Victoria Aveyard creció en una pequeña ciudad de Massachusetts y se matriculó en la Universidad del Sur de California, en Los Ángeles. Allí se licenció en escritura cinematográfica. Como escritora y guionista, ella misma dice utilizar su carrera como excusa para leer demasiados libros y ver demasiadas películas.

La reina Roja fue su debut literario y el primer título de una tetralogía que concluye con Tormenta de guerra. Los derechos cinematográficos de la serie —publicada con éxito en más de treinta países— han sido adquiridos por Universal Pictures.

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@VictoriaAveyard

TRONO DESTROZADO
Relatos de La reina Roja

Título original: Broken Throne. A Red Queen Collection

© 2019, Victoria Aveyard

Publicado según acuerdo con New Leaf & Media, Inc., a través de International Editors’ Co.

Traducción: Enrique Mercado

Ilustración de portada: © 2019, John Dismukes
Diseño de portada: Sarah Nichole Kaufman
Guardas y mapas: © & TM 2019, Victoria Aveyard. Todos los derechos reservados
Guardas y mapa ilustrados por Amanda Persky
Árbol genealógico ilustrado por Virginia Allyn

D.R. © 2020, Editorial Océano de México, S.A. de C.V.
Homero 1500 – 402, Col. Polanco
Miguel Hidalgo, 11560, Ciudad de México
www.oceano.mx
www.grantravesia.com

Primera edición en libro electrónico: julio, 2020

eISBN: 978-607-557-210-9

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Libro convertido a ePub por:
Mutāre, Procesos Editoriales y de Comunicación

Índice

Portada

Página de título

A lo largo de mis estudios en Norta

Árbol genealógico de la Casa de Calore

Árbol genealógico de la familia Jacos

Monarcas de la Casa de Calore

CANCIÓN REAL

Mientras que los archivos de Delphie…

CICATRICES DE ACERO

Mapas del Nuevo Mundo

Síntesis de los gobiernos continentales

EL MUNDO DETRÁS

Uno. Ashe

Dos. Ashe

Tres. Lyrisa

Cuatro. Lyrisa

Cinco. Ashe

Seis. Ashe

Siete. Lyrisa

Cronologia (NE)

Los archivistas de Montfort

Banderas

CORAZÓN DE HIERRO

Uno. Evangeline

Dos. Elane

Tres. Evangeline

Cuatro. Elane

Cinco. Evangeline

Seis. Evangeline

LUZ DE FUEGO

Uno. Mare

Dos. Cal

Tres. Mare

Cuatro. Cal

Cinco. Mare

Seis. Cal

UN ADIÓS

Maven

Cal

Cal

Pese a que la Guerra Civil de Norta…

Agradecimientos

Datos de la autora

Página de créditos

Página de título

¡No puedo creer que me hayan
acompañado tanto tiempo! Gracias

Portada

EL MUNDO DETRÁS

UNO

Ashe

Tengo veinte años apenas, pero ya he visto innumerables días de ratas, como marinero y capitán. Siempre son iguales.

Empiezan como cualquier otro: agitado, maloliente, ruidoso. Un mar de rostros y manos se tiende en los maltrechos muelles del lado lacustre del río, cientos de bocas abiertas y suplicantes, dedos que aprietan sacos llenos de monedas o inútiles fajos de billetes. Ruegan en muchas voces, todas con la misma petición. “¡Sácanos de aquí!” “¡Condúcenos río abajo!” “¡Llévame al oeste, al sur, al norte, a cualquier sitio que no sea del que vengo!” Como ratas en una balsa en llamas, intentan trepar por las cuerdas.

Antes eran sólo los Rojos quienes miraban río abajo, ávidos de abandonar el dominio Plateado de los Territorios de Monarcas. Dispuestos a hacer frente a las Tierras Libres y los infames Ribereños, en busca de una vida mejor que la que dejaban atrás. Ya no es así. La guerra en curso se propaga como un mal por todos los reinos de oriente. Ni siquiera los Plateados son inmunes. Aunque pocos huyen, los que lo hacen corren igual que los demás. Esto me consuela hasta cierto punto.

La mayoría de los Ribereños somos Rojos. Los pocos Plateados viven más al sur, en la frontera con Tiraxes o en las escasas ciudades establecidas a lo largo del Río Grande. No se molestan en subir hasta aquí. No vale su tiempo o el riesgo de encarar a los suyos. Son egocéntricos y cobardes, y sin importar a quien juren lealtad, sólo están dispuestos a pelear si tienen asegurada la victoria.

Muchos Ribereños Rojos no aceptan a Plateados en sus embarcaciones. La mayoría de nosotros los odiamos, odiamos sus habilidades, odiamos lo que son. No valen los problemas ni el dolor de cabeza, por bien que paguen.

Conmigo es distinto. En un día de ratas, no hay distinción de sangre, no hay Rojos ni Plateados. En mi bote, lo único que importa es el dinero.

Hago una veloz cuenta mental mientras examino los muelles. Quizá tenga lugar para seis; cabrían incluso con la carga que tomé río arriba, en la frontera. Sería ideal que algunos fuesen niños, una familia. Como tienen el mismo destino, es más probable que colaboren y se vigilen entre sí, y menos oportunidad de que causen dificultades. Si el trabajo es sencillo, el cauce es tranquilo. Las tradicionales palabras de mi padre se elevan como un rezo lacustre y flotan sobre los gritos al otro lado del agua.

Me recargo en el cordaje de mi barcaza y entrecierro los ojos ante el amanecer que se cuela por los árboles de la orilla lacustre. Calculo que son al menos doscientas las almas que confían en encontrar transporte, arracimadas en los muelles. Con sólo tres botes en servicio, incluido el mío, la mayoría verá frustradas sus esperanzas.

