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José Rizal

Noli me tangere.
El país de los frailes
Edición de Vicente Blasco Ibáñez

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9816-016-1.

ISBN ebook: 978-84-9897-884-1.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 9

La vida 9

Un retrato de época 9

A mi patria 11

I. Una reunión 13

II. Crisóstomo Ibarra 22

III. La cena 24

IV. Hereje y filibustero 28

V. Capitán Tiago 35

VI. Idilio en una azotea 39

VII. Recuerdos 43

VIII. Política frailuna 46

IX. El pueblo 49

X. Los caciques 52

XI. La ciudad de los muertos 56

XII. Presagios de tempestad 59

XIII. La pesca 62

XIV. En el bosque 71

XV. La víspera de la fiesta 78

XVI. Al anochecer 83

XVII. Correspondencias 89

XVIII. La mañana 94

XIX. El sermón 98

XX. La cabria 104

XXI. El banquete 109

XXII. La primera nube 115

XXIII. Su excelencia 118

XXIV. El derecho y la fuerza 124

XXV. La gallera 131

XXVI. Planes siniestros 138

XXVII. La catástrofe 143

XXVIII. ¡Vae victis! 149

XXIX. El maldito 158

XXX. Patria e intereses 161

XXXI. El casorio de María Clara 167

XXXII. El cabecilla 172

XXXIII. La caza en el lago 177

XIXIV. María Clara 181

Epílogo 185

Libros a la carta 189

Brevísima presentación

La vida

José Protacio Rizal Mercado y Alonso Realonda (19 de junio de 1861, Calamba-30 de diciembre de 1896, Manila), fue patriota, médico y hombre de letras inspirador del nacionalismo de su país.

Rizal era hijo de un próspero propietario de plantaciones azucareras de origen chino. Su madre, Teodora Alonso, fue una de las mujeres más cultas de su época.

La formación de José Rizal transcurrió en el Ateneo de Manila, la Universidad de Santo Tomás de Manila y la de Madrid, donde estudió medicina.

Más tarde estudió en París y Heidelberg.

Noli me Tangere, su primera novela, fue publicada en 1886, seguida de El Filibusterismo, en 1891. Por entonces editó en Barcelona el periódico La Solidaridad en el que postuló sus tesis políticas.

Pese a las advertencias de sus amigos, Rizal decidió regresar a su país en 1892. Allí encabezó un movimiento de cambio no violento de la sociedad que fue llamado «La Liga Filipina». Deportado a una isla al sur de Filipinas, fue acusado de sedición en 1896 y ejecutado en público en Manila.

Un retrato de época

Noli me Tangere es el texto más célebre de José Rizal.

Rizal escribió su novela sobre la sociedad de Filipinas en el siglo XIX en medio de su actividad política, y pretendió denunciar los desmanes del gobierno español y sus instituciones religiosas a través de un relato en el que comparecen las clases sociales imperantes, el amor y la reflexión histórica.

A mi patria

Regístrase en la historia de los padecimientos humanos un cáncer de un carácter tan maligno, que el menor contacto le irrita y despierta en él agudísimos dolores. Pues bien, cuantas veces en medio de las civilizaciones modernas he querido evocarte, ya para acompañarme de tus recuerdos, ya para compararte con otros países, tantas se me presentó tu querida imagen con un cáncer social parecido.

Deseando tu salud, que es la nuestra, y buscando el mejor tratamiento, haré contigo lo que con sus enfermos los antiguos: exponíanlos en las gradas del templo, para que cada persona que fuese a invocar a la Divinidad les propusiese un remedio.

Y a este fin, trataré de reproducir fielmente tu estado sin contemplaciones; levantaré parte del velo que oculta el mal, sacrificándolo todo a la verdad, hasta el mismo amor propio, pues, como hijo tuyo, adolezco también de tus defectos y flaquezas.

El autor

Europa 1888.

I. Una reunión

A fines de octubre, don Santiago de los Santos, conocido vulgarmente con el nombre de Capitán Tiago, daba una cena, que era el tema de todas las conversaciones en Binondo, en los demás arrabales y hasta dentro de la ciudad. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre más rumboso, y sabía todo el mundo que su casa, como su país, no cerraba las puertas a nadie, como no fuese a las innovaciones provechosas y a las ideas nuevas y atrevidas.

