the land of the free, and the home of the brave?1

Había millones de países en el Universo, pero el país al que pertenecían Dwayne Hoover y Kilgore Trout era el único que tenía un himno nacional que era un galimatías salpicado de signos de interrogación.

Así era la bandera:

En ese país había una ley que no existía en ningún otro país del planeta, y decía lo siguiente: “La bandera no se debe inclinar ante ninguna persona ni objeto”.

La inclinación de la bandera era una forma de saludo amigable y respetuoso que consistía en bajar la bandera hacia el suelo y alzarla de nuevo.

• • •

El lema del país de Dwayne Hoover y Kilgore Trout era E pluribus unum, que significaba, en un idioma que ya nadie hablaba: “A partir de muchos, uno”.

La bandera que no se podía inclinar era una belleza, y el himno y ese lema vacío quizá no importaran mucho, salvo por esto: muchos ciudadanos eran tan ignorados y engañados e insultados que pensaban que se habían equivocado de país, o incluso de planeta, que se había cometido un tremendo error. Habría sido un consuelo que el himno y el lema mencionaran la justicia, la hermandad, la esperanza o la felicidad, que los acogieran en la sociedad y les permitieran compartir su patrimonio.

Si estudiaban el papel moneda para tratar de entender su país, encontraban, entre otras rarezas extravagantes, la imagen de una pirámide trunca con un ojo radiante en la cúspide:

Ni siquiera el presidente de los Estados Unidos sabía qué significaba. Era como si el país dijera a sus ciudadanos: “El disparate es nuestra fuerza”.

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Muchos de esos disparates eran el inocente resultado de la actitud juguetona de los padres fundadores del país de Dwayne Hoover y Kilgore Trout. Los fundadores eran aristócratas, y deseaban hacer gala de su inservible educación, que consistía en el estudio de la jerigonza de la antigüedad. Además eran pésimos poetas.

Pero algunos disparates eran malignos, porque ocultaban grandes crímenes. Por ejemplo, los maestros de los niños de los Estados Unidos de América escribían una y otra vez en los pizarrones esta fecha, y pedían a los niños que la memorizaran con orgullo y alegría:

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Los maestros enseñaban a los niños que en esa fecha los seres humanos habían descubierto el continente. A decir verdad, en 1492 millones de seres humanos ya vivían vidas plenas e imaginativas en el continente. Ese fue solo el año en que unos piratas comenzaron a engañarlos, saquearlos y matarlos.

He aquí otro disparate maligno que enseñaban a los niños: que los piratas con el tiempo crearon un gobierno que se transformó en faro de libertad para los seres humanos del resto del mundo. Los niños veían imágenes y estatuas de ese faro imaginario. Era como un cucurucho en llamas. Se veía así:

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En realidad, los piratas que más participaron en la creación del nuevo gobierno eran dueños de esclavos. Usaban a los seres humanos como maquinaria y, cuando se abolió la esclavitud, porque era embarazosa, ellos y sus descendientes siguieron pensando que los seres humanos comunes y corrientes eran máquinas.

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Los piratas eran blancos. La gente que vivía en el continente cuando llegaron los piratas tenía la piel cobriza. Cuando se introdujo la esclavitud en el continente, los esclavos eran negros.

Todo era cuestión de color.

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Así es como los piratas podían adueñarse de todo lo que querían: tenían los mejores barcos del mundo, y eran más despiadados que los demás, y tenían pólvora, que era una mezcla de nitrato de potasio, carbón y azufre. Si acercaban fuego a ese polvo aparentemente inofensivo, se transformaba en un gas violento. El gas arrojaba proyectiles por tubos de metal a velocidades pasmosas. Los proyectiles perforaban la carne y el hueso, y los piratas podían arruinar los cables, los fuelles o las cañerías de un ser humano remiso, aunque estuviera a gran distancia.

Pero el arma principal de los piratas era su capacidad de sorprender. Nadie podía creer que fueran tan despiadados y codiciosos, hasta que era demasiado tarde.

