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BREVE HISTORIA DEL
HOMO SAPIENS

Fernando Diez Martín

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Colección: Breve Historia
www.brevehistoria.com

Título: Breve Historia del Homo sapiens
Autor:© Fernando Diez Martín

Copyright de la presente edición: © 2009 Ediciones Nowtilus, S.L.
Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madrid
www.nowtilus.com

Editor: Santos Rodríguez
Coordinador editorial: José Luis Torres Vitolas
Director de colección: José Luis Ibáñez

Diseño y realización de cubiertas: Onoff imagen y comunicación
Diseño del interior de la colección: JLTV
Maquetación: Claudia R.

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece pena de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

ISBN-13:978-84-9763-775-6

Libro electrónico: primera edición

Tras cada hombre viviente se encuentran treinta fantasmas, pues tal es la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, aproximadamente cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea, así por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese universo.

Arthur C. Clarke,
2001, Una odisea espacial

ÍNDICE

Capítulo 1: Mito, religión y ciencia

La nada, los dioses y los hombres

Y creó Dios al hombre a su imagen

La luz de la razón

Carbón, zanjas y geología

Un viaje a bordo del Beagle

La evolución humana

Capítulo 2: El origen está en África

El valle del “hombre nuevo”

En busca del eslabón perdido

La historia de un fraude

Una caja de sorpresas

¡Lo tenemos!

En el cielo con diamantes

Capítulo 3: Huesos, cerebros y piedras

Los primeros

La diferencia del 1%

El primate bípedo

Huesos, llanuras abiertas y partos

Dientes, comida y sexo

El cerebro del animal cultural

Capítulo 4: Todo empezó en la selva

Relojes moleculares

Retrato de un ancestor

La conjura de la Tierra

Al este del Edén

Lejanos candidatos

Capítulo 5: La marcha comienza

Los árboles crecen, las raíces cambian

En el país de los Afar

El enredo de la evolución

A la orilla de la sabana

¿Así habló Zarathustra?

Las cenizas de Lucy

Capítulo 6: En la orilla del lago Turkana

Ser o no ser

¿Los primeros humanos?

El que está “al lado del hombre”

Los talladores de piedra

Cuando los humanos no estaban solos

Capítulo 7: Un lugar llamado Nariokotome

El descubrimiento de Kamoya

Un recién llegado

El nuevo contrato

La invención y su trama

Un lenguaje para una sociedad

El destino

Capítulo 8: Primeros colonos

El humano viajero

¡Hacia el Este! El Homo georgicus y el Homo erectus

¿Un humano endémico? El Homo floresiensis

Los primeros europeos: el Homo antecessor

El Homo heidelbergensis y la conquista del frío

Las últimas ramas

Capítulo 9: Los señores del hielo

Un neandertal en el metro

Atrapados en la Europa glaciar

El humano del frío

La técnica de supervivencia

¿Trascendentes, solidarios y simbólicos? El alma neandertal

El fin de los neandertales

Capítulo 10: El humano simbólico

Dibujando un candelabro

Una nueva Eva y un nuevo Adán

Crónicas del hombre sabio

Al borde de la extinción

Hacia el nuevo mundo

Un Big-bang humano

El comportamiento humano moderno

La magia del arte

De la caverna a la estación espacial

Epílogo: El porvenir de la humanidad

Cronología de algunos acontecimientos relevantes para la investigación de la evolución humana

Bibliografía sugerida y comentada

Árbol genealógico

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Mito, religión y ciencia

sobre el origen del ser humano

LA NADA, LOS DIOSES Y LOS HOMBRES

En el principio solo existía Po, el vacío. No había luz, ni calor, ni sonido, ni movimiento. Poco a poco, entre las tinieblas, surgieron las primeras y tímidas turbulencias, gemidos, y susurros que anunciaron el origen pálido de la luz, que fue creciendo hasta que se hizo el día. Después vinieron el calor y la humedad que, al mezclarse, dieron paso a la sustancia y la forma. Con el tiempo, aquellas formas apenas esbozadas se hicieron concretas y surgieron la tierra y el cielo, personificados en la Madre Tierra y el Padre Cielo. Todos los dioses, seres vivos, cosas, fenómenos naturales nacieron del cálido contacto entre cielo y tierra.

