Cubierta

CARLOS CASTRODEZA

EL FLUJO DE LA HISTORIA
Y EL SENTIDO DE LA VIDA

La retórica irresistible
de la selección natural

Edición revisada por:
ANTONIO JAVIER DIÉGUEZ LUCENA

Herder

Diseño de portada: Stefano Vuga

Edición revisada por: Antonio Javier Diéguez Lucena

Maquetación electrónica: José Toribio Barba


© 2012, Carlos Castrodeza

© 2013, Herder Editorial, S.L., Barcelona


ISBN: 978-84-254-3199-9


La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso

de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Herder

www.herdereditorial.com

ÍNDICE

PRÓLOGO, DE ANDRÉS MOYA

INTRODUCCIÓN

I. METAFÍSICAS EN COLISIÓN: CREACIONISMO Y EVOLUCIONISMO

Metafísica y fideísmo

El creacionismo y el evolucionismo como interactores

La política, la metafísica y la ciencia

La unilinearidad de todo discurso, incluido el científico

Recapitulación

II. EL FLUJO DE LA HISTORIA

La singularidad de la cultura occidental en su evolución

El icono darwiniano y la estética nihilista

De la selección natural al naturalismo

El desenlace bioantropológico de la cultura

III. LA METAFÍSICA DARWINIANA

La ubicación ontoepistémica de Charles Darwin

La historia natural en el Occidente decimonónico

La dicotomía función-forma

Darwin «antes de Malthus»

El equívoco «efecto Malthus»

La cuestión de las cuestiones

IV. EL SENTIDO DE LA VIDA

La ansiedad teleológica

El sentido desde el naturalismo

La falta de sentido como patología

La naturalización de lo sobrenatural

El sentido y la fuerza del mal

Lo que «es» es de ley

El naturalismo social y el biológico

Sentido y libre albedrío

El sentido de la muerte

El sentido de la ciencia y de la tecnología

El sentido de la indigencia

El sentido del nihilismo

V. EL OTRO

La base aristotélica

La altura humeana

Humanos, animales y transgénicos

Esclavitud, democracia y nivel de vida

De la filosofía de la ciencia a la ciencia de la teología

La selección natural y la distribución de la riqueza

La derivación posmoderna de la ética

Darwin y Derrida

La serenidad como objetivo

EPÍLOGO. LA TRAMPA DEL PENSAMIENTO

La esencia existencial de la teoría de Darwin

Las ideas y su papel en la supervivencia

La estética de la supervivencia

BIBLIOGRAFÍA

PRÓLOGO

No puedo decir que esta obra póstuma de Carlos Castrodeza sea de lectura fácil, pero tampoco que fuera sencillo para mi querido amigo plasmar en unas pocas páginas una tesis de la enjundia que aquí se trata. Porque, estimado lector, si te adentras en su lectura vas a encontrar una obra tan profunda como desgarradora. Castrodeza eleva el darwinismo a categoría metafísica, desarrollando más lo que ya es patente en La darwinización del mundo, acomodando su pensamiento y haciéndose un hueco al de aquellos otros grandes pensadores que, como Heidegger, Derrida o Bourdieu, han reflexionado en torno a los asuntos que siempre nos han preocupado: el sentido de la existencia, la desigualdad, el mal, la naturaleza de las relaciones humanas o la muerte. Pero existe una novedad importante en este libro con respecto a obras previas y que no deja de sorprender a aquellos que hemos seguido con detalle la evolución del pensamiento del autor. Y es que Castrodeza, aun siendo un fiel aliado de la ciencia, en cuanto que es una actividad racional sublime, desveladora de lo inefable, llega a la conclusión de que la ciencia no es ajena a una metafísica subyacente. Ninguna actividad humana es ajena al contexto ideológico de la época correspondiente, que permea o impregna cualquier práctica, por intelectual, racional o científica que pueda parecernos. Castrodeza llega a la conclusión, tras un detallado estudio del pensamiento de Darwin y su época, de que la obra del naturalista es perfectamente contextualizable en su época y que sus formulaciones, incluido el concepto de selección natural, encajan naturalmente bien en el pensamiento de la sociedad victoriana. Estamos acostumbrados a pensar que existe un antes y un después de Darwin, que su tesis supone la ruptura naturalista del creacionismo. Pero Castrodeza sitúa el naturalismo de Darwin dentro de la teología naturalista. Y, en efecto, aunque Darwin da un giro de tuerca al introducir explicaciones nuevas en torno al origen y la evolución de las especies, particularmente la humana, no por ello su pensamiento deja de estar anclado en la metafísica que subyace en la época.

En torno al sentido de la existencia, Castrodeza se hace eco de la realidad del mundo de lo vivo, particularmente el humano, bajo el prisma del naturalismo. Si no existe tal cosa como la bondad en el mundo vivo no humano ni, por lo tanto, la maldad, debemos reflexionar sobre qué gobierna la conducta humana, dado que no podemos hacer abstracción de que estamos indisolublemente ligados a nuestra animalidad. ¿Qué va a cambiar en nosotros por ser nosotros? ¿Realmente podemos trascender nuestra animalidad? La tesis de Castrodeza es que no. La naturalización impone respuestas comunes a hechos tan aparentemente diferentes como los que se aprecian en unas especies y otras. Y es que, dado que el mundo es escaso en recursos, los seres que lo pueblan están indefectiblemente obligados a competir por ellos. Las formas en que se materializa y hace eficiente, de manera diferencial, tal competencia, es objeto de estudio de la evolución biológica. Pero para Castrodeza no queda duda de que la vida es desigual en los seres que produce, y que tal desigualdad comporta ventajas para unos en contra de los otros. Son ventajas porque los recursos son escasos. Castrodeza hace guiños a Dawkins cuando diluye la individualidad de los seres en sus genes. Son estos los que a la postre se perpetúan. Según tal perspectiva cobra sentido el nihilismo, y también la muerte porque, en efecto, los individuos son poco más que artefactos bien diseñados por sus genes para perpetuarse. Desaparecen los individuos, pero no los genes.