Con la rapidez del relámpago corrió la noticia en el mundo de los parásitos que Dios crió en su infinita bondad y tan cariñosamente multiplica en Manila.

Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague. Era un edificio bastante grande, construido al estilo del país y situado a orillas del río Pasig, llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los ríos de Manila, el múltiple papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta proporciona agua potable si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal, en donde abunda más el tráfico, apenas cuenta con un viejo puente de madera, en una distancia de más de un kilómetro.

La casa a que aludimos era algo baja y de líneas no muy correctas: no sabemos si esto es debido a los huracanes y terremotos o a la poca ciencia del arquitecto. Una ancha escalera de verdes balaustres conduce desde el zaguán o portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas de flores, colocadas sobre pedestales de loza china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.

Puesto que no hay porteros ni criados que pidan el billete de invitación subiremos, lector amigo, si es que te atraen los acordes de la orquesta, la luz y el halagüeño ruido de la vajilla y los cubiertos y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla de Oriente. Con gusto te ahorraría la descripción de la casa, pero no lo hago porque es esta una cuestión demasiado importante, pues los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican según nuestras conchas.

Al subir, nos encontramos de golpe en una espaciosa estancia, llamada allí caída no sé por qué, que esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de orquesta. Hay en medio una larga mesa, adornada lujosamente, que brinda dulces promesas a los invitados y amenaza a las tímidas jóvenes, a las sencillas dalagas con dos horas mortales en compañía de gentes extrañas, cuyas conversaciones suelen tener un carácter muy particular.

Contrastan con los preparativos del pantagruélico festín, los abigarrados cuadros de las paredes, que representan asuntos religiosos como El Purgatorio, El Infierno, El Juicio final y la muerte del Justo. Vése también en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo del Renacimiento, tallado por Arévalo, un curioso lienzo de grandes dimensiones, en el cual hay representadas dos viejas y que lleva al pie la siguiente inscripción: «Nuestra Señora de la Paz y Buen viaje, que se venera en Antipolo, y que bajo el aspecto de una mendiga visita en su enfermedad a la piadosa y célebre capitana Inés». La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece un cadáver por los tintes amarillos y violáceos de su rostro; y los vasos y demás objetos que suelen encontrarse en las habitaciones de los enfermos están reproducidos tan minuciosamente, que se ven hasta sus contenidos.

Cuelgan del techo preciosas lámparas de China, jaulas, esferas de cristal azogado rojas, verdes y azules y plantas aéreas. Por el lado que mira al río unos caprichosos arcos de madera, medio chinescos, dan paso a una azotea cubierta con enredaderas y alumbrada por farolitos de papel de todos colores.

Sobre una tarima de pino está el magnífico piano de cola, de un precio exorbitante. Y finalmente, completa el adorno del salón un gran retrato al óleo de un hombre vestido de frac, tieso y recto como el bastón de borlas que lleva entre sus rígidos dedos cubiertos de anillos.

La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres como en las iglesias y las sinagogas. El sexo bello está representado por unas cuantas jóvenes españolas y filipinas. Abren la boca con un bostezo, pero la tapan al instante con sus abanicos; apenas murmuran algunas palabras; todas las conversaciones que comienzan mueren entre monosílabos, con un ruido sibilante, como el que se escucha en los templos silenciosos. ¿Acaso las imágenes de las Vírgenes que cuelgan de las paredes las obligan a guardar la compostura y el silencio religiosos o es que aquí las mujeres son diferentes a las demás?

La única que recibía a las señoras era una vieja, prima del Capitán Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistían en ofrecer a los españoles una bandeja de cigarros y buyos,1 y en dar a besar la mano a las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana concluyó por aburrirse, y oyendo el ruido de un plato que se había roto en la cocina, salió precipitadamente, murmurando:

—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Tengan la bondad de dispensar! ¡Voy a ver qué hacen aquellos indignos!

Y no volvió a aparecer.

En cuanto a los hombres, mostrábanse más parlanchines. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, señalando con el dedo a varias personas de la sala y riéndose con disimulo; en cambio dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo a otro de la sala, como hacen los viajeros aburridos sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar, alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.

El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta; parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia Civil; hablaba poco y con dureza.