El párrafo anterior relata el modo en el que la compleja mitología de la lejana Polinesia explica el origen del universo y de la vida. Aquí se presenta la idea de un cosmos que se hace a sí mismo, que es la causa y el motor de todas las cosas. Sor pren den te mente, los ingredientes básicos de este relato, es decir, el va cío primigenio, el trémulo movimiento inicial, el nacimiento de las formas, del cielo y la tierra, de la divinidad suprema que se hace a sí misma (Pta para los egipcios, Ta’aroa para los polinesios o Quetzalcóatl para los aztecas, por ejemplo), así como los demás dioses y los seres, están presentes en muchas otras culturas del mundo antiguo, como las de Egipto, Grecia o India. Ya se trate del Po polinesio, el Nun de los antiguos egipcios, el Khaos de la Grecia clásica o el Glan de la etnia bambara en Mali, este concepto forma parte de los mitos creados por los hombres para explicar el origen del mundo que les rodea y darle sentido. Para una persona de nuestro tiempo, de la trepidante sociedad tecnológica y la aldea global de la información, es igualmente sorprendente que esos relatos míticos, pertenecientes al acerbo cultural de unos pueblos en los que ya no nos reconocemos, presenten desconcertantes similitudes con la teoría del big bang, el modelo que la ciencia de nuestros días utiliza para explicar la génesis del universo.

El ser humano, desde hace incontables generaciones, ha perseguido ordenar la naturaleza y dar sentido a su propia existencia. A lo largo y ancho de la historia, nuestra especie se ha servido de la mitología y de la religión para, al fin de cuentas, hacer comprensible su entorno. “El hombre es la medida de todas las cosas”, decía el filósofo griego Protágoras y, en verdad, las religiones y sus ritos han servido para que el individuo humano se presente a sí mismo frente a los poderosos, a veces brutales, fenómenos de la naturaleza, frente a la vida y la muerte o frente a la colectividad de la que forma parte. En el afán por dotarse de un marco comprensible, una de las preguntas esenciales que el ser humano se ha planteado a lo largo de su historia tiene que ver con su propio origen y naturaleza: ¿qué es el hombre?, ¿de dónde viene?, ¿cuál es su destino?

Y CREÓ DIOS AL HOMBRE A SU IMAGEN

El capítulo 1 del Génesis narra cómo el Dios de los judíos creó el mundo y los primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que encomendó que crecieran, se multiplicaran, llenaran la tierra y la so me tieran. Yavé hizo a la mujer y al hombre a su imagen y semejanza, por lo que el relato bíblico propone que desde el inicio de su creación los humanos poseían completamente desarrolladas todas las capacidades mentales, culturales y morales que les otorgaban una total supremacía sobre los animales. Dios encomendaba a los hombres, además, una misión divina en la Tierra. El hombre ocupa, desde este punto de vista, la cumbre de la escala natural y el dominio de los seres creados exclusivamente para satisfacer sus necesidades justifica su papel diferente y único en el mundo hecho por Dios. El Génesis también explica la diversidad racial y lingüística humana. Los tres hijos de Noé y sus esposas, una vez finalizado el diluvio universal, se expandieron por todo el orbe, dando origen así a todas las razas y culturas conocidas. Dios creó por su propia voluntad todas las lenguas del mundo cuando, para castigar a los hombres por la construcción de la Torre de Babel y con el objeto de confundirlos y dispersarlos, hizo que hablaran diferentes idiomas.

El relato del Génesis, pilar básico de las tres grandes religiones monoteístas (el judaísmo, el cristianismo y el islamismo), ha influido muy significativamente en el pensamiento occidental sobre el origen y la diversidad humana durante cerca de dos milenios. Los filósofos clásicos habían desarrollado ya la idea de que los humanos evolucionaron desde formas animales. De particular importancia es la teoría atribuida al pensador Demócrito. Este filósofo griego defendió, a caballo de los siglos V y IV a.C., que los humanos habían evolucionado progresivamente a partir de animales mucho más primitivos y que, poco a poco, habían adquirido la organización social, el lenguaje, el fuego, el vestido, la vivienda y el cultivo. Semejante proceso evolutivo había estado guiado por la urgente necesidad de adaptarse a un medio siempre hostil. Sin embargo, a pesar de que estas ideas preludian el debate y los descubrimientos científicos del siglo XIX sobre la evolución natural de la especie humana, tuvieron un eco muy escaso en la Europa medieval. Fue San Agustín quien, a punto de iniciarse los años oscuros de la Edad Media, en el siglo V d.C., se encargó de desafiar los des varíos clásicos argumentando, en La ciudad de Dios, que el hombre realiza una camino sin cambios, sin transformación alguna, desde el origen (la Creación) hasta el fin (el Reino de Dios).