El desgarro de su pensamiento, verdadera síntesis de su testamento intelectual, se concentra con una increíble fuerza expresiva en el epílogo, al que titula «La trampa del pensamiento». Porque la teoría en torno a la existencia humana, vigente actualmente en el pensamiento occidental, no es otra cosa que puro darwinismo. Castrodeza la resume en las dos siguientes tesis: «1) lo único que puedo conocer es cómo ingeniármelas para sobrevivir aquí y ahora en un mundo en que no hay para todos de lo que todos queremos, y me debo comportar de tal manera que llegue a los codiciados recursos antes que mi prójimo sin que este se dé demasiada cuenta, y en lo posible sin provocarlo; y 2) lo que puedo esperar es prolongar mi vida de la manera menos onerosa posible, hasta que algún accidente o enfermedad, y en todo caso la senectud, dé al traste con mi existencia». Nada queda al margen de estas dos tesis, ni las ideas, ni las civilizaciones, ni las culturas, ni los países, ni los grupos de poder en un mundo globalizado. Todo aquello asociado a lo humano es susceptible de ser racionalizado y explicado bajo el prisma de la supervivencia diferencial, dado que «en el mundo, en cualquier sociedad, siempre ha existido desigualdad». No hay manera de zafarse de ella, y las ideologías que han ido formulándose a lo largo de la historia no son más que intentos, bajo tal evidencia, por hacer viables las diferentes sociedades. Castrodeza mismo llega a reconocer que el último darwinismo, el asociado a la psicología evolucionista y la sociobiología de segunda generación, hace tocar techo a la propia selección natural, porque ya no daría por bueno aquello de que le va bien en la vida a los más dotados biológicamente, sino a los favorecidos por la fortuna, aquellos cuyos progenitores o antepasados estaban «en el lugar justo en el momento oportuno». Y son estos los que han ido legitimando, con el decurso de la historia, su bienestar por medio de los diferentes poderes. Para Castrodeza, la lucha ideológica para justificar el statu quo o la rebelión entre los que tienen y los que no es constante y su desenlace es totalmente incierto.

Bajo el darwinismo la verdad y la ética son la trampa del pensamiento, el autoengaño epistémico-ético que constituye pensar que la verdad es algo alcanzable, o el bien algo real. Su falacia se pone de manifiesto cuando, en determinados momentos límite, la supervivencia demanda respuestas que violan sin ningún género de dudas aquello que formaba parte del pensamiento, ya que, según Castrodeza, en esas condiciones, mucho más habituales de lo que un biempensante occidental estuviera dispuesto a reconocer, «el pensamiento se desboca y se traiciona a sí mismo». Y es que, como sostiene Dennett, la selección natural es un ácido universal que corroe todo aquello que no le es afín, sea ético, epistémico o político. La conclusión, nada halagüeña por otra parte, pues todo esto parece un sinsentido existencial, es que el único sentido es el sinsentido. Nos aliviamos frente a este panorama, dado que no podemos caer en la trampa del pensamiento, recurriendo a lo que Castrodeza denomina «estética de la supervivencia», estética que engulle a la ética y a la verdad y que, ayudada por la tecnociencia, sirve para ocultarnos toda la suciedad que subyace a esta cruda realidad, creando otra realidad ficticia alternativa, aunque crecientemente creíble.

Y esta es la historia de nuestra especie. En forma descarnada y descorazonada, Castrodeza concluye que, «en definitiva, nada garantiza un final feliz a la historia natural del Homo sapiens, aunque en realidad no parece que este enunciado tenga asimismo mucho sentido».

Lector, he tratado de resumir en unas pocas páginas lo que probablemente constituye una de las obras más señeras y originales del pensamiento español de todos los tiempos. Carlos Castrodeza, erudito hasta la saciedad y el más darwinista de los pensadores darwinistas, se atreve, como pocos han hecho hasta ahora, a llevar la tesis de la darwinización del mundo hasta sus últimas consecuencias. Que nadie piense que sus conclusiones son simplistas. Todo lo contrario, la obra recorre la historia del pensamiento y lo reinterpreta desde una óptica particular que nada tiene que ver con la trampa del pensamiento que supone buscar una verdad inalcanzable o la práctica del bien que no existe. Y su explicación tiene sentido, aunque pueda disgustarnos profundamente.