Uno de los frailes, un joven dominico, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, afectaba una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y en otros tiempos había desempeñado una cátedra en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico. Hablaba poco y parecía pesar sus palabras.

Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. A pesar de que sus cabellos empezaban a encanecer conservábase todavía joven y robusto. Sus duras facciones, su mirada poco tranquilizadora y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y al verlo se acordaba uno de aquellos tres frailes de que habla Heine en sus «Dioses en el destierro», que por el mes de septiembre, allá en el Tirol, pasaban a media noche en una barca por un lago, y al depositar en la mano del pobre barquero una moneda de plata fría como el hielo, lo dejaban lleno de espanto.

Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, solo tenía de notable la nariz, de extraordinarias dimensiones; el otro, un joven rubio, parecía recién llegado al país. Con éste sostenía el franciscano una viva discusión.

—Ya lo verá —decía el fraile—; cuando esté en el país algunos meses se convencerá de lo que le digo; una cosa es gobernar en Madrid y otra es estar en Filipinas.

—Pero...

—Yo, por ejemplo —continuó fray Dámaso cortando la palabra a su interlocutor—, yo que cuento ya veintitrés años de plátano y morisqueta2 puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; yo conozco al indio mejor que nadie. Desde que llegué al país fui destinado a un pueblo pequeño y allí tuve ocasión de estudiar a estas gentes con completa calma.

—¡No comprendo que tenga eso nada que ver con el desestanco del tabaco! —pudo contestar al fin el joven rubio, mientras que el franciscano tomaba una copita de jerez.

Fray Dámaso, lleno de sorpresa, estuvo a punto de dejar caer la copa. Quedose un momento mirando de hito en hito al joven y:

—¿Cómo? ¿Cómo? —exclamó después con la mayor extrañeza—. Pero, ¿es posible que no vea usted lo que está más claro que la luz del día? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?

Esta vez fue el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón a fray Dámaso. El dominico permanecía indiferente y casi de espaldas.

—¿Cree usted?... —pudo al fin preguntar muy serio el joven, mirando lleno de curiosidad al fraile.

—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!

—¡Ah! Perdone usted —dijo el joven acercando un poco su silla—. ¿Existe verdaderamente esa indolencia en los naturales o sucede lo que afirma un viajero extranjero, que es solo una invención para disculpar nuestra propia indolencia, nuestro atraso y nuestro absurdo sistema colonial?

—¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que también conoce al país; pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual.

—En efecto —contestó el hombre pequeñito, que era el aludido—; en ninguna parte del mundo existe ser más indolente que el indio: ¡en ninguna parte!

—¡Ni otro más vicioso ni más ingrato!

—¡Ni más mal educado!

El joven rubio se puso a mirar con inquietud a todas partes.

—Señores —dijo en voz baja— creo que estamos en casa de un indio, esas señoritas...

—¡Bah! ¡No sea usted tan aprensivo! Santiago no se considera como indio, y además no está presente y... ¡aunque estuviera! Esas son tonterías de los recién llegados. Deje que pasen algunos meses; cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailújans, dormido en los catres y comido mucha tinola.

—¿Eso que usted llama tinola es una fruta de la especie del loto, que vuelve a los hombres así como olvidadizos?

—¡Qué loto ni qué lotería! —contestó riendo el padre Dámaso—. Tinola es un guisado de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?

—Cuatro días —contestó el joven algo picado.

—¿Viene como empleado?

—No, señor; vengo por cuenta propia, para conocer el país.

—¡Hombre, qué pájaro más raro! —exclamó fray Dámaso mirándole con curiosidad.

—Decía vuestra reverencia, padre Dámaso —interrumpió bruscamente el dominico cortando la conversación—, que ha estado veinte años en el pueblo de San Diego y lo ha dejado. ¿No estaba vuestra reverencia contento en el pueblo?

Fray Dámaso, a esta pregunta hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió la alegría y dejó de reír.

—¡No! —gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.

El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:

—Debe de ser muy doloroso dejar a un pueblo que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la Comunidad...

Fray Dámaso, por primera vez en aquella noche, parecía muy preocupado. De repente dio un puñetazo sobre el brazo de su sillón, y respirando con fuerza, exclamó:

—¡Hay religión o no la hay! ¡Los curas son libres o no lo son! ¡El país se pierde, está perdido! Y volvió a dar otro puñetazo.

