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EN EL PAÍS DEL ARTE

TRES MESES EN ITALIA

Vicente Blasco Ibáñez

CRITERIOS PARA ESTA EDICIÓN

Para la presente edición hemos cotejado la príncipe de 1896, impresa en Valencia sin referencia editorial a instancias del propio autor, la publicada por F. Sempere y Cª Editores, también en Valencia, sexta edición sin fechar aunque datada en 1909 (la séptima, que sí aparece fechada, es de 1910) y la más moderna de las Obras completas, tomo I, Aguilar, Madrid, 1946, en octava edición, de 1969, con idea de observar los cambios introducidos a lo largo del tiempo y de recuperar en lo posible toda la riqueza de este rutilante texto.

Hemos recuperado, pues tras la primera edición se habían perdido, dos capítulos completos, XXX y XXXI inicialmente, y un buen número de párrafos, fragmentos, matices que habían sido eliminados o modificados —algunos políticamente incorrectos incluso y que han de interpretarse en su contexto—, cuya presencia, entendemos, permite un mejor acercamiento a la obra y a la personalidad de Vicente Blasco Ibáñez.

Huelga decir que este es el particular valor que pueda tener esta edición frente a otras, sin que por ello pierda ese carácter divulgativo lejos del erudito o crítico, que no nos corresponde, por lo que hemos respetado las correcciones obvia y meramente de estilo que a nuestro entender no aportaban luz al texto.

Es por ello también que la presencia de notas a pie de página pretende únicamente contribuir a clarificar los pasajes que pudieran plantear algún tipo de dificultad para un lector no especializado y facilitar una búsqueda posterior de información al curioso.

Queremos agradecer especialmente las contribuciones de Federico Cabbidu, César Pardillo y Francesca Murru, que han servido para transcribir y acercarnos a la interpretación de los numerosos italianismos que salpican, como no podía ser menos, esta obra; la ayuda de Olga Bernad y Juan de Dios Morán, gracias a quienes hemos podido asomarnos a algunos de los «enigmas» aparentemente irresolubles que encerraban ciertos pasajes; y, por supuesto, a Tida Coly, que con su ciencia y su paciencia ha hecho posible la culminación de este trabajo. A todos ellos, gracias.

I

CAMINO DE ITALIA

A la caída de la tarde salía el vapor francés Les Droits de l’Homme del puerto de Cette[1].

Tras la montaña cubierta de huertos y villas por cuya falda se extiende la ciudad, ocultábase el sol pálido del invierno, envolviéndola en una nube de dorado polvo. En los extensos muelles cruzados por puentes venecianos, sonaba la discordante y aguda sinfonía de la agitación comercial, el chirrido de los camiones, el sordo voltear de los panzudos toneles, los gritos de los cargadores, el monótono «¡oh, oh, isa!» de las tripulaciones, moviéndose sobre las cubiertas de los buques formados en fila ante las casas; y por un malecón, al través del enmarañado bosque de cables y escalas, velas y banderas, veíase desfilar con blanco traje de mecánica y las cabecitas rojas, diminutos y graciosos como soldados salidos de un bazar de juguetes, un batallón que regresaba del campo de maniobras.

En la entrada de los canales, frente al mar libre, mecíase una escuadrilla de torpederos, largos y cenicientos como anguilas dormidas a flor de agua, y más allá, en la infinita extensión del golfo, destacándose sobre el pardo horizonte cargado de nubes, los grupos de lanchas pescadoras, los bergantines con todos sus blancos lienzos desplegados, los vapores empenachados de denso humo, unos hacia las playas de España y otros rompiendo las aguas con rumbo a las costas de donde hace siglos vino la civilización para galos e iberos, sumidos en la más vigorosa y simpática barbarie.

Alejábase el vapor movido dulcemente por los interminables y voluptuosos estremecimientos del mar, y en torno de él, amortiguados por la distancia, rotos, arrollados y confundidos por el viento del golfo, vibraban los mil ecos, que eran como la respiración de la ciudad cada vez más lejana: redoble de tambores, lamento de cornetas, melancólicos toques de campana y el último esfuerzo de la actividad comercial que apresura su trabajo ante la noche que llega. En la infinita sábana azul, terso espejo veneciano que retrataba en su fondo las encendidas nubes del crepúsculo, los delfines saltaban y se perseguían como muchachos traviesos; brillaban en la densa profundidad sus panzas grises y, sobre las movedizas ondulaciones del agua, las gaviotas, con las alas recogidas, entregábanse al sueño.