Andrés Moya

Catedrático de Genética

Universitat de València

INTRODUCCIÓN

En el presente texto1 se analiza la ontoteología existencial de Occidente, en particular,2 así como de la proyección humana en general, según una perspectiva psicosocial rigurosamente matizada por consideraciones biológicas. En nuestro tiempo este proceder es ya obligado. Sin embargo, este análisis vendría imbuido asimismo de una retórica metafísica que se estima igualmente insoslayable. Se trata de un análisis que se lleva a cabo a partir de las consideraciones básicas sobre la deconstrucción textual que emergen colateralmente de la obra filosófica de Jacques Derrida, circunstancia capital en la que solo se ha incidido de pasada en obras anteriores. Ahora, finalmente, toca caracterizar las intuiciones en las que se enraíza el conocimiento. Un conocimiento tácito solo es accesible mediante otro conocimiento tácito. Es el conocimiento como instinto enmascarado de racionalidad consciente, o sea, el conocimiento como expresión estética de la supervivencia. Este escenario gnoseológico se remitiría en esencia a la base discursiva ejemplificada por Martin Heidegger en lo que Ernst Tugendhat llama método evocador,3 el cual tendría su manifestación más extrema hasta la fecha en la obra de Derrida. Por este método se plantean ideas cuya evidencia conceptual meramente se asume sin argumento alguno. De manera que el discurso racional que caracteriza la historia de Occidente desde los griegos no sería en realidad el discurso argumentativo que lo caracteriza, sino un discurso evocador de corte heideggeriano enmascarado de discurso racional. Y es que, además, todo discurso evocador se termina diluyendo en un discurso estético, como efectivamente ocurre en la obra de Heidegger en su conjunto, según la cual, en efecto, la existencia humana es estética en sus estructuras más fundamentales. Pero es estética, según se matizará, desde la visión derrideana, que nunca podrá evitar postular el mismo objeto que desea destruir, valga la contradicción. Y es que la ensoñación estética desde el naturalismo más radical supone vivir en el colchón de una realidad que se sabe falsa y que, paradójicamente, potencia la propia supervivencia.

En definitiva, en este texto se intenta dilucidar por qué el discurso que la biología actual considera evidente —en lo que atañe al pensar humano sobre su propia condición histórica y el sentido de su existencia— yace en realidad sobre una plataforma metafísica que sustenta la retórica del conocimiento de un modo estéticamente inapelable. Por momentos, al menos, otras aproximaciones metafísicas pueden asimismo ser epistémicamente rentables desde la perspectiva de la supervivencia. Pero el establecimiento del drama es incontrovertiblemente estético. En efecto, se decora el mundo para promover la supervivencia en un medio fundamentalmente inhóspito. Y a la inversa, cuando esa promoción se dispara favorablemente hasta el punto de perder el control adaptativo, hay que cambiar el decorado que embauca por otro más a tono. Lo que no tiene sentido bioantropológico es lo que se conoce como la estética «químicamente» pura, es decir, «el arte por el arte», pensamiento de profundas raíces nietzscheanas que el posestructuralismo ha hecho suyas. El «arte por el arte» sería una patología etológica asociada a la inclaustración del ser humano en recintos foráneos a una «lucha por la supervivencia» sancionada por su propia filogénesis. La idea es rescatar una naturaleza sucia que en su fase más limpia «imitaría al arte» (Oscar Wilde). La referencia clave a este último propósito sería la «esfera estética» de Max Weber, en la que residiría la «salvación» de la rutina de la vida cotidiana representada en las servidumbres de la racionalidad práctica y teórica. Lo mismo cabe decir de Adorno, Benjamin, Heidegger o, incluso, Wittgenstein y el mismo Habermas. Porque la idea de que la expresión de lo inefable es equivalente a la representación de lo que no es representable —o sea, el arte— es parte de la estética de la retórica de lo estético, valga la expresión.4

Es verdad, por otra parte, que la idea de estética, desde su formulación más actual en la obra de Alexander Baumgarten (Aesthetica, 1750), tiene como referencia la resolución de una tensión que Eagleton representa diciendo que, una vez «[c]oncluido el desgarramiento entre el individualismo ciego y el universalismo abstracto, el sujeto renacido vive su existencia, podríamos decir, estéticamente, de acuerdo con una ley [la costumbre] que ahora está por completo de acuerdo con su ser espontáneo».5 Aunque es David Hume quien va más allá, al estetizar no solo la ética sino el entendimiento, superando naturalísticamente al mismo Darwin, y en la misma dirección que se sigue en este escrito.

De acuerdo con lo dicho, esta obra tiene un contenido primordialmente estético de encauzamiento darwiniano, incluso cuando se decanta por una narrativa meramente descriptiva en su intención. Y es que Darwin, como Heidegger, manifiesta su pensamiento con una exacerbada ingenuidad, porque sus ideas básicas fluyen con una espontaneidad cuya enjundia asombra. Para ambos, la historicidad de lo humano es algo fundamental. Así, Richard Wolin, experto en temas heideggerianos, pregunta iluminadoramente: «¿Cómo puede una filosofía que se entiende como “ontología fundamental” —a la manera de una delineación de estructuras atemporales y esenciales que definen nuestro ser-en-el-mundo— y, por tanto, con pretensiones de validez eterna, ser el resultado de “vulgares” circunstancias históricas?».6 Se estima, por añadidura, que cualquier aserto lingüístico tiene una dimensión exclusivamente retórica o evocadora, a menos que exprese un mensaje meramente instrumental, y aún así. Porque el mencionado método evocador se desarrolla, en clave heideggeriana, a causa de una «deficiente comprensión del ser» en la historia de la filosofía. Efectivamente, nunca se ha comprobado de raíz lo que «es» (lo propiamente ontológico), aunque, en aras de la supervivencia, sí se ha instrumentado esa incomprensión en el estudio de los seres (lo óntico). En este sentido, Heidegger es el filósofo que en la tradición occidental se expresa con más claridad, sin la pomposidad de Nietzsche, su gran precursor en la presentación de esa claridad existencialmente asfixiante. Igualmente claro es Darwin a la hora de dilucidar lo que realmente pueda ser el hombre. Ambos evitan los añadidos incomprensibles que enturbian toda la historia de la filosofía en su olvido del ser.

