9788498970166.jpg

Juan Bautista Alberdi

Bases y puntos
de partida para la organización política de la república Argentina

Créditos

ISBN rústica: 978-84-933439-0-3.

ISBN ebook: 978-84-9897-016-6.

Sumario

Créditos 4

Presentación 9

La vida 9

Los cimientos civilizatorios 9

La Constitución de California 11

El fracaso 12

Cartas de Urquiza, Duval y Sarmiento 13

Al señor doctor don Juan B. Alberdi 15

Yungay, septiembre 16 de 1852 16

Páginas explicativas de Juan B. Alberdi 17

Gobernar es poblar 17

Introducción 27

Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina 31

I. Situación constitucional del Plata 31

II. Carácter histórico del derecho constitucional sudamericano: su división esencial en dos períodos 32

III. Constituciones ensayadas en la República Argentina 36

IV. Constitución de Chile. Defectos que hacen peligrosa su imitación 41

V. Constitución del Perú. Es calculada para su atraso 43

VI. Constitución de los Estados que formaron la República de Colombia. Vicios por los que no debe imitarse 45

VII. De la Constitución de México, y de los vicios que originan su atraso 47

VIII. Constitución del Estado Oriental del Uruguay. Defectos que hacen peligrosa su imitación 48

IX. Constitución del Paraguay. Defectos que hacen aborrecible su ejemplo 49

X. Cuál debe ser el espíritu del nuevo derecho constitucional en Sudamérica 52

XI. Constitución de California 54

XII. Falsa posición de las repúblicas hispanoamericanas. La monarquía no es el medio de salir de ella, sino la república posible antes de la república verdadera 57

XIII. La educación no es la instrucción 60

XIV. Acción civilizadora de Europa en las repúblicas de Sudamérica 64

XV. De la inmigración como medio de progreso y de cultura para la América del Sur. Medios de fomentar la inmigración. Tratados extranjeros. La inmigración espontánea y no la artificial. Tolerancia religiosa. Ferrocarriles. Franquicias. Libre navegación pluvial 70

XVI. De la legislación como medio de estimular la población y el desarrollo de nuestras repúblicas 82

XVII. Bases y puntos de partida para la Constitución del gobierno de la República Argentina 86

XVIII. Continuación del mismo asunto. Fines de la Constitución argentina 92

XIX. Continuación del mismo asunto. Del gobierno y su forma. La unidad pura es imposible 100

XX. Continuación del mismo asunto. Origen y causas de la descentralización del gobierno de la República Argentina 105

XXI. Continuación del mismo asunto. La federación pura es imposible en la República Argentina. Cuál federación es practicable en aquel país 110

XXII. Idea de la manera práctica de organizar el gobierno mixto que se propone, tomada de los gobiernos federales de Norteamérica, Suiza y Alemania. Cuestión electoral 114

XXIII. Continuación del mismo asunto. Objetos y facultades del gobierno general 119

XXIV. Continuación del mismo asunto. Extensión de las facultades y poderes del gobierno general 126

XXV. Continuación del mismo objeto. Extensión relativa de cada uno de los poderes nacionales. Papel y misión del Poder ejecutivo en la América del Sur. Ejemplo de Chile 129

XXVI. De la capital de la Confederación Argentina. Todo gobierno nacional es imposible con la capital en Buenos Aires 135

XXVII. Respuesta a las objeciones contra la posibilidad de una Constitución general para la República Argentina 147

XXVIII. Continuación del mismo asunto. El sistema de gobierno tiene tanta parte como la disposición de los habitantes en la suerte de los Estados. Ejemplo de ello. La República Argentina tiene elementos para vivir constituida 150

XXIX. De la política que conviene a la situación de la República Argentina 156

XXX. Continuación del mismo asunto. Vocación política de la Constitución, o de la política conveniente a sus fines 163

XXXI. Continuación del mismo asunto. En América gobernar es poblar 166

XXXII. Continuación del mismo objeto. Sin nueva población es imposible el nuevo régimen. Política contra el desierto, actual enemigo de América 168

XXXIII. Continuación del mismo asunto. La Constitución debe precaverse contra leyes orgánicas, que pretendan destruirla por excepciones. Examen de la Constitución de Bolivia, modelo del fraude en la libertad 172