Cerraba la noche. En el profundo surco que abría el buque, orlando de rebullentes espumas sus férreos costados, brillaban como peces rojos o verdes los destellos de las linternas de babor y estribor; y arriba, en lo más alto del trinquete, cabeceaba el farol blanco, como saludando a las estrellas que titilaban en el horizonte por encima de la densa barrera de nieblas.

Es el Mediterráneo el mar de los recuerdos. No puede pensarse sin profunda emoción que las mismas aguas que nos mecen son las que un día se abrieron por vez primera ante el cóncavo vientre de las naves fenicias, que llevaban en su seno, bajo las velas de púrpura, la civilización y la vida al Occidente europeo; las que, rodeando con espumas y peces voladores la esbelta birreme griega, hicieron soñar al navegante poeta con las sirenas, los tritones y la Venus esplendorosa de belleza y seducción, creando el más hermoso de los cultos; las que presenciaron los sangrientos abordajes y el cruzar de férreos espolones entre cartagineses y romanos; y las que siglos después fueron testigos de la heroicidad aragonesa, sufriendo el peso de nuestras invencibles galeras, lamiendo, mansas, los férreos escudos de los almogávares que empavesaban sus bordas, y reflejando el trono indestructible de Roger de Lauria, aquel alcázar de popa, desde el cual el gran almirante de Aragón, soberbio y tenaz como nuestra raza, juraba que los peces no surcarían el Mediterráneo sin ostentar sobre el lomo, como símbolo de sumisión, las cuatro barras de sangre.

Pensaba en las pasadas grandezas de la patria chica, en aquel reino de Aragón, plantel de sabios y caudillos, pueblo grandioso que no cabía dentro de su hogar y se desparramó hacia Oriente, enseñoreándose del Mediterráneo, de Italia y de Grecia; en aquellos almogávares fieros que, semejantes a la guardia vieja de Bonaparte, pasearon triunfantes por remotos países, plantando sobre el Etna el pendón aragonés que había sembrado el pavor en la morisma valenciana, o afilando en Atenas, sobre las caídas columnas del Partenón, aquellas cortas espadas incansables y jamás vencidas, que como emblema de feroz acometividad, anunciando por anticipado el golpe, tenían grabado el desvergonzado mote: «¡Fot-li, fot-li![2]».

Y saboreando estos recuerdos gloriosos, miraba la lejana costa moteada de rojos faros; aquel pedazo de tierra francesa que un día fue nuestro, y en el cual, como único rastro de la preponderancia española, quedan las ganaderías de los bravos toros de la Camargue y esa afición a las corridas que hace que el pueblo meridional esté en perpetua sedición contra el filantrópico gobierno de la República.

Nos abismamos en la niebla; el buque penetró en la densa barrera de vapores que el vientecillo del golfo no podía barrer, y comenzó la navegación en el caos, a tientas, sonando a cada instante el rugido de la sirena, para avisar la presencia y evitar un choque, distinguiéndose como pálidas y lejanas estrellas las mismas luces de a bordo, y aspirando los pulmones una atmósfera de pegajosa humedad, al mismo tiempo que las ropas y la barba goteaban, como si estuvieran recibiendo un chaparrón.

La niebla en el mar es el mayor de los peligros; el que más impresiona. Un choque es el naufragio rápido, fulminante, sin remedio alguno, y el ánimo se encoge al sentir el invisible hervor del mar, del que parecen surgir los densos vapores, mientras que la imaginación cree ver a cada momento, en la blancuzca niebla, el siniestro contorno de buques que se aproximan rápidos y van a deshacer, como frágil cáscara, la tablazón donde se apoyan los inseguros pies.

Al amanecer estábamos frente a Toulon y pasábamos entre las islas Hyères, también de grato recuerdo, donde el gran capitán valenciano don Hugo de Moncada desbarató la escuadra de Francisco I.