Y es que en un mundo siempre limitado por recursos escasos, incluso con abundancias engañosas, se sale adelante, si se sale, a cualquier precio. Claro está que ese precio indeterminado aparenta no ser tal, a fin de que la supervivencia en grupo sea hasta cierto punto mínimamente sostenible. Habría una selección natural obvia, a corto plazo, y otra calificada como darwiniana, menos obvia, a un más largo plazo. Esta retórica, en definitiva, es básicamente instrumental/estética, aunque matizada epistémicamente por ontologías portadoras de sentido existencial incluso en una atmósfera nihilista.

Sucede que, explícitamente, el proceso de supervivencia directa, o indirecta por medio de la reproducción, implica trivialmente la extracción de energía del medio, o bien directamente, o bien y sobre todo implicando al «otro» en un hacer simbiótico o parasitario. Asimismo, claro está, a la hora de la reproducción, en nuestra especie hay que implicar necesariamente al otro. El lenguaje es un instrumento para ayudar a la realización de esas acciones de un modo directo o de infinitos modos indirectos. El lenguaje, en este sentido, va más allá de la consecución de una cohesión social en el sentido que le imprime, por ejemplo, Robin Dunbar,7 pero no más allá de potenciar una simbiosis o un parasitismo en pos de la supervivencia y la reproducción propias. Más allá solo hay ruido metafísico maquillado de lenguaje enjundioso.

Una actividad considerada noble, como la investigación científica, en realidad implicaría el conocimiento del mundo para su utilización o explotación. De modo que el placer de conocer, en clave aristotélica, por ejemplo, sería el acicate para potenciar ese uso como ocurre con toda actividad placentera que no sea patológica. Es decir, una apetencia placentera es el estímulo para potenciar la supervivencia y la reproducción propias. La actividad puede no ser propiamente placentera en el nivel individual, pero sí en otro nivel, como por ejemplo en el nivel génico, en cuyo caso, aunque no la consideráramos propiamente placentera, lo sería de un modo lato o, si se prefiere, singularmente perverso.

En general, y como diría Heidegger, la esencia de la ciencia es tecnológica, aunque la esencia de la tecnología no lo sea. La ciencia, en efecto, no piensa, pero no en el sentido heideggeriano de no ir a la esencia del ser, sino, muy al contrario, en el sentido de que el pensar en sí no tiene sentido. Se piensa para algo y por algo, siempre, trivialmente de nuevo, en conexión con la propia supervivencia directa o indirecta por medio de la reproducción. Lo demás, digámoslo una vez más, es ruido metafísico. O, asimismo, es ruido epistémico, ético o estético o, incluso, es incurrir en juegos de supervivencia y reproducción, dado que el hombre sería un simio antropoide que juega hasta que muere8 (y si no muere a tiempo, de alguna manera se transformaría en un simio, pero ya adulto, como Aldous Huxley elocuentemente ilustra en su novela Viejo muere el cisne, de 1939). Es más, y volviendo a Heidegger, cuando este dice que «la razón es el peor enemigo del pensamiento», se alude, claro, a la razón instrumental, pero, al contrario de lo que Heidegger estipula, esa razón tiene sentido biológico pleno, mientras que el pensamiento es ese ruido ontoepistémico al que se ha hecho referencia. De hecho, el refugio en la estética es, en cierta medida, una estrategia social, aplicada por los socioeconómicamente más privilegiados, cuyo objeto consiste en restarle importancia a la malentendida sordidez de la razón instrumental, del mismo modo que en la literatura del siglo XIX una reacción al instrumentalismo implícito primero en la novela realista y luego en la naturalista dio origen al simbolismo. Según esta perspectiva, vale la pena citar la siguiente observación del ya mencionado maestro en temas heideggerianos, Richard Wolin:

La estética […] desde la época romántica, bajo la denominación de «esteticismo», ha asumido de un modo creciente el carácter de una filosofía de la vida plena. Esta es la convicción que une a varios teóricos del mundo de la estética, desde Schiller hasta los surrealistas, pasando por Flaubert, Nietzsche y Wilde, quienes, a pesar de sus múltiples divergencias, están de acuerdo en la circunstancia de que el mundo de la estética encarna una fuente de valores y de sentido superiores a la «mera vida», en su rutinaria y prosaica cotidianeidad. A este respecto el mundo moderno de la estética se ha convertido en un sustituto fundamental del mundo regido por la razón instrumental.9

Aunque bioantropológicamente sea esa razón la que marca la pauta de la supervivencia, bien sea directamente (en el mundo de las ciencias naturales) o soterradamente (en el mundo de las ciencias humanas).

Otra actividad también supuestamente noble, como la filosofía, normalmente se antepone a la ciencia, incluso cuando se trata de la filosofía de la ciencia. Y es que mientras que la ciencia aclararía lo que está oscuro y oculto para facilitar nuestra supervivencia, la filosofía, con su preguntar interminable y obsesivo, oscurecería lo que está claro. Oscurecer lo que está claro tiene su dimensión positiva cuando la claridad deslumbra, es decir, cuando, en un mundo donde el espejismo de la verdad es omnipresente, resulta demasiado convincente. De manera que la filosofía y la ciencia se necesitan mutuamente, la primera para no perder demasiado la confianza a la hora de salir adelante, y la segunda para no confiarse demasiado. Tal es, en efecto, la base de la supervivencia humana, saber controlar los tiempos epistémicos. Es más, cuando en los albores de la humanidad la pérdida de confianza se pasa de rosca, al ser el hombre ya suficientemente autoconsciente, la filosofía precisa algo que no es ciencia para restaurar esa confianza, una actividad en la que se implica el mito, que sería teología sin refinamiento filosófico. Hoy día, el fenómeno más frecuente en el mundo globalizado es que, al contrario de lo que ocurría en un principio, hay demasiada confianza en la ciencia, por lo que se impone un revulsivo filosófico, esta vez lo menos dogmático posible. Dicho revulsivo se traduce en el fenómeno ampliamente conocido como posmodernidad, en el que todo discurso pierde su razón de ser. Así, la confianza excesiva se diluye en una negatividad gnoseológica total cuyo nihilismo liberalizador radica precisamente en su irracionalidad. Pero se trata de una irracionalidad que viene a neutralizar la racionalidad excesiva proveniente de un realismo científico desbocado.