XXXIV. Continuación del mismo asunto. Política conveniente para después de dada la Constitución 175

XXXV. De la política de Buenos Aires para con la Nación Argentina 186

XXXVI. Advertencia que sirve de prefacio y de análisis del proyecto de Constitución que sigue 195

La Constitución se divide en dos partes 197

XXXVII. Proyecto de Constitución concebido según las bases desarrolladas en este libro 198

Primera parte. Principios, derechos y garantías fundamentales 199

Capítulo I. Disposiciones generales 199

Capítulo II. Derecho público argentino 200

Capítulo III. Derecho público deferido a los extranjeros 201

Capítulo IV. Garantías públicas de orden y de progreso 202

Segunda parte. Autoridades de la confederación 205

Sección 1.ª Autoridades generales 205

Capítulo I. Del Poder legislativo 205

Capítulo II. Del Poder ejecutivo 209

Capítulo III. Del Poder judiciario 213

Sección 2.ª Autoridades o gobiernos de provincia 214

Constitución de la confederación Argentina sancionada en 1853 217

Primera parte 218

Capítulo único. Declaraciones, derechos y garantías 218

Segunda parte. Autoridades de la confederación 224

Título I. Gobierno federal 224

Sección 1.ª Del Poder legislativo 224

Capítulo I. De la Cámara de diputados 224

Capítulo II. Del Senado 225

Capítulo III. Disposiciones comunes a ambas Cámaras 226

Capítulo IV. Atribuciones del Congreso 227

Capítulo V. De la formación y sanción de las leyes 230

Sección 2.ª Del Poder ejecutivo 231

Capítulo I. De su naturaleza y duración 231

Capítulo II. De la forma y tiempo de la elección del presidente y vicepresidente de la confederación 232

Capítulo III. Atribuciones del Poder ejecutivo 234

Capítulo IV. De los ministros del Poder ejecutivo 236

Sección 3.ª Del Poder Judicial 237

Capítulo I. De su naturaleza y duración 237

Capítulo II. Atribuciones del Poder judicial 237

Título II. Gobiernos de provincia 238

Libros a la carta 243

Presentación

La vida

Juan Bautista Alberdi (Tucumán, 1810-París, 1884). Argentina.

Era hijo de un comerciante español y de Josefa Aráoz, de la burguesía tucumana. Su familia apoyó la revolución republicana; Belgrano frecuentaba su casa y Juan Bautista lo consideró un gran militar y un padrino, dedicando numerosas páginas a defender su figura. Esta actitud lo hizo polemizar con Mitre, y ganarse la enemistad de Domingo Faustino Sarmiento.

Alberdi estudió en el Colegio de Ciencias Morales de Buenos Aires y abandonó los estudios en 1824. Por esa época, se interesó por la música. Poco después estudió derecho y en 1840 recibió su diploma de abogado en Montevideo.

Fue autodidacta. Rousseau, Bacon, Buffon, Montesquieu, Kant, Adam Smith, Hamilton y Donoso Cortés influyeron en él. En 1840 marchó a Europa. Volvió en 1843 y se asentó en Valparaíso (Chile) donde ejerció la abogacía. En otro de sus viajes a Europa como diplomático, pretendió evitar que las naciones europeas reconocieran a Buenos Aires como nación independiente y se entrevistó con el emperador Napoleón III, el Papa Pío IX y la reina Victoria de Inglaterra. Mitre y Sarmiento lo odiaron.

Alberdi vivió entonces fuera de Argentina y regresó en 1878, cuando fue nombrado diputado nacional. Había sido diplomático durante catorce años. Las cosas habían cambiado: Sarmiento envió a su secretario personal a recibirle y lo abrazó. Sin embargo, los mitristas impidieron que fuera otra vez nombrado diplomático, en esta ocasión en París. Murió en un suburbio de dicha ciudad el 19 de junio de 1884.

Los cimientos civilizatorios

Bases... es un documento de referencia para la comprensión de los orígenes de la idea de una «civilización» latinoamericana. El libro contiene una breve historia de las constituciones americanas de la época y ofrece una visión crítica de ellas.

La asociación entre el poder y la Iglesia católica, las dificultades en la enunciación de los derechos de propiedad y ciudadanía, la admisión de extranjeros, la falta de fluidez de la actividad comercial entorpecida por preceptos morales y una corrupción generalizada, son algunos de los fantasmas a los que se enfrentará el nuevo modelo civilizatorio.

Aquí también aparecerán los tópicos de la burguesía latinoamericana, atrapada desde sus orígenes entre la condición liberal de su historia y el deseo de otorgarse una pureza de sangre. No debe, en consecuencia, sorprender el carácter étnico de este texto, su apuesta casi obsesiva por lo «europeo». Este es un testimonio de esa tradición que apuesta por la segregación de los grupos étnicos en el cuerpo social, a la manera del colonialismo británico:

¿Por qué razón he dicho que en Sudamérica, gobernar es poblar, y en qué sentido es esto una verdad incuestionable? Porque poblar, repito, es instruir, educar, moralizar, mejorar la raza; es enriquecer, civilizar, fortalecer y afirmar la libertad del país, dándole la inteligencia y la costumbre de su propio gobierno y los medios de ejercerlo.

Esto solo basta para ver que no toda población es igual a toda población, para producir esos resultados.

Poblar es enriquecer cuando se puebla con gente inteligente en la industria y habituada al trabajo que produce y enriquece.

Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la Constitución que el gobierno debe fomentar la inmigración europea.

Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África.

Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta.

Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin dejar por eso de arruinar un país de Sudamérica con solo poblarlo de inmigrados europeos.