Éste ni siquiera es uno de los puntos de paso más concurridos, como el puerto de la ciudad de Géminas, las islas Memphia, las Puertas de Mizostium o las principales confluencias del Río Grande. Pero los diques públicos de esta parte del Ohius son los más cercanos a la frontera con la Fisura, región que está ahora en franca revuelta con Norta. Refugiados Rojos y desertores Plateados han abarrotado el río en los últimos meses, como la hojarasca en el cauce. De seguro, las cosas marchan mal en el este, porque a mí nunca me había ido mejor.

Si me dan a escoger, prefiero el contrabando honesto a los pasajeros. La carga no es insolente. Justo ahora, la mitad de mi bote poco profundo está lleno de cajas, algunas selladas por la corona de Norta, otras con la flor azul de los reyes lacustres. No pregunto qué llevo, lo adivino: granos de la comarca de los Lagos, baterías de mala calidad recién salidas de las fábricas de Norta, petróleo, botellas de alcohol… todo ello robado y por entregar río abajo en el sur, o río arriba en el oeste. Apuesto que para el viaje de regreso reemplazaré estas cajas por otras selladas con el símbolo de la montaña de Montfort. Armas y municiones bajan por el río del Arca hasta el Río Grande en casi cada bote, con destino a los rebeldes que combaten en el noreste. A pesar de que el tráfico de armas es el más rentable, implica el mayor riesgo. Las patrullas de los Territorios de Monarcas, que permiten pasar a los Ribereños que los sobornan, los detienen si llevan armamento. Esto te ganará una bala si tienes suerte, o tortura Plateada si las patrullas están aburridas.

Hoy no llevo armas en mi nave, salvo las que mi pequeña tripulación y yo portamos. Las Tierras Libres no son lugar para viajar desarmado.

Las otras dos barcazas, poco profundas como la mía, hechas para surcar fuertes corrientes y vadear la variable profundidad de los ríos, aguardan a estribor. Conozco a sus capitanes y ellos a mí. La vieja Toby saluda desde la proa de su embarcación, con una mascada de retazos rojos atada al cuello pese a la humedad de principios del verano. Ha trabado amistad con la Guardia Escarlata y ahora trabaja casi exclusivamente para ella. Sin duda, aceptó esperar a agentes de la Guardia o algo así, de los que toman un transporte sin rumbo fijo.

Sacudo la cabeza. Esa gente de la Guardia no vale la pena. Te matará más rápido que el tráfico de armas.

—¿Quieres recoger tus ratas antes que yo, Ashe? —pregunta desde su cubierta el otro capitán, Hallow. De mi edad y larguirucho como un espantapájaros, es más alto que yo, pero no me importa. Prefiero el músculo a la estatura. Es rubio mientras yo soy moreno, oscuro del cabello a los ojos y hasta las manos que, metidas en los bolsillos, están cicatrizadas y curtidas por las corrientes. Nuestros padres trabajaron juntos río abajo, en las Puertas. Murieron juntos también.

Sacudo la cabeza.

—Es tu turno —respondo con una sonrisa. Siempre dejo que elija primero, desde que ambos ganamos nuestros botes hace dos años.

Asiente y sus marineros entran en acción. Con pértigas largas, un par de ellos llevan la barcaza hasta el centro del río, donde el agua es más profunda y corre en línea recta. La tercera, su batelera, salta al esquife, el bote menor amarrado a un lado. Lo desata con manos seguras, rema hacia los muelles y se detiene a unos metros.

Aunque las leyes lacustres no impiden nuestro trabajo, tampoco lo facilitan. Ningún Ribereño tiene permiso de poner un pie sobre el lado lacustre del río, donde la frontera está trazada con claridad. Debemos hacer nuestra tarea en el agua o en la otra orilla. Y a pesar de que en este muelle no hay patrullas ni un puesto de control, es mejor tomar precauciones. Hoy las cosas son tan impredecibles como el derretimiento de la nieve en primavera.

La batelera grita a la rijosa horda de ratas en la orilla y da inicio al regateo. Exhibe su pistola para que todo el mundo la vea. Dedos levantados, monedas agitadas y los billetes más diversos de los Territorios de Monarcas aletean en la brisa. Le hace a Hallow señas que todos conocemos y él responde de la misma manera. Un momento más tarde, tres Rojos saltan a los bajíos cargados de paquetes. Parecen hermanos, adolescentes largos y esbeltos. Es probable que huyan de la conscripción en Norta. Pertenecen a la clase comerciante, tienen padres que los aman y dinero suficiente para pagar sobornos que los conduzcan a las barcas y la frontera. ¡Sinvergüenzas con suerte!, pienso. Es común que quienes escapan de la leva tengan poco que ofrecer, y casi siempre con patrullas Plateadas cazándolos. No soporto a los prófugos y desertores. Si el trabajo es duro, el cauce es bravío.

Hallow tiene pronto sus pasajeros, metidos a empujones en el esquife. Debe estar contrabandeando una buena carga ahora, dado que sólo acepta tres a bordo. Nuestras barcazas son del mismo tamaño; me pregunto qué lleva bajo cubierta. No es tan prudente como yo. Permite que el río lo lleve donde quiera.

Me sonríe con un gesto ceremonioso que deja ver un diente dorado donde debería estar un colmillo. Tengo uno igual, es la otra mitad del juego.

—¡Tome para usted a esos sedientos, capitán! —me dice por encima del incesante sonido del agua.

Con una inclinación de cabeza a mis marineros, la nave se mueve debajo de mí y toma el lugar de Hallow.

Mi batelero, Gran Ean, ya está en su pequeño bote, que ocupa casi a la mitad con su corpulencia.

—Que sean seis —murmuro apoyado en la barandilla—. Conoces mis gustos.

Agita una mano y gruñe mientras se aparta de la barca con el remo. Un par de poderosas paladas conduce el esquife al otro extremo de los diques, donde Hallow obtuvo sus ratas.

Fijo la vista en él, con los ojos resguardados por una mano. Puedo escrutar todas las caras desde el centro de la corriente, en busca de candidatos aceptables. El cauce es tranquilo.