Contemplaba la angosta entrada del primer puerto militar de Francia, frente a la cual, envueltas en humo, evolucionaban una docena de poblaciones flotantes erizadas de cañones, que forman la escuadra de instrucción de la vecina República. Iba la mirada de una a otra de las cumbres coronadas por doble cinturón de castillos, que convierten a Toulon en plaza inexpugnable, y pensaba en que aquellas alturas presenciaron el nacimiento a la vida de la gloria de un obscuro oficial de artillería, loco para la ciencia, grande para la historia, que se llamaba Napoleón Bonaparte.

En uno de aquellos montes estaba la batería llamada de los «Hombres sin Miedo», donde el joven comandante, flacucho, endeble, con la lacia melena caída a ambos lados del huesudo rostro, sobre cuya palidez lívida se destacaban los fulgurantes ojos, escribía sus planes de asedio o se paseaba meditabundo, con el frío valor, con la serenidad olímpica de los predestinados, sin limpiarse siquiera el polvo con que le salpicaban las innumerables bombas que caían en aquel punto avanzado.

Y para que el recuerdo fuese más vivo y perdurable, horas después, navegando por aquel mar azul, luminoso y susurrante como una romanza italiana, entrábamos en el golfo Juan, pasando a la vista de Cannes, la playa donde el desterrado de la isla de Elba desembarcó con unos cuantos compañeros de desgracia después de la primera caída de su imperio.

Aquel golfo tranquilo, en el que hoy izan sus velas las pacíficas lanchas de pesca, ha presenciado la resurrección más asombrosa de la historia. El hombre peligroso confinado en el islote de Elba por el Congreso diplomático de Viena reaparecía inesperadamente con un golpe de audacia, cuando las grandes potencias aún estaban en sesión permanente. Era la tiranía que regresaba a Francia, pero una tiranía grande, dorada y embellecida por el esplendor de la gloria, hija ilegítima, pero hija al fin del heroísmo militar del 93, y mil veces más simpática que el despotismo mezquino y santurrón de los Borbones.

El grande hombre volvía solo, se presentaba en la risueña playa sin otras armas que el redingote gris tantas veces agitado por el huracán de las batallas y el pequeño tricornio, en torno del cual rugió la metralla de Europa entera. Los antiguos batallones del Grande Ejército, mandados ahora por coroneles realistas, le cierran el paso, pero Bonaparte avanza presentando el pecho a los fusiles, retando a sus antiguos soldados a que maten al que tantas veces les condujo a la victoria; y los fusiles se bajan, las lágrimas ruedan sobre los bigotes grises, la bandera tricolor se despliega, los Borbones huyen, el águila bonapartista vuela victoriosa otra vez de campanario en campanario, el entusiasmo rompe la disciplina, y desde Cannes a París, a través de toda la Francia, corre un éxodo interminable de soldados de todas clases que se agrupan en torno de un nervudo caballejo y de un cuerpo hinchado por la obesidad de la decadencia, rugiendo con furia: «¡Viva el emperador!».

Hay en Cannes más grandeza que en Austerlitz y en Jena. Grandes batallas las ganaron, igual o mejor que Napoleón, Alejandro, Aníbal y César, pero ninguno de estos fue desgraciado como Bonaparte, que, cual el héroe mitológico, tuvo fuerza y audacia para levantarse con nuevo vigor apenas tocó el suelo. Por esto el hombre extraordinario que encadenó el mundo con el despotismo de la gloria inspira admiración y profunda simpatía hasta a los corazones más republicanos, por la grandeza y el valor con que supo sobrellevar sus desgracias.

Después de Cannes desfila a nuestra vista toda la vida moderna, las ciudades donde los tísicos y los viciosos de toda Europa vienen a gastar sus millones. Niza, orlada de jardines; Mónaco, la metrópoli del juego, risueña y seductora, recostada coquetamente sobre una colina de color de rosa, como sonriente cocotte[3] que oculta entre blondas las uñas de gata voraz que rasgan las bolsas de los incautos; los Alpes, coronados de brumas y con las laderas cubiertas por el mosaico multicolor de chalets franceses y villas italianas; San Remo, con sus poéticas playas, donde el difunto emperador de Alemania, Federico Guillermo[4], lanzaba los esputos de su mortal dolencia; y después, al cerrar la noche, guirnaldas de luces, yates[5] de potentados que van con rumbo a Montecarlo, rumor continuo de vida que viene de la costa italiana, como si toda ella fuese una interminable población. Al romper el día, ruido de cañonazos, y ante la proa un puerto gigantesco y una población que extiende la enorme masa de sus edificios de siete pisos sobre tres o cuatro colinas. En la cima ondula el verde de los jardines, ocultando misteriosamente entre sus frondas el blanco mármol de las villas de arquitectura voluptuosa.