Esta América pura, crisol de una nueva civilización que parece también un nuevo modelo de utopía, es en cierto modo una anticipación burda de los conflictos étnicos que sacudirán más tarde a la Europa de principios del siglo XX. En medio de este proyecto, tan propio de la burguesía católica, está la exigencia de un gobierno eficaz para unas repúblicas que viven entre la exaltación a los mártires de la política y el sometimiento a los corruptos.

La Constitución de California

La interpretación de Alberdi de la anexión de California a los Estados Unidos, resultará repugnante a la tradición latinoamericanista pero pondrá el dedo en la llaga respecto a los elementos constitucionales y de gobierno imprescindibles en una república próspera:

Tengo la fortuna de poder citar en apoyo del sistema que propongo el ejemplo de la última Constitución célebre dada en América: la Constitución de California, que es la confirmación de nuestras bases constitucionales.

La Constitución del nuevo Estado de California, dada en Monterrey el 12 de octubre de 1849 por una convención de delegados del pueblo de California, es la aplicación simple y fácil al gobierno del nuevo Estado del derecho constitucional dominante en los Estados de la Unión de Norteamérica. Ese derecho forma el sentido común, la razón de todos, entre los habitantes de aquellos venturosos Estados.

Sin universidades, sin academias ni colegio de abogados, el pueblo improvisado de California se ha dado una Constitución llena de previsión, de buen sentido y de oportunidad en cada una de sus disposiciones. Se diría que no hay nada de más ni de menos en ella. Al menos no hay retórica, no hay frases, no hay tono de importancia en su forma y estilo: todo es simple, práctico y positivo, sin dejar de ser digno.

Hace cinco años eran excluidos de aquel territorio los cultos disidentes, los extranjeros, el comercio. Todo era soledad y desamparo bajo el sistema republicano de la América española, hasta que la civilización vecina, provocada por esas exclusiones incivilizadas e injustas, tomó posesión del rico suelo y estableció en él sus leyes de verdadera libertad y franquicia. En cuatro años se ha erigido en Estado de la primera república del universo el país que en tres siglos no salió de oscurísima y miserable aldea.

El oro de sus placeres ha podido concurrir a obrar ese resultado; pero es indudable que, bajo el gobierno mexicano, ese oro no hubiera producido más que tumultos y escándalos entre las multitudes de todas partes agolpadas frenéticamente en un suelo sembrado de oro, pero sin gobierno ni ley. Su constitución de libertad, su gobierno de tolerancia y de progreso, harán más que el oro, la grandeza del nuevo Estado del Pacífico. El oro podrá acumular miles de aventureros; pero solo la ley de libertad hará de esas multitudes y de ese oro un Estado civilizado y floreciente.

La ley fundamental de California, tradición de la libertad de Norteamérica, está calculada para crear un gran pueblo en pocos años.

Y entre los aspectos polémicos de esta apología, está el análisis de la modernidad de muchos de los preceptos de la Constitución de California. Estamos ante el conflicto del hombre práctico enfrentado a un proyecto que exige altos ideales. Alguien que pretende hacer política real y que a su vez pertenece a una tradición de ideales religiosos y libertarios reñidos con el pragmatismo.

El fracaso

La historia presente de América es tal vez la historia del fracaso de este proyecto político; las repúblicas «europeizadas» no han tenido mejor suerte que el resto, tampoco los eternos aliados de América del norte son más afortunados, ni siquiera los que hicieron del antiimperialismo una doctrina.

Cartas de Urquiza, Duval y Sarmiento

A su excelencia el señor general don Justo José de Urquiza

Valparaíso, mayo 30 de 1852

Señor general:

Los argentinos de todas partes, aun los más humildes y desconocidos, somos deudores a vuestra excelencia del homenaje de nuestra perpetua gratitud por la heroicidad sin ejemplo con que ha sabido restablecer la libertad de la patria, anonadada por tantos años. En cortos meses ha realizado vuestra excelencia lo que en muchos años han intentado en vano los primeros poderes de Europa, y un partido poderoso de la República Argentina. Quien tal prodigio ha conseguido ¿por qué no sería capaz de darnos otro resultado, igualmente portentoso, que en vano persigue hace cuarenta años nuestro país? Abrigo la persuasión de que la inmensa gloria —esa gloria que a nadie pertenece hasta aquí— de dar una Constitución duradera a la república, está reservada a la estrella feliz que guía los pasos de vuestra excelencia. Con este convencimiento he consagrado muchas noches a la redacción del libro sobre Bases de organización política para nuestro país, libro que tengo el honor de someter al excelente buen sentido de vuestra excelencia. En él no hay nada mío sino el trabajo de expresar débilmente lo que pertenece al buen sentido general de esta época y a la experiencia de nuestra patria. Deseo ver unida la gloria de vuestra excelencia a la obra de la Constitución del país; mas, para que ambas se apoyen mutuamente, es menester que la Constitución repose sobre bases poderosas. Los grandes edificios de la antigüedad no llegan a nuestros días sino porque están cimentados sobre granito; pero la historia, señor, los precedentes del país, los hechos normales, son la roca granítica en que descansan las constituciones duraderas. Todo mi libro está reducido a la demostración de esto, con aplicación a la República Argentina. Espero que encuentre en la indulgencia de vuestra excelencia la acogida que merecen las buenas intenciones, y que admitirá con igual bondad vuestra excelencia la seguridad de mi gratitud, como ciudadano argentino, y del respeto profundo con que tengo el honor de suscribirme de vuestra excelencia atento servidor.