Un grupo de cuatro sobresale en un filo del muelle, envueltos en iguales capas azules que tocan el lodo. Me doy cuenta de que, apretujadas entre sí y en compañía de dos niños, las dos mujeres están uniformadas. Se trata obviamente de doncellas de una elegante residencia Plateada. Es indudable que tendrán dinero, si no es que algo más valioso que intercambiar: joyas robadas a su amo, ornamentados estiletes de una señora.

Le indico a Gran Ean que se acerque al grupo pero ya está atento a otra rata plantada en los bajíos. Aunque docenas de ellas le ruegan y se estremecen para explicarse o negociar, él apunta a una figura en la muchedumbre. Tuerzo la vista para evaluarla lo mejor posible desde mi lugar en la proa.

Es alta, está encapuchada y viste un abrigo sucio y demasiado grande, que casi se arrastra sobre los precarios muelles. Casi.

El abrigo no oculta sus lustradas botas de piel, bien ajustadas y de buena factura.

Mi quijada se endurece cuando una moneda de oro genuino destella entre sus dedos y refleja la luz del amanecer.

Alguien golpea su hombro, en pugna por la atención de Gran Ean, pero ella no se mueve. Le dice a mi batelero algo que no alcanzo a escuchar.

Él voltea hacia mí. Pagará diez veces la tarifa en oro, me comunica a señas.

Tómala, respondo sin titubear.

Transmite el mensaje con un gesto y, de un salto, ella se sumerge en el agua hasta la cadera. Sube en un instante al bote y se acomoda el abrigo pese al creciente calor. Advierto una cabellera lacia bajo su capucha, negra y lustrosa, antes de que la esconda de nuevo.

Un conocido temor me revuelve el estómago. Ya sospecho, aunque no lo sabré a ciencia cierta hasta que la mire a los ojos.

Como a cualquier otra rata gorda, que pagan más de lo que deberían por lo que ofrecemos, Gran Ean la trae sola, sin llenar el resto del esquife. Debo evaluarla, comprender la razón de que despilfarre tanto oro en un viaje de unos cuantos días. Y decidir si vale la pena llevarla. De lo contrario, la devolveré al cauce, para que se apiñe con los demás en la ribera.

Asciende a cubierta sin ayuda y salpica agua por todas partes. De cerca, el abrigo apesta a cloaca. Arrugo la nariz cuando se aproxima y les indico a Gran Ean y a mis remeros, Gill y Riette, que se hagan a un lado. Como ella no se baja la capucha, yo lo hago.

Hay nervaduras plateadas en sus ojos y su piel es de un bronce frío. Intento parecer imperturbable.

—Le daré la mitad del oro ahora y lo demás en las Puertas —es todo lo que dice, con voz pausada y disminuida por un marcado acento de las Tierras Bajas. Las pecas espolvorean sus mejillas, una lluvia de estrellas bajo sus angulosos ojos negros—. ¿De acuerdo?

Es fina, rica y noble, pese a su asqueroso abrigo. Y desea hacer el trayecto íntegro, hasta las Puertas de Mizostium, donde el Río Grande desemboca en el mar.

Aprieto la quijada.

—¿Cómo se llama y qué asunto la trajo a los ríos?

—Le pago para que me transporte, no para que me haga preguntas —contesta sin vacilar.

Apunto al esquife con aire despectivo:

—Busque otra barca si mis condiciones no son de su agrado.

Responde una vez más con la rapidez de un latigazo, sin dudarlo. ¿Sabrá siquiera cómo hacerlo?

—Me llamo Lyrisa —dice todavía con el mentón en alto y me escudriña con la mirada. Tengo la sensación de que toda su vida ha menospreciado a hombres como yo—. Soy princesa del País Bajo por nacimiento y debo estar en las Puertas de Mizostium lo más pronto posible.

Casi la arrojo al río en ese instante. Sólo el peligro de su letal y ejercitada habilidad, cualquiera que sea, detiene mi mano. Detrás de ella, Gill atenaza con más fuerza el remo, como si acabar con todo esto se redujera a golpearla. Riette es más lista; se lleva la mano a la cintura y destraba el seguro que mantiene enfundada su pistola. Ni siquiera los Plateados son inmunes a las balas. Bueno, la mayoría.

Desearía tocar mi arma, pero ella me vería hacerlo.

—¿Cuántos y cuáles guardias de su padre la persiguen?

Flaquea al fin, así sea sólo por un instante. Posa los ojos en cubierta antes de que los devuelva con ardor a los míos.

—Mi padre ha muerto.

La comisura de mi boca se eleva en una sonrisa de suficiencia.

—Su padre es el príncipe reinante de las Tierras Bajas, hoy en guerra con la Fisura. ¡Los Ribereños no somos tan idiotas como cree!

—Bracken es mi tío, hermano de mi madre —entrecierra los ojos y me pregunto cuál será su habilidad, de cuántas formas podría matarnos a mi tripulación y a mí, cómo es posible que alguien como ella requiera ser llevada río abajo y por qué—. Mi padre falleció hace seis años. No mentí, y me ofende que insinúe lo contrario, Rojo.

A pesar de su sangre, su tendencia Plateada a mentir y engañar, no veo mentira en sus ojos ni la escucho en su voz. No se inmuta bajo mi inspección.

—¿Cuántos guardias la persiguen? —pregunto de nuevo y me acerco pese a las protestas de todos mis instintos.

No se aparta ni responde a mi desafío.

—Ninguno. Viajaba en un convoy al norte por la comarca de los Lagos cuando unos rebeldes nos atacaron —señala la orilla con un pulgar. La brisa agita su cabello y mece sobre un hombro una negra cortina, densa y fulgurante—. Fui la única superviviente.

Ah, caigo en la cuenta:

—Y quiere que su tío crea que murió con el resto.

Asiente sin que su rostro revele una sola emoción.

—Así es.

Una princesa Plateada abandona su reino, todos los que la conocen la dan por muerta y es su deseo que las cosas permanezcan así. Me intriga, por decir lo menos.