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La creación de Adán, pintada por Miguel Ángel en 1511, cubre la Capilla Sixtina y recrea el relato bíblico del Génesis.

A lo largo del Medioevo, muy pocos textos clásicos habían sobrevivido y, solamente a través de la influencia intelectual ejercida por la España musulmana, algunos pensadores medievales se preocuparon en traducir ciertas obras del árabe al latín. Esos pocos casos, de los cuales un buen ejemplo es Santo Tomás de Aquino, solo llegaron a establecer una tímida integración de las ideas griegas sobre la naturaleza humana en los dogmas cristianos que emanaban de la Biblia. Por el contrario, el pensamiento europeo, tan sometido al inmenso poder de las distintas Iglesias cristianas, se vio muy influido por la narración del Antiguo Testamento, convertida en la norma histórica del devenir humano. Esta narración era tranquilizadora y útil, puesto que ponía en manos de Dios el origen y el sentido de la humanidad. Algunos eruditos bíblicos llegaron a interesarse incluso por poner fecha exacta al glorioso acontecimiento de la Creación. Entre las distintas cronologías bíblicas existentes, la más conocida es la de Ussher y Lightfoot. En el año 1605, el arzobispo irlandés James Ussher anunció, a través de sus cálculos numéricos de los acontecimientos relatados en la Biblia, que la Creación se había producido en el año 4004 a.C. Posteriormente, un teólogo de la Uni versidad de Cambridge, John Lightfoot, se encargó de afinar hasta el extremo, sosteniendo que la fecha y hora exactas habían sido el 23 de octubre a las 9 de la mañana. Por tanto, a la luz de estas investigaciones del academicismo teológico europeo del siglo XVII, la historia de la Tierra contaba con apenas seis mil años de antigüedad.

LA LUZ DE LA RAZÓN

Las ideas providenciales ofrecidas por San Agus tín se convirtieron en el canon occidental durante cerca de dos milenios. Sin embargo, la aparición del humanismo renacentista (de los siglos XV y XVI) y del pensamiento racionalista e ilustrado (siglos XVII y XVIII) iniciaron el imparable camino hacia la modernidad y el alejamiento progresivo del teocentrismo medieval. Justo antes de su muerte, acaecida en 1543, el astrónomo polaco Nicolás Copér nico finalizó su tratado De Revolutionibus Orbium Coelestium, que estaría llamado a iniciar la primera revolución científica de la Era Moderna. Según sus observaciones, era la Tierra la que giraba en torno al Sol y no al revés, tal y como había aceptado el pensamiento cristiano medieval. Copérnico puso por primera vez al ser humano frente al hecho de que la criatura por excelencia de la obra divina no vive en el centro del Universo, sino en una recóndita esquina del mismo. Habrá que esperar casi un siglo para que Galileo (1564-1642) y Kepler (1571-1630) confirmen sus teorías, y otro más para que Isaac Newton (1643-1727) descubra las leyes de la gravitación universal que rigen el movimiento de los planetas. En 1543, coincidiendo con la publicación póstuma de la obra copernicana, el anatomista belga Andrés Vesalio, quien tres años antes había comparado por primera vez en la modernidad los esqueletos de un chimpancé y un humano (confirmando seguramente las observaciones del médico griego Galeno, quien ya llegó a la evidente conclusión de que el chimpancé es el ser vivo que más se parece al hombre) publica su monumental obra en siete volúmenes De Humani Corporis Fabrica. Este minucioso tratado sobre anatomía humana constituye un hito en la historia de la biología, al sustituir precisamente al trabajo de Galeno que, hasta entonces, era el referente sobre la descripción del cuerpo humano, a pesar de contar con importantes errores.