Aquello es Génova. Ya estamos en Italia.

[1]. Actualmente Sète.

[2]. Expresión que en el catalán y el valenciano de entonces, y en los actuales, significaba: «¡Dale, dale!» o «¡Jódele, jódele!», más desvergonzado.

[3]. En francés en la edición príncipe: «cortesana o mujer de vida licenciosa con cierto glamour».

[4]. Friedrich Wilhelm Nikolaus Karl von Preußen, o sencillamente Friedrich III, fallecido en 1888.

[5]. En inglés en el original: yachts.

II

EL PUERTO DE GÉNOVA

Ninguna ciudad de Italia ha experimentado como Génova los efectos de la unidad italiana.

Mientras sus antiguas rivales, Venecia y Pisa, vive la una la penosa existencia del mezquino comercio del Adriático, y se ve la otra por transformaciones geológicas cada vez más lejos del mar, sin gozar siquiera las ventajas de que Liorna sea como en otros tiempos puerto libre, Génova resucita, recobra su antiguo poderío y vuelve a ser el primer puerto de Italia.

Ya no posee la metrópoli de Liguria aquellas flotas militares que alquilaba a los soberanos de Europa y la hacían temible, inclinando con su peso la balanza del éxito en los conflictos continentales; ya no regresan sus marinos cargados de riquezas de aquellas expediciones, más propias de piratas que de soldados, en las cuales, al amparo de la cruz, saqueaban y exterminaban a las poblaciones de Oriente; la navegación honrada y comercial es hoy su vida; en su extenso puerto ondean las banderas de todos los países y sirve de estación de descanso lo mismo a los grandes steamers[1] que marchan al Nuevo Mundo como a los veleros y pequeños vapores que Mediterráneo adelante van a Grecia o al mar Negro.

En un puerto como el de Génova, extenso y poblado, es donde se admira la grandeza de la civilización presente, que a muchas imaginaciones perturbadas por el amor a lo antiguo parece prosaica, siendo poética y sublime por sus proporciones grandiosas.

Viniendo del mar solitario y monótono, donde se encuentra la lancha pescadora, igual casi a la embarcación de los primeros navegantes, se experimenta una impresión profunda al entrar, a la confusa luz de un amanecer nebuloso, en un gran puerto en plena actividad.

Amarrados a los muelles, enormes edificios flotantes con la nacionalidad ondeando en la punta de los mástiles; trasatlánticos que son ciudades, y ofrecen a los miles de seres que los pueblan durante un mes desde el médico y el cura que ayudan a morir hasta la banda de música que ameniza el tedio de alta mar; vapores ingleses, sucios y tétricos, arrojando a tierra el carbón que forma innumerables montañas y ennegrece la atmósfera; barcos americanos que hacen rodar sobre los muelles gigantescas pelotas de algodón; bricks[2] noruegos que vomitan por sus costados, con estruendoso tableteo, las maderas del norte; cruceros italianos, blancos y deslumbrantes desde el tope a la quilla, ostentando en su proa esa estrella de cinco puntas, que es aquí el distintivo oficial y hace soñar a las gentes de sacristía en tremebundas conspiraciones masónicas; por el centro del puerto, en el lago casi infinito de agua verdosa y tranquila, sobre la que parecen arrastrarse las brumas del amanecer, los remolcadores, entrecruzándose como enjambre de susurrantes moscas, aleteando con sus hélices para arrastrar las fragatas que entran con el velamen caído, lentas y cabeceantes como ciegos que se dejan guiar por diminutos perrillos; y en el fondo, la ciudad italiana, de inequívoco carácter, sucia y alegre como un muchacho sonriente que jamás se lava la cara, ostentando hermosas casas de siete pisos con persianas verdes y coquetonas, pero empavesadas las ventanas con harapos recién lavados, que se exhiben impúdicamente y gotean sobre el transeúnte la miseria de una gente que aprecia los parásitos como signo indudable de salud.