Toda la gente de la sala, sorprendida se volvió hacia el grupo. Los dos extranjeros, que se paseaban, paráronse un momento, hicieron una mueca y continuaron acto seguido su paseo.

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó el teniente frunciendo las cejas.

—¿Qué quiero decir?... —repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con su interlocutor—. ¡Digo lo que me da la gana! Quiero decir que cuando el cura, arroja del cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey tiene derecho a mezclarse, y menos a imponer castigos. Y sin embargo, el general, esa calamidad con entorchados, se mete en todo.

—¡Padre, su excelencia es Vice Real Patronato! —gritó el militar levantándose.

—¡Qué Vice Real Patronato ni qué niño muerto! —contestó el franciscano levantándose también—. En otro tiempo se le hubiera arrastrado, como ya hicieron una vez las Corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!...

—Le advierto que yo no permito... ¡Su excelencia representa a Su Majestad el rey.

—¡Qué rey ni que Roque! Para nosotros no hay más rey que el legítimo...

—¡Alto! —gritó el teniente amenazador y como si se dirigiese a sus soldados—. O usted retira cuanto ha dicho o mañana mismo doy parte a su excelencia.

—¡Vaya usted ahora mismo, vaya usted! —contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándose con los puños cerrados—. ¿Cree usted que porque llevo hábitos me faltan?... ¡Vaya usted! ¡Si quiere le prestaré mi coche!

La cuestión se agriaba cada vez más. Afortunadamente intervino el dominico.

—¡Señores! —dijo en tono de autoridad— no hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso las del hombre de las del sacerdote. Las de éste, como tal, jamás pueden ofender, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una distinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore, pero no in corde y las que dice in corde. Estas últimas son las que únicamente pueden ofender, y eso según: si ya in mente preexistían por un motivo o solamente vienen per accidens en el calor de la conversación.

—¡Pues yo por accidens y por mí sé los motivos, padre Sibyla! —interrumpió el militar, que comenzaba a embrollarse con tantas distinciones—. Sé los motivos y los va a oír vuestra reverencia. Durante la ausencia del padre Dámaso, enterró el coadjutor el cadáver de una persona dignísima, sí señor, dignísima, yo tuve el gusto de tratarla y me hospedé en su casa varias veces. ¿Que no se confesaba nunca? ¿Y qué? ¡Tampoco yo me confieso! Pero decir que se ha suicidado es una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y esperanzas, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo no se suicida.

Y volviendo la espalda al franciscano continuó:

—Pues bien, este fraile, a su vuelta al pueblo, después de maltratar al pobre coadjutor, ha hecho desenterrar y sacar fuera del cementerio el cadáver de mi infortunado amigo, para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar; verdad es que muy pocos lo supieron. El muerto no tenía ningún pariente y su hijo único está en Europa. Sin embargo, se enteró su excelencia, y, como es hombre de recto corazón, no consintió que quedase semejante atropello sin castigo. El padre Dámaso fue trasladado inmediatamente a otro pueblo. Esta es la historia. Ahora haga vuestra reverencia todas las distinciones que quiera.

Y dicho esto se alejó del grupo.

—Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada —dijo el padre Sibyla con pesar—. Pero al fin, si se ha ganado en el cambio de pueblo...

—¡Qué se ha de ganar! —interrumpió balbuciente, sin poderse contener de ira fray Dámaso.

Poco a poco volvió la tranquilidad a la reunión.

Habían llegado otras personas, entre ellas un viejo español, cojo, de fisonomía bondadosa y dulce, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas, vestida a la europea.

El grupo les saludó amistosamente; el doctor Espadaña, que era el recién llegado, y su señora la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos.

—¿Pero me puede usted decir, señor Laruja, dónde está el dueño de la casa? Yo todavía no le he sido presentado —dijo el joven rubio.

—Dicen que ha salido; yo tampoco lo he visto.

—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones! —intervino fray Dámaso—. Santiago es un hombre de buena pasta.

—Un hombre que no ha inventado la pólvora —añadió Laruja.

—¡También usted, señor de Laruja! —exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose.