Quizá no todos los días de ratas sean iguales.

Para mí, la decisión está tomada. El oro ofrecido, diez veces la tarifa usual, llegará lejos en el río y entre los miembros de mi tripulación. No hablaré por ellos, pero mi porción irá a dar casi entera a manos de mi madre, para que la guarde en un lugar seguro. Me aparto de la Plateada y le muestro la cubierta. Apunto hacia las bancas de baja altura, apoyadas contra la bodega que aloja la carga.

—Busque un asiento y no estorbe —le digo y regreso mi atención a mi batelero, todavía en el río—. ¡Ean, ve qué ofrece la familia de las capas azules!

Lyrisa mantiene la compostura, inmóvil. Está acostumbrada a obtener lo que pide, o exige.

—He pagado para que me lleve sola por el río, capitán. Me urge llegar pronto.

—¡Muy bien, Plateada! —me recargo en un costado de la barcaza. Debajo de mí, Gran Ean tiene una mano en la escalera de cuerda, listo para volver a bordo. Lo disuado con un ademán mientras Lyrisa toma asiento y cruza los brazos.

Hablo más fuerte de lo que debo:

—¡Las capas azules, batelero!

En mi bote, sólo hay un capitán.

DOS

Ashe

Una vez que emprendemos la marcha, ella arroja a la corriente su andrajoso abrigo y no se molesta en mirarlo mientras flota y se enreda en las raíces de la ribera. A medida que avanza, mancha el agua y forma remolinos de tierra o algo peor. Supongo que es sangre, excremento o ambas cosas, pero no me detengo a indagar. He transportado antes a Plateados y sé que todo sale bien si guardamos nuestra distancia.

La familia Roja que recogimos también lo sabe. Son un par de madres, una de piel morena y la otra blanca, y no permiten que sus hijos se acerquen a la princesa de las Tierras Bajas; todos evitan su mirada. A ella no le importa, se apoya en los codos y disfruta del espacio que la ausencia de los chicos le concede.

Gill le lanza una mirada desde su sitio, con la larga pértiga en mano, que empuja metódicamente para que libremos las rocas y el alto cauce del río. Pese a que tiene más razones que cualquiera para aborrecer a los Plateados, conserva la compostura. Paso junto a él de camino a la proa y le doy un apretón en el hombro.

—Sólo hasta las Puertas —le recuerdo nuestro destino. Serán únicamente dos semanas, si tenemos suerte con la corriente y las patrullas. He llegado allá en menos tiempo, pero preferiría no forzar la barcaza ni a la tripulación. Además, parece que el trayecto será pacífico. No tiene caso que nos compliquemos la existencia.

—Hasta las Puertas —repite, y no es difícil escuchar lo que calla. Ni un palmo más.

Asiento. La princesa de las Tierras Bajas se esfumará en poco tiempo.

Conocemos el camino a las Puertas como las líneas de nuestras cicatrizadas manos o la cubierta de la nave. Pero el tramo del Ohius hasta la confluencia es el peor. A la derecha, al norte, se tiende la ribera lacustre, la línea fronteriza de los Territorios de Monarcas. A la izquierda, al sur, están las Tierras Libres, y al noreste el bosque y los campos, invadidos en su mayoría por la maleza. Si una patrulla lacustre nos pusiera a prueba aquí, no tendríamos más opción que escapar por tierra. Si bien las barcazas son rápidas, no lo son más que los vehículos de transporte, y de poca utilidad si un ninfo volviese el río contra nosotros. Sentí el golpe del agua una vez y con eso bastó. No pienso sufrirlo de nuevo.

Comparo nuestro progreso con el de los demás capitanes y navíos. La vieja Toby ya desapareció, rezagada. Sin duda, su trato con la Guardia Escarlata la obliga a un avance lento, o a numerosas escalas en la frontera. No envidio ese trabajo ni tengo el menor deseo de unir mi destino a esos rebeldes, por dulces que sean sus palabras. No contribuyen a un trabajo sencillo ni a un cauce tranquilo.

Hallow está cien metros al frente, se le ve flotar a baja altura en el agua. Quizá permanezca a la vista hasta que lleguemos a la confluencia, donde el Ohius se encuentra con el Río Grande. Dedicará un día entero a descargar, antes de que parta río arriba, al norte. No lo veré otra vez hasta las Puertas.

Tengo una panorámica muy amplia desde la proa, la comarca de los Lagos se tiende en bien definidos campos de trigo y maíz de tamaño mediano. El verano está cerca, y pasando el otoño estos campos ya estarán desnudos para el invierno. Cada año que paso junto a ellos, veo sudorosos Rojos trabajando para sus distantes amos. En ocasiones, corren a la orilla cuando nos ven y piden que los llevemos. Nunca los aceptamos. Las patrullas están demasiado cerca y los peones tienen poco dinero. Algunos hacen el viaje solos, arman botes en la orilla durante el verano. Los ayudamos en el camino si podemos, siempre y cuando los Plateados no nos vean.

Unas ágiles pisadas en cubierta me sacan de mis pensamientos, cuando la niña del grupo de las capas azules corre hasta mí con ojos grandes en un rostro dorado enmarcado por rizos castaños. Parece tener miedo. Le sonrío, así sea sólo para apaciguarla. Lo último que necesito ahora son los gritos de una chiquilla. Sonríe al instante y apunta a mi boca, y luego a su propio diente.

—¿Te gusta? —paso la lengua por mi colmillo dorado. Reemplazó a un diente que perdí en una pelea en las Memphia. Una pelea que gané.

—Tu diente brilla —exclama divertida. No puede tener más de ocho años.

Veo en cubierta a las señoras apretadas sobre la banca. Observan con aprehensión. Me pregunto si la niña será adoptada o hija de alguna de ellas. Eso es lo más probable: tiene la misma mirada que la más pálida, una chispa igual en los ojos.

Le doy un ligero codazo para que se reúna con su familia. Linda como es, no quiero interactuar con ella más de lo necesario. Así es mejor.