Juan B. Alberdi

Al señor doctor don Juan B. Alberdi

Valparaíso. Palermo (Buenos Aires), julio 22 de 1852

Apreciable compatriota:

La carta que con fecha 30 de mayo me ha dirigido usted, adjuntándome un ejemplar de su libro Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, ha confirmado en mí el juicio que sobre su distinguida capacidad, y muy especialmente sobre su patriotismo, había formado de antemano.

Me es muy lisonjero encontrar en la generalidad de los argentinos el deseo y la firme resolución de contribuir a que en nuestra querida patria se constituya al fin un sistema de leyes digno de sus antecedentes de gloria y capaz de conducirla al grado de prosperidad que le corresponde.

Conociendo bien esos sentimientos de los argentinos, contando con ellos y con sus decididos esfuerzos, me he puesto al frente de la grande obra de constituir la república. Tengo fe de que esta obra será llevada a cabo.

Su bien pensado libro, es, a mi juicio, un medio de cooperación importantísimo. No pudo ser escrito ni publicado en mejor oportunidad.

Por mi parte, lo acepto como un homenaje digno de la patria y de un buen argentino.

La gloria de constituir la república debe ser de todos y para todos. Yo tendré siempre en mucho la de haber comprendido bien el pensamiento de mis conciudadanos y contribuido a su realización.

A su ilustrado criterio no se ocultará que en esta empresa deben encontrarse grandes obstáculos. Algunos, en efecto, se me han presentado ya; pero el interés de la patria se sobrepone a todos. Después de haber vencido una tiranía poderosa, todos los demás me parecen menores.

¡Que la república Argentina sea grande y feliz, y mis más ardientes votos quedarán satisfechos!

Usted hallará siempre en mí un apreciador de sus talentos y de su patriotismo, y en tal concepto los sentimientos sinceros de un afectuoso compatriota y amigo.

Justo José de Urquiza

Yungay, septiembre 16 de 1852

Mi querido Alberdi:

Su Constitución es un monumento: es usted el legislador del buen sentido bajo las formas de la ciencia.

Su Constitución es nuestra bandera, nuestro símbolo. Así lo toma hoy la República Argentina. Yo creo que su libro Bases va a ejercer un efecto benéfico.

Es posible que su Constitución sea adoptada; es posible que sea alterada, truncada; pero los pueblos, por lo suprimido o alterado, verán el espíritu que dirige las supresiones: su libro, pues, va a ser el decálogo argentino: la bandera de todos los hombres de corazón.

Domingo F. Sarmiento

Los nuevos destinos de América no tienen Ley que los exprese más positivamente ni de un modo más inteligente y elevado, que la Constitución argentina de 1853, proyectada por Alberdi. Esa Constitución contiene a ese respecto las declaraciones más completas que se hayan escrito jamás en legislación alguna. En efecto, declara que la nación está constituida en beneficio de la libertad de los ciudadanos y de todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino.

Jules Duval

París, 1870; «Histoire de l’émigration»

Páginas explicativas de Juan B. Alberdi

Mi libro de las Bases es una obra de acción que, aunque pensada con reposo, fue escrita velozmente para alcanzar al tiempo en su carrera y aprovechar de su colaboración, que, en la obra de las leyes humanas, es lo que en la formación de las plantas y en la labor de los metales dúctiles. Sembrad fuera de la estación oportuna: no veréis nacer el trigo. Dejad que el metal ablandado por el fuego recupere, con la frialdad, su dureza ordinaria: el martillo dará golpes impotentes. Hay siempre una hora dada en que la palabra humana se hace carne. Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o escritor, hace la ley. La ley no es suya en ese caso; es la obra de las cosas. Pero esa es la ley duradera, porque es la verdadera ley.

Juan B. Alberdi

Todas las constituciones cambian o sucumben cuando son hijas de la imitación; la única que no cambia, la única que acompaña al país mientras vive, y por la cual vive, es la Constitución que ese país ha recibido de los acontecimientos de su historia, es decir, de los hechos que componen la cadena de su existencia, a partir del día de su nacimiento. La Constitución histórica, obra de los hechos, es la unión viva, la única real y permanente de cada país, que sobrevive a todos los ensayos y, sobrenada en todos los naufragios.

Los progresos de su civilización pueden modificarla y mejorarla en el sentido de la perfección absoluta del gobierno libre, pero pactando siempre con los hechos y elementos de su complexión histórica, de que un pueblo no puede desprenderse, como el hombre no es libre de abandonar, por su voluntad, su color, su temperamento, su estatura, las condiciones de su organismo, que recibió al nacer, como herencia de sus padres.