De modo que «la búsqueda de la verdad» es una expresión eufemística de «búsqueda de la supervivencia» (directa e indirecta en la descendencia), se base esta efectivamente en la verdad o en sucedáneos a propósito, de entrada poco importa. Porque, al fin y al cabo, la búsqueda de la supervivencia se remite a una tecnología de la supervivencia. De manera que la estética tradicionalmente considerada en todas sus manifestaciones tendría como función mantener una supervivencia que ha perdido sus coordenadas.10 Esto sucedería de la misma manera en que un animal tiene que sobrevivir en un parque zoológico simulando un comportamiento que es parte de su ser pero que ya no contribuye a su supervivencia, pues esta le viene dada «desde fuera», como está ocurriendo con buena parte de la humanidad bien parada gracias a una tecnología que se hace cargo de sacarnos adelante al menos en parte, pero que va a más imparablemente.

Para ilustrar estas ideas, en las páginas que siguen se inicia la exploración ontoteológica en cuestión anteponiendo en todo caso el conocimiento como manifestación estética. Se ornamenta el mundo cognitivamente para estar relativamente cómodo en él y potenciar la propia supervivencia, directa o indirecta, más allá del corto plazo, si es posible. Las ideas se defienden desde una plataforma metafísica que en realidad siempre es estética. Se cree en lo que se cree porque instalarse en una creencia es instalarse en lo que, a su vez, se considera que es el mejor medio posible para asegurar la propia supervivencia. Por supuesto que, para ciertas concepciones antinaturalistas, como, por ejemplo, la idealización kierkegaardiana, la estética es «fantasía ociosa y apetito degradado». Igualmente, para Karl Marx, como ejemplo de otra disensión notable, la estética es «anestesia» circunstancial e indeseable para soportar la realidad, en la misma línea de la religión como «opio del pueblo». Pero ello no es así ni desde la perspectiva nietzscheana («la estética es fisiología aplicada») ni desde la de Freud (consideración del inconsciente como «bricoleur estético»). Es más, y como percibe brillantemente el ya citado Terry Eagleton, de acuerdo con una perspectiva crítica anaturalista (pero sin discrepancia con el naturalismo), en nuestro mundo «[t]odo debe ahora convertirse en estética. La verdad, lo cognitivo, se convierte en aquello que satisface la mente o en lo que nos ayuda a movernos alrededor de nosotros de la manera más conveniente. […] El arte, como la humanidad, es completa y gloriosamente inútil, quizá la única forma de actividad que aún queda por reificar e instrumentalizar»,11 que es el objetivo de este texto.

En este sentido, hace poco tiempo un profesor de Filosofía de la Universidad de Canterbury en Christchurch (Nueva Zelanda), Denis Dutton (1944-2010), publicó El instinto del arte: belleza, placer y evolución humana.12 En dicha obra, de gran éxito editorial, Dutton intentaba demostrar que la apreciación del arte está programada cerebralmente por la selección natural porque promueve nuestra supervivencia y reproducción. Por ejemplo, un buen paisaje da idea de un lugar ideal para vivir porque hay buena caza, un buen clima, buenos rincones para protegerse, etcétera. Del mismo modo, una buena obra literaria es como un manual de instrucciones para sobrevivir, pues plantea problemas interesantes y modos de resolverlos, etcétera. Y, por supuesto, es bien sabido, especialmente a partir de la obra del mismo Darwin, que la selección sexual se basa en consideraciones estéticas (las plumas del pavo real como epítome). La consideración de la estética como una dimensión evolucionista ha tenido otros promotores importantes,13 así como detractores notables (Steven Pinker, Stephen Jay Gould) que consideran cualquier manifestación artística como un efecto secundario (colateral) de adaptaciones importantes (al igual que la teología), aunque lo uno no quite lo otro.

La dimensión estética que da sentido a estas páginas va bastante más allá de las consideraciones parcialmente adaptacionistas que desarrollan los autores recién citados. Y es que, según se intentará dilucidar en este texto, la supervivencia y la reproducción se enlazan única y exclusivamente en una consideración instrumentalista de la existencia. Todo lo demás, como el conocimiento (qué es la realidad) o la ética (cómo me debo comportar con respecto al «otro»), es el decorado (la estética) donde instrumentamos esa supervivencia en directo o en diferido (reproducción). Un decorado que, sin duda, resulta en parte de la herencia biológica (genes, epigenes) y en parte de otras influencias (cultura), y esos efectos globales, como su interacción, propician adaptaciones fijas o facultativas, según los casos. Así, por lo general conviene a la supervivencia y a la reproducción que ese decorado sea lo más agradable y estimulante posible, particularmente en su aspecto gnoseológico (estético, en fin). Pero otras veces, siguiendo a Kant y, especialmente, a Edmund Burke, lo que interesa biológicamente es instalarse en lo sublime en su primera acepción, es decir, en lo incómodo, en lo desagradable, en lo feo, para curarse en salud. Del mismo modo, a veces es importante adaptativamente creernos superiores a los distintos seres vivos, incluso creernos protegidos por un Dios todopoderoso y, por el contrario, a veces es mejor creernos un animal más y además ser presa del nihilismo más absoluto.14

Siguiendo estas directrices, en un primer capítulo, y como ejemplo un tanto ilustrativo, la metafísica creacionista se antepone a la evolucionista, o al revés, lo mismo da. Porque la pretensión es mostrar que la discusión subyacente responde básicamente a dos estrategias de supervivencia alternativas (dos decorados distintos), aunque la primera sea minoritaria con respecto a la segunda. En efecto, intentamos mostrar que la racionalidad subyacente a dicha disensión es mera retórica (estética) en el sentido que se viene estipulando, porque en el otro sentido, el instrumental, no hay problemática teofilosófica alguna.