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Cuando Dwayne Hoover y Kilgore Trout se conocieron, su país era por lejos el más rico y poderoso del planeta. Tenía la mayor parte de los alimentos, los minerales y la maquinaria, y disciplinaba a los demás países amenazando con dispararles grandes cohetes o con arrojarles cosas desde aviones.

La mayoría de los demás países no tenía nada de nada. Muchos ya ni siquiera eran habitables. Tenían demasiada gente y muy poco lugar. Habían vendido todo lo que era valioso, y no les quedaba nada para comer, y aun así la gente seguía copulando sin parar.

La copulación era el modo en que se hacían los bebés.

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En ese planeta estropeado mucha gente era comunista. Tenían la teoría de que lo que quedaba del planeta se debía repartir más o menos equitativamente entre todas las personas, que además no habían pedido venir a un planeta estropeado. Entretanto, no dejaban de llegar bebés, pataleando y berreando, pidiendo leche a gritos.

En algunos lugares la gente se alimentaba con barro mientras a pocos pasos nacían bebés.

Etcétera.

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El país en que vivían Dwayne Hoover y Kilgore Trout, donde todavía había abundancia de todo, se oponía al comunismo. Ese país no pensaba que los terrícolas que tenían mucho debían compartirlo con otros si no se les antojaba, y a la mayoría no se les antojaba.

Así que no tenían por qué compartir nada.

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Se suponía que en ese país todos debían manotear lo que podían y conservarlo. Algunos americanos eran muy hábiles para manotear y conservar, y eran fabulosamente ricos. Otros no podían agarrar nada de nada.

Dwayne Hoover era fabulosamente rico cuando conoció a Kilgore Trout. Un hombre le susurró esas mismas palabras a un amigo una mañana en que Dwayne pasaba: “Fabulosamente rico”.

Y he aquí lo que Kilgore Trout poseía en el planeta en aquellos días: nada de nada.

Y Kilgore Trout y Dwayne Hoover se conocieron en Midland City, que era el pueblo natal de Dwayne, durante un Festival de las Artes que se celebró allí en el otoño de 1972.

Como se ha dicho: Dwayne era un representante de Pontiac que se estaba volviendo loco.

La locura incipiente de Dwayne se debía ante todo a los agentes químicos. El cuerpo de Dwayne Hoover fabricaba ciertas sustancias que le desequilibraban la mente. Pero Dwayne, como todos los locos inexpertos, también necesitaba algunas ideas malas, para que su locura pudiera cobrar forma y dirección.

Las sustancias malas y las ideas malas eran el yin y el yang de la locura. El yin y el yang eran símbolos chinos de la armonía. Se veían así:

Kilgore Trout abasteció a Dwayne con ideas malas. Trout se consideraba inofensivo e invisible. El mundo le había prestado tan poca atención que creía estar muerto.

Deseaba estar muerto.

Pero en su encuentro con Dwayne aprendió que estaba vivo y que podía dar a otro ser humano ideas que lo transformarían en un monstruo.

He aquí la esencia de las ideas malas que Trout le dio a Dwayne: en la Tierra todos eran robots, con la excepción de Dwayne Hoover.

De todas las criaturas del universo, solo Dwayne pensaba y sentía y se preocupaba y planeaba y demás. Nadie más sabía lo que era el dolor. Nadie más podía elegir. Todos los demás eran máquinas totalmente automatizadas cuyo propósito era estimular a Dwayne. Dwayne era un tipo de criatura nueva, y el Creador del Universo la estaba poniendo a prueba.

Solo Dwayne Hoover tenía libre albedrío.

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Trout no esperaba que le creyeran. Había puesto las ideas malas en una novela de ciencia ficción, y allí fue donde Dwayne las encontró. El libro no estaba dirigido específicamente a Dwayne. Trout no había oído hablar de Dwayne cuando lo escribió. Estaba dirigido a quienquiera lo abriese. De hecho, le decía a todo el mundo: “¿Sabes una cosa? Eres la única criatura que tiene libre albedrío. ¿Cómo te hace sentir?”. Etcétera.

Era un tour de force. Era un jeu d’esprit.

Pero fue veneno mental para Dwayne.