—¿Cómo iba el pobre a inventar la pólvora si muchos siglos antes de que él naciera, ya los chinos la habían inventado?

—¿Los chinos? ¿Está usted loca? —exclamó fray Dámaso—. ¡Quite usted! La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuantos Savalls, en el siglo... VII.

—¡Un franciscano! Bueno, quizás estuviese en China de misionero ese padre Savalls —replicó la señora, que no se dejaba convencer tan fácilmente.

—Schwartz querrá usted decir, señora —repuso fray Sibyla sin mirarla.

—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls; ¡yo no hago más que repetir!

—¡Bien! Savalls o Chevás ¿qué más da? —replicó malhumorado el franciscano.

—Y en el siglo XIV, no en el VII —añadió el dominico en tono de corrección, como para mortificar el orgullo del otro.

—¿Antes o después de Cristo? —preguntó con gran interés doña Victorina.

Felizmente para el interrogado dos nuevos personajes entraron en la sala, distrayendo la atención todos.


1 Hueso de una fruta parecida al dátil, que mascan los indios mezclado con una hoja parecida a la de la morera.

2 Arroz cocido.

II. Crisóstomo Ibarra

Eran los recién llegados el original del retrato de frac y un joven vestido de riguroso luto.

—¡Buenas noches, señores! —dijo Capitán Tiago, besando la mano a los frailes. El dominico se colocó bien las gafas de oro para mirar al joven recién llegado, y fray Dámaso se puso pálido y abrió los ojos desmesuradamente.

—Tengo el gusto de presentar a ustedes a don Crisóstomo Ibarra, hijo de mi difunto amigo —continuó Capitán Tiago—; el señor acaba de llegar de Europa y he ido a recibirle.

En el salón se escucharon entonces algunas exclamaciones. El teniente, sin hacer caso del dueño de la casa, se acercó al joven y se puso a examinarlo de pies a cabeza, lleno de sorpresa y regocijo. Este, cambiaba en aquel instante las frases de costumbre con las personas a quienes acababa de ser presentado. Su aventajada estatura, sus facciones, la desenvoltura de sus modales respiraban sana juventud y le hacían en extremo simpático. Descubríanse en su rostro franco o inteligente algunas huellas de la sangre española al través de un hermoso color moreno, algo rosado en las mejillas, efecto tal vez de su permanencia en los países fríos.

—¡Calla! —exclamó con alegre sorpresa—: ¡el cura de mi pueblo, el padre Dámaso, el íntimo amigo de mi padre!

Todas las miradas se dirigieron al franciscano: éste no se movió.

—¡Usted dispense, me había equivocado! —añadió Ibarra, confuso, al observar la actitud fría y desdeñosa del fraile.

—¡No te has equivocado! —contestó aquél al fin con voz alterada—. Pero tu padre jamás fue íntimo amigo mío.

Ibarra retiró lentamente la mano que había tendido al franciscano, sintiendo en lo más profundo del alma la ofensa que acababa de recibir. Volviose para ocultar su turbación y su ira y se encontró con la adusta figura del teniente que le seguía observando.

—¿Es usted el hijo de don Rafael Ibarra? El joven se inclinó lleno de tristeza.

Fray Dámaso se incorporó en su butaca y lanzó una mirada rencorosa al teniente.

—¡Bienvenido sea usted a su país y ojalá que en él sea más feliz que su padre! —exclamó el militar con voz temblorosa—. Yo tuve la dicha de conocerlo y de tratarlo y puedo decir que era uno de los hombres más dignos y honrados de Filipinas.

—¡Señor! —contestó Ibarra conmovido—; el elogio que usted hace de mi padre me llena de consuelo.

Los ojos del anciano se cubrieron de lágrimas, dio media vuelta y se alejó rápidamente.

—¡La mesa está servida! —anunció un criado indio, luciendo una inmaculada camisa blanca con los faldones por fuera.

Y los invitados se apresuraron alegremente a colocarse en sus sitios.

III. La cena

Instintivamente los dos religiosos se dirigieron a la cabecera de la mesa, y como era de esperar, sucedió lo que a los opositores a una cátedra: ponderan con palabras los méritos y la superioridad de los adversarios, pero luego dan a entender todo lo contrario, y gruñen y murmuran cuando no la obtienen.