Por su parte, el filósofo inglés Francis Bacon y el francés René Descartes fueron dos pilares decisivos para el posterior desarrollo de la ciencia occidental, al proponer en el siglo XVII un sistema filosófico basado en el pensamiento inductivo (en la observación de los hechos), en la razón (la toma independiente de conclusiones) y en el empirismo o duda escéptica, según el cual solo deberían aceptarse explicaciones que puedan probarse con la experimentación. Esta óptica supone un viraje radical respecto a las explicaciones dogmáticas sobre la rea lidad de la naturaleza y el ser humano que habían dominado el pensamiento occidental durante un milenio.

Ya en el Renacimiento habíamos asistido al florecimiento de numerosos cuartos de maravillas o lugares en los que se coleccionaban y exhibían objetos extraños. Estos gabinetes de curiosidades, reflejo de un renovado interés por el mundo, acumulaban animales, plantas y minerales procedentes de las nuevas tierras conquistadas. Más tarde, en pleno Siglo de la Luces, en el fragor de la optimista confianza en la ciencia, la civilización y la tecnología, los Estados europeos se lanzaron a la organización de grandes expediciones científicas destinadas a recopilar muestras procedentes de los territorios explorados. Este es el caso, entre otros proyectos auspiciados en tiempos de la España ilustrada, de la empresa científica al Nuevo Reino de Granada, dirigida en 1783 por el célebre naturalista gaditano José Celestino Mutis. O del apasionante viaje abordado por los capitanes de navío Alejandro Malaspina y José de Bustamante entre 1789 y 1794, que les llevó a recorrer las posesiones españolas en América y el Pacífico, recopilando una impresionante colección botánica y geo lógica acompañada de observaciones etnográficas, croquis, dibujos y nuevas cartas náuticas.

Aquellos cuartos de maravillas, antesalas de los posteriores museos, y las colecciones naturalistas procedentes de las grandes expediciones científicas, jugaron un papel fundamental en el desarrollo de las ciencias biológicas, puesto que pusieron a disposición de los estudiosos grandes catálogos de referencia que reflejaban la diversidad de la vida en la Tierra y permitieron organizar con detalle tal cúmulo de formas distintas. Mutis precisamente había enviado algunas muestras al insigne médico sueco Karl von Linneo, quien en 1735 había publicado su Systema Naturae, consagrado a la clasificación del mundo natural en reinos, géneros y especies (la misma que, con algunos cambios, ha sobrevivido hasta nuestros días). En este trabajo, Linneo sitúa a simios y humanos dentro del grupo de los antropomorfos (literalmente, ‘con forma humana’). Atribuye a los humanos el nombre de Homo sapiens (‘el hombre sabio’) y a los chimpancés el de “Homotroglodytes (‘el hombre de las cavernas’). A pesar de que esta aparente cercanía entre el simio y el hombre escandalizó a más de un teólogo de la época, la obra de Linneo era creacionista y no entreveía ninguna idea remotamente cercana al evolucionismo. Al igual que en su día Johannes Kepler, un siglo antes, estuvo convencido de que sus descubrimientos astronómicos solo hacían que explicar y honrar el majestuoso poder del Creador, Linneo con su clasificación solo estaba poniendo orden a la obra de Dios. “Dios ha creado, Linneo ha clasificado”, diría con sorna el naturalista dieciochesco francés Georges Louis Leclerc, conde de Buffon. Paradójicamente, y sin que fuera su objetivo, la clasificación de Linneo sentó las bases de las teorías transformistas y evolucionistas, al evidenciar que existían especies con grandes similitudes morfológicas (el humano y el chimpancé, por ejemplo) y que debería haber alguna causa que justificase tales semejanzas.

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¡Dios ha creado, Linneo ha clasificado! Portada de la obra clave del naturalista sueco Karl von Linneo, Systema Naturae, en la que se presenta la clasificación de los tres reinos del mundo natural (animal, vegetal y mineral).

CARBÓN, ZANJAS Y GEOLOGÍA

Las contradicciones que surgían entre el omnipresente dogma judeo-cristiano sobre la Creación y el imparable desarrollo de las ciencias naturales fueron difíciles de conciliar durante mucho tiempo. Un buen ejemplo de esta situación se produjo con el nacimiento, destinado a cubrir las nuevas necesidades de la Revolución industrial, de la disciplina geológica y la minería. Si, según los cálculos de los teólogos, la Tierra contaba con una historia relativamente breve, ¿cómo era posible que la actividad minera y la construcción de las nuevas infraestructuras constatasen una y otra vez que las rocas se disponían en estratos distintos que delataban una for mación antigua de la superficie terrestre? ¿Cómo debería explicarse el descubrimiento de fósiles en esos estratos, evidencias de animales que ya no existían? Algunos convencidos creacionistas, no encontrando otra explicación mejor, sugirieron que los fósiles no eran sino simples quimeras de la genial naturaleza, su llamada vis plastica, que ofrecía formas imposibles que recordaban a seres vivos que jamás habían existido.