Es Génova la ciudad de los contrastes, de los grandes palacios y de los míseros callejones. Arriba, en la cumbre de las colinas, jardines frondosos, villas marmóreas, verdaderos nidos de amor que hacen recordar los voluptuosos hotelitos franceses del tiempo de la Regencia; abajo, cerca del puerto, barrios que son verdaderas juderías, con callejones estrechos y casi subterráneos, donde los aleros se tocan y tres personas no pueden marchar en fila por la rápida pendiente del pavimento de guijarros.

A excepción de la media docena de grandes vías que en línea accidentada forman la espina dorsal de la ciudad, las demás calles se titulan vicos[3] o callejones, y los hay que son verdaderas escaleras, por las cuales no se puede pasar sin agarrarse a un mugriento pasamano de hierro.

La más pequeña plazoleta sirve para emplazar un lavadero al aire libre, donde las comadres genovesas, feas, secas, rojizas y angulosas, riñen por entretenerse, gritando en su áspero dialecto, mientras pasean por dentro del agua los guiñapos, que poco después, tan sucios como antes de la inmersión, se tienden en las cuerdas atravesadas de una a otra casa, empavesando los vicos de mil colores, como si en ellos se verificase una fiesta callejera.

Este afán de hacerlo todo en medio de la calle es lo único que en Génova delata a la Italia. La población, aparte de sus sombrerillos calabreses y sus bigotazos a lo Umberto, tiene más de inglesa que de italiana. El far niente[4] con pobreza tiene pocos admiradores; la gente, como nacida en un puerto de mar, con el camino expedito para todo el mundo, solo piensa en hacer dinero, y toda esta juventud, roja más que morena, y de aspecto sajón más que latino, se marcha a la Argentina o a los Estados Unidos arrebatada por los grandes transportes de emigrantes, que arrojan en las playas de América la carne italiana para ser consumida por los más penosos oficios.

Bien se conoce que esto es una potencia de primer orden interesada en ese contubernio que llaman Triple Alianza. Este país, cuya prosperidad es muy discutible, [que ni aun de oídas conoce la plata y el oro, que a falta de pesetas ha inventado el billete de ¡una lira!, donde la gente en vez de portamonedas usa cartera,] y donde no hace muchos días el socialista Ferri proclamó en plena Cámara que la mayor parte de las aldeas italianas son chozas de paja peores que los aduares abisinios que Baratieri pretendía conquistar, sostiene a pesar de todo un ejército numerosísimo, tan grande casi como el de Francia, la cual puede permitirse tales lujos, pues atrae y acapara todo el dinero del mundo.

Por todas partes se encuentra aquí al militar; los más grandes edificios son cuarteles, y en las aceras es continuo el arrastre de los sables, el paso de las gorrillas ladeadas sobre los bigotes dinásticos y retorcidos, cuya longitud espanta.

Hay que confesar que, como bien presentado y vistoso, ningún ejército del mundo le echa el pie delante al italiano. Los oficiales parece que acaban de salir de la sastrería; el polvo huye medroso del paño brillante, y ni la más leve mancha afea la marcialidad de los aliados de Alemania.

De frente, no están mal, pero vistos por la espalda, hace sonreír la novedad de sus flamantes guerreras, que no pasan de la cintura más allá de dos dedos, dejando al descubierto los antípodas del rostro, para que se exhiban tras el ajustado pantalón con todo su garbo y redondez.

Todavía no se ha legislado sobre estética militar, y por esto no puede censurarse que la casa de Saboya, al hacer la unidad italiana y crear un ejército, considerase que lo que da a un soldado carácter más imponente es hacer alarde de las protuberancias del dorso.

Cuestión de gustos. Y esto debe ser considerado aquí como indiscutible, pues lo mismo el soldado de línea que el bersagliere[5], igual el jinete que el artillero, desde Umberto al último corneta, todo el que aquí viste uniforme, enseña junto al sable los rollizos hemisferios que finalizan la espalda.

[En la tierra nada hay insignificante, y así como la moderna ciencia histórica sospecha que la nariz de Cleopatra influyó en la suerte del mundo antiguo, y que el bubón de Francisco I, el entreñimiento[6] de Cromwell o la fístula de Luis XIV trajeron revuelta a Europa, tal vez ese palmo de paño que le falta al ejército de la casa de Saboya es el causante de la soberbia acometividad del abisinio Menelik[7] y de los desastres de África.]