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Trout se conmocionó al comprender que también él podía ser pernicioso para el mundo, a través de sus ideas malas. Y cuando Dwayne fue enviado a un manicomio con un chaleco de fuerza, Trout se volvió fanático de la importancia de las ideas como causa y cura de las enfermedades.

Pero nadie lo escuchaba. Lo consideraban un viejo verde que clamaba en el desierto, entre los árboles y los matorrales: “¡Las ideas o la falta de ellas pueden provocar enfermedades!”.

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Kilgore Trout llegó a ser pionero en el campo de la salud mental. Planteaba sus ideas disfrazándolas de ciencia ficción. Murió en 1981, casi veinte años después de enfermar a Dwayne Hoover.

Por entonces era reconocido como gran artista y científico. La Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos hizo erigir un monumento sobre sus cenizas. En el frente tallaron una cita de su última novela, su novela número doscientos nueve, que él dejó inconclusa al fallecer. El monumento se veía así:

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Kilgore Trout
1907-1981
“Somos sanos solo en la medida en que nuestras ideas sean compasivas”.


1 N. del T.: “¿Pueden ver, bajo las primeras luces del alba, / lo que tanto orgullo saludamos bajo el último destello del poniente, / cuyas amplias franjas y brillantes estrellas, a través de enconada lucha, / mirábamos ondear gallardamente sobre las murallas? / Y el rojo resplandor de los cohetes, las bombas estallando en el aire, / dieron prueba en la noche de que nuestra bandera seguía ahí. / ¿Aún flamea la enseña constelada de estrellas / sobre la tierra de los libres y el hogar de los valientes?”.

2

Dwayne era viudo. Pasaba las noches solo en una casa de ensueño de Fairchild Heights, que era la zona residencial más codiciada de la ciudad. Costaba cien mil dólares construir una casa allí. Cada casa tenía al menos una hectárea y media de terreno.

Por la noche el único compañero de Dwayne era un labrador llamado Sparky. Sparky no podía menear la cola porque años atrás lo había atropellado un coche, así que no tenía manera de comunicar a otros perros que era amigable. Tenía que pelear todo el tiempo. Tenía las orejas raídas. Estaba lleno de cicatrices.

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Dwayne tenía una criada negra que se llamaba Lottie Davis. Ella le hacía la limpieza todos los días. Luego le cocinaba la cena y la servía. Luego se iba a casa. Descendía de esclavos.

Lottie Davis y Dwayne no hablaban mucho, aunque se tenían gran simpatía. Dwayne reservaba casi toda su conversación para el perro. Se acostaba en el piso, se revolcaba con Sparky y decía cosas como “Tú y yo, Sparky” y “¿Cómo anda mi viejo amigo?”. Etcétera.

Y esa rutina no se alteró cuando Dwayne empezó a volverse loco, así que Lottie no se dio cuenta de nada.

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Kilgore Trout tenía un perico llamado Bill. Como Dwayne Hoover, Trout pasaba las noches solo, salvo por su mascota. Trout también le hablaba a su mascota.

Pero cuando Dwayne hablaba con su labrador, divagaba sobre el amor. Cuando Trout hablaba con su perico, mascullaba sobre el fin del mundo.

—En cualquier momento —decía—. Y ya es hora.

Trout tenía la teoría de que la atmósfera pronto sería irrespirable.

Trout suponía que cuando la atmósfera se volviera venenosa, Bill caería redondo minutos antes que él. Le hacía bromas a Bill sobre eso. “¿Cómo anda esa respiración, Bill?”, le decía, o “Parece que tienes un pequeño enfisema, Bill”, o “Nunca hablamos del funeral que querías, Bill. Nunca me dijiste cuál era tu religión”. Etcétera.

Le decía a Bill que la humanidad merecía una muerte horrible, pues era tan cruel y derrochadora en un planeta tan entrañable. “Todos somos Heliogábalos, Bill”, decía. Heliogábalo era el nombre de un emperador romano que ordenó a un escultor que hiciera un toro de hierro hueco de tamaño natural, con una puerta. La puerta se podía trabar desde el exterior. La boca del toro estaba abierta. Era la única abertura que daba al exterior.