La respuesta más consistente, en un intento de aunar religión y observación empírica, vino de la mano del catastrofismo. Esta corriente era una versión más depurada de la teoría diluviana, que postulaba que los restos fósiles eran animales y plantas que no habían sobrevivido al diluvio universal. Las observaciones geológicas ponían en evidencia que la catástrofe bíblica no podía haber sido la única causa de las múltiples capas geológicas y secuencias fosilíferas. Así pues, el naturalista francés Georges Cuvier, entre 1812 y 1825 y a partir de sus observaciones de campo en la Cuenca de París, elabora su teoría de las catástrofes. Según ésta, la historia terrestre se corresponde con una sucesión de periodos intercalados por repentinas catástrofes naturales que implicarían, en cada caso, la extinción masiva de animales y plantas y su renovación, tras la llegada de un nuevo momento de calma, por nuevas especies. Los restos de mamuts, que habían comenzado a descubrirse a comienzos del siglo XVIII en los hielos siberianos, fueron utilizados como un buen ejemplo. Cuvier puede considerarse uno de los fundadores de la paleontología, puesto que demostró la existencia de especies animales extintas. Para él, sin embargo, tam pocoexistieron pruebas de la evolución en sus investigaciones, puesto que consideraba que las especies permanecían estables y sin cambios a lo largo del tiempo y que, tras su extinción catastrófica, eran reempla zadas por animales llegados de otros lugares.

Frente a las tesis catastrofistas, debemos el desarrollo de la geología moderna al inglés Charles Lyell, quien se vio muy influido por los trabajos previos de otro geólogo insigne, James Hutton. En la publicación de sus Principios de Geología entre 1830 y 1833, Lyell asienta los fundamentos básicos de la ciencia geológica: el fluvialismo, el uniformismo, el actualismo y el gradualismo. El primero de ellos sugería que los ríos habían sido los responsables de la erosión y el modelado de la superficie de nuestro planeta. El uniformismo aseguraba que los procesos que transformaban la Tierra en el presente (la erosión del viento o del agua, la sedimentación de los volcanes, por ejemplo) eran exactamente los mismos que habían actuado en el pasado más remoto. El actualismo, por tanto, sugiere que la observación y el estudio de los fenómenos geológicos actuales pueden servirnos para interpretar los del pasado. No era necesario acudir al imaginario catastrófico para explicar los datos geológicos (¡los catastrofistas habían llegado a contar hasta treinta y dos acontecimientos de esta naturaleza!). Solo el tiempo, un largo y continuo tiempo (he aquí el gradualismo), pudo haber sido responsable de la colosal estructura de la superficie terrestre. Lyell defendió el principio, elemental hoy, de que cuanto más profundo es un estrato, más antiguo debe considerarse. ¿En qué quedaban ahora los escasos seis mil años de James Ussher? Es preciso señalar que, a pesar de proponer una interpretación muy diferente a la de Cuvier sobre los fenómenos geológicos, Lyell compartía originalmente con aquél su negativa a aceptar cualquier tipo de evolución de las especies.