En el segundo capítulo la intención es describir la historia de Occidente en su expresión ontoepistémica, esto es, en función de movimientos sociales idiosincráticos que desfiguran sus tendencias básicas de supervivencia y reproducción como medio de protección ante terceros. De manera que, según sostenemos, existe una falsa sensación de avance en lo que atañe a la comprensión del mundo. Dicha protección se instrumenta mediante el autoengaño, en el sentido de que no se desvelan las propias estrategias de supervivencia en un mundo adverso, y se transmite la sensación de que se está saliendo adelante, al menos en la comprensión del mundo. Comprender el mundo es saber a qué atenerse a la larga, que es un modo de imponer el propio criterio de supervivencia a largo plazo, un criterio que no es más que una puesta en escena acorde con el decorado estéticamente más proclive a las propias actuaciones y que se trata de imponer a terceros, en lo posible «a la chita callando», desde un medio que se estima más placentero y acogedor, lo que en «la lucha por la existencia» tiene un valor evidente.

A continuación, en el tercer capítulo, se identifica el núcleo hermenéutico que aquí se adopta como consecuencia de la denominada revolución darwiniana y se constata que el naturalismo derivado de dicha concepción da forma en sus líneas maestras a la retórica de la concepción del mundo que aquí se ejemplifica. En efecto, mantenemos que la revolución darwiniana no es más que el colofón de la revolución burguesa que comenzó a adquirir fuerza en el Barroco inglés y se asentó inexorablemente con la revolución industrial. Darwin, como todos, va transformando su mundo en función de sus apetencias gnoseológicas, que en realidad son estéticas, pues el principio de la selección natural es un modo de decorar el mundo de acuerdo con las propias percepciones, las cuales se derivan del medio social global (la sociedad victoriana), el propio medio más cercano (relaciones interpersonales directas) y la intimidad individual que impone las exigencias más estrictas en cuanto al pensar y al actuar. Para Darwin, la deidad desaparece de un mundo que se le antoja cruel y despiadado en todos los niveles. En el nivel más general, por el sufrimiento que se advierte por doquier en el mundo animal. En el nivel social, por el sufrimiento que Darwin observa, como ejemplo destacado, en el fenómeno de la esclavitud. Y en el nivel familiar y personal, por la muerte lenta y traumática de seres muy queridos (su padre y su hija Anne, especialmente) y por su enfermedad personal, por la que apenas levanta cabeza (vómitos, jaquecas, eczemas). La deidad cristiana chirría en el decorado darwiniano. Darwin se siente mucho más «a gusto» en un escenario en que solo los más aptos salen adelante sin supervisión divina alguna. De acuerdo con su tiempo, Darwin piensa que ese decorado, donde se instala, va mejorando el mundo con el paso del tiempo, haciéndolo más apetecible y aceptable —aunque el autor inglés tiene sus dudas al respecto—. La posición darwiniana se abre paso eventualmente, y viene a ser doctrina oficial de la ciencia biológica actual.

Las consideraciones anteriores reflejan un flujo histórico que se remite exclusivamente a movimientos sociales sin base ontoepistémica real. Desde esa perspectiva se plantea subsiguientemente, en el cuarto capítulo, el sentido de la existencia generado individualmente. Se deduce que dicho sentido es algo vaporoso que carece de base ontoepistémica real también en este nivel personal. Como consecuencia, la propia existencia se fundamenta en brumas metafísicas que mal que bien van motivando frágilmente el ansia de sobrevivir directamente y a través de la propia descendencia. De nuevo, dar sentido a la existencia es decorar la propia vida de modo que el «dolor del tiempo» se amortigüe en un escenario lo más acogedor (bello, hermoso) posible. Decía Paul Dirac que una ecuación que no es bella no puede ser verdadera. Verdad y belleza se identifican tácitamente en la mente humana, y de un modo propiamente instintivo en la animal. El animal, como el hombre, siempre se mueve y se traslada «a donde se encuentra mejor». Pero no hay que llamarse a engaño, sería posible encontrarse mejor en un medio carente de una belleza y una sabiduría aparentes, por ser necesaria una perspectiva más realista a la hora de potenciar la supervivencia. En el cielo se descansa por momentos, pero en el infierno se actúa de acuerdo con la realidad extrema negentrópica de la existencia, en la que toda relajación y toda confianza lo único que propician es la propia extinción.