—El sitio de honor es para usted, fray Dámaso.

—¡Para, usted, fray Sibyla!

—Si usted lo manda obedeceré —dijo el padre Sibyla disponiéndose a sentarse.

—¡Yo no lo mando —protestó el franciscano—, yo no lo mando!

Iba ya a sentarse fray Sibyla sin hacer caso de las protestas, cuando sus miradas se encontraron con las del teniente. El más alto oficial es, según la opinión religiosa en Filipinas, muy inferior al lego más ignorante. Cedant arma togae, decía Cicerón en el Senado; cedant arma cotae, dicen los frailes en Filipinas. Pero fray Sibyla era persona fina y repuso:

—Señor teniente, aquí estamos en el mundo y no en la iglesia; el sitio le corresponde.

Pero a juzgar por el tono de su voz, aun en el mundo le correspondía a él. El teniente, bien por no molestarse o por no sentarse al lado de su adversario el padre franciscano, rehusó brevemente.

Ninguno de los candidatos al sitio de preferencia se había acordado del dueño de la casa. Ibarra le vio, contemplando la escena con la sonrisa en los labios y lleno de satisfacción.

—¡Cómo, don Santiago! ¿No se sienta usted entre nosotros?

Todos los asientos estaban ya ocupados. Nadie se movió, sin embargo. El generoso Creso sin duda alguna, tendría que ir a cenar a la cocina, mientras que sus invitados se atiborraban de ricos manjares en la espléndida mesa.

Solo Ibarra hizo ademán de levantarse.

—¡Quieto! ¡No se levante usted! —dijo el Capitán Tiago poniendo la mano sobre el hombro del joven—. Precisamente esta fiesta es para celebrar la llegada de usted. ¡Que traigan la tinola! Mandé hacer tinola porque supuse que usted después de tanto tiempo, tendría ya ganas de probarla.

Trajeron una gran fuente coronada de humo. El dominico, después de murmurar el Benedicite, principió a repartir el contenido. Sea por descuido o mala intención, al padre Dámaso le tocó un plato donde, entre mucho caldo y calabaza, nadaban un cuello desnudo y un ala dura de gallina, mientras los otros comían magníficos trozos y tiernas pechugas. El franciscano machacó colérico los calabacines, tomó un poco de caldo, dejó caer la cuchara y empujó bruscamente el plato hacia delante, ensuciando el mantel. El dominico, que lo estaba observando con el rabillo del ojo, fingía hablar muy distraído con el joven rubio: pero no pudo evitar que asomase a sus labios una burlona sonrisa.

—¿Cuánto tiempo hace que falta usted del país? —preguntaba Laruja a Ibarra.

—Cerca de siete años.

—Entonces, ya se habrá usted olvidado de él por completo.

—¡Al contrario! Mi país y mis paisanos son los que se han olvidado de mí. ¡Ni aun se molestaron en decirme cómo murió mi padre!

—¡Ah! —exclamó el teniente.

—Y, ¿dónde estaba usted que no pidió noticias aunque fuese por telégrafo? —preguntó doña Victorina, que no abría la boca más que para decir disparates—. Nosotros cuando nos casamos telegrafiamos a la Península comunicando la fausta nueva a la familia de mi marido.

—Señora, durante estos dos últimos años estuve en el Norte de Europa: en Alemania y en la Polonia rusa.

El doctor Espadaña, que hasta entonces no se había atrevido a hablar, creyó conveniente decir algo, y como en decir disparates ganaba a su mujer, soltó la siguiente vaciedad, ruborizándose hasta las niñas de los ojos:

—Co... conocí en España un polaco de Va... Varsovia llamado Stadtnitzki, si mal no recuerdo; ¿le ha visto usted por ventura?

—Es muy posible —contestó con amabilidad Ibarra—, pero en este momento no lo recuerdo.

—¡Pues no se le podía co... confundir con otro! —añadió el doctor cobrando ánimo—: era rubio como el oro y hablaba muy mal el español.

—Buenas señas son, pero durante mi estancia en aquellas tierras no he hablado una palabra de español más que en algunos consulados.

—¿Y cómo se arreglaba usted? —preguntó admirada doña Victorina.

—Me servía del idioma del país, señora.