UN VIAJE A BORDO DEL BEAGLE

A finales del siglo XVIII estaban ya asentadas las dos posturas antagónicas que explicaban el or i gen de la vida y del hombre, el creacionismo o fijismo y el evolucionismo. Como hemos visto, al gunos naturalistas realizaron aportaciones que po drían situarse borrosamente en la linde que separa am bas. Georges Louis Leclerc, conde de Buffon, por ejem plo, sostenía en su Ensayo sobre la degradación de los animales (1766) el principio de la degradación, según el cual una especie dada podía sufrir una evolución regresiva a lo largo del tiempo en fun ción del clima, la alimentación o las condiciones de vida. La vida natural, que hasta entonces se había observado desde un punto de vista estático, podía verse a través del mismo prisma que la historia de la Tierra, el tiempo. Esta idea anunciará el transformismo. Uno de los nombres pioneros del bando evolucionista es el británico Erasmus Darwin, abuelo de Charles Darwin, quien en su obra Zoonomía (1794) ya había sopesado la idea de que las especies pudieran haber evolucionado. El biólogo francés Jean-Baptiste Lamarck, discípulo de Buffon, retomará las ideas de aquél, pero en sentido contrario. Lamarck defendió en su obra clave Filosofía zoo lógica (1809) que el tiempo y las circunstancias ambientales son responsables directos de la aparición de especies cada vez más complejas. La vida se desarrolla, evoluciona y se perfecciona (desde los organismos más simples a los más complejos) como respuesta a los cambios del medio ambiente. Los retos del entorno provocan una reacción en los seres vivientes, en función de la cual éstos evolucionaban y creaban nuevos órganos. He aquí el transformismo lamarckiano, considerado la primera teoría evolucionista, que se apoya en los conocimientos adquiridos hasta el momento en el campo de la biología y la paleontología: la clasificación de Linneo, su propia contribución al estudio de los inver tebrados (animales sin columna vertebral) y las evidencias fósiles.

Es una curiosa coincidencia que el mismo año en que Lamarck publica su obra clave y abre de par en par las puertas al debate evolucionista (1809) coincide con la llegada al mundo de Charles Darwin. A la edad de veinte años, éste se enrola en el barco de reconocimiento científico Beagle, comenzando así un periplo de cinco años que le llevará desde Europa a América del Sur, el Pacífico, Australia y el Índico. Ese viaje, como él mismo reconoció, fue el más importante de su vida. Como apasionado naturalista, recopila todo tipo de plantas, animales y fósiles que describe y estudia. Su atenta observación le llevó a reparar en que, por ejemplo, en las islas Galápagos, en el océano Pacífico, frente a las costas de Ecuador, las características de un tipo de ave (el pinzón) cambiaban de una isla a otra. Sabrá después que todas esas variedades analizadas con su ojo escudriñador son especies distintas. De este modo, Darwin se dará cuenta de que a partir de una población inicial han surgido varias especies que se han adaptado a las condiciones locales de cada una de las islas. Las especies, por tanto, se transforman. Pero, ¿cómo ocurre esto? La pregunta, abonada por la lectura de la obra de Lyell, será la clave de sus investigaciones una vez de vuelta a casa, acontecida en octubre de 1836. A lo largo de veinte años, Darwin madura sus ideas con nuevas lecturas, publica su diario de viaje y otros trabajos y escribe breves esbozos de su teoría. En 1856 comienza finalmente a redactar sin prisa sus teorías pero, cuando la obra ya iba a buen ritmo, recibe una carta del también naturalista británico Alfred Russell Wallace en la que éste le hace partícipe de sus propias ideas sobre la evolución. Sorprendido, Darwin comprueba que Wallace había llegado de forma independiente a sus mismas conclusiones y, tras una solución de compromiso a tan sor prendente coincidencia (ambos realizan una pre sentación conjunta en la Sociedad Linneana de Londres), pu blica en noviembre de 1859 Sobre el origen de las especies por medio dela selección natural, el tratado que encarna la segunda gran revolución científica.

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El viaje más importante de una vida. Retrato de Charles Darwin (1809-1882) cuatro años después de su regreso a Inglaterra, cuando comenzó a gestar su teoría de la evolución de las epecies.

LA EVOLUCIÓN HUMANA

Y, en efecto, fue una gran revolución. Los 1.250 ejemplares de la primera edición se agotaron el mis mo día de su salida. El impacto en la sociedad vic toriana, todavía convencida en su mayoría de las doctrinas creacionistas propugnadas por una Iglesia muy poderosa, fue tremendo. El enfrentamiento entre creacionistas y evolucionistas fue muy tenso, tal y como ejemplifica el encarnizado debate acontecido en octubre de 1860 entre Thomas Huxley (defen sor de Darwin) y el obispo Wilberforce, quién abrió fue go espetando directamente: “Y usted señor Hux ley, ¿es pariente de los monos por parte de abuelo o de abuela?”