Juan B. Alberdi

Gobernar es poblar

Como se pone bajo mi nombre, a cada paso, la máxima de mi libro Bases, de que en «América gobernar es poblar», estoy obligado a explicarla, para no tener que responder de acepciones y aplicaciones, que lejos de emanar de esa máxima se oponen al sentido que ella encierra y lo comprometen, o, lo que es peor, comprometen la población en Sudamérica.

Gobernar es poblar en el sentido que poblar es educar, mejorar, civilizar, enriquecer y engrandecer espontánea y rápidamente, como ha sucedido en los Estados Unidos.

Mas para civilizar por medio de la población es preciso hacerlo con poblaciones civilizadas; para educar a nuestra América en la libertad y en la industria es preciso poblarla con poblaciones de la Europa más adelantada en libertad y en industria, como sucede en los Estados Unidos. Los Estados Unidos pueden ser muy capaces de hacer un buen ciudadano libre, de un inmigrado abyecto y servil, por la simple presión natural que ejerce su libertad, tan desenvuelta y fuerte que es la ley del país, sin que nadie piense allí que puede ser de otro modo.

Pero la libertad que pasa por americana, es más europea y extranjera de lo que parece. Los Estados Unidos son tradición americana de los tres Reinos Unidos de Inglaterra, Irlanda y Escocia. El ciudadano libre de los Estados Unidos es, a menudo, la transformación del súbdito libre de la libre Inglaterra, de la libre Suiza, de la libre Bélgica, de la libre Holanda, de la juiciosa y laboriosa Alemania.

Si la población de seis millones de angloamericanos con que empezó la república de los Estados Unidos, en vez de aumentarse con inmigrados de la Europa libre y civilizada, se hubiese poblado con chinos o con indios asiáticos, o con africanos, o con otomanos, ¿sería el mismo país de hombres libres que es hoy día? No hay tierra tan favorecida que pueda, por su propia virtud, cambiar la cizaña en trigo. El buen trigo puede nacer del mal trigo, pero no de la cebada.

Gobernar es poblar, pero sin echar en olvido que poblar puede ser apestar, embrutecer, esclavizar, según que la población trasplantada o inmigrada, en vez de ser civilizada, sea atrasada, pobre, corrompida. ¿Por qué extrañar que en este caso hubiese quien pensara que gobernar es, con más razón, despoblar?

Pero tampoco hay que olvidar que el extranjero no debe ser excluido, por malo que sea. Si se admite el derecho de excluir al malo, viene enseguida la exclusión del bueno. En la libertad de la inmigración, como en la libertad de la prensa, la licencia es la sanción del derecho.

Esto no debe apartar de la memoria que hay extranjeros y extranjeros; y que si Europa es la tierra más civilizada del orbe, hay en Europa y en el corazón de sus brillantes capitales mismas, más millones de salvajes que en toda la América del Sur. Todo lo que es civilizado es europeo, al menos de origen, pero no todo lo europeo es civilizado; y se concibe perfectamente la hipótesis de un país nuevo poblado con europeos más ignorantes en industria y libertad que las hordas de la Pampa o del Chaco.

La inmigración espontánea es la mejor; pero las inmigraciones solo van espontáneamente a países que atraen por su opulencia y por su seguridad o libertad. Todo lo que es espontáneo ha comenzado por ser artificial, incluso en los Estados Unidos. Allá fue estimulada la inmigración en el origen; y la América del Sur, bien o mal, fue poblada por los gobiernos de España, es decir, artificialmente.

Concíbese que la población inglesa emigre espontáneamente a la América inglesa que habla su lengua, practica su libertad y tiene sus costumbres de respeto del hombre al hombre; concíbese que la Alemania protestante, laboriosa, amiga del reposo, de la vida doméstica y de la libertad social y religiosa, emigre espontáneamente a la América protestante, trabajadora quieta por educación, y, por corolario, libre y segura; pero no se concibe que esas poblaciones emigren espontáneamente a la América del Sur, sin incentivos especiales y excepcionales.

La Europa del Norte irá espontáneamente a la América del Norte; y como el norte en los dos mundos parece ser el mundo de la libertad y de la industria, la América del Sur debe renunciar a la ilusión de tener inmigraciones capaces de educarla en la libertad, en la paz y en la industria, si no las atrae artificialmente.

La única inmigración espontánea de que es capaz Sudamérica, es la de las poblaciones de que no necesita: esas vienen por sí mismas, como la mala hierba. De esa población puede estar segura América que la tendrá sin llevarla; pues la civilización europea la expele de su seno como escoria.

El secreto de poblar reside en el arte de distribuir la población en el país. La inmigración tiende a quedarse en los puertos, porque allí acaba su larga navegación, allí encuentran alto salario y vida agradable. Pero el país pierde lo que los puertos parecen ganar. Es preciso multiplicar los puertos para distribuir la población en las costas; y para poblar el interior que vive de la agricultura y de la industria rural, necesita América embarcar la emigración rural de Europa, no la escoria de sus brillantes ciudades, que ni para soldados sirve.