A las pocas horas de callejear por Génova, estando en los malecones que orlan el puerto, comenzaron a sonar cañonazos.

Eran las naves de Alemania, el yate imperial Hohenzollern y el acorazado Kaiserin Augusta que acababan de anclar, esperando la llegada del emperador Guillermo para conducirlo a Nápoles.

Aquellas enormes fábricas de acero, con triples chimeneas que parecen torres y mástiles que sostienen verdaderas fortalezas, saludaban a la plaza con veintitantos cañonazos, y de sus costados sombríos salían entre blancuzco humo llamaradas rígidas y horizontales, como flechas de fuego, repitiendo después el inmenso golfo y las montañosas costas de la Liguria el eco de la detonación.

La Italia de Umberto y de Crispi muéstrase muy satisfecha de la visita de ese soberano poderoso, reproducción exacta de Carlos XII de Suecia, el cual, ya que no puede hacer la guerra, se entrega a las artes con la facilidad y la chapucería de un desequilibrado, y después de pintar cuadros y componer música, se dedica ahora a la confección de un drama, como mañana se entretendrá en fabricar un par de zapatos.

La visita es digna de agradecimiento. O hay amistad o no la hay. Los compadres de la Triple Alianza deben ayudarse en los momentos difíciles, y ahora que, con motivo de los desastres de Abisinia, están recientes las manifestaciones del pueblo italiano en las que gritó: «¡Abajo la monarquía!», acude el déspota teutón a patentizar de nuevo a la monarquía italiana su amistad y apoyo.

Ni más ni menos que el albañil acude al ver cómo un edificio se desmorona y arruina.

[1]. «Barcos de vapor», en inglés en el original.

[2]. Bergantín que añade a los dos mástiles habituales de vela cuadrada un tercer palo menor en la popa, para una cangreja. Se utilizaron mucho en el siglo XIX con fines comerciales.

[3]. En italiano en el original; vico: «calle muy estrecha». El plural sería vichi, no vicos.

[4]. Popular expresión italiana que condensa la esencia del «dulce holgar».

[5]. En italiano en la edición príncipe: «tirador certero». Los bersaglieri eran un cuerpo de la infantería italiana caracterizado por sus rápidos desplazamientos a pie, luego en bicicleta y más tarde con motocicletas.

[6]. Sic. ¿Estreñimiento? Podría referirse a su carácter, un tanto agrio.

[7]. Menelik II, fundador de Addis Abeba.

III

LA CIUDAD DE MÁRMOL

Génova es la ciudad de mármol.

En ninguna parte de Italia ni del mundo se ha usado y abusado tanto de esa piedra preciosa y carísima en otros países y tratada aquí con el desprecio de la abundancia, hasta el punto de servir muchas veces para empedrar las carreteras.

Las calles principales de la ciudad ligura son una tortuosa fila de palacios con las fachadas cubiertas de grandiosas figuras y frondosos escayolados. Los grandes aleros, sostenidos por cariátides, casi se tocan, filtrándose por el angosto espacio que dejan libre la viva luz del mediodía. Por la noche, a altas horas, cuando el alumbrado público comienza a languidecer, estas calles angostas, con sus paredes de mármol, que parecen remontarse hasta las estrellas parpadeantes, hacen pensar al transeúnte en las revueltas galerías de una cantera, donde el pico ha trazado caprichosamente perfiles y relieves que, a la luz del sol, son prodigios de arte.

Las antiguas glorias de la nación genovesa, el poderío que le dieron sus marinos y negociantes, se revela en estos grandes palacios que un día albergaron a los patricios ligures, a aquellas familias que por medio de intrigas y conspiraciones se disputaban los cargos de dux o de capitán de la República.

Cuarenta y siete palacios, todos espléndidos en su interior y de mármol desde el cimiento a la balaustrada final, se cuentan en las cuatro calles que forman la espina de la ciudad.

Son las antiguas viviendas de los Doria, Spínola, Palavicino, Balvi, Serra y otros linajes que se crearon en nuestra tierra o enviaron a ella gloriosos representantes, que figuran con orgullo en la historia patria.