—Ve a sentarte. Tengo cosas que hacer.

No se mueve, con la vista fija en mí.

—Eres el capitán —insiste.

Parpadeo. Pese a que los tripulantes de las barcazas no tenemos una insignia ni marca que distinga a los oficiales, mi lugar en cubierta me delata.

—Sí.

—¿Capitán qué?

Asiento y le doy otro ligero codazo, pero esta vez camino con ella para que me siga.

—Ashe —contesto para convencerla de que se vaya.

—Yo me llamo Melly —informa, y añade en un susurro mientras me aprieta la mano—: Hay una Plateada en el bote.

—Estoy muy consciente de ello —murmullo y me suelto.

Noto que la princesa de las Tierras Bajas nos mira desde las bancas, a pesar de su perezoso aspecto. Pestañea para fingir que no nos ve, una táctica eficaz e inteligente.

—¿Por qué permitiste que subiera? —continúa la niña, sin que le preocupe el resto de la embarcación o que alguien pueda escuchar.

Desde su sitio a un lado, Riette me dispara una sonrisa entre una palada y otra, y le respondo con un gesto de impotencia. Por algún motivo, siempre les causo curiosidad a los hijos de las ratas, y lo tolero.

—Por la misma razón por la que te permití subir a ti —contesto con aspereza. ¡Déjame trabajar, niña!

—Son peligrosos —murmura—. No me agradan.

—A mí tampoco —no me molesto en bajar la voz. ¡Que la princesa Plateada me escuche!

Por suerte, una de las madres Rojas, la pálida, llega por su hija cuando la hago a un lado. Su corto cabello es del color del trigo.

—Disculpe a Melly, señor —la jala, no por temor sino por respeto—: ¡Ya compórtate!

Asiento con brusquedad. Soy incapaz de reprender a los pasajeros, en especial cuando huyen de la guerra.

—Sólo encárguese de que no estorbe ni se acerque a la bodega.

La otra madre Roja estrecha a su hijo y sonríe cordialmente.

—Sí, señor.

La palabra señor resbala por mi piel. Pese a que ésta es mi barca y ésta mi tripulación, un navío que he ganado con esfuerzo, no termino de acostumbrarme. Todavía siento raro cuando dos señoras me llaman así. Aun si es verdad. Aun si lo merezco.

Dejo a este par y paso junto a la princesa. Tendida aún, ocupa más espacio del que debería. Mueve el mentón para inspeccionarme. Cualquier idea de incompetencia o indignidad que pueda subsistir en mí se evapora. Si alguien no merece mi respeto es un Plateado.

Me endurezco bajo su atención y pierdo por completo la amabilidad.

—¿A qué hora comeremos, Ashe? —bate ociosamente los dedos sobre la banca. La intensidad del sol de verano la obliga a cubrir sus ojos con la otra mano.

Ashe.

La niña Roja respinga antes de que yo pueda hacerlo y da una vuelta alrededor de una de las señoras.

—Es capitán, señorita —dice con voz cortada. Imagino la valentía que implica para ella dirigirle la palabra a una Plateada, y más aún corregirla. Algún día será una estupenda capitán.

Su madre la calla rápido, para que no olvide su lugar en este mundo.

Me interpongo un poco más entre ella y la Plateada, por si ésta se sintió ofendida, pero no se mueve, atenta sólo a mí.

—Siempre comemos al atardecer —contesto sin alterarme.

Tuerce la boca.

—¿No hay almuerzo?

En la banca, una de las madres Rojas mueve un pie para esconder mejor su bolsa. Casi sonrío. Claro que ellas tuvieron la prudencia de traer provisiones para el viaje.

—Cuando digo “comemos”, me refiero a mi tripulación —respondo con palabras tan afiladas como un cuchillo—. ¿No trajo comida para usted?

La mano batiente cesa su movimiento pero no se cierra. Siento el arma en el cinto. Si bien no es de esperar que una Plateada en dificultades y prófuga de su terruño nos ataque por comida, es prudente permanecer alerta. Los Plateados no están acostumbrados a que se les niegue algo.

Su mueca pone al descubierto una dentadura blanca y uniforme, demasiado perfecta para que sea natural. Seguro le pidió a un sanador de la piel que le quitara la original e hiciera crecer ésta.

—Mi cuota cubre los alimentos, sin duda.

—Eso no fue lo que acordamos. Si quiere alimentos, páguelos —las monedas que ya dio cubren la velocidad, el silencio y la ausencia de preguntas, no la comida. Y pese a lo que ya pagó, quien está en posición de negociar aquí soy yo, no ella—. Tiene esa opción, sin duda.

Aunque no aparta sus ojos de mí, una de sus manos roza el saquillo de monedas que lleva enganchado en el cinturón. Sopesa la plata que le resta, escucha el sutil tintineo metálico. No es una cantidad insustancial, pero aun así duda en soltarla, incluso a cambio de sus alimentos.

Cuida su dinero. Para algo más. Algo peor. Un viaje que no terminará en el río. Apostaría toda la carga en mi poder a que no piensa detenerse en las Puertas. Igual que cuando arribó a mi bote, me intriga.

Su expresión cambia, se aclara. Hace un gesto de desdén y tengo la sensación de que me despacha, como a un cortesano o un sirviente. Uno de sus dedos se contrae, como si recordara la urgencia de despedir a un Rojo inútil.

—¿Atracan en algún lugar en este tramo del Ohius? —voltea para estudiar la margen de las Tierras Libres, donde la comarca de los Lagos y una corona Plateada no predominan. Los bosques se pierden en la oscuridad, aun bajo el sol de la mañana. Su pregunta e interés me dejan perplejo un segundo.

La princesa Lyrisa piensa cazar su cena.

La examino de nuevo, ahora que se ha quedado sin abrigo. Su ropa es tan fina como sus botas, un uniforme azul oscuro. No porta joyas ni adornos. Por lo que veo, tampoco tiene armas, así que su habilidad debe permitirle matar animales de presa. Sé que a los Plateados nobles se les entrena para la guerra como a soldados, para que peleen entre sí por orgullo y por deporte. Pensar que una de ellos viaja en mi barca me inquieta profundamente.