¿Por qué razón he dicho que en Sudamérica, gobernar es poblar, y en qué sentido es esto una verdad incuestionable? Porque poblar, repito, es instruir, educar, moralizar, mejorar la raza; es enriquecer, civilizar, fortalecer y afirmar la libertad del país, dándole la inteligencia y la costumbre de su propio gobierno y los medios de ejercerlo.

Esto solo basta para ver que no toda población es igual a toda población, para producir esos resultados.

Poblar es enriquecer cuando se puebla con gente inteligente en la industria y habituada al trabajo que produce y enriquece.

Poblar es civilizar cuando se puebla con gente civilizada, es decir, con pobladores de la Europa civilizada. Por eso he dicho en la Constitución que el gobierno debe fomentar la «inmigración europea».

Pero poblar no es civilizar, sino embrutecer, cuando se puebla con chinos y con indios de Asia y con negros de África.

Poblar es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo con la flor de la población trabajadora de Europa, se le puebla con la basura de la Europa atrasada o menos culta.

Porque hay Europa y Europa, conviene no olvidarlo; y se puede estar dentro del texto liberal de la Constitución, que ordena fomentar la inmigración europea, sin dejar por eso de arruinar un país de Sudamérica con solo poblarlo de inmigrados europeos.

En este sentido eran racionales las aprensiones de los Egañas de Chile, de los Rosas en Buenos Aires, de los Francia del Paraguay, cuando temían los efectos de las inmigraciones de Europa. Es que en su tiempo los emigrados de los mejores países de Europa no se daban prisa a naturalizarse en países que conservaban vivos y calientes los restos del coloniaje más abyecto y atrasado. Hubo un tiempo en que América fue un depósito de las excreciones de Europa. En ese tiempo no era maravilla ver que alarmasen a las mejores personas de América, las invasiones de la Europa rezagada.

Ese tiempo no habrá pasado del todo mientras haya una Europa ignorante, viciosa, atrasada, corrompida, al lado de la Europa culta, libre, rica, civilizada, porque es indudable que Europa reúne ambas cosas, como se hallan reunidas en el seno mismo de sus más brillantes y grandes capitales.

Londres y París encierran más barbarie que la Patagonia y el Chaco, si se las contempla en las capas o regiones subterráneas de su población.

«Gobernar es poblar» muy bien; pero poblar es una ciencia, y esta ciencia no es otra cosa que la economía política, que considera la población como instrumento de riqueza y elemento de prosperidad.

La parte principal del arte de poblar es el arte de distribuir la población. A veces, aumentarla demasiado es lo contrario de poblar; es disminuir y arruinar la población del país.

Pero no se distribuye la población por medios artificiales y restricciones contrarias a la ley natural de la distribución, sino consultando y sirviendo esta ley por esas medidas.

Si el salario, es decir, el pan, el hogar, la vida es lo que lleva la población a un punto con preferencia a otro, la ley puede trasladar de un punto a otro el trabajo que produce ese salario. Por ejemplo, en el Plata, la ley puede llevar los mataderos, los saladeros, las barracas o depósitos de cueros, de Buenos Aires a la Ensenada, con solo llevar el puerto de Buenos Aires a la Ensenada.

Esto es con respecto a la distribución de la población que se forma por la «inmigración espontánea», pues en cuanto a la que crece por la «colonización», la distribución en el sentido de su descentralización es más fácil todavía, por el poder de la ley.

Sumamente curiosa es la acción recíproca de los dos mundos en la marcha y desarrollo de la civilización y especialmente de la sociabilidad.

Dos aguas de distinta claridad, que se mezclan y confunden, pueden ser la imagen expresiva del fenómeno a que aludimos. Si un tonel de agua limpia y clara es vertido en otro de agua turbia, el efecto natural será que el agua turbia quedará menos turbia y el agua limpia menos limpia.

Lo que con estas aguas, sucede con los pueblos de ambos mundos. Las inmigraciones europeas en América producen un cambio favorable en la manera de ser de la población americana con que se mezclan, pero es a precio de recibir ellas mismas una transformación menos ventajosa por el influjo del pueblo americano. Todo emigrante europeo que va a América, deja allí su sello de civilización; pero trae, en cambio, el sello del continente menos civilizado.

Así Europa ejerce en América una acción civilizadora, al paso que América ejerce en Europa una reacción en sentido opuesto.

Esto sucede en el hombre, como sucede en los animales. Se ha notado que los animales domésticos llevados de Europa, recuperan en América su tipo y su índole primitivos y salvajes.

La acción de esta doble corriente cada día es más poderosa y activa, y forma una especie de remolino en que se revuelven las democracias modernas sin poderse definir ni dar una dirección determinada.