Heliogábalo ordenaba que un ser humano entrara en el toro y hacía trabar la puerta. Los sonidos que emitía el ser humano encerrado salían por la boca del toro. Heliogábalo invitaba gente a una bonita fiesta, con mucha comida, vino, bellas mujeres y bonitos mancebos, y Heliogábalo ordenaba a un sirviente que encendiera unas ramas. Las ramas estaban bajo leña seca, y la leña seca estaba debajo del toro.

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Trout hacía otra cosa que algunas personas considerarían excéntrica: decía que los espejos eran goteras. Le gustaba creer que los espejos eran agujeros, filtraciones que unían dos universos.

Si veía a un niño cerca de un espejo, meneaba el dedo en son de advertencia.

—No te acerques mucho a esa gotera —decía con solemnidad—. No querrás terminar en el otro universo, ¿verdad?

A veces alguien decía en su presencia:

—Disculpe, tengo que desagotar.

Eso significaba que esa persona se proponía eliminar líquidos de desecho del cuerpo a través de una válvula del abdomen inferior.

—En mis pagos —decía Trout meneando el dedo—, eso significa que está por robar un espejo.

Etcétera.

En el momento en que murió Trout, todos llamaban goteras a los espejos. Hasta sus bromas eran respetables.

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En 1972, Trout vivía en un subsuelo de Cohoes, Nueva York. Se ganaba la vida como instalador de contraventanas y protectores de aluminio. No era vendedor, porque no tenía encanto. El encanto era un subterfugio para lograr que los desconocidos simpatizaran de inmediato con una persona y le tuvieran confianza, aunque esa simpática persona tuviera las peores intenciones.

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Dwayne tenía toneladas de encanto.

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Yo puedo derrochar encanto cuando me lo propongo.

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Mucha gente derrocha encanto.

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El patrón y los colegas de Trout no sabían que era escritor. Ninguna editorial prestigiosa había oído hablar de él, aunque en la época en que conoció a Dwayne ya era autor de ciento diecisiete novelas y dos mil cuentos.

No hacía copias de lo que escribía. Enviaba los manuscritos por correo sin adjuntar sobres con su dirección para que se los devolvieran. A veces ni siquiera ponía el remitente. Conseguía el nombre y la dirección de las editoriales en revistas dedicadas a los escritores profesionales, que él leía ávidamente en las hemerotecas de las bibliotecas públicas. Así se puso en contacto con una empresa llamada World Classics Library, que publicaba pornografía hard-core en Los Ángeles, California. Usaban sus cuentos, que ni siquiera incluían personajes femeninos, para engrosar libros y revistas de fotos obscenas.

Nunca le avisaban dónde o cuándo lo publicarían. He aquí lo que le pagaban: nada de nada.

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Ni siquiera le mandaban ejemplares de cortesía de los libros y las revistas donde aparecía, así que tenía que buscarlos en tiendas de pornografía. Y a menudo le cambiaban el título del cuento. “Capataz pangaláctico”, por ejemplo, se transformó en “Locura oral”.

Lo más desconcertante para Trout, sin embargo, eran las ilustraciones que escogía la editorial, que no tenían nada que ver con el relato. Escribió una novela, por ejemplo, sobre un terrícola llamado Delmore Skag, un soltero en un vecindario donde todos los demás tenían familias numerosas. Y Skag era un científico, y encontró un modo de reproducirse en la sopa de gallina. Se extraía células vivas de la palma de la mano derecha, las mezclaba con la sopa y exponía la sopa a los rayos cósmicos. Las células se convertían en bebés que eran idénticos a Delmore Skag.

Pronto Delmore tuvo varios bebés por día, e invitaba a sus vecinos a compartir su orgullo y su felicidad. Celebraba bautismos en masa para un centenar de bebés. Se volvió famoso como padre de familia.

Etcétera.

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Skag esperaba obligar a su país a promulgar leyes contra las familias muy numerosas, pero las legislaturas y los tribunales se negaban a tomar el toro por las astas. En cambio, aprobaron severas leyes para impedir que los solteros tuvieran sopa de gallina.

Etcétera.

Las ilustraciones de este libro eran turbias fotografías de varias mujeres blancas que le hacían felaciones al mismo hombre negro, que por algún motivo usaba un sombrero mexicano.