Pero no lo tanto para rechazar su dinero o dejar de fastidiarla.

Doy un paso atrás y sonrío de forma exagerada. Entrecierra los ojos.

—No atracaremos hasta pasado mañana, en la confluencia —le digo.

Sacude una mano y las monedas caen una tras otra, con un destello de oro bajo el sol. Las miro desafiante; disfruto de mi triunfo y su mal disfrazado desprecio.

—Es un placer tenerla a bordo, princesa —añado por encima del hombro mientras me alejo.

El río adopta un tono rojo sangre con la puesta del sol, que prolonga cada sombra hasta causar la impresión de que flotamos en las tinieblas. En la proa, Gill está atento a troncos errantes y barras de arena. Los grillos cantan en la orilla y las ranas en los bajíos. Es una noche tranquila en el Ohius, una corriente continua que nos conduce al sureste. Ojalá que, llegada mi hora, muera en una noche como ésta.

Cuando Gran Ean sirve la cena, doy por supuesto que la Plateada repudiará nuestra comida, a causa de su deficiente calidad. Por más que no sea terrible, es un hecho que nuestras provisiones no están a la altura de lo que una princesa acostumbra. Sin embargo, toma sin chistar lo que se le asigna y come en silencio, sola en su banca. Cecina salada y bollos duros son tan bien recibidos como los más finos postres de las Tierras Bajas.

Los demás nos aglomeramos en cubierta, sentados en círculo sobre cajas, o incluso en el piso, para comer. Los niños, Melly y su hermano mayor, que ahora sé que se llama Simon, duermen ya, saciados y recargados en su madre. Las mujeres, Daria y Jem, dividen en partes iguales sus provisiones antes de ofrecernos un poco.

Riette las disuade con un gesto antes de que alguien más pueda hacerlo y muestra una enorme sonrisa sin dientes. Bajo la débil luz eléctrica de la barcaza, se ve agotada, más pronunciadas las cicatrices que se ha ganado en el río. Pese a que tiene diez años más que yo, es nueva en la vida de las barcas. Ha trabajado para mí apenas un año. Nació en las Tierras Libres, creció sin lealtad ni obediencia a ninguna corona, igual que yo, igual que Hallow. Los Rojos de las Tierras Libres tenemos algo que nos hace distintos.

—¿El camino ha sido largo? —pregunta amablemente a las señoras y señala con un bollo a los niños.

La mujer morena asiente. Es Jem, con ojos y cabellos tan negros como la pólvora.

—Sí —acaricia absorta los rizos de la pequeña—, pero Melly y Simon han sido muy valientes. Tardamos mucho en llegar a los territorios en disputa —así nos llaman los de los Territorios de Monarcas, como si fuéramos algo que los Plateados se pelean y no un país por derecho propio, libre de su dominio—. Vinimos desde Arcón.

Un mapa se desdobla en mi mente. Arcón está a cientos de kilómetros de aquí.

—Eran doncellas… —digo con un trozo de cecina en la boca.

—Sí —contesta—. Cuando los rebeldes perturbaron la boda del rey, fue fácil escapar en medio de la confusión. Huimos del palacio y dejamos la ciudad.

Las noticias corren por el río, así que también nosotros nos enteramos hace un mes de la desafortunada boda del rey de Norta. Él sobrevivió, pero los Plateados sintieron el aguijón de la Guardia Escarlata y las tropas de Montfort. Las cosas se han deteriorado desde entonces, lo sabemos: la guerra civil en Norta, una insurgencia de la Guardia Escarlata, la constante movilización de Montfort al este. Al final, todas esas noticias se abren paso en el río, traídas por la corriente de la guerra.

Una voz se escucha fuera de nuestro círculo.

—¿Atendían a Maven? —la princesa mira a Jem con rostro inescrutable bajo la tenue luz de la barca.

Esta última tensa la quijada. Los ojos de Lyrisa no la amedrentan.

—Daria trabajaba en las cocinas y yo era doncella de una dama; teníamos poco que ver con el rey.

Tampoco la Plateada se arredra; ha olvidado su cena.

—Entonces atendían a su prometida, la princesa lacustre.

—Ella tenía a su servicio a gente de su país —se encoge de hombros—. Yo era doncella de una reina, y en su ausencia serví a la prisionera. No en persona, desde luego, porque los Rojos teníamos prohibido acercarnos a ella. Le llevaba de comer, su ropa de cama, ese tipo de cosas.

Gran Ean sacude las migajas de su corta barba, espolvoreándose las piernas cruzadas.

—¿La prisionera? —entrecierra los ojos, confundido.

La voz de la princesa es severa.

—Se refiere a Mare Barrow.

Esto aumenta el asombro de Gran Ean. Mira a Riette para que le explique.

—¿Quién es ella?

Riette suelta un ruidoso suspiro y entorna los ojos.

—Es la chica de la Guardia Escarlata.

—¡Ah, sí! —responde Gran Ean—. La que huyó con el príncipe.

Riette deja escapar otro chasquido de exasperación y le da un manotazo a su compañero.

—¡No, tonto, la que tiene la habilidad del relámpago! Como un Plateado, aunque no lo es. ¿Cómo es posible que no la recuerdes?

Gran Ean alza unos hombros enormes.

—Sí la recuerdo. “La Roja que huyó con el príncipe” sonaba más interesante.

—Son la misma persona —callo a ambos. Que recibamos noticias no significa que conozcamos la versión apropiada, correcta o verídica. En los ríos y las Tierras Libres hay quienes están siempre al tanto de lo que sucede más allá de nuestras fronteras, del caos que impera en los Territorios de Monarcas. A mí no me importan los rumores, espero a ver cuál resulta ser cierto. Estas cosas le gustan más a Hallow; él me cuenta lo que debo saber—. Y Barrow no es una prisionera —añado. Mientras estaba río arriba vi la transmisión en que la chica Roja condenó a la Guardia Escarlata y su programa. Vestía sedas y joyas y habló de la bondad y compasión del rey—. Se unió al rey de Norta por voluntad propia.