Como desierto, el nuevo mundo tiene una acción retardataria y reaccionaria en el antiguo. En política, por ejemplo, la federación americana, que no es sino la feudalidad de su Edad Media, está produciendo en Europa, por la acción de su ejemplo, un retroceso de sus Estados unitarios hacia la vieja descentralización de la Edad Media.

Pero la vitalidad y la perfectibilidad de que están dotadas todas las razas o ramas de la especie humana, no permite dudar de que el término final de ese movimiento cederá en bien de mejores destinos para la humanidad entera.

Si América tiene, por su condición desierta, una acción retardataria, es evidente que, por esa misma causa, tiene otra acción favorable al desarrollo del hombre en sus mejores calidades de tal.

Así, las peores inmigraciones de la Europa en América, hasta las inmigraciones de criminales, de ignorantes y de corrompidos, se transforman y mejoran por el hecho de pasar a un mundo cuyas condiciones de abundancia les impone y les facilita un género de vida más conforme a los buenos instintos naturales de que está dotado todo ser racional y libre.

El tipo de nuestro hombre sudamericano —lo dije en las Bases— debe ser el hombre formado para vencer al grande y agobiante enemigo de nuestro progreso: el desierto, el atraso material, la naturaleza bruta y primitiva de nuestro continente.

He ahí el arsenal en que debe buscar Sudamérica las armas para vencer a su enemigo capital.

Hacer en vez de eso, de un hombre una destructora máquina de guerra, es el triunfo de la barbarie; pero hacer de una máquina un hombre que trabaja, que teje, que transporta, que navega, que defiende, que ataca, que ilumina, que riega los campos, que habla de un polo a otro, como hablan dos hombres juntos, es el triunfo de la civilización sobre la materia, triunfo sin víctimas ni lágrimas, porque los vencidos no son otros que nobles soberanos que conservan todo su inmenso poder; y solo parecen someterse al hombre graciosamente como en testimonio de admiración simpática por la majestad de su genio.

Más poderoso que el emperador Carlos V y con más razón que él, podría el genio industrial moderno jactarse de que en sus dominios no se pone el Sol, ni hay zona tórrida, ni zona templada; no hay polos, ni hay antípodas. Colaborador de la Providencia, el genio del hombre hará el verano permanente en Rusia, y hará el invierno inacabable en el Ecuador, porque el calor, el hielo, el vapor, el aire, el gas, el agua, la electricidad, vencidos y sometidos a su dominio, son hoy los esclavos del hombre, que le sirven para llevar su trono a todos los ámbitos de la tierra, y ser en todas partes el soberano de la creación.

«Libertad es poder, fuerza, capacidad» de hacer o no hacer lo que nuestra voluntad desea. Como la fuerza y el poder humano residen en la capacidad inteligente y moral del hombre más que en su capacidad material o animal, no hay más medio de extender y propagar la libertad, que generalizar y extender las condiciones de la libertad, que son la educación, la industria, la riqueza, la capacidad, en fin, en que consiste la fuerza que se llama libertad.

La espada es impotente para el cultivo de esas condiciones, y el soldado es tan propio para formar la libertad como lo es el moralista para fundir cañones.

Cuando se dice que la riqueza nace del trabajo, se entiende que del trabajo del hombre, pues trata la riqueza del hombre.

En otros términos, la riqueza nace del hombre.

Decir que hay tierras que producen algodón, seda, caña de azúcar, etc., es como decir que la máquina de vapor produce movimientos, el molino produce harina, el telar produce lienzo, etc.

No es la máquina la que produce sino el maquinista. La máquina es el instrumento de que se sirve el hombre para producir; y la tierra es una máquina como el arado mismo en manos del hombre, único productor.

El hombre produce en proporción, no de la fertilidad del suelo que le sirve de instrumento, sino en proporción de la resistencia que el suelo le ofrece para que él produzca.

El suelo pobre produce al hombre rico, porque la pobreza del suelo estimula el trabajo del hombre al que más tarde debe éste su riqueza.

El suelo que produce sin trabajo, solo fomenta hombres que no saben trabajar. No mueren de hambre, pero jamás son ricos. Son parásitos del suelo y viven como las plantas, la vida de las plantas naturalmente, no la vida digna del ente humano, que es el creador y hacedor de su propia riqueza.

La riqueza natural y espontánea de ciertos territorios es un escollo de que deben preservarse los pueblos inteligentes que los habitan. Todo pueblo que come de la limosna del suelo, será un pueblo de mendigos toda su vida. Que el pródigo o benefactor sea el suelo o el hombre, el mendigo es el mismo.

La tierra es la madre, el hombre es el padre de la riqueza. En la maternidad de la riqueza no hay generación espontánea. No hay producción de riqueza si la tierra no es fecundada por el hombre. Trabajar es fecundar. El trabajo es la vida, es el goce, es la felicidad del hombre. No es su castigo. Si es verdad que el hombre nace para vivir del sudor de su frente, no es menos cierto que el sudor se hizo para la salud del hombre; que sudar es gozar, y que el trabajo es un goce más bien que un sufrimiento. Trabajar es crear, producir, multiplicarse en las obras de su hechura: nada puede haber más plácido y lisonjero para una naturaleza elevada.