Hoy estas viviendas patricias están abandonadas. Los descendientes de aquellos poderosos republicanos son palaciegos de la casa de Saboya, viven en Roma, cerca del rey, como militares o altos funcionarios, y dejan a algún antiguo servidor de la familia el encargo de enseñar a los extranjeros los vastos salones, con los dorados obscurecidos por el tiempo, los muebles majestuosos y sólidos, en los que la polilla hinca el diente; las alfombras pérsicas, sobre las cuales aún parece sonar el metálico choque de las espuelas y el frufrú de las luengas colas de terciopelo; los vistosos tapices robados en las expediciones marítimas y los numerosos cuadros de Leonardo da Vinci, Andrea del Sarto, Tiziano, Veronese, Tintoretto, Gavacci, Guido Reni, Pinturicchio, Procaccini, Rubens, Van Dyck y otros mil, adquiridos en aquella época feliz en que la aristocracia consideraba como la más distinguida de las modas el proteger las artes, así como ahora protege en España a los toreros y en el resto del mundo a los jockeys[1].

De todos estos palacios, el más interesante es el de los Doria, famosa familia de navegantes, caciques del mar, mercenarios de las olas, que alquilaban a los soberanos de Europa sus escuadras de centenares de galeras y que nuestro Carlos V tuvo la habilidad de atraerse, dando un golpe de muerte a Francisco I.

El gigantesco caserón, con sus grandes inscripciones latinas en la vieja fachada, está a orillas del mar, sobre una meseta que domina una gran extensión del Mediterráneo, como si los que lo construyeron necesitasen ver a todas horas, lo mismo desde la cama que desde la mesa, la vasta llanura azul, asiento de su poderío. Los vientos del golfo, que penetran mugientes por las columnatas de mármol, cubren hoy las baldosas de los patios y los andenes del abandonado jardín de un moho verde, que obliga a andar con precaución.

¡Oh prosa de nuestra época! La casa de aquellos patricios, a quienes los más poderosos reyes de Europa llamaban primos y que tenían por huéspedes en sus salones a Carlos V o don Juan de Austria, se alquila hoy como cualquier caserón de vecindad. Los pisos bajos, donde se acuartelaban los marinos que lucharon en Lepanto y se custodiaban las armaduras milanesas con las que los Doria se mostraban sobre el puente de sus naves como estatuas de acero, sirven ahora de falansterio a una porción de ingleses y yanquis, que han establecido en ellos sus oficinas y almacenes de licores, hierros y algodón.

Los prosaicos y charolados rótulos que indican la razón social muéstranse insolentes en el patio del palacio, afeando los afiligranados mármoles de las puertas. Los toneles y fardos con inscripciones inglesas ruedan sobre las losas que hace tres siglos se conmovían con el paso de los piratas turcos encadenados, el rudo golpe de las lanzas y los mandobles y el ruidoso estallar de la trompetería, acompañada del griterío del populacho, que aclamaba el triunfo de los Doria.

Pero como cada época trae consigo nuevos encumbramientos e inesperadas decadencias, los Doria de hoy, que no tienen naves en el mar que les traigan valiosas presas, y viven en Roma la costosa existencia de la alta sociedad, aceptan gustosos las esterlinas o los dólares de la gente sajona y piensan, sin duda, que nunca valió tanto como en el presente el solar de sus antepasados.

Por fortuna, la invasión utilitaria no ha llegado hasta los pisos superiores, y allí se conserva todavía latente en el decorado y hasta en la atmósfera el recuerdo de la gran familia.

En una extensa galería, desde cuya balaustrada de mármol se ven las verdosas estatuas del jardín y el grandioso puerto, con su selva de mástiles y cordajes, se admiran, pintados al fresco por Bonaccorsi, uno de los mejores discípulos de Rafael, todos los Doria más famosos, sentados en nubes, como olímpico Senado de proporciones gigantescas, vestidos a la romana con coseletes de escamas y mostrando en toda su soberana desnudez poderosas musculaturas [que antes eran el distintivo de la fuerte raza latina y ahora, por un rápido decaimiento, solo son excepcionales].

Más adentro, atravesando las puertas de maderas preciosas, cuya complicada labor delata al artista árabe, se encuentran los salones de la familia, con sus gigantescas chimeneas, que tienen esculpidas en el mármol media corte celestial; sus camas monumentales cubiertas de sólido terciopelo, sus alfombras morunas, sus sitiales, que aún parecen guardar la huella de los antiguos dueños, y en los ángulos, como gloriosos trofeos, los enormes y afiligranados fanales, puntiagudos como capillas góticas, arrancados de las popas de las galeras tomadas al enemigo.