Este panorama estaría incompleto si no se incide, digámoslo así, en la relación interfásica entre el individuo y el grupo social en el que más o menos se integra, y más allá. Dicha relación se ejemplifica en toda interacción ético-política, en la que concurren la sensación de flujo de la historia con el sentido de la propia vida. De esta tensión esencial se ocupa el capítulo V. En efecto, «el otro» sería al mismo tiempo guía y espejo de nuestras actuaciones. Pero imitar al «otro» tiene sus riesgos, porque quizá inconscientemente nos lleve a su terreno para así salir mejor adelante a nuestra costa. Lo anterior genera la contradicción biosocial en que está inmersa toda relación ético-política. Y del mismo modo que la función se impone sobre la disfunción implicada en toda adaptación, la etología social se remite a una actuación hacia «el otro» oscilante y cambiante, dirigida o bien hacia su destrucción (guerras, conflictos, crímenes varios) o bien hacia su conservación («buenas relaciones» centradas en la cooperación y/o en la tolerancia), según las circunstancias. Tales relaciones son estudiadas en la teoría de juegos anteponiendo los conflictos de intereses, que son la norma, a los intereses comunes, que son la excepción, porque la escasez de los recursos así lo impone, aunque sea en última instancia, según la lógica de la supervivencia. Pero la teoría de juegos no implica la incursión en juegos éticos, como presupone Jean François Lyotard, tomando el modelo a propósito de Wittgenstein. La ética, en esencia, más que juego es drama.

En definitiva, en el mundo de los seres humanos son las ideas las que marcan la pauta sobre cualquier acción que se emprenda. Pero no como si esas ideas se constituyeran en un mundo aparte con los cerebros como portadores (teoría de los memes), sino como expresión etológica última de una estrategia para pervivir que solo busca, en efecto, la supervivencia de la estructura orgánica de que se trate como unidad de selección (replicador). Las ideas pueden ser trampas de lo que denominamos pensamiento si van más allá de esa expresión etológica. El recurso de supervivencia fundamental es el estético, es decir, decorar la propia vida de modo que su curso se facilite por una especie de autoengaño más o menos consciente. Una vez más, el arte en todas sus expresiones es el adorno de la propia existencia para hacer que esta sea más llevadera, y de la misma manera podemos adornar el pensamiento de epistemes, ontologías y metafísicas autocomplacientes según los casos. En esencia, pues, todo es estética, pero una estética encaminada a la supervivencia y no a su propio culto. Adornar el mundo en realidad no es ni transformarlo ni comprenderlo, sino sencillamente sobrellevarlo mal que bien.

Pero el arte y sus expresiones, muy al contrario de lo que sostiene, por ejemplo, Dutton, no tiene por qué ser representativo en el sentido tradicional del término. El arte abstracto contendría de por sí el principio estético que da sentido a lo bello o a lo sublime, según se tercie. Del mismo modo, valga la metáfora, la aspirina sería, por así decirlo, el ente abstracto que contiene el principio que mitiga la cefalea, o sea, el ácido salicílico, un ácido muy presente, por ejemplo, en las infusiones de hojas de sauce llorón, que utilizaban los griegos clásicos para aliviar sus jaquecas, o en las criadillas de castor, que utilizaban los pieles rojas en Norteamérica para el mismo propósito analgésico. Lo esencial que hace al caso es mitigar la cefalea, y que la ingesta sea representativa o abstracta no tiene mayor relevancia.

El año 2009 estuvo dedicado a Darwin en múltiples homenajes en todo el mundo. Fue otra oportunidad, y ya vienen siendo unas cuantas, para analizar las consecuencias de las ideas generadas por el naturalista inglés en su interpretación del mundo de la vida. El pionero en filosofía de la biología Michael Ruse nos invitaba en 1986 a «tomarnos a Darwin en serio».15 Una vez más. Pero esa probablemente no es la cuestión de fondo. La cuestión básica, que parece emerger de un modo cada vez más claro, es que Darwin, sin dramatismo alguno, abrió la caja de Pandora en lo que respecta al posibilismo humano. Al tomarnos esa cuestión crecientemente en serio se va constatando —quizá contra todo pronóstico— la simpleza de la problemática humana,16 así como, dentro de esa simpleza, la importancia mayúscula que tiene la estética en todo planteamiento relativo a la supervivencia, y no digamos a la reproducción. Se trata de una problemática que es en esencia semejante a la de cualquier otro organismo, así sorprenda e incluso repela. Las ideas que aquí se barajan giran en torno a esa paradoja que es una realidad impregnada de «lo bello» (o, por el contrario, de lo sublime) como ornamento mitificador y que representa quizá otra vuelta más de tuerca acerca de la ya tan trillada condición humana. Dichas ideas, resultantes de esta meditación darwiniana de última hornada, se han esbozado ya en parte en escritos recientemente publicados en revistas hispánicas del calibre de Ludus Vitalis, Éndoxa, Teorema y Asclepio. Y es que no se intenta «rizar el rizo» sino por fin, si es posible, tocar fondo. Un fondo epistémico/ético que se torna estético.

Finalmente, en esta empresa son muy de agradecer, especialmente, los ánimos de mis buenos colegas y amigos, los profesores Andrés Moya Simarro de la Universidad de Valencia,17 Antonio Diéguez Lucena de la Universidad de Málaga,18 Félix Duque Pajuelo de la Universidad Autónoma de Madrid, José Luis González Recio de la Universidad Complutense, Quintín Racionero Carmona de la UNED, Luis Valdés Villanueva de la Universidad de Oviedo y José Sanmartín Esplugues de la Nueva Universidad Internacional Virtual de Valencia.

Incidentalmente, las referencias que aparecen en el texto, sobre la marcha, de obras clásicas o muy conocidas, en general no se reflejan en la bibliografía para no recargarla innecesariamente. Por supuesto, cualquier traducción cuyo traductor no venga indicado es propia.