En la época en que conoció a Dwayne Hoover, el libro más difundido de Trout era Peste sobre ruedas. La editorial no le cambió el título, pero cubrió la mayor parte (y todo el nombre de Trout) con un anuncio chillón que hacía esta promesa:

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¡Contiene castores abiertos!

Un castor abierto era la fotografía de una mujer que no usaba ropa interior y abría las piernas de tal modo que mostraba la boca de la vagina. Los primeros en usar esta expresión fueron los reporteros gráficos, que a menudo echaban un vistazo bajo la falda de las mujeres en los accidentes y los eventos deportivos, y desde abajo de las escaleras de emergencia, etcétera. Necesitaban una palabra clave que pudieran gritar a otros reporteros, policías, bomberos, etcétera, para avisarles lo que se podía ver, por si querían verlo. La palabra era “¡Castor!”.

En realidad, un castor era un roedor grande. Amaba el agua, así que construía diques. Era así:

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El tipo de castor que excitaba tanto a los reporteros gráficos era así:

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De allí venían los bebés.

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Cuando Dwayne era niño, cuando Kilgore Trout era niño, cuando yo era niño, e incluso cuando llegamos a la madurez, era deber de la policía y los tribunales evitar que las representaciones de ese orificio tan común fueran examinadas y comentadas por personas que no ejercieran la medicina. De algún modo se decidió que los castores abiertos, que eran diez mil veces más comunes que los auténticos castores, tenían que ser el secreto más defendido por la ley.

Así que había furor por los castores abiertos. También había furor por un metal blanco y débil, un elemento que se consideraba el más deseable de todos, que era el oro.

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Y el furor de los castores abiertos se extendió a la ropa interior cuando Dwayne y Trout y yo éramos niños. Las niñas ocultaban sus bombachas a toda costa, y los varones trataban de ver sus bombachas a toda costa.

Las bombachas eran así:

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Una de las primeras cosas que Dwayne aprendió en la escuela fue un poema que debía gritar si llegaba a ver la ropa interior de una niña en el patio de juegos. Se lo enseñaron otros niños. Decía así:

Veo Inglaterra,

veo Francia…

Veo…

¡bombachas!

Cuando Kilgore Trout aceptó el premio Nobel de Medicina en 1979, declaró:

—Algunos dicen que no existe el progreso. Confieso que el hecho de que los seres humanos sean hoy los únicos animales que quedan en la Tierra sugiere una victoria ambigua. Los que estén familiarizados con la naturaleza de mis primeras obras publicadas comprenderán por qué lamenté particularmente la muerte del último castor.

»Pero cuando yo era niño había dos monstruos que compartían este planeta con nosotros, y hoy celebro su extinción. Estaban decididos a matarnos, o al menos a reducir nuestra vida a la insignificancia. Estuvieron a punto de lograrlo. Eran adversarios crueles, a diferencia de mis pequeños amigos los castores. ¿Leones? No. ¿Tigres? No. Los leones y los tigres se pasaban casi todo el tiempo durmiendo. Los monstruos que nombraré no dormían nunca. Vivían en nuestra cabeza. Hablo de esa arbitraria obsesión por el oro y, Dios nos libre, por un atisbo de la ropa interior femenina.

»Agradezco que esas obsesiones fueran tan absurdas, pues nos enseñaron que era posible que un ser humano creyera cualquier cosa, y que se comportara apasionadamente en concordancia con esa creencia, con cualquier creencia.

»Así que ahora podemos construir una sociedad solidaria dedicando a la solidaridad el frenesí que antes dedicábamos al oro y las bombachas.

Hizo una pausa, y luego recitó con irónica tristeza el comienzo de un poema que había aprendido a gritar en las Bermudas cuando era niño. El poema resultaba doblemente conmovedor, porque mencionaba dos países que ya no existían como tales.

—Veo Inglaterra —dijo—, veo Francia…

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La ropa interior femenina se había devaluado drásticamente en el momento del histórico encuentro entre Dwayne Hoover y Trout. El precio del oro seguía en ascenso.