Fue asombroso el poder marítimo que los Doria dieron a Génova. Esta ciudad italiana, que en el día no es más que un gran puerto, fue en su tiempo tan poderosa como Inglaterra. Inventó la letra de cambio; acaparó el oro de todo el mundo; los más grandes banqueros de la cristiandad residían dentro de sus murallas, iguales en derechos e importancia a cualquier marino de la Serenísima República. Los reyes más grandes no se atrevían a emprender una guerra sin contar antes con el beneplácito del comercio genovés, único en Europa que podía prestar millones; y su marina era tan importante, que constaba de más de mil barcos de guerra con cien mil hombres de combate.

En uno de los salones, frente al viejo sillón, en el que se sentaba Carlos V al hospedarse en el palacio, vese reproducida en un gran cuadro la inmensa armada genovesa en orden de combate, formando divisiones, al aire sus velas triangulares, ondeantes sus flámulas, con las bordas erizadas de cañones y bombardas, y bien se reconoce ante tan inmenso alarde la razón de que la Génova del siglo XVI pesase en los destinos de Europa tanto o más que la Inglaterra del presente.

El recuerdo del gran emperador vive todavía en el palacio de los Doria. El español que discurre por aquellos salones vetustos, obsesionado por los históricos recuerdos, cree que al levantar un cortinaje va a encontrarse con la frente hermosa, la nariz audaz y la sonrisa de vividor alegre de aquel hombre extraordinario, percibiendo al mismo tiempo el roce sedoso del enorme lebrel, eterno compañero del gran monarca.

Todos los hombres ilustres de aquella época, escépticos por las veleidades de la fortuna, sin fe en el afecto y la fidelidad de los hombres, tenían depositada su confianza y su cariño en un animal. Carlos V tenía su lebrel y Andrea Doria tuvo su gato. Un hermoso gato de color de canela, rollizo y lustroso, con enormes bigotes y una cabeza grave y reflexiva digna de un filósofo. Un pincel maestro se encargó de inmortalizarle, y allí está en el mejor salón del palacio, en un gran lienzo que ocupa lugar preferente, sentado sobre las patas traseras y oyendo con profunda atención a su amo Andrea Doria, que, con la blanca barba sobre el pecho, envuelto en negra hopalanda y el birrete de terciopelo de borde acanalado hundido hasta las orejas, tiene la demacración, el aspecto doliente del hombre de mar que llega a la vejez, después de haber pasado su vida rociado por las olas y combatido por el viento.

Tal vez el gran marino relata a su fiel amigo el concepto que le merecía Francisco I, [aquel a quien la historia, por una injusticia tradicional, llama «el rey caballero», a pesar de que en todas partes se portó como un charrán,] y el Micifuf[2] aprueba con su sonrisa de felino.

Debió ser para Génova un periodo feliz aquel en que Andrea Doria, seguro de la adhesión de sus conciudadanos, solo atendió a conquistar el señorío del Mediterráneo.

De libertad no debían andar muy bien los genoveses de entonces, y lo prueba la conspiración de Fieschi en tiempos de Giannettino Doria, el hijo de Andrea[3]. Las grandezas históricas cuestan caras a los pueblos, como costó la gloria de Carlos V a las libertades castellanas y la de Napoleón a la Francia revolucionaria.

Pero al menos esas épocas de dictadura gloriosa dejan como recuerdo grandes obras artísticas; y el testimonio viviente del período de los Doria son los palacios genoveses con sus derroches de escultura, gigantescas figuras que, hundidas hasta el vientre en pétreos follajes, sostienen con los miembros contraídos las balaustradas de balcones y ventanas.

Y por cierto que son tan numerosas las estatuas en las fachadas de estos antiguos palacios que, si todas se animaran con momentánea vida y echasen a correr, los fondistas de Génova, con ser casi tan innumerables como la prole de Abraham, no tendrían cubiertos bastantes para tanto «convidado de piedra».

[1]. En inglés en la edición príncipe: «jinete profesional para carreras de caballos».

[2]. Protagonista de La Gatomaquia, largo poema satírico de Lope de Vega.

[3]. Giannettino es, en realidad, sobrino, heredero y lugarteniente de Andrea Doria.