Lo que Darwin proponía en su Origen de las especies era el proceso que explicaba la transformación y aparición de las especies. El razonamiento es el siguiente: (1) llega un momento en el que la población de una especie dada es demasiado grande y los recursos del medio ambiente no son suficientes para mantener a todos sus individuos; (2) es inevitable que se inicie una competencia entre ellos por el acceso a esos recursos; (3) cada individuo es único y diferente a los demás, todos ellos cuentan con ventajas o desventajas en esa competición: solo aquellos que dispongan de los rasgos más ventajosos podrán sobrevivir (este es el mecanismo que explica la “selección natural”); y (4) los rasgos que han sido ventajosos en ese proceso se transmitirán a la generación siguiente.

Esta teoría es sustancialmente distinta al transformismo de Lamarck. Para este último, el mecanismo que rige la evolución es la tendencia natural al perfeccionamiento de las especies. Este punto de vista presupone que existe un claro objetivo en la naturaleza y que ese objetivo ha estado dirigido ha cia la aparición del hombre, el ser más perfecto de todos cuantos existen. Además, para Lamarck, las especies son parte activa en el proceso. La jirafa, por ejemplo, habría desarrollado conscientemente a lo largo del tiempo el alargamiento de su cuello para acceder a las hojas tiernas de los árboles. Para Darwin, el mecanismo evolutivo es la selección na tural, que es aleatorio y que no tiene un objetivo pre ciso. Los individuos más aventajados lo son a causa de condiciones muy concretas y, en otras distintas, es muy probable que no hubieran sido favorecidos. Darwin muestra que los individuos son, además, sujetos pasivos. El cuello largo de la jirafa es un rasgo adquirido que, si es exitoso, será transmitido a las siguientes generaciones.

Así pues, todas las especies que viven en el presente están vinculadas por rasgos de parentesco en un gran árbol evolutivo que se remonta a un punto lejano en el tiempo, aquél en el que la vida aparece. Esto supone que deben existir numerosos ancestros fósiles que han conducido a las formas actuales a lo largo de la evolución y que, por lo tanto, especies que hoy en día son diferentes tienen un ancestro común. Darwin abordó con más detalle el caso de la evolución humana en El origen del hombre y la selección en relación con el sexo, publicado en 1871. Apo yándose en los trabajos de Huxley, afirma que nuestro linaje comparte un ancestro común relativamente reciente con los grandes simios. De entre ellos, el chimpancé es el que se le antoja más próximo a nosotros. La simplificación apresurada de sus razonamientos llevó a muchos a concluir que lo que Darwin estaba diciendo es que el hombre desciende del mono. Ante esta idea, la burla y el escándalo no se hicieron esperar en la sociedad decimonónica europea. Muestra de ello son las caricaturas de la época que retratan a un Darwin con cuerpo de chimpancé, o la reacción de la esposa del obispo de Worcester: “¡Dios Santo, de los monos! ¡Esperemos que no sea verdad y, si lo es, confiemos en que no se sepa!” De sa fortunadamente para esta dama y para otros muchos, ya no había remedio posible. La búsqueda de nuestros orígenes había comenzado.

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Parentesco escandaloso. Caricatura de Darwin aparecida en la prensa satírica británica en 1871, el mismo año de la publicación de El origen del hombre.

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El origen está en África

Los grandes hitos en la búsqueda de nuestros ancesstros

EL VALLE DEL “HOMBRE NUEVO”

En 1871, en el Origen del hombre, Darwin predijo que lo más probable era que nuestros ancestros se encontrasen en África, porque es en este continente donde viven los primates más parecidos a nosotros (los chimpancés y los gorilas). Darwin había tomado la idea del libro de Thomas Huxley Evidencias del lugar del hombre en la naturaleza, publicado en 1863. Sin embargo, a finales del siglo XIX todavía se conocían muy pocos fósiles humanos y, desde luego, ninguno de ellos era africano. En las tempranas fechas de 1830 y 1848 ya se habían descubierto los primeros en la Cueva de Engis (Bélgica) y en la cantera de Forbes, en Gibraltar. Aunque hoy sabemos que estos restos pertenecen a neandertales, en aquella época suscitaron poco interés y pasaron rápidamente al olvido.