En su banca, la princesa de las Tierras Bajas ríe a carcajadas sobre su taza de agua.

Volteo y veo que ha asumido ya un aire despectivo.

—¿Dije algo gracioso?

Para mi sorpresa, es Jem la que responde.

—Ella era sin duda una prisionera, señor —Daria agita la cabeza con solemnidad—. Pasaba todos los días encerrada en una habitación, vigilada y encadenada; sólo salía cuando ese chico confabulador quería jugar con ella o usaba su voz para sembrar la discordia.

Pese a que la reprimenda es suave, se me revuelve el estómago. Si eso es cierto, representa un castigo inconcebible para mí. Intento precisar mejor en mi cabeza a la Niña Relámpago. Recuerdo esa transmisión, su voz, pero su rostro es vago. Aunque sé que ya la he visto, su cabello castaño y ojos vivaces son lo único que viene a mi mente. Podría decir lo mismo de los reyes de los Territorios de Monarcas. Un adolescente gobierna Norta, el enjoyado príncipe Bracken ejerce el dominio de las Tierras Bajas, reyes ninfos controlan la comarca de los Lagos.

Jem no aparta de mí su mirada fulminante y me siento reprendido en nombre de la Niña Relámpago. La culpa es mía, porque esta vez no me mantuve al margen ni fijé mi atención en lo que tengo enfrente. Los grandes y temibles de este mundo no son de mi incumbencia. Sé de ellos lo que debo para subsistir, seguir adelante y nada más. Y al parecer, incluso eso resulta inconveniente.

Me ocupo en silencio de mi comida.

—¿Conoció a alguno de ellos? —Jem es lo bastante audaz para hacer esta pregunta a la princesa.

Supongo que no responderá. Por más que abunden en este mundo, no todos los Plateados son ilustres ni de buena cuna, en especial los de las Tierras Libres. No conocen a los seres distantes que definen las cosas a nuestras espaldas. Aun así, ella no cesa de sorprenderme.

Una comisura de su boca se eleva hasta que forma una sonrisa triste.

—Conocí hace mucho a Maven y a su hermano exiliado, cuando nuestros padres mantenían una alianza. No puedo decir que conozca a Iris, de la comarca de los Lagos —su voz se afila—, pero a su familia sí, la conozco muy bien.

Igual que su abrigo, arroja el agua que le queda a la corriente. Observa el rocío que vuelve a bordo, la oscuridad devora el resto. Ella no dice más.

TRES

Lyrisa

He dormido en mejores lugares, pero también en peores.

El precario almohadón de la banca de la nave se ha convertido en mi reino, el único dominio a mi mando. Esto es más de lo que podía decir antes, en el palacio de mi tío, donde todo se te daba con la amenaza de que te sería quitado.

La noche cayó hace apenas unas horas y ya lamento haber tirado el abrigo del guardia en lugar de lavarlo, desteñirlo, conservar algunos trozos o algo. El aire ha refrescado el río y tendré que dormir entre temblores. Claro que un hombre murió con ese abrigo puesto, pero eso no quería decir que ya no sirviera.

Tal vez algún Rojo lo encuentre y lo remiende.

O quizá lo haga Orrian. Y entonces sabrá adónde ir.

Esta idea me hace estremecer más que el aire nocturno.

No, me digo. Orrian cree que estás muerta a cientos de ki­lómetros de aquí. Con el resto de sus guardias, la dulce Magida, otro cadáver carbonizado en una zanja, caído en una emboscada de la Guardia Escarlata, Montfort o ambas. Muertos Plateados, más bajas de las guerras que libramos ahora, cualquiera que sea su número. Nunca te hallará mientras huyas. Estás a salvo en este río.

Casi lo creo.

Cuando despierto, antes del amanecer, una manta me arropa con un calor desconocido. Imagino que estoy en mi verdadero hogar, antes de que mi padre muriera y abandonáramos las Mareas para siempre. Pero eso ocurrió hace seis años, es un recuerdo remoto, una imposibilidad.

Parpadeo y regreso al presente.

Estoy en la barcaza de un Ribereño Rojo, superada en número y odiada por todos los que me rodean, sin dónde ir que no sea seguir adelante. Soy una muerta en fuga.

A pesar de que lo siento en cada inhalación, el temor no me servirá. Y estos Rojos no deben saber que me aterra lo que dejé atrás, lo que aún podría sobrevenir.

Me incorporo, elevo la barbilla y finjo desprecio por la suave y deshilachada cobija en mi regazo, como si fuera lo más ofensivo del mundo y no una gentileza que no merezco.

Antes de examinar la cubierta, miro la larga franja del Ohius a nuestras espaldas. Se ve igual que ayer: agua turbia, verdes márgenes, la comarca de los Lagos al norte, los territorios en disputa al sur. Una y otros se muestran vacíos, sin una sola persona o ciudad a la vista. A ningún lado del río le agrada esta proximidad, y guardan distancia más allá de los escasos muelles a lo largo de kilómetros.

—¿Busca algo?

El engreído capitán se apoya en la barandilla a un par de metros, con los brazos cruzados, las piernas flexionadas y todo su cuerpo ante mí. El arma que porta en la cintura es visible aun bajo la débil luz previa al amanecer. Tiene la audacia de sonreír; su ridículo diente de oro titila como una estrella burlona.

—Calculo la distancia que hemos recorrido —respondo con voz rápida y fría—. Su bote es lento.

No se inmuta. Su cabellera despedía ayer un destello rojo oscuro bajo el sol. Ahora, a primera hora de la mañana, es negra, recogida en una pulcra coleta. Contemplo el resto: su pecosa piel oscurecida por tantos años a la intemperie, sus manos cicatrizadas, las contusiones que las cuerdas han causado. Apuesto a que sus dedos son ásperos.