La forma más fecunda y útil en que la riqueza extranjera puede introducirse y aclimatarse en un país nuevo, es la de una inmigración de población inteligente y trabajadora, sin la cual los metales ricos se quedarán siglos y siglos en las entrañas de la tierra; y la tierra, con todas sus ventajas de clima, irrigación, temperatura, ríos, montañas, llanuras, plantas y animales útiles, se quedará siglos y siglos tan pobre como el Chaco, como Mojas, como Lipes, como Patagonia.

Juan B. Alberdi

París, 1879

Introducción

América ha sido descubierta, conquistada y poblada por las razas civilizadas de Europa, a impulsos de la misma ley que sacó de su suelo primitivo a los pueblos de Egipto para atraerlos a Grecia; más tarde a los habitantes de ésta para civilizar las regiones de la Península Itálica; y por fin a los bárbaros habitadores de Germania para cambiar con los restos del mundo romano la virilidad de su sangre por la luz del cristianismo.

Así, el fin providencial de esa ley de expansión es el mejoramiento indefinido de la especie humana, por el cruzamiento de las razas, por la comunicación de las ideas y creencias, y por la nivelación de las poblaciones con las subsistencias.

Por desgracia su ejecución encontró en la América del Sur un obstáculo en el sistema de exclusión de sus primeros conquistadores. Monopolizado por ellos durante tres siglos su extenso y rico suelo, quedaron esterilizados los fines de la conquista en cierto modo para la civilización del mundo.

Las trabas y prohibiciones del sistema colonial impidieron su población en escala grande y fecunda por los pueblos europeos, que acudían a la América del Norte, colonizada por un país de mejor sentido económico; siendo ésa una de las principales causas de su superioridad respecto de la nuestra. El acrecentamiento de la población europea y los progresos que le son inseparables, datan allí en efecto desde el tiempo del sistema colonial. Entonces, lo mismo que hoy, se duplicaba la población cada veinte años; al paso que las Leyes de Indias condenaban a muerte al americano español del interior que comunicase con extranjeros.

Quebrantadas las barreras por la mano de la revolución, debió esperarse que este suelo quedase expedito al libre curso de los pueblos de Europa; pero, bajo los emblemas de la libertad, conservaron nuestros pueblos la complexión repulsiva que España había sabido darles, por un error que hoy hace pesar sobre ella misma sus consecuencias.

Nos hallamos, pues, ante las exigencias de una ley, que reclama para la civilización el suelo que mantenemos desierto para el atraso.

Esta ley de dilatación del género humano se realiza fatalmente, o bien por los medios pacíficos de la civilización, o bien por la conquista de la espada. Pero nunca sucede que naciones más antiguas y populosas se ahoguen por exuberancia de población, en presencia de un mundo que carece de habitantes y abunda de riquezas.

El socialismo europeo es el signo de un desequilibrio de cosas, que tarde o temprano tendrá en este continente su rechazo violento, si nuestra previsión no emplea desde hoy los medios de que esa ley se realice pacíficamente y en provecho de ambos mundos. Ya México ha querido probar la conquista violenta de que todos estamos amenazados para un porvenir más o menos remoto, y de que podemos sustraernos dando espontáneamente a la civilización el goce de este suelo, de cuya mayor parte la tenemos excluida por una injusticia que no podrá terminar bien.

Europa, lo mismo que América, padece por resultado de esta violación hecha al curso natural de las cosas. Allá sobreabunda, hasta constituir un mal, la población de que aquí tenemos necesidad vital. ¿Llegarán aquellas sociedades hasta un desquicio fundamental por cuestiones de propiedad, cuando tenemos a su alcance un quinto del globo terráqueo deshabitado?

El bienestar de ambos mundos se concilia casualmente; y mediante un sistema de política y de instituciones adecuadas, los Estados del otro continente deben propender a enviarnos, por inmigraciones pacíficas, las poblaciones que los nuestros deben atraer por una política e instituciones análogas.

Esta es la ley capital y sumaria del desarrollo de la civilización cristiana y moderna en este continente; lo fue desde su principio, y será la que complete el trabajo que dejó embrionario la Europa española.

De modo que sus constituciones políticas no serán adecuadas a su destino progresista, sino cuando sean la expresión organizada de esa ley de civilización, que se realiza por la acción tranquila de Europa y del mundo externo.

Me propongo en el presente escrito bosquejar el mecanismo de esa ley, indicar las violaciones que ella recibe de nuestro sistema político actual en la América del Sur, y señalar la manera de concebir sus instituciones, de modo que sus fines reciban completa satisfacción.

El espacio es corto y la materia vasta. Seré necesariamente incompleto, pero habré conseguido mi propósito, si consiguiese llevar las miradas de los estadistas de Sudamérica hacia ciertos fines y horizontes, en que lo demás será obra del estudio y del tiempo.

Valparaíso, 1.º de mayo de 1852