Todo cambió en agosto de 1856. Ese verano, un puñado de hombres que trabajaban en las voladuras de la cantera de caliza abierta en el valle de Neander (Neander-thal que, paradójicamente, significa ‘el valle del hombre nuevo’), cerca de la ciudad alemana de Dusseldorf, se toparon con la entrada de una pequeña cueva colgada en lo alto de un cañón. La extracción de los sedimentos que tapaban la gruta permitió que los obreros comenzaran a encontrar artefactos de sílex y huesos de animales en abundancia. Entre todos esos fósiles se encontraban algunos humanos, particularmente una bóveda craneal, que parecían pertenecer al mismo individuo. Enterado del hallazgo, el propietario de la cantera envió los restos a Johann Carl Fuhlrott, profesor local de ciencias naturales, quien rápidamente se dio cuenta de que los rasgos de los fósiles humanos eran “de una naturaleza desconocida hasta entonces”. Los restos pasaron a manos del anatomista Hermann Schaaffhausen, responsable de su presentación en sociedad en un congreso de medicina celebrado en Bonn, en febrero de 1857. El anatomista alemán concluyó que, efectivamente, los restos humanos eran de una gran antigüedad, como confirmaban los restos de animales que aparecieron junto a ellos, pero se reservó con mucha prudencia el juicio sobre el carácter fósil de los mismos.

En un momento en el que ni siquiera se había publicado aún la teoría evolucionista de Darwin, nadie estaba dispuesto a aceptar que pudiera existir una especie humana extinta. Así, se propusieron las más disparatadas explicaciones para semejante hallazgo. El propio Schaaffhausen prefirió atribuir los huesos a una raza humana salvaje anterior a los pueblos celtas y germánicos. Otros vieron en ellos a un idiota patológico. La más imaginativa de todas fue la del paleontólogo alemán Hermann von Meyer, quien sugirió que se trataba de un cosaco mongol que, en persecución de las tropas napoleónicas y gravemente enfermo por el raquitismo, había hecho un alto para descansar en la cueva, donde murió. Incluso Thomas Huxley, el gran defensor de Darwin, influido por las tesis raciales (y racistas) del antropólogo estadounidense Samuel Morton, sostuvo con brío que el fósil de Neander era un “tipo humano inferior”, similar al de los aborígenes australianos. Fue el paleontólogo irlandés William King, alumno de Charles Lyell, quien en 1863 bautizó al ejemplar alemán con el nombre de Homo neanderthalensis. Por primera vez, ocho años antes de la aparición de El origen del hombre, se dará cabida dentro de la clasificación de Linneo a un tipo humano no sapiens. El ejemplar de Neander-thal será la primera especie fósil perteneciente a nuestro género reconocida por la ciencia. Y ese fósil se encontraba en Europa.

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Salvaje, idiota o cosaco enfermo. La primera reproducción científica de la bóveda craneal hallada en el valle de Neander, publicada por Johann Carl Fuhlrott en 1859.

EN BUSCA DEL ESLABÓN PERDIDO

A pesar de los prejuicios iniciales en los que se vio envuelto el fósil de Neander, la confirmación de la existencia de especies humanas fósiles anteriores a nosotros se produjo en 1866, con el descubrimiento, en la cueva belga de Naulette, de una nueva mandíbula de formas primitivas. El estudio comparativo de este resto con las mandíbulas de un chimpancé y un humano moderno demostró el carácter claramente humano del mismo. Paul Broca, fundador de la Sociedad de Antropología de París y cercano a las ideas evolucionistas, aseguró que la mandíbula constituía un argumento anatómico de peso a favor del darwinismo y que se trataba del primer eslabón de la cadena que conectaba a los humanos con los simios.

El insigne biólogo alemán Ernst Haeckel era simpatizante de la teoría de Darwin pero, sin embargo, no compartía algunas de sus ideas. Haeckel pensaba, por ejemplo, que eran los simios asiáticos (orangutanes y gibones), y no los africanos, las especies más próximas a los humanos. Así lo plasmó en su árbol genealógico de 1868, en el que mostraba explícitamente la conexión entre los simios asiáticos y el “eslabón perdido”, al que denominó Pithecanthropus alalus, literalmente, ‘el hombre-mono sin habla’. Este ser era mitad simio y mitad humano, no caminaba completamente erguido, su mandíbula era muy prominente y no conocía el lenguaje. Las propuestas de Haeckel eran pura teoría pero calaron en unos discípulos, que ansiosos por confirmarlas y ganarse el reconocimiento de la ciencia, se lanzaron a la búsqueda de ese grial de la evolución.

Pithecanthropus erectus