—Mi bote navega bien —dice—. Entre los remos y el motor, hacemos el tiempo que debemos.

Las menguantes monedas en mi saquillo pesan en mi mente. Podría haberle pagado mucho menos. Fui una idiota.

—Le pago para que lo acorte.

—¿Por qué? —ladea la cabeza y se aparta con soltura del barandal. Trama algo, se cree un predador cuando en verdad es apenas una presa—. ¿Qué hace en mis ríos una Plateada como usted?

Trabo la quijada y levanto el mentón. Adopto la imperiosa máscara de la que me valí en más de una corte Plateada, frente a mi tío, mi madre y cualquier otro noble que quisiera poner a prueba mi paciencia. No surte efecto con el capitán.

Se yergue frente a mí cuan grande es. Es más alto que la mayoría, y musculoso en razón de su trabajo. Más allá, el resto de la exigua tripulación ocupa su puesto, lo que me lleva a preguntarme si él hace algo útil. De hecho, no he visto que levante una pértiga ni toque el timón desde que abordamos. Su única tarea es vigilar su carga y a sus pasajeros.

—Déjeme adivinar —añade—. No me paga para que le haga preguntas.

Me dan unas ganas enormes de terminar con esto de una vez por todas.

—Así es.

Sabe que soy Plateada, el pasajero que mejor le paga y una amenaza en más de un sentido, pero aun así da un paso más, se alza ante mí y oculta con su figura el resto de la nave.

—Si pone en peligro esta barcaza y a mis marineros, debo saberlo.

Lo miro con frialdad. Aunque no retrocede, sus ojos vacilan un poco cuando su mente da alcance a su boca. No conoce mi habilidad. No sabe qué soy capaz de hacer. Ignora cómo podría matarlo o acabar con sus pasajeros o su tripulación.

Pongo la manta en sus brazos.

—El único que está en peligro aquí es usted.

Da media vuelta sin pensarlo dos veces y con el bulto de la cobija bajo un brazo. Al pasar junto a su favorito apunta un pulgar hacia mí.

—Dale su última comida, Ean.

El descomunal monstruo Rojo hace lo que se le ordena. Reparte el alimento entre los tripulantes, me deja al último y me presenta el mismo platillo de la cena, acompañado por una humeante taza de café negro. Al menos, huele bien y disfruto un momento de su aroma. Un escalofrío me recorre hasta la punta de los pies.

Mientras como, descubro que la niña Roja me mira con atención, asomada junto a las señoras, que ya despertaron. Su hermano, un año mayor que ella, duerme aún bajo la banca, acurrucado en sus cobijas. En cuanto mis ojos se encuentran con los suyos, desvía la mirada, aterrada por mi interés.

Bueno. Al menos todavía asusto a alguien.

Cuando sale el sol, recorro el bote con extrema lentitud.

Ayer desperté en el bosque antes del alba y me abrí camino hasta los destartalados muelles para suplicar transporte en compañía de muchos otros. Tenía miedo y hambre. No sabía si hallaría un bote o se me rechazaría. Ahora debería sentir alivio. El constante movimiento del agua bajo nuestros pies debería darme algo de paz.

No es así.

Intento librarme de mi desasosiego conforme avanzo por los vacíos corredores de la barcaza a fin de orientarme. Ayer no me separé ni un instante de la banca y debo estirar las piernas, pese a las restricciones del navío. Es largo pero angosto, de unos seis metros de anchura en su punto más amplio y menos de treinta de longitud. La bodega ocupa todo el espacio bajo cubierta, junto con las habitaciones del capitán. Si bien no hace más, he visto que de vez en cuando entra ahí de prisa, para emerger después con mapas o cosas por el estilo. El río debe cambiar siempre, seguir nuevos derroteros en su cauce, debido a troncos caídos, nuevos puestos de control y retenes Plateados. Ashe y la tripulación los conocen todos y se mantienen alerta.

Pero no miran atrás. Sólo yo sé hacerlo.

La ropa que visto no es mía y me queda mal. Me aprieta el pecho y tiene mangas demasiado cortas. Aun si soy más alta que la guardia lacustre de quien la tomé, ella era la que más se acercaba a mi talla. Cada vez que me muevo, temo abrir una costura. En otro tiempo, me enorgullecía de mis curvas; ya no. Tengo cosas más importantes en que pensar. Compraré algo que me acomode mejor en nuestra escala siguiente, sea cual sea.

Conozco bien la geografía de este río. Los territorios en disputa aparecen en nuestros mapas, aunque con menos detalle que mi reino. Conozco las ciudades de Memphia y Mizostium, río abajo. Admito que ansío verlas, así sea sólo a lo lejos. He conocido urbes construidas por coronas Plateadas, hermosas pero amuralladas, gobernadas por un solo tipo de sangre. Desde luego, también he visto barriadas Rojas, aun cuando no fue por mi voluntad. ¿A qué ciudades se asemejarán más las de los territorios en disputa?

¡Ojalá las viera en mejores circunstancias! Sin que la terrible determinación que tomé pendiese sobre mi cabeza. Sin que estuviera en plena huida.

No, no huyo. Huyen los cobardes, y yo no lo soy. Un cobarde habría permanecido en su sitio. Habría esperado a Orrian, lo habría aceptado, y junto con él un destino ya decidido.

Una brisa fresca sacude el agua, compensa el calor del mediodía. Se desliza como un beso sobre mi piel y cierro los ojos poco a poco.

La cubierta cruje cuando alguien se detiene a mi lado y aprieto los dientes, en preparación de un encuentro más con el irritante capitán.

Es, en cambio, una de las doncellas Rojas. Creo que se llama Jem. A su lado, su hijo se muestra menos temeroso que su hermana. Me ve con desvergonzados ojos negros y sostengo su mirada.

—Hola —mascullo un momento después, sin saber qué más decir.

Asiente secamente, algo extraño en un niño.