Las fotografías de ropa interior femenina no valían el papel en que estaban impresas, e incluso las películas en color de alta calidad de castores abiertos declinaban en el mercado.

Hubo un tiempo en que un ejemplar del libro más popular de Trout hasta la fecha, Peste sobre ruedas, costaba hasta doce dólares, a causa de las ilustraciones. Ahora se ofrecía por un dólar, y la gente que pagaba esa suma no lo compraba por las fotos, sino por las palabras.

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A propósito, las palabras del libro eran sobre la vida en un planeta moribundo llamado Lingo Tres, cuyos habitantes parecían automóviles americanos. Tenían ruedas. Eran propulsados por motores de combustión interna. Comían combustibles fósiles. Pero no eran fabricados. Se reproducían. Ponían huevos que contenían pichones de automóvil, y los pichones maduraban en charcos de aceite que se formaban con el goteo de cigüeñales adultos.

Lingo Tres era visitado por viajeros del espacio que se habían enterado de que esas criaturas se estaban extinguiendo por este motivo: habían destruido los recursos del planeta, la atmósfera incluida.

Los viajeros del espacio no podían ofrecer mucha ayuda material. Las criaturas automóviles querían pedir un poco de oxígeno, y lograr que los visitantes llevaran al menos uno de sus huevos a otro planeta, donde podrían incubarlo para que se reiniciara la civilización de los automóviles. Pero el huevo más pequeño que tenían pesaba más de veinte kilos, y los viajeros del espacio solo tenían dos centímetros y medio de altura, y su nave espacial no alcanzaba el tamaño de una caja de zapatos terrícola. Eran de Zeltodimar.

El vocero de los zeltodimarianos era Keigo. Keigo declaró que lo único que podía hacer era contar a otros habitantes del universo que las criaturas automóviles habían sido maravillosas. He aquí las palabras que dirigió a esos trozos de chatarra oxidada sin gasolina:

—Se irán, pero no serán olvidados.

La ilustración del relato en esta parte mostraba a dos muchachas chinas, al parecer gemelas, sentadas en un diván con las piernas bien abiertas.

• • •

Keigo y sus valientes tripulantes zeltodimarianos, que eran todos homosexuales, recorrieron el universo, manteniendo viva la memoria de las criaturas automóviles. Al fin llegaron al planeta Tierra. Con toda inocencia, Keigo les habló a los terrícolas sobre los automóviles. Keigo no sabía que una idea podía causar estragos entre los seres humanos, como el cólera o la peste bubónica. En la Tierra no había inmunidad contra las ideas descabelladas.

• • •

Y he aquí el motivo, según Trout, que impedía que los seres humanos rechazaran las ideas, aunque fueran malas: “En la Tierra las ideas eran emblemas de amistad u hostilidad. El contenido no importaba. Los amigos coincidían con los amigos, para expresar su amistad. Los enemigos disentían con los enemigos, para expresar su enemistad.

»Las ideas que tenían los terrícolas no importaron durante cientos de miles de años, porque no podían hacer mucho con ellas. Daba lo mismo que las ideas fueran emblemas o cualquier otra cosa.

»Incluso tenían un refrán sobre la futilidad de las ideas: si los deseos fueran caballos, los mendigos serían jinetes.

»Y luego los terrícolas descubrieron las herramientas. De pronto la coincidencia con los amigos podía ser una forma de suicidio o algo peor. Pero las coincidencias continuaron, no por imposición del sentido común, la decencia o la supervivencia, sino por amistad.

»Los terrícolas continuaron siendo amigables, en vez de dedicarse a pensar. E incluso cuando construyeron computadoras para que pensaran por ellos, no las diseñaron buscando la sabiduría sino la amistad. Así que estaban condenados. Mendigos homicidas podían ser jinetes”.

3

Un siglo después de que el pequeño Keigo llegara a la Tierra, en la novela de Trout, toda forma de vida de esa esfera azul verdosa, antaño apacible, húmeda y fecunda, estaba muerta o moribunda. Por todas partes se veían las carcasas de esos grandes escarabajos que los hombres habían fabricado y adorado. Eran automóviles. Habían matado todo.