—¿Habla usted también el inglés? —preguntó el dominico, que había estado en Hong Kong y conocía el Pidgin-English, esa adulteración del idioma de Shakespeare por los hijos del Celeste Imperio—. He estado un año en Inglaterra entre gentes que solo hablaban el inglés.

—Y ¿cuál es el país que más le gusta a usted de Europa? —preguntó el joven rubio.

—Después de España, mi segunda patria, no tengo preferencia por ninguno. Sin embargo, escogería el más libre.

—¡Habrá usted visto muchas cosas notables! —dijo Laruja.

—¡Notables! Lo más notable es el lamentable atraso de los europeos y su orgullo inconmensurable. Sienten un soberano desprecio por los otros pueblos, y no obstante, excepto una insignificante minoría, son tan ignorantes como ellos y aun más desgraciados. La naturaleza y los hombres los oprimen al mismo tiempo. Ya quisieran gozar de la libertad y la abundancia de los países semisalvajes. ¡Por eso los miran con rencor y tratan de exterminarlos!

—Y ¿no has visto más que eso? —preguntó con risa burlona el franciscano, que desde el principio de la cena estaba, enfurruñado, buscando la manera de vengarse de la burla que le había hecho el dominico con el plato de tinola—. ¡Vaya unas lindezas! La culpa no la tenéis vosotros, sino quien os consiente que vayáis a Europa a pervertiros y a aprender disparates. No son vuestros cerebros los más a propósito para comprender la cultura europea. Empieza por cegaros y concluye por trastornar vuestros débiles cacúmenes. Afortunadamente estamos nosotros aquí para volveros a la razón, o en caso contrario, sujetaros con una camisa de fuerza.

Ibarra quedose sin saber qué decir: los demás, sorprendidos, guardaron también silencio y se miraron unos a otros, temiendo un escándalo.

—Como ya estamos concluyendo de cenar, no me extraño que su reverencia se encuentre un poco ebrio —iba a contestar el joven, pero se contuvo y solo dijo lo siguiente:

—Señores, no se extrañen de la familiaridad con que me trata mi antiguo cura: ¡así me trataba cuando niño! Para su reverencia en vano pasan los años, yo se lo agradezco, porque sus palabras autoritarias me recuerdan al vivo aquellos días felices de mi infancia, en que fray Dámaso frecuentaba la casa de mi padre y comía los mejores manjares de su mesa.

El dominico miró furtivamente al franciscano, que se había puesto tembloroso y tenía los ojos inyectados. Ibarra, impasible, le lanzó una mirada de desprecio, y continuó levantándose:

—Con el permiso de ustedes voy a retirarme. Mañana mismo debo partir para mi pueblo y tengo que evacuar antes algunos asuntos. Antes señores he de levantar mi copa porque Dios ilumine a España y haga dichosas a las islas Filipinas.

Y apuró una copita, que hasta entonces no había tocado. El viejo teniente le imitó, asintiendo con la cabeza a sus palabras.

—¡No se vaya usted! —decíale Capitán Tiago en voz baja—. De un momento a otro debe llegar María Clara: ha ido a buscarla Isabel. También ha de venir el nuevo cura de su pueblo que es un santo.

—Volveré mañana. Hoy tengo que hacer.

Y partió. Entre tanto el franciscano daba rienda suelta a su cólera, mal reprimida hasta entonces.

—¿Ha visto usted? —decía al joven rubio, blandiendo un cuchillo de postres—. ¡Se marcha por orgullo! ¡No pueden tolerar que el cura los reprenda! ¡Ya se creen personas decentes e ilustradas! Todo esto es consecuencia de enviar los jóvenes a Europa. El gobierno debía prohibirlo.

Aquella noche escribía el joven rubio, entre otras cosas, el capítulo siguiente de sus Estudios coloniales: «De cómo un cuello y un ala de pollo en el plato de tinola de un fraile pueden turbar la alegría de un festín». Y entre sus observaciones había estas: «En Filipinas la persona más inútil o insignificante en una cena o fiesta es la que la da y se gasta los cuartos: al dueño de la casa pueden empezar por echarlo a la calle y todo seguirá tranquilamente». «En el estado actual de cosas casi es hacer un bien a los filipinos el no dejarlos salir de su país, ni enseñarlos a leer.»