I
METAFÍSICAS EN COLISIÓN:
CREACIONISMO Y EVOLUCIONISMO

Metafísica y fideísmo

En lo que respecta a la dicotomía creacionismo-evolucionismo que marca la pauta de la disensión entre la ortodoxia darwiniana actual y ciertos sectores identificados en general como fundamentalistas bíblicos, nos adentramos en cuestiones pertinentes a la socioantropología de la ciencia, matizada, eso sí, por la teoría de la selección natural. De modo que, por muy neutral que se quiera ser, de entrada se toma partido. En esencia la cuestión se mantiene en la base de la ortodoxia dialéctica vigente, aunque aquí la apuramos hasta un punto derridiano, llevando en lo posible la deconstrucción del tema al límite.1 De esta manera, quizá, a pesar de tomar partido, se pueda generar una tolerancia dialéctica afín a la neutralidad. En principio, el hecho de que una parte (evolucionista) no pueda convencer a la otra (creacionista) no tiene por qué implicar cerrazón fanática alguna, más bien supone el mantenimiento de posiciones inherentes a una estrategia de supervivencia asociada a lo que cabe estimar como últimas consideraciones con respecto a un planteamiento idiosincrático de unas supuestas últimas preguntas.

Lo que se denomina Diseño Inteligente (DI) desde la perspectiva de un creacionismo de última generación ampara cierto tipo de ciencia teísta, del mismo modo que la ciencia accidental/occidental tiene su metafísica nihilista. Se están comparando franjas de discurso distintas, aunque parejas. En cierto modo, y solo en cierto modo, se trata, en la línea wittgensteiniana ya tradicional, de distintos juegos lingüísticos, por lo que toda crítica o comparación en este sentido se mueve inextricablemente, en el mejor de los casos, en la ambigüedad, y en el peor, en un caos dialéctico.

Desde luego, el DI juega la baza falsa de incluir su metafísica fideísta en aplicaciones instrumentalistas cotidianas, para así tratar de demostrar que el control psicotécnico del mundo se consigue a partir de sus premisas.2 Pero es que se hace lo mismo desde la ciencia ortodoxa, porque tanto las teorías físicas y las biológicas como las científicas en general se pueden contemplar desde una vertiente instrumentalista. De manera que la metafísica fideísta nihilista que se proyecta desde la ciencia ortodoxa más actual tiene en principio, por supuesto, poco o nada que ver con sus realizaciones técnicas. Un ingeniero puede ser creacionista y otro, nihilista, pero ambos son capaces de construir puentes perfectamente sólidos. Lo mismo se podrá decir de sendos cardiocirujanos, capaces de operar a corazón abierto con maestría equiparable, y otro tanto vale para un electricista que venga a revisar una instalación eléctrica, o un fontanero que repare una conducción que pierde agua. Otro tema es que desde cada plataforma metafísica (o metateológica u ontoteológica, si se prefiere, o simplemente teológica) se impulsen medidas políticas diferentes en paralelo al desarrollo de la ciencia y de la tecnología, así como medidas diferentes en la aplicación de estas a la manipulación del mundo, incluido el comportamiento humano. Pero esto último también ocurre no solo desde la proyección creacionista del DI sino desde la perspectiva de la ciencia oficial, así como desde la filosofía ontoepistémica teológicamente más aséptica, como la fenomenología heideggeriana y su culminación en la deconstrucción derridiana.

Análogamente, desde la misma filosofía de la ciencia las opciones políticas, como manifestaciones ontoteológicas soterradas que son, se decantan de distintas maneras. Por ejemplo, Thomas Kuhn, aunque fuera de refilón, estaba adscrito al Círculo de Pareto, en Harvard, instrumento político de la derecha norteamericana desde el que, entre otros, el presidente de esa universidad y empleador directo de Kuhn, el químico James Bryant Conant, imponía sus directrices sociopolíticas (estimula decisivamente el proyecto «Manhattan», que, como se sabe, conduce a la bomba atómica, es el primer embajador de EE UU en la República Federal Alemana y durante un tiempo se desempeñó como consejero principal del general Eisenhower). La postura de izquierdas de Rudolf Carnap y, sobre todo, de Otto Neurath y del Círculo de Viena en general también está relativamente clara, por no hablar de la postura política intermedia que marca el liberalismo de Karl Popper y Mario Bunge. Otra actitud política manifiesta viene amparada en la idea tecnologicista del small is beautiful,3 que se predica desde la perspectiva heideggeriana. Igualmente, el anarquismo epistemológico, que no político, de Paul Feyerabend también es algo bien sabido. Resulta pertinente recordar todo esto.

Téngase en cuenta además que en el naturalismo de Darwin, que marcaría el principio de una ortodoxia darwiniana que aún perdura, se entremezclan ideas propiamente naturalistas y otras eugenésicas, propias de lo que hoy consideraríamos doctrinas de extrema derecha, es decir, racistas y elitistas. El darwinismo actual como base doctrinal secular solo es puro y duro, y aun así, principalmente en la obra de Richard Dawkins y en la de algunos otros científicos, como el químico Peter Atkins o el físico Steven Weinberg. Por su parte, la mayoría de los científicos y filósofos de la ciencia son compatibilistas —aunque sea de circunstancias— en cuanto a las relaciones de la ciencia con la religión, me refiero especialmente a Michael Ruse, Elliott Sober y Philip Kitcher, por no hablar ya del biólogo y filósofo Francisco J. Ayala. Se trata de un compatibilismo en realidad rayano en la indiferencia, cuando no en una tolerancia civilizada en torno a la religión, pero nada más. Cuando en realidad nadie se juega nada, ser civilizado ça va de soi.

No obstante lo dicho, fundamentar un análisis epistemológico crítico sobre si el producto intelectual del denominado movimiento para el DI